PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32: e19942
Entrevistas - Dosier
https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19942
INTERVIEW WITH ALFREDO MARTÍNEZ MARCOS
ENTREVISTA COM ALFREDO MARTÍNEZ MARCOS
Mariano Asla
(Universidad Austral, Argentina)
Recibido: 07/01/2025
Aprobado: 13/02/2025
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Algunos de sus libros:
Inteligencia artificial y humanismo tecnológico (Digital Reasons, Madrid, 2024; en coautoría con Marta Bertolaso; versión en italiano en Carocci Editore, Milán, 2023)
Sobre la belleza humana (Eolas, León, 2022).
Meditación de la naturaleza humana (BAC, Madrid, 2018; en coautoría con Moisés Pérez).
Postmodern Aristotle (Cambridge Scholars Publishing, Newcastle, UK, 2012).
Ciencia y acción (Fondo de Cultura Económica, colección Breviarios, México, 2010, reed. 2013, 2018; traducido al italiano y al polaco).
Ética ambiental (Universidad de Valladolid, Valladolid, 2001)
El testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio (Edilesa, colección Novela Histórica, León, 2000)
Hacia una filosofía de la ciencia amplia (Tecnos, Madrid, 2000)
Tanto la verdad como la certeza son valores muy deseables, pero no pueden confundirse, ni pueden ser colmados los dos a un tiempo plenamente. Es más importante la verdad. La verdad nos pone en contacto con la realidad, con el mundo, con los demás, con Dios, mientras que la certeza depende solo de la seguridad que yo tenga en mis propias ideas. A veces hay que sacrificar algo de certeza para obtener algo de verdad. Dicho de otro modo, acercarse a la verdad implica siempre un cierto riesgo, no puede hacerse con total seguridad.
En los momentos históricos en los cuales se ha preferido la certeza, la razón humana se ha recluido en el ámbito de las relaciones entre ideas, dónde, en efecto, se puede hallar certeza, y se ha ido alejando de la realidad. La modernidad cartesiana es un buen ejemplo. Y el resultado a la larga es frustrante. La razón concebida como búsqueda de la certeza, por encima de la verdad, nos separa de la realidad y nos empuja hacia posiciones irracionalistas, como sucede en la posmodernidad. En otras épocas de la historia se ha buscado con esfuerzo y humildad la verdad, asumiendo con coraje el inevitable riesgo que esto conlleva.
Aun podemos ver la cuestión desde otro ángulo: la filosofía no puede vivir solo de la filosofía. No tendría de dónde tomar los principios, ni encontraría modo de aplicarlos a lo concreto. Los principios los recibimos de un fondo de sabiduría milenario, que incluye las propias tradiciones filosóficas y mucho más: los heredamos del lenguaje, que nos es donado junto con la leche materna, de lo que nos cuentan los demás en conversación, especialmente aquellos en quienes confiamos, de lo que nuestra naturaleza humana nos regala en forma de mil indicaciones vitales, incluidas las que nos ofrecen, por supuesto, los sentidos, de otras fuentes legítimas de saber, y singularmente del sentido común, además de la religión, las artes, el derecho, las costumbres... Nada de esto es infalible. Hay siempre un riesgo, un salto. Pero no sobre un abismo insondable, sino sobre un modesto vado que entre todos hemos ido estrechando.
Se ve que de la realidad a nuestras ideas tenemos que saltar, y no una, sino dos veces, a la hora de obtener los principios y a la de aplicar las conclusiones. Pero en dichos saltos no estamos solos, hay alguien que nos ayuda desde las dos orillas. Encontramos a los demás, a las otras personas, coetáneos y ancestros. “Saltamos” de la physis al logos y vuelta con ayuda de otros, que nos echan una mano. Conforme, todo salto implica un riesgo. Pero eso no tiene por qué convertirlo en una acción irracional, sino que muchas veces será el fruto de otra forma de entender la racionalidad, que no es solamente lógica (paso a paso), sino prudencial y, por ello mismo, falible (pues la última palabra la tiene la propia realidad). Con todo ello, la filosofía no queda reducida a la inutilidad, sino que cobra una función vital, es la encargada de diferenciar, de matizar, de flexibilizar, de ajustar, de rehacer, de desarrollar como en un proceso de ontogénesis, lo recibido, lo que nos llega como don, sin necesidad ni conveniencia de ponerlo a priori en duda, pero con la apertura suficiente como para modificarlo siempre que (y solo cuando) surjan efectivamente razones para ello.
Es la obsesión por la certeza absoluta la que produce, tras la frustración, escepticismo. Es el orgullo de la razón el que produce, tras la frustración, irracionalismo. La humildad en la búsqueda de la verdad, la aceptación del don y el correspondiente agradecimiento, engendran, en cambio esperanza y confianza. Dicho con Charles S. Peirce: “No pretendamos dudar en filosofía lo que no dudamos en nuestros corazones”.
Creo que la estéril oposición entre progresismo y conservadurismo responde a una mala concepción de la temporalidad. Nuestra vivencia de la temporalidad a menudo se convierte en dolencia, y eso porque pretendemos habitar una temporalidad sin presente. A veces nos volcamos hacia la añoranza del pasado, otras fraccionamos la duración de la vida en infinitos e insustanciales instantes, otras, por último, pretendemos encontrar guía en una supuesta visión del futuro. Cualquier cosa menos habitar de veras en el presente. El tema me parece importante, de hecho, estoy acabando de escribir un libro sobre esta cuestión de la temporalidad.
Conservar y progresar son dos verbos muy nobles. Hay que conservar lo bueno e ir progresando en su mejora. Esto parece bastante obvio. Pero la conversión de verdades obvias en ideologías radicales acaba por pervertirlo todo. Incluso las causas más justas pueden acabar siendo ideológicamente pervertidas, como está sucediendo con la causa ecologista y con la feminista. No se puede volver a ningún pasado - ni antiguo, ni moderno- como quizá puedan desear los diferentes conservadurismos radicales, ni se puede organizar la vida humana en función de un supuesto futuro que el progresismo visionario cree haber identificado. De hecho, el progresismo se ha convertido en una especie de enfermedad social y cultural. Hay un dicho popular según el cual “progresista es a progreso como carterista a cartera”. Efectivamente, el progresismo nos roba toda posibilidad de progreso real.
Cualquier progreso ha de basarse en los valores ya presentes, no en una supuesta visión del futuro. Y el más importante de los valores ya presentes es la dignidad de cada uno de los seres humanos, es decir, de cada persona. Dicha dignidad, como afirma Robert Spaemann, no es algo aun por construir, que deba ser producido en el futuro, sino que está ya aquí, entre nosotros, y nos cumple respetarla y cuidarla. En esto consiste la conservación del bien y el progreso en el mismo, en el respeto y cuidado incondicional de la dignidad de cada persona, desde su concepción hasta su muerte.
La normatividad no podemos importarla del futuro, como intentan hacer los progresistas, sino que se basa en el valor ya presente. Además, el progresismo es necesariamente elitista, pues solo unos pocos iniciados se sitúan en la sedicente vanguardia. El futuroscopio está al alcance solo de un club elitista. Ellos nos dicen hacia dónde vamos y esta su visión la convierten inmediatamente en misión para el resto, incluso la imponen si hace falta con recurso a la violencia. Por el contrario, el presente está a la vista de todos, de cualquier persona, del sentido común de las gentes. Al centrarnos en el presente, evitamos, de paso, la tentación elitista.
Dice San Agustín que hay tres tiempos, y todos ellos están en el presente: “presente de los hechos pasados, presente de los presentes y presente de los futuros […] memoria presente […] contemplación presente […] y espera presente”. La instancia superadora a la cual apunta tu pregunta es esta: una temporalidad con presente. Nos orienta en ella la dignidad humana ya presente en la más vulnerable de las personas.
La noción de naturaleza humana me parece crucial en nuestros días. Más aun la propia realidad de la naturaleza humana común. Cada vez veo más necesario utilizar esta fórmula completa: naturaleza humana común. Y es que sin una cosa tal no podríamos formar comunidades, y es un hecho que estas existen, tampoco podríamos comunicarnos, y es un hecho que lo hacemos a diario. Nuestra naturaleza humana común es la base de nuestras comunidades, de nuestra comunicación, de nuestra vida en común. Parece obvio, pero algunos pensadores sospechan de este concepto de naturaleza humana -lo sé- y reaccionan en su contra. Bien, quizá se deba a un malentendido. Quienes niegan la existencia de una naturaleza humana común suelen interpretar esta noción en términos platónicos, como si fuese una Idea, o en términos lingüísticos, como si fuese una definición a base de condiciones necesarias y suficientes. Se da, además, la circunstancia de que quienes niegan la naturaleza humana común acaban apelando en sus argumentaciones a algún sucedáneo de la misma, antes de afrontar descarnadamente la soledad radical y asocialidad profunda a la cual dicha negación les precipita.
Pero, lo cierto es que desde hace siglos existe otra posible interpretación de la naturaleza humana, en la línea aristotélica y más próxima al sentido común, ajena al idealismo platónico y a la reducción lingüística. La naturaleza humana en la tradición aristotélica no es primariamente un concepto ni puede ser comprimida en una definición al uso. Se trata, en primer lugar, de una forma, en el sentido aristotélico de la palabra. Es decir, se trata de una forma individual, presente en cada ser humano concreto. Es una entidad física, metida en el tiempo y en el espacio y afectada por el cambio, pero con la estabilidad propia de la sustancia. El hecho de que la naturaleza humana sea una forma individual, constitutiva de cada persona, no excluye que todos los humanos tengamos algo en común. Lo tenemos por origen, pues venimos de la familia humana y a ella pertenecemos. Ahí está la base de las redes de semejanzas que se pueden tender entre las formas individuales. Nos parecemos unos a otros en muchos aspectos, tenemos mucho en común. La red de semejanzas que captamos sirve para construir conceptos. Y solo entonces aparece la naturaleza humana, en un sentido secundario, como concepto, como noción que nunca llega a agotar la exuberancia de lo real, pero que pone de manifiesto lo que tenemos los humanos de común y que se realiza de manera irrepetible en cada uno de nosotros.
El contenido de este concepto de naturaleza humana incluye, siempre según la inspiración aristotélica, al menos tres rasgos o aspectos: lo animal, lo social y lo espiritual. No son reductibles entre sí. Es decir, no se puede explicar todo lo humano solo por su base biológica. Y algo análogo hay que decir en relación a lo social y a lo espiritual. No somos simplemente seres socio-culturales, ni puros espíritus. Por otro lado, estos tres aspectos no aparecen yuxtapuestos en cada persona, sino integrados. La relación entre ellos no es de oposición, sino de mutua diferenciación. Y aquí, diferenciación quiere decir constitución, ontogénesis. Así interpretada, no hay nada que temer de la naturaleza humana común, y sí en cambio mucho que perder -como bien sabía Nietzsche- con su negación.
La actitud correcta ante la vulnerabilidad humana viene, en mi opinión, descrita por esta fórmula: reconocer y paliar. Es importante reconocer la vulnerabilidad como una característica propia de lo humano. Dicho de otro modo: un ser absolutamente invulnerable no sería humano. Y tan importante como el reconocimiento es el esfuerzo denodado por paliar nuestra vulnerabilidad mediante el cuidado mutuo. Trataré de argumentarlo.
Los seres vivos tienen interior y exterior, poseen barreras semipermeables que los identifican, los separan de su entorno y al mismo tiempo los comunican con él haciéndolos funcionales, pero también, y por lo mismo, vulnerables. La interioridad y necesaria apertura del viviente es lo que a un tiempo lo hace vulnerable. Es esta, nuestra base biológica, la que nos hace vulnerables. Las rocas o los conceptos no lo son. El ser humano solo dejaría de ser vulnerable si dejase de ser un viviente, para transformarse, por ejemplo, en software, como proponen algunos transhumanistas. Pero, con ello, obviamente, habría dejado también de ser humano. Emmanuel Levinas llega incluso a entender la subjetividad humana en términos de vulnerabilidad, e identifica esta última como condición de posibilidad de cualquier forma de respeto hacia lo humano. Reconocerse humano implica reconocerse viviente, y, por lo tanto, vulnerable. En consecuencia, no por ser más vulnerable se es menos humano. Todas las personas, sean más o menos vulnerables, poseen una igual dignidad. Por eso, como aprecia MacIntyre, hemos de preguntarnos conjuntamente por la animalidad del ser humano y por su vulnerabilidad, y por eso ambas cuestiones son cruciales para la ética.
Ante la constatación de nuestra vulnerabilidad, caben varias líneas de acción divergentes. Se puede optar por la simple resignación, lo cual perjudica especialmente a los más vulnerables. Resulta intuitivamente claro que la simple resignación no es una actitud moralmente aceptable. También hay quien se ha puesto a soñar con utopías post-humanas de perfecta protección. Se trata de paisajes des-humanizados, pues es, al fin y al cabo, nuestra naturaleza humana la que nos hace vulnerables. Entiendo que esta línea pone en riesgo la existencia misma de la humanidad. Martha Nussbaum lo explica muy bien. A través de sus palabras podemos intuir con claridad el paisaje post-humano al que deberíamos enfrentarnos para lograr la invulnerabilidad, en el cual todo nuestro universo conceptual, emocional y social quedaría trastocado, con la consiguiente pérdida de referencias morales. Así pues, la mejor opción consiste en el reconocimiento y mitigación de la vulnerabilidad, con particular atención, claro está, a las personas que son más vulnerables. Por supuesto, debemos intentar en lo posible paliar nuestra vulnerabilidad y protegernos de los daños, pero la aspiración a la absoluta invulnerabilidad para el ser humano tiene algo de absurdo o contradictorio. Se trata aquí de reducir en lo posible la vulnerabilidad, con especial atención a los más vulnerables, mediante una profundización en lo humano, mediante su plena realización, y no mediante su supresión.
Me parece que en filosofía tenemos mucho aun que aprender del concepto de persona. Uno no se ve a sí mismo como “un viejo”, sino como una persona que estás pasando por una determinada fase de su vida, pongamos por la fase de envejecimiento, la misma persona que pasó antes por otras etapas, embrionaria, infantil, juvenil, madura…, pero siempre la misma persona, con idéntica dignidad. Este era el núcleo de mi reflexión en el artículo sobre el envejecimiento.
Un viejo no es un rol, una máscara hueca, un personaje del teatrillo del mundo, no es una función social, no es la encarnación de una edad, no es simplemente un puñado de telómeros menguantes, no es solo un montón de moléculas sumisas a la entropía. De hecho, ni siquiera deberíamos hablar así: “Un viejo…”. Por cierto, tampoco es aceptable que se hable, por ejemplo, de “un embrión” o de “un feto”. Especialmente cuando esta terminología se emplea para deshumanizar y facilitar la eliminación de quien en realidad es una persona envejecida, o una persona en su etapa embrionaria o fetal. Seamos justos con la antropología sentida, con la ontología experimentada por cada cual a lo largo de su vida. Usemos el término persona. Este recoge una noción que desconocían los antiguos, que el cristianismo impulsó como ciudadela para la dignidad humana, y que poco a poco fue diluyéndose en el vacuo concepto de individuo que la modernidad impuso.
Hay personas, cada ser humano es una persona. La primera parte de esta afirmación es ontológica, la segunda antropológica. Sin este tipo de ontología y de antropología, difícilmente podremos entender lo que es la vejez, que lo será siempre de una persona, y difícilmente podremos organizar una sociedad en la que sea posible envejecer y morir en dignidad. Con ello quiero decir, obviamente, que nadie está legitimado para eliminar a otro ser humano, en ninguna de las fases de la vida de este, sino que estamos todos implicados en el mutuo cuidado.
Cuando la muerte está próxima, el trato debido a toda persona se expresa en forma de cuidados paliativos. Y ello con independencia de la edad a la cual llegue la muerte. Normalmente esto sucederá tras un proceso de envejecimiento, pero no siempre es así. De hecho, los cuidados paliativos perinatales están conociendo en los últimos años un admirable desarrollo científico y asistencial que merece apoyo y detenida atención filosófica.
Esto nos lleva a la cuestión de la muerte, que queda planteada en la pregunta, e implícitamente al horizonte posterior a la misma. El transhumanismo actual intenta posponer indefinidamente la muerte por métodos (bio)tecnológicos, algunos inverosímiles, absurdos, como la migración del contenido mental, otros practicados ya desde hace milenios por todas las culturas, como la lucha contra las enfermedades. Pero, llegue pronto o tarde la muerte, no se vislumbra desde esta posición transhumanista nada más allá de la misma. Desde una perspectiva cristiana, en cambio, junto con el reconocimiento de la mortalidad humana, llega la esperanza de la resurrección para la vida eterna. Hago énfasis en la diferencia entre la eternidad, que no deja de ser una especie de concepto abstracto, unido a connotaciones de inmovilidad e incluso de aburrimiento, y la vida eterna, que apunta a un horizonte bien concreto de amor y de realización personal vívida y plena en un presente continuo. “Tú tienes palabras de vida eterna”. Así dice el texto evangélico. El contenido de esta vida, mezcla de hogar y asombro, resulta para nosotros de momento inimaginable, pero será mejor que lo imaginable (“Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para aquellos que le aman”). Una excelente aproximación a este contenido desde un punto de vista puramente filosófico la encontramos en el libro de Julián Marías titulado La felicidad humana.