PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32


Artículos - Dosier


https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19745

 


BELLEZA Y SOCIEDAD

BEAUTY AND SOCIETY
BELEZA E SOCIEDADE


Tomás Esteban Salazar Steiger

(Universidad Católica San Pablo, Perú)

tesalazar@ucsp.edu.pe


Recibido: 19/11/2024
Aprobado: 13/02/2025

 


RESUMO


Este artigo busca mostrar como a doutrina da beleza de Santo Alberto Magno e de São Tomás de Aquino carrega elementos valiosos para pensar a constituição de uma sociedade, que, como união de pessoas diversas, contém um problema antropológico, bem como um problema metafísico, sobre a relação entre unidade e multiplicidade. A referida doutrina da beleza aborda esta relação e também contém contribuições valiosas para uma melhor compreensão da própria natureza da sociedade.


Palavras-chave: beleza. sociedade. pessoa. metafísica.


ABSTRACT


This article aims to show how the doctrine of beauty of Saint Albert the Great and Saint Thomas Aquinas carries valuable elements to consider the constitution of a society, which, as a union of diverse people, contains an anthropological problem, as well as a metaphysical problem, regarding the relationship between unity and multiplicity. The aforementioned doctrine of beauty addresses this relationship and also contains valuable contributions to a better understanding of the very nature of society.


Keywords: beauty. society. person. metaphysics.


RESUMEN


El presente artículo busca mostrar como la doctrina de la belleza de San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino porta elementos valiosos para considerar la constitución de una sociedad, la cual, como unión de personas diversas, contiene un problema antropológico, como también un problema metafísico respecto de la relación entre la unidad y la multiplicidad. La mencionada doctrina de la belleza aborda esta relación, y contiene, además, valiosos aportes para una mejor comprensión de la naturaleza misma de la sociedad.


Palabras clave: belleza. sociedad. persona. metafísica.

  1. Introducción


    ¿Qué sustenta la unión de una sociedad, compuesta por entes diversos? Comprender la naturaleza de una sociedad supone una reflexión antropológica, la cual se inscribe, a su vez, en la pregunta metafísica sobre la relación entre la unidad y la diversidad. La belleza, como modo del ser, algo que nos atrae por sí mismo, y nos plenifica interiormente, no suele ser un criterio para juzgar la constitución de una sociedad. Sin embargo, quizás su ausencia es un empobrecimiento en su comprensión, pues ella misma contiene dentro de sí una respuesta a la pregunta de la relación entre unidad y multiplicidad, y quizás, también una respuesta a la pregunta antropológica. El presente artículo quiere mostrar la pertinencia de la consideración de la belleza para la comprensión más neta de qué es una sociedad, así como también para considerarla un signo de su plena realización.


  2. Sociedad


    Quisiera comenzar por una noción básica de sociedad: para que una sociedad exista, tiene que haber múltiples elementos, es decir, personas, seres humanos, y un principio de unidad de esos seres humanos. No son meros sujetos dispersos, sino que algo los une. Esto, que podría parecer una obviedad, no lo es tanto, cuando uno considera detenidamente la frase que encabeza el Manifiesto Comunista de Marx y Engels: «La historia de toda sociedad hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases», descrita como «un constante antagonismo» y «una lucha ininterrumpida» que «siempre ha terminado en una transformación revolucionaria de la sociedad entera o en la destrucción de ambas clases en pugna» (Marx y Engels, 1948, pp. 3-4). Se está postulando aquí un primer principio social, que contiene una contradicción, pues el constante antagonismo en cualquier ente deviene pronto en la causa de su destrucción, y hace, por lo tanto, imposible la unidad de una sociedad. Por eso, con lucidez curiosa, Marx y Engels sacan allí mismo la conclusión lógica del primer principio postulado: «la destrucción de ambas clases», es decir, la destrucción social. El impacto histórico-cultural de esa noción redactada en 1848 ha sido enorme, y se puede percibir contemporáneamente, por ejemplo, en la primera frase de la Política Nacional de Cultura del Perú al 2030, donde se afirma lo siguiente: «La diversidad cultural nos une» (PNC, p. 7)1, que, desde el punto de vista metafísico, parece ser una reformulación de la anterior: la diversidad como principio de unidad, que es también un oxímoron. La pregunta por lo que nos une es una pregunta esencial para todo aquel que quiere comprender la naturaleza de una sociedad. En los ejemplos recién expuestos, según Marx sería el “constante antagonismo”, y en el caso de la Política Nacional de Cultura, la “diversidad cultural”, principios que, como hemos expuesto brevemente, portan en sí el germen de su propia disolución2.


    Platón, en el Protágoras, aborda esta pregunta también de modo explícito, y la plantea así:


    «¿acaso existe, o no, algo de lo que es necesario que participen todos los ciudadanos, como condición para que exista una ciudad? Pues en eso se resuelve ese problema que tú tenías, y en ningún otro punto. Porque, si existe y es algo, no se trata de la carpintería ni de la técnica metalúrgica ni de la alfarería, sino de la justicia, de la sensatez y de la obediencia a la ley divina, y, en resumen, esto como unidad es lo que proclamo que es la virtud del hombre». (Platón, Protágoras, 325a)


    Aquí se postula tanto la necesidad de un principio de unidad, y como el contenido del mismo: la virtud, que se despliega en tres elementos: justicia, sensatez y obediencia a la ley divina. Y, además, se propone como «algo de lo que es necesario que participen todos los ciudadanos». Es decir, para que exista una ciudad, es necesario que todos los ciudadanos compartamos la misma virtud, que consiste en ser justos,


    1. Política Nacional de Cultura al 2030, recuperado de: https://www.gob.pe/institucion/cultura/informes-publicaciones/841303-politica- nacional-de-cultura-al-2030.

    2. Queda claro que el «antagonismo» y la «diversidad» no son principios de unidad. Pero no corresponde elaborar aquí la crítica a la imposibilidad de configurar una sociedad en torno a tales principios. Se puede encontrar un análisis más detallado de esta imposibilidad en

      ¿Es posible hablar de unidad en la diversidad?, en ¿Qué nos une como peruanos? Memorias del I Congreso de Peruanidad, Universidad Católica San Pablo, Arequipa 2023, pp. 15-35.

      sensatos y obedientes a la ley divina. Algo semejante decía San Agustín en La ciudad de Dios. Refiriendo a Cicerón, dice:


      «Define [Cicerón] el pueblo diciendo que es una sociedad fundada sobre derechos reconocidos y sobre la comunidad de intereses. Luego explica qué entiende por derechos reconocidos. Y añade que la república no puede ser gobernada sin justicia. En consecuencia, donde no hay verdadera justicia no puede darse verdadero derecho. […] Por tanto, donde no existe verdadera justicia no puede existir comunidad de hombres fundada sobre derechos reconocidos, y, por tanto, tampoco pueblo, según la definición de Escipión o de Cicerón» (San Agustín, Ciudad de Dios, XIX, 21)3.


      Platón aporta en otro pasaje, esta vez del Banquete -en el primer discurso sobre el amor expuesto por Fedro-, otro elemento valioso, pues describe con más detalle la relación de dos personas con aquello que comparten, en el caso de dos personas que se aman:


      «¿Y qué es esto que digo? La vergüenza ante las feas acciones y el deseo de honor por lo que es noble, pues sin estas cualidades ni una ciudad ni una persona particular pueden llevar a cabo grandes y hermosas realizaciones. Es más, afirmo que un hombre que está enamorado, si fuera descubierto haciendo algo feo o soportándolo de otro sin defenderse por cobardía, visto por su padre, por sus compañeros o por cualquier otro, no se dolería tanto como si fuera visto por su amado. Y esto mismo observamos también en el amado, a saber, que siente extraordinaria vergüenza ante sus amantes cuando se le ve en una acción fea. Así, pues, si hubiera alguna posibilidad de que exista una ciudad o un ejército de amantes y amados, no hay mejor modo de que administren su propia patria que absteniéndose de todo lo feo y emulándose unos a otros». (Platón, Banquete, 178d-e).


      Es necesario, para que una ciudad realice grandes acciones -las cuales presuponen un principio de unidad-, compartir la misma vergüenza ante las acciones feas, así como el mismo deseo de honor por lo noble. Con notable fineza psicológica, Platón -en el discurso de Fedro- describe cómo cuando hacemos algo feo, si la persona que nos ve haciéndolo nos conoce y nos ama, nos duele más que si no existe tal relación enriquecida por el amor. Es decir, el amor entre dos personas ensalza o destaca con más agudeza el valor de lo compartido. Podemos decir que compartimos una visión respecto de lo bello y lo feo, y cuando lesionamos esa visión compartida, la mirada de la persona que queremos respecto de ese acto nuestro que lesionó lo bello compartido, nos es particularmente dolorosa, y agudiza nuestra vergüenza.


      Me parece que este texto enriquece, con perspectiva relacional y psicológica, lo dicho en el texto anterior. Compartir la misma visión respecto de la virtud, la misma noción de justicia, sensatez y temor de lo divino, es valioso en sí mismo, y es un principio de unidad. Pero ese principio está enriquecido por la participación de personas amantes. En la medida en que aman al otro, lo compartido adquiere la plenitud de su valor, el cual se aquilata en la visión compartida. Podríamos decir que hay una especie de rol custodio del otro respecto de la visión compartida.


      Con lo recientemente expuesto tenemos los elementos suficientes para pasar al otro término de nuestra indagación. Quisiera sugerir que la doctrina de la belleza expuesta por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino nos servirá para profundizar y desarrollar notablemente estas primeras afirmaciones sobre la naturaleza de la sociedad expuestas en la obra de Platón.


  3. Belleza y forma


    ¿Qué es la belleza? Recurro a la definición que postuló San Alberto Magno en su Comentario a los Nombres Divinos del Pseudo-Dionisio Areopagita. El autor comentado por San Alberto, el Pseudo- Dionisio, afirmó en Los Nombres Divinos que la belleza tiene consonancia y claridad, que atrae y


    1. San Agustín en XIX, 24, matiza esta primera definición de pueblo. Dice: «Y si descartamos esa definición de pueblo y damos esta otra:

      «El pueblo es un conjunto de seres racionales asociados por la concorde comunidad de objetos amados», para saber qué es cada pueblo, es preciso examinar los objetos de su amor. No obstante, sea cual fuere su amor, si es un conjunto, no de bestias, sino de seres racionales, y están ligados por la concorde comunión de objetos amados, puede llamarse, sin absurdo ninguno, pueblo. Cierto que será tanto mejor cuanto más nobles sean los intereses que los ligan, y tanto peor cuanto menos nobles sean». En este artículo exploraremos la relación entre la belleza y el pueblo según sus objetos de amor más nobles.

      congrega4. Dado que este autor presenta a la belleza en relación con el bien, sin distinguirlos del todo, San Alberto considera pertinente desarrollar la distinción entre belleza y bien, particularmente el bien honestum, que es el bien que atrae por sí mismo5, y no por ser útil o placentero. Allí postula su definición de belleza. Dice San Alberto:


      «lo bello en su esencia contiene tres cosas: el esplendor de la forma sustancial o accidental sobre las partes proporcionadas y determinadas de la materia, como cuando se dice bello al cuerpo por el resplandor de su aspecto sobre los miembros proporcionados, y esto es como la diferencia específica que realiza plenamente la esencia de lo bello; segundo, es que atrae hacía sí el deseo, y esto lo tiene en cuanto es un bien y un fin; tercero, que congrega todas las cosas, y esto lo tiene de parte de la forma, cuyo resplandor hace lo bello» (Simon, 1972, p. 182)6.


      Vemos que San Alberto, respetuoso con el autor comentado, conserva los tres elementos, aunque transformados significativamente desde un paradigma metafísico hilemórfico, en que la forma adquiere particular protagonismo. San Alberto elabora el tercer rasgo, indicando con mayor detalle en qué sentido la belleza congrega, en un pasaje que conviene consignar. Este rasgo nos es de particular interés, pues se trata de congregar, unir lo diverso, que es rasgo esencial también de la sociedad.


      «Pero en cuanto a lo tercero [congregar] coinciden en cuanto al sujeto, porque [congregar] acaece tanto a lo bello cuanto a lo bueno, pues uno y otro son forma -en efecto, toda congregación pertenece a la forma, que es la que delimita la multiplicidad de las potencias de la materia. Sin embargo, difieren en la ratio, pues en tanto la forma es fin de la materia, lo bueno recibe la ratio del congregar; en tanto resplandece sobre las partes de la materia, así lo bello tiene ratio del congregar. Por esto decimos que lo bello y lo honestum son lo mismo en el sujeto, pero difieren en la ratio, porque la ratio de lo bello en general consistit in el resplandor de la forma sobre las partes proporcionadas de la materia o sobre las diversas potencias o acciones, mientras que la ratio de lo honestum consistit in aquello que atrae el deseo hacia sí, lo conveniente se dice según la proporción de la potencia al acto» (Simon, 1972, p. 182).


      La congregación corresponde a la forma. Dado que el bien y la belleza coinciden en el mismo sujeto, es decir, están ambos en la forma, corresponde describir el modo particular como cada uno congrega. El bien congrega en cuanto es el fin de la forma, pues la forma tiende a su propia perfección, y en ese sentido, es un fin y un bien de sí misma. Lo propio del congregar bello es el resplandor de la forma sobre las diversas partes, potencias o acciones proporcionadas, la luz formal operando como principio de unidad. Es decir, la luz da sentido y cohesión a las partes.


      Esta primacía de la forma respecto de lo bello, la expresaron tanto San Alberto como Santo Tomás, diciendo que la belleza era causa formal7. La expresó de modo muy potente Santo Tomás al decir que la belleza consiste en la formositas, palabra de difícil traducción al castellano, pero que podríamos expresar como «condición de forma». Formosus es el origen etimológico de hermoso, y significa algo semejante a «lleno de forma». Santo Tomás afirma esto en un pasaje en que describe el deseo más hondo humano, que consiste en querer ver a Dios, y, en primer lugar, su belleza:


      «Tres cosas se desean en esa visión, que el hombre desea naturalmente ver. Primero, las cosas bellas. La belleza suma está en el mismo Dios, pues la belleza se basa en la formositas. Dios es la forma misma que informa todo, y de ahí que se diga según un texto: para que veamos los deleites del Señor». (Super Ps., 26, n. 3.)


    2. Cf. Pseudo-Dionysius, 1987, p. 76: «It is given this name [«beautiful»] because it is the cause of the harmony and splendor in everything, because like a light it flashes onto everything the beauty-causing impartations of its own well-spring ray. Beauty “bids” all things to itself (whence it is called “beauty”) and gathers everything into itself». Las negritas son mías, para destacar los tres elementos indicados. Respecto de “atraer”, el Pseudo-Dionisio juega con las palabras “kallos” y “kaleo”, para indicar que atraer es propio también de la belleza.

    3. Esta falta de distinción entre el bien y la belleza se puede percibir en el mundo griego, en que el ideal humano se presenta como ideal bueno y bello, expresado por el término kalokagathía. La excelencia humana es bella y buena. Esto aporta también a nuestra reflexión, puesto que podemos considerar que el «bien común» que persigue una sociedad en su conjunto puede ser también considerado como

      «belleza común».

    4. Las citas de San Alberto son tomadas de este texto, y la traducción es propia.

    5. Dice San Alberto: «bonum se habet in ratione causae finalis, pulchrum in ratione formalis», en Super De div. nom., c. 4, 88. Y Santo Tomás: «pulchrum proprie pertinet ad rationem causae formalis», en ST I, q. 5, a. 4, ad 1. Todos los textos de Santo Tomás son tomados del Corpus thomisticum, y la traducción es propia.

      Belleza y forma están íntimamente implicadas, por lo que todo lo que tiene forma, tiene la belleza correspondiente a dicha forma8. Podemos decir que la belleza está en la forma, como la luz de la misma forma sobre sus partes, que las actualiza, les da sentido y las congrega, haciéndolas partícipes de la unidad de su esplendor formal.


  4. Belleza y virtud


    Si la sociedad tiene relación con la belleza, es preciso explorar lo propio de una «forma social». Una primera noción de sociedad, según vimos, supone una unidad dada entre los miembros humanos que la componen. Si seguimos lo dicho por San Alberto, esta unidad la da el esplendor de la forma, que unifica a los miembros, congregando a las partes proporcionadas. Este esplendor de la forma, siguiendo el texto de Platón, debiera tener alguna relación con la virtud, en cuanto ambos son principios de unidad, uno de la belleza, el otro de la sociedad más perfecta. ¿Podemos decir que una sociedad perfecta tiene esplendor de la forma, que es aquello que está en la raíz de lo que compartimos? ¿Es este esplendor de la forma la virtud compartida postulada por Platón? La relación entre belleza y virtud está explícitamente tratada por Santo Tomás, en un pasaje que me parece iluminador para dilucidar esta relación. Se trata de un pasaje en que compara la virtud de la honestas9 con la belleza, en la Suma Teológica. Para contextualizar, situemos lo honestum respecto de la virtud. Dice Santo Tomás:


    «Respondo que hay que decir, como dice Isidoro, que la honestas es como un estado de honor. De ahí que se llame honestum a aquello que es digno de honor. Ahora bien: tal como dijimos antes, el honor se debe a la excelencia. La excelencia del hombre se considera máximamente según la virtud, que es la disposición de lo perfecto a lo óptimo, según se dice en Física VII. Por tanto, lo honestum, propiamente hablando, se refiere a lo mismo que la virtud». (ST, II-II, q. 145, a. 1, co.).


    Se percibe la relación con lo dicho por Platón respecto de lo que nos une como sociedad. Nos une la virtud, decía Platón. Lo honestum, propiamente hablando, se refiere a la virtud, dice Santo Tomás. Por otro lado, decía Platón que la vergüenza ante las malas acciones y el deseo por lo que es noble es lo que constituye a las grandes personas y sociedades. Y Santo Tomás nos dice que la honestas es un estado de honor. ¿Y es esta virtud bella? Eso es lo que justamente se pregunta Santo Tomás de modo explícito en la cuestión que citamos a continuación: ¿Son lo mismo lo honestum y lo bello?10

    «Respondo: hay que decir que, según se puede aceptar de las palabras de Dionisio en De Div. Nom. IV, a la esencia de lo bello, esto es, lo decorum11, concurren la luminosidad y la debida proporción. Pues dice que a Dios se le dice bello en cuanto es la causa de la consonancia y la luz de todas las cosas. La belleza del cuerpo se sustenta en esto, que el hombre tenga los miembros del cuerpo bien proporcionados, con cierto esplendor del color debido. Y de modo similar, la belleza espiritual se sustenta en esto, que la conducta del hombre, y su acción, sean bien proporcionadas según la luz espiritual de la razón. Esto pertenece a la esencia lo honestum, que dijimos que es lo mismo que la virtud, la cual ordena todas las cosas humanas según la razón. Por tanto, lo honestum es lo mismo que la belleza espiritual. De ahí que diga San Agustín en el libro Octoginta trium quaest., a la honestas la llamo belleza inteligible, a la cual llamamos propiamente espiritual. Y más adelante dice: Hay muchas cosas visibles bellas, a las cuales menos propiamente llamamos honestas». (ST, II-II, q. 145, a. 2, co.)


    Lo honestum, que «es lo mismo que la virtud», «es lo mismo que la belleza espiritual», dice Santo Tomás explícitamente. Podemos decir, por tanto, que, si lo que nos une más perfectamente es la virtud, la virtud


    1. Aquí correspondería una discusión más extensa sobre esta radical afirmación. El mono narigudo, la cucaracha, el pus, tienen forma, por poner ejemplos naturales, así como la casa mal diseñada, el arte kitsch y los instrumentos de tortura. Convendría hacer una serie de distinciones para poder comprender mejor esta afirmación en el contexto de los ejemplos mencionados. Brevemente afirmo que puede coexistir algo con forma bella [una cucaracha] y que sea repugnante para nosotros, por lo que dicha forma significa subjetivamente para un ser humano en términos de higiene, salud y hasta riesgo vital. En el caso de las formas culturales, creadas por el ser humano, hay un enorme campo para la discusión sobre los parámetros de proporción, integridad, luminosidad en sus variantes culturales, así como para la imperfección de la obra humana. Además, está la belleza según los grados ontológicos. Platón en el Hipias mayor discutía la belleza de la olla, comparada a la de la yegua, la doncella y la diosa. Dicho esto, considero que la proporción, la integridad y la luminosidad son siempre atributos de la forma, por lo que la belleza será siempre según la forma.

    2. Dada la importante pérdida semántica de traducir honestas por “honestidad” u honestum por “honesto”, quedan los términos en el idioma original.

    3. «Videtur quod honestum non sit idem quod decorum», ST, II-II, q. 145, a. 2, arg 1.

    4. Decor es una palabra que, aquí, está presentada como sinónimo de belleza.

      misma es belleza espiritual, su condición formal es la proporción entre la conducta y acciones del hombre y la luz espiritual de la razón, forma compartida por quienes comparten la virtud. Por tanto, la belleza espiritual se hace presente en la constitución misma de la sociedad que está unida por el amor a la virtud.


  5. Belleza y vida contemplativa


    En este punto es preciso añadir un elemento más, que le da fundamento a lo dicho en la cita anterior. Se trata de la relación entre esta belleza espiritual propia de la honestas y la razón, pues según este pasaje, es la razón la que causa la honestas. Corresponde explorar el rol de la razón en la belleza. Santo Tomás, en otro pasaje, presenta la relación entre las virtudes morales y las virtudes intelectuales respeto del fin último del hombre. ¿Pertenecen las virtudes morales a la vida contemplativa?, se pregunta Santo Tomás. El Aquinate responde que dispositivamente sí, pero esencialmente no, porque la vida contemplativa es propiamente operación de la razón. Y hace esta misma distinción respecto de la belleza en la vida moral, y la belleza en la vida contemplativa:


    «hay que decir que la belleza, como ya dijimos, consiste en cierta luz y la debida proporción. Pero ambas se hallan radicalmente en la razón, a la cual pertenece la luz que manifiesta y ordenar la proporción debida en los otros. Por eso en la vida contemplativa, que se sustenta en un acto de la razón, se halla la belleza per se y esencialmente. De ahí que en Sab 8 se diga de la contemplación de la sabiduría: Me hice amante de su belleza. En las virtudes morales, por su parte, se halla la belleza participadamente, en cuanto que participan del orden de la razón, y principalmente en la templanza, que reprime las concupiscencias más oscurecedoras de la luz de la razón». (ST II-II, q. 180, a. 2, ad 3).


    En este pasaje se afirma con mucha radicalidad el lugar esencial de la belleza: la belleza se halla por sí misma y esencialmente en la razón. La sabiduría es el lugar de la belleza, pues ella es luz y orden. Pero también se afirma de modo muy significativo cómo está la belleza en la vida moral: está participadamente, pues participa de la belleza radical de la razón. Como vemos en este pasaje, la vida moral depende de una visión, que es bella en sí misma, porque esta visión tiene luz y orden. Es decir, el conocimiento verdadero de las cosas, particularmente de Dios, que ilumina plenamente la razón, la cual, a su vez, ilumina la conducta, y pone en proporción todas las acciones del hombre con esa visión iluminadora, es el fundamento la virtud. En ese conocimiento verdadero está la belleza esencialmente, y en la conducta que se desprende de ese conocimiento verdadero, es decir, en la virtud, está la belleza participadamente. Quisiera aquí complementar lo dicho con otro pasaje del Aquinate, en que describe lo que significa la palabra querubín. Para Santo Tomás, los ángeles son intelectos perfectos, por lo que sirven para comprender, de algún modo, la vocación a la perfección intelectual humana. Por eso, el siguiente pasaje nos puede iluminar sobre lo que tal belleza de la vida contemplativa supone:


    «De modo semejante, a la palabra querubín se le atribuye cierta abundancia de ciencia, que por eso se traduce como plenitud de ciencia; y lo explica Dionisio por relación a cuatro cosas: Primero, en cuanto a la perfecta visión de Dios; segundo, en cuanto a una plena recepción de la luz divina; tercero, en cuanto al hecho de que contemplan en Dios mismo la belleza del orden de las cosas derivadas de Dios; cuarto, en cuanto a que, inundados ellos plenamente con este conocimiento, lo difunden con largueza entre otros». (ST I, q. 108, a. 5, ad 5)


    El querubín es plenitud de ciencia, la cual se compone de la plena recepción de la luz divina y la contemplación de la belleza del orden de lo que se deriva de la mente divina. Santo Tomás ratifica en otro pasaje que este ideal de belleza intelectual expresa particularmente la vocación propiamente humana. Lo dice de este modo: la belleza propia del hombre -la máxima belleza de su naturaleza- es la plenitud de la ciencia: «Sed maxima pulchritudo humanae naturae consistit in splendore scientiae». (De malo, q. 4, a. 2, arg. 17) Si «es de sabios ordenar»12, entonces orden y luz son lo propio de dicha ciencia, que es la belleza máxima propia de la naturaleza humana.


    1. Primera frase del Comentario de Santo Tomás a la Etica a Nicómaco: «Sicut philosophus dicit in principio metaphysicae, sapientis est ordinare», Sententia Ethic., lib. 1 l. 1 n. 1. Vale la pena citar este primer párrafo completo, que ilustra con más detalle esta primera frase:

      «Como dice Aristóteles en el principio de la Metafísica lo propio del sabio es ordenar. Así, pues, la sabiduría es la más alta perfección de la razón, a la que le corresponde conocer el orden. Aunque las potencias sensitivas conozcan algo en sí mismo, sin embargo, conocer el orden de una cosa con respecto a otra es privativo del intelecto o la razón», Santo Tomás de Aquino, 2010, p. 61.

      Podemos decir, a modo de recapitulación, que, si la belleza es el esplendor de la forma sobre las partes proporcionadas, esta forma se realiza, en el ser humano, principalmente y esencialmente en la plenitud de la vida contemplativa, en una cosmovisión que supone la participación de la ciencia divina, y secundariamente y participadamente, en la virtud, que es belleza moral, y que participa de esta visión verdadera, en la medida en que todos los actos, palabras, conductas humanas, están iluminadas y en proporción con la visión verdadera de la realidad, y de uno mismo. Pero, además, podemos decir que en la vida social la luz participada de la virtud compartida, es el «esplendor de la forma» que ilumina las partes de la vida social, es decir, a los distintos seres humanos que participamos de una comunidad, participando de la virtud. Con estos textos de San Alberto y Santo Tomás hemos dado una precisión mayor al sentido de los textos platónicos, con los cuales están en consonancia, pero que completan significativamente.


  6. Belleza y relación personal


    Como vimos en el pasaje de Platón, la relación de los amantes en la visión compartida es un elemento particularmente valioso para la constitución de una sociedad. Esto lo podemos constatar también en otro pasaje de Santo Tomás, con un lenguaje más técnico, en que valora las relaciones humanas en tres niveles:


    «De modo semejante se ha dicho que la consonancia pertenece a la ratio de la belleza, de donde todo lo que de algún modo pertenece a la consonancia, procede de la belleza divina. Por esto añade que de lo bello divino surgen todas las concordias de las criaturas racionales. En cuanto al intelecto concuerdan los que convienen en la misma sentencia. Y las amistades, en cuanto al afecto. Y las comuniones, en cuanto al acto o a alguna cosa extrínseca. Y universalmente todas las criaturas, en cuanta unión tengan, la tienen en virtud de lo bello». (In De div. nom., n. 349)


    La proporción en cuanto a las sentencias, serían las concordias, la proporción en cuanto al afecto, son las amistades, y las comuniones en cuanto al acto o a alguna cosa extrínseca. Todo lo que sea consonancia, expresa la belleza, también la consonancia social. Por lo tanto, no solo hay belleza en la visión verdadera de la razón, belleza esencial, ni en el orden moral iluminado por esa visión verdadera, belleza participada, sino que hay belleza en la proporción de igualdad que dos o más personas tienen sobre dicha visión verdadera y orden moral compartido. En esta proporción se verifica también la belleza.


    Esto recientemente dicho recibe su fundamentación suprema en Santo Tomás de Aquino a partir de la doctrina trinitaria. Particularmente valioso es el pasaje en que Santo Tomás se pregunta si es legítimo llamar Belleza a la Segunda Persona de la Trinidad, el Hijo. En esto recoge él la tradición de San Hilario, quien asignaba a las personas de la Trinidad atributos esenciales. Como dice el mismo Santo Tomás:

    «Dice Hilario en II De Trin.: La eternidad está en el Padre, la species en la Imagen, el uso en el Don» (ST I, q. 39 a. 8, a. 1). San Agustín, interpretando a Hilario, había entendido species como belleza. Lo mismo hace Santo Tomás, por lo que corresponde constatar si es apropiado llamar Belleza al Hijo.


    «La species o la belleza tiene semejanza con lo propio del Hijo. Se requieren tres cosas para la belleza. Primero, la integridad o perfección, pues las cosas que son diminutas [disminuidas], por esto mismo son feas. Y la proporción debida o consonancia. Y la claritas, pues las cosas que tienen colores nítidos, se dice que son bellas. Así, pues, en cuanto a lo primero, tiene semejanza con lo propio del Hijo, en cuanto el Hijo tiene en sí verdadera y perfectamente la naturaleza del Padre. De donde, para mostrar esto, Agustín en su exposición dice: donde, esto es, en el Hijo, está la suma y primera vida, etc. En cuanto a lo segundo, corresponde con lo propio del Hijo, en cuanto es imagen expresa del Padre. Pues vemos que una imagen se dice bella, si representa perfectamente la cosa, aunque sea fea. Y esto tocó Agustín cuando dice, donde hay tanta conveniencia, y primera igualdad, etc. En cuanto a lo tercero, corresponde con lo propio del Hijo, en cuanto es verbo, pues es luz, y splendor del intelecto, como dice el Damasceno. Y esto tocó Agustín cuando dice: verbo perfecto, que no carece de nada, y arte de Dios omnipotente, etcétera». (ST I, q. 39 a. 8, a. 1).


    En este pasaje, queda claro que el Hijo es Belleza. Pero había dicho Santo Tomás que Dios es belleza en cuanto formositas eminente, en cuanto es la forma que causa todas las formas. Es decir, podemos considerar la belleza de Dios en cuanto su naturaleza divina, y podemos considerar su belleza en cuanto

    a sus relaciones intratrinitarias. Si la consideramos en cuanto su eminente formalidad, si bien no se puede expresar en Dios el «esplendor de la forma sobre las partes proporcionadas de la materia», dado que Dios es actualidad pura y no hay materia en él, sí se puede considerar el esplendor de su forma sobre la totalidad de atributos, que en Él tienen todos proporción de igualdad: su ser es su vivir, es su omnisciencia, omnipotencia, su eternidad, bondad, verdad, etc.13 Es decir, en Dios, su forma es belleza eminente y absoluta. Dado que, según el mismo Santo Tomás, es en el intelecto donde se da la belleza per se y esencialmente, y Dios es intelecto puro, el intelecto divino es la luz y orden absolutos, por lo que su belleza per se y esencial es infinita. Pero, además, hay belleza en las relaciones intratrinitarias, que constituyen a las Personas trinitarias mismas. El Hijo es belleza porque posee la integridad de la naturaleza del Padre, porque es proporción de igualdad con el Padre y porque es luz, esplendor de su intelecto. Es decir, en las mismas relaciones hay luz y proporción, por lo que hay belleza. Dicho de otro modo, no solo es bello lo compartido, la naturaleza divina, sino el compartir mismo según las relaciones interpersonales. En la Trinidad, las personas amantes comparten la visión plena de su naturaleza compartida. Podemos ver así que la Trinidad es el paradigma absoluto de la belleza social. Vemos que las intuiciones platónicas respecto de la vida social reciben una iluminación definitiva desde la doctrina trinitaria: la virtud compartida es la naturaleza divina; la visión de la virtud compartida entre amantes, que agudiza el valor de lo compartido, es la mirada trinitaria compartida de la propia naturaleza divina.

    Corresponde también hacer una apropiación trinitaria de la definición de belleza de San Alberto. Si bien la expresión «esplendor de la forma» puede aplicarse a la luz de la formalidad divina, las «partes proporcionadas de la materia» difícilmente pueda ser una descripción adecuada de las Personas de la Trinidad. Pero sí podemos hablar de tres términos perfectamente proporcionados, desde su condición relacional. El «esplendor de la forma» divina sobre las «partes divinas» -abusando un poco del lenguaje para referirnos a las Personas-, sería la esencial unidad de la naturaleza divina perfectamente compartida por cada una de las personas divinas desde su identidad personal. Cada persona divina comulga plenamente con las otras dos en la visión compartida de su propia naturaleza divina, el Padre como dador, el Hijo como receptor, y el Espíritu como amor. La proporción como relación personal da un elemento particularmente enriquecedor a la proporción trinitaria, por lo que la belleza del splendor y orden divinos constituidos en relación interpersonal expresa la verdadera eminencia de la belleza divina, sustancial e interpersonal. Con esto, adquirimos una comprensión más neta de la formalidad divina, la cual tiene que ser descrita no solo en cuanto a su contenido, a la naturaleza divina, sino en cuanto al contenido compartido por tres personas: recién ahí se entiende la formalidad divina de modo pleno.


  7. Belleza y sociedad


    Compartir plenamente la naturaleza divina las tres personas divinas es el origen de la vocación a la comunión del hombre, que es el origen de la sociedad, así como el origen de la unidad de la sociedad. En esto se expresa el ser «imagen y semejanza de Dios» del hombre. No somos tres personas, sino una sola persona humana, pero dado que el origen de la persona es la radical comunión intratrinitaria, estamos constitutivamente llamados a encontrarnos con otras personas en la actualización del compartir común. La personalidad da fundamento a la mirada propia respecto de aquello compartido. En la medida en que entramos en comunión con los demás se actualiza el esplendor y la proporción de las partes de la vida social.


    En el caso de la Trinidad, el principio de unidad de dicha «sociedad», si la podemos llamar así, es la unidad de la esencia divina, esencia cuya visión comparten plena y absolutamente las tres personas que


    1. San Alberto había indicado que para la belleza se requiere proporción y que la proporción supone diversidad. El expone la unidad de la diversidad de los atributos divinos que sustentan su belleza, sin lesionar la unidad primordial divina: ««Dios, aunque sea simple en la substancia, es múltiple en atributos; y por eso de la proporción de lo uno en relación con lo otro resulta la suma belleza, porque [por ejemplo] la sabiduría no está en discordia con el poder, y así con respecto a los otros», Alberto Magno, Super De div. nom., c. 4, 73, ad 3. Santo Tomás presenta lo mismo, citando a San Agustín: «También el todo puede ser tomado de las palabras de Agustín: según la ratio de la consonancia, que puede ser considerada en Él como triple: a saber, la consonancia de Él mismo en relación con el Padre, cuya potencia es igual y semejante, y esto toca San Agustín cuando dice: primera igualdad. Además, la consonancia de Él consigo mismo, en cuanto todos los atributos en Él no difieren, sino que son uno; y eso lo toca cuando dice: para el que no es una cosa vivir y otra ser, sino que es lo mismo ser que vivir…», Super Sent., lib. 1, d. 31, q. 2, a. 1, co.

      comparten esta sociedad. Exploremos, a la luz de lo dicho, el principio de unidad en el caso de la sociedad humana.


      1. Una cosmovisión común


        Platón se preguntaba justamente por la unidad de la esencia de la sociedad. De modo análogo a la vida trinitaria, hay una especie de naturaleza compartida, que, de alguna manera, está presente inicialmente en el mundo interior del hombre, principalmente en su visión intelectual del mundo, del hombre, de la sociedad, o en términos platónicos, en la noción de «justicia y leyes divinas», que es un primer nivel de lo que tiene que estar compartido: es una cosmovisión compartida. Quizás hay que explicitar un dato que podría ser evidente: esta cosmovisión debe ser verdadera. En Platón está implícito en la referencia a las leyes divinas, que indican un principio primero del orden objetivo, al cual la cosmovisión personal se tiene que ajustar. Es decir, si compartimos una cosmovisión, no solo tiene esta cosmovisión que ser afín entre los que la compartimos, sino que tiene que corresponder a la realidad, que es lo que la hace verdadera. Esta cosmovisión, aparte de contener las ideas fundantes de toda cosmovisión, es decir, las ideas de Dios, del hombre, y del mundo, tiene que contener también lo necesario respecto de la naturaleza misma de la vida social, de cómo debe realizarse su organización. Es parte del orden que corresponde a la sabiduría propia del hombre. No toca aquí desplegar en su detalle cómo debería organizarse una sociedad, pero sí vale la pena destacar la necesidad de que la cosmovisión compartida suponga también lo fundamental respecto de tal orden social. Baste para el fin de este artículo proponer el primer párrafo del comentario de Santo Tomás a la Metafísica de Aristóteles:


        «Como enseña el Filósofo en La Política, cuando varias cosas se ordenan a una cosa, una de ellas debe regir o gobernar y el resto ser regido o gobernado. Esto es evidente en la unión de alma y cuerpo, porque el alma naturalmente manda y el cuerpo obedece. Lo mismo ocurre con los poderes del alma, porque los apetitos concupiscibles e irascibles se rigen según el orden natural por la razón. Ahora, todas las ciencias y artes están ordenadas a una cosa, es decir, a la perfección del hombre, que es la felicidad. De ahí que sea necesario que una de ellas dirija a todas las demás, a la cual se le llama sabiduría; porque es el oficio del sabio ordenar otros». (In Metaph., pr.)


        Es preciso, por tanto, compartir también una visión conjunta de cómo debe organizarse una sociedad. Esta visión conjunta debe fundarse en una sabiduría. Es fundamental que esa sabiduría defina aquello en lo que hay que estar de acuerdo respecto de que todo debe estar ordenado por un solo principio, respecto de la regulación del derecho, de la economía, del sistema político mismo, y los demás elementos propios de una sociedad. Si esto, que, como dijimos está incluido en las propuestas platónicas de «justicia y obediencia a las leyes divinas», no está, la organización como sociedad misma no tiene tanto sentido, o, mejor dicho, será sumamente frágil. Por eso es que los países quebrados ideológicamente se parten, pues están divididos en lo más profundo. Y es por eso que los «principios primeros» de sociedades inspiradas en el axioma social marxista, están condenados por naturaleza no solo a la esterilidad social, sino al trágico fracaso.


        El rol que tiene la educación en esta cosmovisión común es esencial. Por eso en el mismo Protágoras, Sócrates y el sofista discuten sobre cómo enseñar esta cosmovisión. Allí Protágoras expone el recorrido educativo griego que garantiza esta unidad social. Vale la pena proponer este ideal de educación, que indica aspectos fundamentales de cómo se consolida una belleza social:


        «Empezando desde la infancia, a lo largo de toda la vida les enseñan y aconsejan. Tan pronto como uno comprende lo que se dice, la nodriza, la madre, el pedagogo y el propio padre batallan por ello, para que el niño sea lo mejor posible; le enseñan, en concreto, la manera de obrar y decir y le muestran que esto es justo, y aquello injusto, que eso es hermoso, y eso otro feo, que una cosa es piadosa, y otra impía, y «haz estas cosas, no hagas esas». Y a veces él obedece de buen grado, pero si no, como a un tallo torcido o curvado lo enderezan con amenazas y golpes.


        Después de eso, al enviarlo a un maestro, le recomiendan mucho más que se cuide de la buena formación de los niños que de la enseñanza de las letras o de la cítara.

        Y los maestros se cuidan de estas cosas, y después de que los niños aprenden las letras y están en estado de comprender los escritos como antes lo hablado, los colocan en los bancos de la escuela para leer los poemas de los buenos poetas y les obligan a aprendérselos de memoria. En ellos hay muchas exhortaciones, muchas digresiones y elogios y encomios de los virtuosos hombres de antaño, para que el muchacho, con emulación, los imite y desee hacerse su semejante- Y, a su vez, los citaristas se cuidan, de igual modo, de la sensatez y procuran que los jóvenes no obren ningún mal. Además de esto, una vez que han aprendido a tocar la cítara, les enseñan los poemas de buenos poetas líricos, adaptándolos a la música de cítara, y fuerzan a las almas de sus discípulos a hacerse familiares los ritmos y las armonías, para que sean más suaves y más eurrítmicos y más equilibrados, y, con ello, sean útiles en su hablar y obrar, Porque toda vida humana necesita de la euritmia y el equilibrio. […]


        Cuando se separan de sus maestros, la ciudad a su vez les obliga a aprender las leyes y a vivir de acuerdo con ellas, para que no obren cada uno de ellos a su antojo: de un modo sencillo, como los maestros de gramática les trazan los rasgos de las letras con un estilete a los niños aún no capaces de escribir y, luego, les entregan la tablilla escrita y les obligan a dibujar siguiendo los trazos de las letras, así también la ciudad escribe los trazos de sus leyes, hallazgo de buenos y antiguos legisladores, y obliga a gobernar y ser gobernados de acuerdo con ellas». (Protágoras, 325c-326d.)


        Es muy interesante cómo en el Protágoras, el esquema educativo supone: primero las nociones más básicas de bien y mal, luego, los grandes modelos antropológicos, mediante la exposición a la literatura y la historia, luego la euritmia, la armonización básica de todas las dimensiones humanas a un ideal de ritmo dado por la verdad sobre las proporciones cósmicas, en comunión con las leyes divinas. Después de la consolidación del ideal antropológico común, y de un sentido de ritmo fundamental, se enseñan las leyes de la ciudad, es decir, la manera cómo eso se ha configurado de un modo particular en un tiempo y espacio específico. Esto tiene que ver con el amor a la patria, y el amor a la tradición, porque es el aprecio a cómo nuestros predecesores han cultivado y conservado estas verdades fundamentales que hacen posible la vida social. Son los modos particulares como estos principios ontológicos primeros se han hecho partícipes en una sociedad. Esto podríamos decir que es el amor a la identidad cultural común.


      2. Una moral común


        La visión compartida impregna necesariamente la configuración anímica del hombre, como hemos podido constatar siguiendo el pensamiento de Santo Tomás sobre la relación entre la virtud y la vida intelectual, la cual permea su estado afectivo interior, y fundamenta su conducta. En términos platónicos, la cosmovisión funda la prudencia, y, por lo tanto, constituye la virtud, principio de unión social. La cosmovisión impregna la configuración de los propios apetitos respecto del bien y el mal. Es a esto a lo que se referían Platón y Aristóteles al decir que la educación no era otra cosa que «saber sentir placer y dolor». Aquí también hay una configuración anímica compartida, en la medida en que compartimos la sabiduría respecto del placer y el dolor14. La cosmovisión compartida conduce a la moral compartida, que lleva a una conducta compartida.


      3. Identidad personal y sociedad


Nuestra condición finita hace que la cosmovisión y configuración anímica interior respecto de lo bueno y malo se haga realidad en el espacio y tiempo limitado. Si a esto añadimos que cada uno tiene una configuración única de cualidades particulares, determinada por sus talentos, temperamento, carácter, rasgos psicológicos, podemos decir que la manera cómo vivimos esa cosmovisión y honestas compartida es única, no solamente en cuanto a la unicidad de nuestra condición personal, sino en cuanto a la unicidad de nuestra experiencia particular concreta en un tiempo y espacio único, es decir, en cuanto a las circunstancias particulares en que participamos de la vida en el universo y en la sociedad. Eso hace también que nuestro aporte a lo «común» compartido sea único e irremplazable. De este modo, cada



  1. «Por ello, debemos haber sido educados en cierto modo desde jóvenes, como dice Platón, para podernos alegrar y dolernos como es debido, pues en esto radica la buena educación», Aristóteles, (1985), p. 162. La referencia a Platón se puede encontrar en las Leyes: «Si separaras por medio de la definición lo que de ella corresponde a la crianza adecuada en lo que concierne a los placeres y los dolores, de tal manera que se odie lo que es necesario odiar y se ame lo que hay que amar directamente desde el principio hasta el final, y lo llamaras educación, le darías, al menos en mi opinión, un nombre correcto», Platón, Leyes, 653b-c.

persona, participando de la vida social con su propia identidad, su propia naturaleza, pone esa naturaleza a disposición, por decirlo así, de los demás, y la vida social se enriquece con el aporte de cada uno en sus circunstancias concretas particulares. Poniendo una analogía musical, cada uno tiene una configuración propia de armónicos, que constituye su timbre propio, lo cual se verifica en que cada uno tenga un tono de voz único y particular, a semejanza de la configuración particular por la que una persona tiene una visión del mundo y un estado de ánimo interior. De este modo, dos personas pueden coincidir en una misma frase expresada, pero la dirán con la voz propia de su condición particular. Si todos cantamos la misma melodía, lo haremos desde nuestro timbre propio, aportando así a un enriquecimiento del sonido coral, y de este modo, aportando nuestra voz propia, ya no estamos solos, sino que participamos de un sonido enriquecido compartido.


Por lo dicho, para la constitución de una sociedad es muy importante que cada uno esté en la verdad plena de sí mismo. Esa sería como la precondición para poder participar plenamente de una sociedad, puesto que, sin este autoconocimiento, uno difícilmente podrá poner en común la «porción» de realidad de la que le ha tocado participar.


Conclusión: Belleza social


La belleza social más perfecta se podría considerar como la unión de personas humanas, compartiendo una visión común, un estado de ánimo común, y adecuando proporcionadamente la conducta a la luz que brota de esa visión y ánimo común, cada uno desde la visión apropiada desde su propia singularidad personal, y desde la entrega de su participación única, según sus condiciones parciales particulares, de su «porción» de realidad, puesta al servicio del «bien común», que, según hemos visto, también puede describirse como «belleza común». Podemos ahora responder a la pregunta que nos planteamos al inicio. A partir de lo presentado, considero que la belleza es un valioso criterio para considerar la constitución de la sociedad, y es también un indicador legítimo de su plena realización.


Bibliografía


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Simon, P. (1972). Alberti Magni Ordinis Fratrum Praedicatorum, Super Dionysium de Divinis Nominibus. Primum edidit Paulus Simon. Colonia: Aschendorff, p. 182. Las citas de San Alberto son tomadas de este texto, y la traducción es propia.