PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32: e19681
Artículos Dosier
https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19681
FROM PHILOAUTY TO POLITICAL FRIENDSHIP
DA FILOAFIA À AMIZADE POLÍTICA
J. Maximiliano Loria
(Universidad Católica San Pablo Arequipa, Perú)
Recibido: 04/11/2024
Aprobado: 07/01/2025
RESUMO
O artigo que se segue defenderá uma tese que considero extremamente simples e até mesmo extremamente comprovada: se eu não for capaz de uma philoautía genuína, jamais poderei amar verdadeiramente qualquer outro ser humano; a amizade com outras pessoas se baseia em um amor próprio. Acredito que o desenvolvimento desse princípio, conforme proponho nestas páginas, terá algum mérito, pelo menos para pensar de forma renovada sobre uma questão tão antiga quanto a própria filosofia. Problematizando uma tese aristotélica, enfatizo que, pelo menos na cultura atual, o amor e a amizade consigo mesmo não é algo que possa ser considerado espontâneo, mas sim um ponto de chegada, um horizonte a ser alcançado, assim como o é a própria virtude. Passamos a cuidar de nós mesmos a partir de uma primeira experiência de amor, uma realidade que nem sempre é dada em termos afetivos, mas que pode ser descoberta como uma certeza metafísica e religiosa. Uma vez assumida e curada, a philoautía pode ser empregada na amizade política, especialmente na família e nas comunidades intermediárias. Na prática, porém, vamos ao encontro dos outros amando pouco e mal, o que inevitavelmente produz conflitos, feridas e o aprendizado que é próprio do amor. Mas quando há uma predisposição ao diálogo e à boa vontade, tudo leva a um ganho, à experiência, muitas vezes dolorosa e magnífica, de aprender a viver.
Palavras-chave: hypolepsis, philoautía, amizade política, psycomaquia.
ABSTRACT
The article that follows will defend a thesis that I consider to be extremely simple and even extremely proven: if I am not capable of authentic philoauthy, I will never be able to truly love any other human being; friendship with other people is based on an adequate love of self. I trust that the development of this principle, as I propose it in these pages, will have some merit, at least for thinking in a renewed way about a question as old as philosophy itself. Problematizing an Aristotelian thesis, I emphasize that, at least in the present culture, love and friendship with oneself is not something that could be assumed to be spontaneous; it is rather a point of arrival, a horizon to be reached, just as virtue itself is. We come to take care of ourselves from a first experience of love, a reality that is not always given in affective
terms, but that can be discovered as a metaphysical and religious conviction. Once assumed and healed, philoauthy can be deployed in political friendship, particularly within the family and intermediate communities. In practice, however, we go out to meet others, loving ourselves little and badly, which inevitably produces conflict, wounds and the learning that is proper to love. But when there is a predisposition to dialogue and goodwill, everything leads to a gain, the often painful and magnificent experience of learning to live.
Keywords: hypolepsis, philoautía, political friendship, psycomaquia.
RESUMEN
El artículo que a continuación presento defenderá una tesis que juzgo sumamente sencilla e incluso sobremanera probada: si no soy capaz de una auténtica philoautía, jamás podré amar verdaderamente a ningún otro ser humano; la amistad con otras personas se fundamenta sobre el adecuado amor de sí. Confío en que el desarrollo de este principio, tal y como lo propongo en estas páginas, tendrá algo de mérito, al menos para pensar de un modo renovado una cuestión tan vieja como la filosofía misma. Problematizando una tesis aristotélica, destaco que, al menos en la presente cultura, el amor y la amistad con uno mismo no es algo que cabría suponer espontáneo, se trata más bien de un punto de llegada, un horizonte a alcanzar, tal y como lo es la virtud misma. Llegamos a cuidar de nosotros mismos a partir de una experiencia primera de amor, una realidad que no siempre se da en términos afectivos, pero que puede ser descubierta como una certeza metafísica y religiosa. Una vez asumida y sanada, la philoautía podrá salir al despliegue de la amistad política, particularmente en el seno de la familia y de las comunidades intermedias. Sin embargo, en la práctica, nos dirigimos al encuentro de los otros amándonos poco y mal, lo cual produce, inevitablemente, el conflicto, las heridas y el aprendizaje propio del amor. Pero cuando hay predisposición al diálogo y buena voluntad, todo conduce a una ganancia, la muchas veces dolorosa y magnifica experiencia de aprender a vivir.
Palabras clave: hypolepsis, philoautía, amistad política, psycomaquia.
En un profundo ensayo titulado Una filosofía del miedo (2022) el escritor español Bernat Castany Prado destaca la importancia que los filósofos antiguos otorgaron al diálogo interior, es decir, al modo en que hablamos con nosotros mismos. Allí se menciona que el término griego para designar ese discurso inmanente era hypolepsis, al tiempo que se subraya la estrecha relación que existe entre el logro de la vida buena y el ejercicio de una charla personal virtuosa: una hypolepsis sabia surge en aquella alma cuyas pasiones se encuentran ordenadas; en cambio, de una psique enferma e ignorante emerge un diálogo interior caótico dominado por la angustia y la tristeza.
En cuanto terapeuta de las cosas del espíritu, el filósofo debía auxiliar a sus discípulos para que reformen su discurso interior, de modo tal que este se convierta en un aliado del florecimiento y no más bien en un enemigo de nuestro desarrollo personal auténtico. Muchas son las deformaciones de la hypolepsis, según sean las pasiones tristes dominantes: el celoso tiene dentro de su cabeza un “demonio” que permanentemente le inspira desconfianza; el miedoso se autoconvence de que los peligros abundan por doquier; el deprimido recuerda todo el tiempo los males del pasado y el ansioso no deja de pergeñar desgracias futuras.
Castany Prado destaca que la hypolepsis enferma se muestra con toda su fuerza en la realidad del insomnio: el insomnio se configura como una suerte de cárcel inquisitorial en la que nos juzgamos, condenamos y torturamos al amparo de la irritación y el odio generado por el mal de una autopercepción distorsionada. Al discurso interior patológico, le fascina un monólogo hecho de repeticiones,
interrupciones y juicios enteramente absurdos que mejor se expresan con la imagen de un avispero que con el discurrir de un ser racional.
La mente asustada da vueltas una y otra vez sobre el mismo objeto; la voz interior del miedo –con el auxilio siempre dispuesto de una imaginación desbocada– no puede parar de discursear sobre aquello que la atormenta. Cuando el temor reina, el propio monólogo se acelera movido por el deseo urgente de encontrar una salida, pero la decisión y la consiguiente acción casi nunca llegan, todo lo cual conduce a apresurar todavía más las cavilaciones. El diálogo interno se hace cada vez más caótico y desestructurado, al tiempo que se privilegian las formas verbales que engrandecen el peligro y desatienden nuestra capacidad de respuesta (Castany Prado, 2022, pp. 66-68). La hypolepsis patológica:
Evita el presente, que es el momento de la acción. Habla en pasado (“yo quería escribir”), en futuro (“ya lo haré algún día”) o en condicional (“si las cosas fuesen de otro modo”), que son los tiempos de la rendición, la pasividad y el fatalismo. Para referirse al futuro, en cambio, utiliza el presente (“estoy muerto”, “seguro que se pone furioso”), lo cual tiene el efecto de presentarle el peligro como un hecho ineluctable y cercano (Castany Prado, 2022, pp. 68-69).
La mente asustada se cuenta historias de terror en las que todos los sucesos se disponen, teleológicamente, en orden a un trágico desenlace. La atracción que el final ejerce sobre los actuales acontecimientos es tan grande que hasta los sucesos más contingentes son percibidos como causas necesarias. Y aunque la mayoría de las veces no acontece aquello que nos profetizamos, esas historias nos obligan a vivir en un estado permanente de alerta y con la guardia alta. La hypolepsis enferma instaura una psycomaquia al interior del yo. La lucha se establece entre la propia impotencia y un antagonista que puede ser real (un individuo concreto o un colectivo percibido como potencialmente peligroso, por ejemplo, los inmigrantes de naciones pobres o los creyentes de otra religión) o imaginario (no lograr nuestras metas o el repentino derrumbe de las propias conquistas).
Los filósofos griegos denominaron logismoi, pensamientos erróneos o perjudiciales, a las armas esgrimidas por el “enemigo”. Por ello, la terapéutica filosófica debía contribuir a reducirlos o eliminarlos. En este punto, Castany Prado recuerda cómo Bernardo de Claraval dividió estos pensamientos autodestructivos (daimoníacos) en tres grupos: no sé, no puedo, no valgo.
El espíritu inquieto no deja de perturbarse convenciéndose de que no sabe quién es ni lo que quiere. Los demás no solamente conocen, sino que también se dan cuenta de que uno está perdido. A su vez, los juicios del miedo no paran de recordarnos que no somos capaces y que nunca vamos a logarlo; los demás, en cambio, están mejor dotados y siempre pueden más. Consecuencia directa de la ignorancia e impotencia es, a fin de cuentas, nuestra indignidad: uno merece todo lo malo que le acontece, pues nada valioso puede hallarse en lo que somos. Aquellos que ejercen un poder arbitrario sobre nosotros han ganado con creces su potestad: “justamente no he obtenido mi ascenso laboral y aún con más verdad mis amigos afirman que en casa soy un pisado” (Castany Prado, 2022, pp. 70-73). En efecto:
Este tipo de pensamientos encierran un juicio moral u ontológico que provoca sentimientos de vergüenza y culpabilidad, y nos incita a concebir todo lo malo que nos sucede como un castigo o un destino que debemos aceptar pasivamente y todo lo bueno que no nos pasa como aquello que simplemente no nos merecemos (Castany Prado, 2022, p. 73).
El autor nos ofrece algunos recursos para recuperar el dominio sobre una hypolepsis perturbada. Conviene aquí recordar la sentencia paulina que nos invita a “vencer al mal a fuerza de bien” (Romanos 12, 21) pues difícilmente podrá combatirse el torbellino interior directamente. Los logismoi más se envalentonan cuando intentamos hacerles frente cara a cara. Al respecto, Teresa de Ávila utilizaba una metáfora que puede resultar esclarecedora. En su lenguaje místico-religioso sugería que cuando la tentación golpease fuertemente las puertas de nuestra morada, no era prudente resistir haciendo fuerza junto al dintel. Ella aconsejaba dejar entrar los pensamientos perturbadores, pero antes asegurarnos de abrir también la puerta trasera de la casa, de forma tal que los juicios perturbadores atravesaran la mansión del alma, pero sin jamás detenerse en ella.
Creo que la tradición cristiana condensó esta tesis cuando afirmó que al diablo se lo vence con la indiferencia, o sea, uno sabe que los logismoi destructivos están allí queriendo anidar en la propia alma, pero –anticipando una idea kantiana– nos es preciso hacer “como si” ellos no existieran. La experiencia terapéutica filosófica y cristiana sabe que los demonios del miedo se retirarán por la puerta de atrás una vez que han visto que les restamos importancia.
Sin embargo, para lograr ser indiferentes a sus acechanzas, es preciso dirigir la voluntad a los fármacos que Castany Prado nos sugiere. Por un lado, señala que la acción constituye el remedio más eficaz para despegarnos de una hypolepsis desbocada: es preciso hacer una actividad que involucre sobre todo al cuerpo y mejor todavía si se trata de una actividad grupal y en ella se contiene un elemento lúdico. Luego, una vez que la distracción ha expulsado los demonios de la casa, el autor aconseja intentar reemplazar el caos de los juicios autodestructivos precedentes a partir de un esfuerzo racional de reordenación narrativa.
La unidad narrativa de la vida se prefigura poniendo la mirada en el telos, no solo en el fin de los seres humanos en cuanto tales, sino también recordando el “para qué” especial de mi existencia. Y si aún no he descubierto tal propósito, al menos tengo que aferrarme a la convicción de mi aptitud para escribir e interpretar el guion de mi vida. Seguidamente, he de tomar conciencia de que, como coloquialmente se dice, no puedo permitirme que “el árbol no me permita ver el bosque”. La situación que aquí y ahora me desvela generando una hypolepsis enfermiza no constituye la totalidad de mi ser, tan solo es un episodio de una trama que, aunque difícil, contribuirá a mi crecimiento.
En consecuencia, se debe actuar para salir del monólogo interior destructivo y, una vez superado el momento de la tentación, procurar reordenar la narración interior recordando y apuntalando los primeros principios sobre los que he decidido edificar el conjunto de mi vida. Solo mediante una conversación reposada, racional y comprensiva con nosotros mismos, nos será posible silenciar los inquisidores logismoi de la hypolepsis: “Urge, pues, averiguar cómo hacernos amigos de nosotros mismos, y actuar de tal modo que merezcamos la amistad de los demás” (Castany Prado 2022, p. 76).
Dice Aristóteles en su Ética: “todos los sentimientos amorosos proceden de uno mismo y se extienden después a los otros […] cada uno es el mejor amigo de sí mismo, y debemos amarnos, sobre todo a nosotros mismos” (EN 1168b 11-13).
La sentencia precedente parece contradecir lo afirmado en el apartado anterior respecto a la psycomaquia que frecuentemente se establece al interior del alma: los sentimientos de amor y amistad hacia uno mismo, ¿son en verdad algo que surge de manera espontánea en el hombre?, ¿realmente cada uno es el mejor amigo de sí mismo? Seguidamente, el estagirita distingue a las personas egoístas, que se aman a sí mismos de un modo que aspiran a tener bienes y honores de forma injusta, de aquellos que se aman ordenadamente en tanto aspiran a los denominados bienes del alma.
En ambos casos, la persona se ama porque, al autopercibirse como valiosa, quiere para sí algo que, desordenadamente o no, considera bueno. Pero no hace falta haber pasado por experiencias demasiado traumáticas, ni tampoco haber sido advertidos por el psicoanálisis, para darnos cuenta de que la valoración del propio sí mismo no se da siempre de un modo tan espontáneo y transparente: en ocasiones no encontramos nada valioso dentro nuestro que merezca ser amado y desplegado.
Los extremos patológicos de esta experiencia conducen incluso a conductas autodestructivas, ya sea de manera directa (por ejemplo, es usual el caso de jóvenes que se infligen lesiones), o bien de modo progresivo como se pone de manifiesto en las adicciones. Sin embargo, deseo detenerme en la expresión más cotidiana de esta realidad. Las personas corrientes a veces tampoco hallamos, dentro nuestro, muchas riquezas para amar y desplegar. En un mundo que sobretodo valora la belleza física, la popularidad y el éxito económico, son muchos los hombres de a pie que, sin tener una visión enferma
respecto de sí mismos, tienden a pensar que no tienen mucho que ofrecer, que no son valiosos porque no tienen para dar algo que, en clave cultural, valga la pena.
Claro que uno puede sobreponerse de esta impresión primera y desplegar una hypolepsis decididamente positiva, decirnos cosas como: “no he alcanzado lo que valora el mundo, precisamente porque allí no se tiene en cuenta la sabiduría ni los bienes del espíritu”; o en términos cristianos: “he perdido el mundo para ganar el cielo”, y otras cosas semejantes. Es verdad que existe una jerarquía ontológica de bienes y que los vínculos de amistad y el conocimiento son las cosas más importantes a las que podemos aspirar. Sin embargo, no es menos cierto que los bienes exteriores constituyen una base imprescindible para edificar cualquier programa de vida: el “contigo pan y cebolla” no puede ser una excusa para justificar la falta de prosperidad.
La auténtica philoautía tiene que sustentarse en la verdad, por más dolorosa que esta pueda ser. En este sentido, no lograr cierto bienestar material, no tener las herramientas intelectuales y de carácter para dar batalla aquí abajo, constituye un indicio cierto de fracaso, lo cual no significa que uno sea por ello un fracasado. En contraposición, el éxito económico y el reconocimiento de los otros tampoco son necesariamente una señal de que vamos por el buen camino. No debe confundirse el pasar una vida placentera y el estar a gusto con uno mismo con el amor auténtico de sí exigido por la philoautía.
Vuelvo al punto de partida de este apartado: ¿es o no natural la philoautía? Pienso que, en situaciones “normales” el amor y la amistad con uno mismo tiende a desplegarse espontáneamente. Esto significa que, si se ha tenido una experiencia biográfica primera de reconocimiento y amor incondicional, lo “normal” es que cada uno tienda a percibirse a sí mismo como algo bueno y que, por consiguiente, pueda desplegar naturalmente el amor de sí. Si quienes me acompañaron en los primeros pasos de mi vida me hacen sentir que “es bueno que yo exista”, lo más probable es que, aunque sea de manera egoísta o desordenada, desarrolle sentimientos de amistad hacia mi propio ser.
Pero muchas veces sucede que esta experiencia primera se encuentra contaminada por las miserias emocionales y dificultades económicas de aquellos que cuidaron de nosotros en la primera infancia; ocurre que los que debieron amarme incondicionalmente, ya sea por desidia o por falta de virtud, me condujeron a creer, más o menos conscientemente, que yo no soy en verdad tan bueno, que el regalo de mi existencia se ha tornado para ellos, al menos ocasionalmente, una suerte de carga: ¿cómo podré espontáneamente amarme si no he podido autopercibirme como un ser ontológicamente bueno?, ¿cómo hablar bien de mí a mí mismo si los que me han hablado en primer lugar casi nunca me han valorado? Insisto en que no me refiero aquí a situaciones familiares o sociales trágicas, sino a situaciones tristes que suelen ser casi cotidianas en muchos hogares y sociedades actuales.
Por este motivo quisiera postular que la philoautía auténtica es, al igual que la virtud, más bien un punto de llegada, un cierto ideal regulativo al que, una vez comprendido, aunque sea en grandes rasgos, debemos orientarnos. Y lo primero para iniciar este camino será purificar, o sanar cuando sea el caso, la experiencia primera. No se trata de autoconvencernos sin más de que “somos únicos y buenos”, sin disponer de razón alguna que justifique esta tesis. Personalmente, considero que este principio solo puede sustentarse en una argumentación metafísica: si la razón puede conocer que hay Dios y que es imposible que la inteligencia infinita pueda ser moralmente mala, ergo, si participa el ser a una criatura y la sostiene en dicha perfección primera, tiene que ser porque mi propia vida expresa una manera finita mostrar su actualidad suprema. Así, el “y vio Dios que era bueno” del Génesis, puede aplicarse racionalmente a mí mismo y a toda criatura, aunque nada amable pueda percibir hoy en mí.
El camino para purificar o sanar la experiencia primera del amor, tiene que ser una convicción racionalmente fundada que, para una metafísica realista, siempre es posible. Evidentemente, el paso de la cabeza al corazón, de la convicción a las emociones, no es algo que se realice de manera inmediata, pues los sentimientos heridos pueden acompañarnos toda la vida. La clave es que, sienta lo que sienta, el “saber que soy en verdad bueno” pueda ser el principio de un acto voluntario de amor incondicional hacia mi propio ser. Y que, consiguientemente, esa decisión primera sea el comienzo de una philoautía
sustentada en una hypolepsis que me conduzca a pelear por, como hoy suele decirse, “desplegar mi mejor versión”.
Si puedo darme buenas razones para convencerme de que, aun cuando mi ser no sea divino, yo mismo constituyo una expresión finita de la bondad infinita: si logro afincar mi vida en la convicción, racionalmente fundada, de que soy una nota única en la sinfonía del universo, incluso aunque deba reconocer que hasta el momento no he desarrollado adecuadamente mis talentos, tendré la herramienta fundamental para desplegar una auténtica metanoia, un cambio radical de rumbo sustentado en el amor y la amistad con mi propio ser. Y cuánto más si la luz filosófica se complementa con los principios aportados por la fe, quién podrá detener a los que creen que “todo tiende al bien de los que aman a Dios” (Romanos 8, 28), que “ni un solo cabello se cae de nuestra cabeza sin que el Padre lo consienta” (Lucas 21, 18) o a los que saben que “en el mundo tendrán luchas pero que Él mismo ha vencido al mundo” (Juan 16, 33).
Como dice Aristóteles, “debemos amarnos sobre todo a nosotros mismos”, pero la philoautía, más que un espontáneo punto de partida, suele ser un horizonte arduo llamado a ser conquistado como resultado de un proceso de sanación interior que, a mi juicio, solo puede racionalmente sustentarse en una convicción metafísica que proclama la natural bondad ontológica y moral de las personas.
Un círculo virtuoso.
Comenzaré este apartado con una cita del Aquinate tomada de la Cuestión de la Suma de Teología que trata sobre el “Orden de la caridad”. Al respecto, Tomás se pregunta si el hombre debe amarse a sí mismo por caridad más que al prójimo. Espontáneamente, uno tiende a pensar que en el cristianismo el amor propio suele asociarse con el egoísmo (al hablar de Aristóteles destaqué ya la posibilidad de un amor de sí injusto y desordenado). Sin embargo, el doctor común afirma lo siguiente:
[Se dan] Objeciones por las que parece que el hombre no debe amarse por caridad a sí mismo más que al prójimo […] En cambio, está lo que leemos en Lev 19,18 y Mt 22,39: Amarás al prójimo como a ti mismo. Esto parece dar a entender que el amor del hombre a sí mismo es como el modelo del amor que debe tener a otro. Ahora bien, el modelo es siempre superior a la copia. En consecuencia, por caridad el hombre debe amarse a sí mismo más que al prójimo (ST. II-II C. 26, a. 4).
Dos tesis me interesan aquí sobremanera: en primer lugar, el amor del hombre a sí mismo tiene que ser el modelo del amor que se debe tener hacia los otros; en segundo término, el patrón es superior a la copia y, en este sentido, cada persona tiene una responsabilidad primaria sobre el cuidado de sí que no puede ser relegada frente a la solicitud por los demás. Es verdad que Tomás distingue luego la doble naturaleza humana y que, en este sentido, puede uno descuidar su cuerpo para salvaguardar el bien del alma del prójimo. Aun así, aquí me interesa sobre todo pensar cómo tiene que ser ese amor de uno hacia sí mismo a fin de tomarlo como modelo de la amistad política, bien sea en el orden de la familia, bien en las comunidades intermedias (de estudio, de trabajo, de recreación o deportes) de las que todos participamos.
Ya destaqué que, dadas nuestras circunstancias biográficas y sociales, la philoautía tiene que ser un punto de llegada, algo que ha ser construido, y no más bien una realidad que surge en nosotros de manera espontánea. Ahora me detendré en las características que debe tener esa experiencia de amistad de sí a fin de constituirse en el paradigma para la amistad con otros. Los griegos compararon este desafío con el proceso de autoeducación. En cada uno habita un niño que debe ser educado por el adulto que, en cada caso, ya somos. Hadot lo describe en estos términos:
… en la Antigüedad, la educación, e incluso la educación de uno mismo, se concibe como la acción de un superior sobre un inferior, de un adulto sobre un niño. Simplicio, por ejemplo, define la educación en estos términos: “La educación es propiamente el enderezamiento del niño que hay en nosotros por el pedagogo que hay en nosotros…” (2022, p. 219).
La amistad con uno mismo conlleva el desafío de educar al niño que hay en nosotros. Hadot piensa fundamentalmente aquí en cómo la dimensión pasional del ser humano tiene que llegar ser políticamente
conducida por la facultad racional. También aduce que el niño interior expresa el deseo natural de obtener una respuesta satisfactoria a los grandes interrogantes de la vida. En todo caso, dentro nuestro existe una suerte de inquietud afectiva e intelectual que debe ser arropada y reconciliada. Se trata de entablar amistad con nosotros mismos aprendiendo a escuchar las demandas de nuestro niño-yo más profundo.
El recurso a la imaginación puede ayudar en este punto. Conviene aquí preguntarse cómo nos trataría una persona que nos amase sin medida y al mismo tiempo fuese competente y sabia (sería algo así como la imagen del mejor padre o madre que pudiésemos haber tenido, pero que, al mismo tiempo, tuviese los rasgos propios de nuestros seres concretos más amados). Análogamente a cómo ellos nos amarían, tendríamos nosotros que cuidarnos.
Considero que, en primer lugar, el amor tiene que ser incondicional, es decir, la respuesta amorosa no puede constituirse en una suerte de premio al hecho de que uno cumpla las expectativas del otro. Más allá de lo que haga, se me ama por lo que soy, lo cual no implica justificar las propias conductas cuando ellas son inadecuadas. En este sentido, el amor que me profeso no tiene que ser un premio al hecho de que ya me siento orgulloso de mis logros y conductas. Es más, creo que el amor más profundo se muestra cuando soy capaz de cuidar de mí mismo precisamente en aquellos momentos en los que me doy cuenta de que no me comporté como debía. Insisto en que esto no significa autoconvencerme de que estuvo bien algo malo que pudiese haber realizado, el desafío más bien es contenerme e intentar comprender cuáles fueron las motivaciones profundas que me llevaron tener tal o cual conducta. Sabiendo que, casi siempre, detrás de las conductas desordenadas se haya presente algún temor oculto.
Otra virtud llamada a ser ejercida por este pedagogo ideal sería la de una paciencia casi infinita. Los seres humanos solemos repetir una y otra vez los mismos errores y conductas disfuncionales y los padres reales, olvidando los niños que ellos mismos alguna vez fueron o los adultos que ahora son, suelen sucumbir a la tentación de la ira. Pero la sabiduría tiene la capacidad de aguardar los tiempos de maduración, que en cada persona son siempre distintos. Trasladando este desafío al amor propio,
¡cuántas veces ocurre que somos sumamente duros con nosotros mismos por percibir que volvemos a cometer yerros idénticos o parecidos¡, ¡acaso no nos flagelamos interiormente por no ser capaces de madurar en tal o cual determinado aspecto de nuestra vida¡; no importa cuántas veces caigamos, hemos de tendernos la mano con dulzura y procurar aprender la lección que la vida y la sabiduría divina tratan de enseñarnos.
Quizá lo más difícil de imaginar sea el despliegue de la virtud del buen consejo (eubulía para los griegos), porque una persona sabia será capaz de conocer al hombre en cuanto tal y los principios generales que han de regir nuestra conducta. Es verdad que la experiencia le habrá dado pericia respecto a situaciones generales humanas que se repiten con frecuencia (un desengaño amoroso, la pérdida de la estabilidad laboral, la enfermedad de un ser querido, etc.), pero ningún padre, madre o consejero ideal (a excepción de Dios claro está) será capaz de conocer plenamente las diversas circunstancias exteriores e interiores en las que está llamada a desplegarse la propia conducta. Por este motivo, un buen consejero es también alguien que nos insta a que tomemos nuestras propias decisiones y a que nos hagamos cargo de ellas y de sus consecuencias previsibles. Doy por descontado aquí la necesidad de veracidad, ya que un consejero bueno y sabio siempre nos diría todo y solo aquello que considera verdadero respecto a nuestra situación.
Se nos presenta entonces un desafío sumamente exigente: ¿podemos llegar a vernos a nosotros mismos como nos vería una tercera persona que nos amara y fuese sumamente prudente?, ¿qué buen consejo seremos capaces de brindarnos si cada situación que atravesamos tiene su cuota de originalidad?, ¿cómo hemos de superar las argucias del autoengaño, siempre dispuesto a confundir la realidad con nuestros más íntimos deseos? Más allá de todas las indagaciones que, sin llegar a obsesionarse, pueda llevar adelante nuestra hypolepsis, considero que un principio debe regir nuestras decisiones. En tanto seres falibles, siempre podemos equivocarnos al elegir esto o aquello, siempre, por más vueltas que le demos al asunto, puede escapársenos alguna circunstancia relevante. Sin embargo, no nos equivocaremos al elegir, es decir, al asumir el desafío de ejercer nuestra libertad, sin postergar indefinidamente las acciones
permitiendo que la vida elija por nosotros. Quizá no demos en el blanco, pero hemos de estar orgullosos de nosotros mismos por el hecho de habernos jugado por la opción que, en ese momento, juzgamos como más prudente.
Dando un paso más en este juego de la imaginación amorosa, quiero destacar otra virtud que Aristóteles denominó eutrapelia y que hoy denominaríamos buen humor, la cual me parece esencial para todo aquel (padre, madre o consejero ideal) que procure acompañarnos y sostenernos con su amistad. Las personas que despliegan esta virtud son excelentes compañeros y nos permiten “descontracturar” situaciones difíciles o dolorosas. Son esas gentes que siempre saben ver la parte medio llena del vaso de nuestra vida.
La philoautía no podría prescindir de esta excelencia de carácter que nos invita a no sucumbir a los usuales catastrofismos de una hypolepsis desbocada. Se da sobre todo cuando somos capaces de decirnos cosas tales como: “no te tomes la vida tan enserio, pues de todos modos no saldrás vivo de ella”, lo cual, obviamente, no significa que la existencia sea pura juerga y que deba tomarse todo a la ligera. Las personas sabias reconocen sus limitaciones y miserias y no se toman a sí mismas como “gente respetable” que tiene que ser públicamente honrada y reconocida. Saben hacer bromas con sus propias limitaciones, aunque ello no signifique dejar de trabajar por superarlas.
Amor incondicional, paciencia, capacidad de consejo (sabiduría práctica), veracidad y buen humor: he aquí algunas de las notas constitutivas de la verdadera amistad que cada uno ha de poder desplegar hacia sí mismo.
Finalizaré este apartado destacando la necesidad del ejercicio de una sana afectividad como marco de contención general del despliegue de estas virtudes. Un viejo sacerdote amigo hace ya muchos años me enseñó que “se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”1, es decir, que la dulzura y el cariño tienen que ser el espacio adecuado para los actos de amistad virtuosos: una mirada tierna y comprensiva, un abrazo dado justo a tiempo, una caricia que nos recuerde la importancia de la cercanía del cuerpo amado.
Claro que sonaría un poco absurdo postular el autoabrazo o ejercitarnos frente al espejo con miradas llenas de ternura. Sin embargo, la philoautía implica que seamos capaces de brindar algunos mimos a nuestro cuerpo y nuestra alma: deleitarnos de vez en cuando con nuestra comida favorita; ponernos a cantar y bailar la música que amamos, aunque nadie nos vea; comprarnos el nuevo libro de nuestro autor favorito o ir con nosotros al cine. Muchas son las personas que padecen orfandad afectiva, y quizá sea el tiempo de adoptarnos y decirnos “aunque todos te abandonen, yo no te dejaré al borde del camino”.
Antes de continuar, conviene destacar una situación que puede resultar un tanto paradójica, un hecho que quizá puede constituirse en un círculo que, según espero, resulte virtuoso. He comenzado recordando la tesis tomista referida al hecho de que el amor a uno mismo tiene que ser el modelo del amor a los demás, pero luego describí el amor de sí a partir del recurso imaginativo que suponía el amor de un otro sabio, bueno y competente. Y esto debido al hecho que he cuestionado el amor propio como algo siempre espontáneo en el hombre. Destaco una vez más que la amistad con uno mismo es, más bien, al igual que toda virtud, un punto de llegada en nuestra vida, pero es también la condición sine qua non no puede en verdad desplegarse un compromiso de amistad auténtico con los otros. El amor a sí mismo es el modelo del amor, aunque se hace imprescindible haber sido previamente modelados por el cuidado de los otros. Volviendo a la experiencia metafísico-religiosa mencionada páginas atrás, y parafraseando el Evangelio, habría que decir que “podemos amarnos a nosotros mismos y a los demás porque Él nos amó primero” (1 Juan 4, 19).
1 Se trata de una frase famosa, atribuida a san Francisco de Sales: “Se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”. En ella se expresa una verdad sobre las relaciones humanas: se consigue más con un poco de dulzura que con una dureza despiadada.
Hoy se habla mucho de la crisis de la familia tradicional y es evidente que el modelo económico-cultural dominante, ha desdibujado los roles al interior del hogar: las esposas aspiran a su realización profesional y suelen ver las tareas de la casa como una suerte de esclavitud; los maridos ya no son vistos como cabezas de la familia, sino como pares en la configuración de un vínculo que tiende a ser percibido como esencialmente democrático (claro que en una democracia de dos, ya no se gobierna por el voto de la mayoría, sino por aquel que tenga mayor poder de manipulación); los hijos, educados con pantallas y generalmente bajo la supervisión pasiva de niñeras o abuelos, son consentidos como nunca y muchas veces se convierten en los tiranos de la casa (es preciso hacer cualquier cosas con tal de que los chicos no se aburran).
Obviamente, que los contextos sociales no ayudan. Cuando yo era pequeño, estaba todo el día en la calle o en el club del barrio jugando a la pelota con amigos, pero en verdad no estaba solo, pues la totalidad de los vecinos eran un poco responsables de aquellos niños silvestres, y si un mayor nos retaba, era lo mismo que si algún miembro adulto de nuestra familia lo hubiese hecho. Hoy ya no quedan potreros en los barrios y la inseguridad y el tráfico hacen imposible jugar con otros niños en la calle, con lo cual, se hace necesario que los padres dispongan de cada vez más dinero para pagar costosas actividades deportivas o salidas a Malls donde si cuentas con una suma importante de dinero, podrás dejar al niño saltando en peloteros o empachándose de video juegos por al menos una hora.
Pero más allá de los desafíos económicos y culturales, y sin pretender sostener la sobrevalorada tesis de que “todo tiempo pasado fue mejor” (el mito de una supuesta y pasada “edad de oro”), quisiera destacar una tesis del filósofo chileno Gómez Lobo respecto a la crisis de la familia entendida como consecuencia del fracaso de la amistad auténtica entre sus miembros. La cita es extensa, pero elocuente:
Ahora entramos en un tema complejo y controvertido. La familia se ha vuelto una cuestión problemática por la impresionante cantidad de matrimonios que actualmente fracasa. También se la acusa de ser una institución patriarcal, inevitablemente dominada por el hombre en detrimento del bienestar de la mujer, y que puede ser perfectamente reemplazada por un nuevo tipo de organización como la de los hogares uniparentales o abiertamente homosexuales […] La reflexión acerca de los fracasos familiares descubre otro aspecto importante de este bien que analizamos. La vida familiar fracasa cuando otros bienes faltan, especialmente cuando falta aquella excelencia propia de las comunidades que Aristóteles llamó philia, “amistad”. Sí los esposos no son buenos amigos y amantes; si los padres no son buenos amigos de sus hijos y los hijos de sus padres, o si los hermanos y hermanas no lo son entre sí, la familia termina por quebrarse. La amistad familiar es a la familia lo que la salud al cuerpo. Se puede sobrellevar la enfermedad o la falta de amor, pero sin duda se estaría mejor en las circunstancias opuestas a éstas (Gómez Lobo 2006, pp. 33- 34).
La amistad es a la familia, lo que la salud al cuerpo. Así, un hogar en el cual la amistad entre los cónyuges no se da o bien se expresa en una forma imperfecta, será una familia disfuncional que, más tarde o más temprano, acabará sucumbiendo, aun cuando exteriormente sus miembros permanezcan unidos. Conozco varios matrimonios que, aun cuando no son felices el uno con el otro, permanecen unidos por costumbre, por el qué dirán o por “amor” a los hijos, lo cual hace que los jóvenes carguen con una responsabilidad (sus padres no son felices por ellos) que ciertamente no les corresponde.
Conviene aclarar que la amistad entre los miembros de la familia no implica dejar de cumplir con las exigencias propias de cada rol: el padre es padre, aunque llegue a ser amigo de su hijo: él debe cuidar y proveer y el joven tiene que respetar y obedecer; el marido debe brindar seguridad y acompañamiento, mientras que la mujer tiene que corresponder con atención y afecto. Pero cada una de estos modos de relación tiene que darse en un clima de auténtica amistad.
Para ahondar en esta problemática tomaré una tesis que C. S. Lewis desarrolla en Cristianismo… ¡y nada más! (1977). Si bien el autor se refiere a las relaciones humanas en general, intuyo que uno de los problemas a los que hace alusión puede aplicarse muy especialmente a la amistad en la familia, particularmente en lo referido a la relación de los cónyuges. Lewis compara las relaciones humanas con una flota de barcos que navega en formación. Según su opinión, la travesía conjunta puede fracasar por
dos motivos: ya sea porque los barcos están muy alejados entre sí, o bien porque están demasiado cerca. La metáfora espacial me resulta sumamente interesante porque expresa cómo algo que parece meramente cuantitativo (una cuestión de distancia) puede dar cuentas de algo mucho más cualitativamente profundo. El éxito familiar en general y el conyugal en particular tendría que ver con la distancia adecuada.
Es evidente que la familia fracasa cuando sus miembros están demasiado alejados entre sí, es decir, cuando el amor no se manifiesta en cuidados cotidianos y, como vulgarmente se dice, “cada uno hace la suya”. He puesto ya de manifiesto que el amor (hacia uno mismo y hacia los demás) conlleva le exigencia de un cuidado incondicional junto con las virtudes que deben expresar ese compromiso, tales como la paciencia, la veracidad, el diálogo y el desafío constante del buen humor. Con todo, pienso que esta última actitud (el individualismo al interior de la familia) muchas veces es resultado, o una reacción podría decirse, del otro riesgo referido a la cercanía.
En ocasiones, creemos que, porque el otro es mi esposo o esposa, mi hijo o hija, yo tengo derecho a todo, tengo la potestad de pasar casi cualquier límite de respeto simplemente porque él o ella me pertenecen. El que los esposos “sean una sola carne” (Mt. 19, 4-6) no anula el hecho de que continúan siendo personas diferentes. El imperativo kantiano de “tratar a los demás siempre como fines en sí, y nunca solamente como medios” (Kant, 2012, p.139), jamás debería dejar de cumplimentarse. En la práctica, la aplicación de este principio implica tres cosas que no siempre se cumplen en el círculo íntimo de los esposos: i) ofrecer al otro razones, que yo mismo juzgo fundadas, para que actúe de un determinado modo y no de otro; ii) dejar al cónyuge que evalúe por sí mismo dichas razones; iii) respetar su decisión acerca de si decide aceptar o no dichos fundamentos.
Cuando el vínculo es tan cercano, las personas tienen que ser muy maduras para convivir con el hecho de que mi esposo o esposa no piensen como yo. Y cuando esta libertad de pensamiento y acción no se acepta con cordura (que el otro no piense como yo no significa que no me ame y, además, esto mismo puede constituirse en una riqueza), tienden a romperse los límites del respeto. El problema es que muchas veces se aceptan estas faltas (ya sean recíprocas o unidireccionales) y, cuando esto se hace rutina, las personas se van alejando la una de la otra, o lo que es peor, solo se encuentran al momento de tener relaciones íntimas y, en lugar de hacer el amor, se pasan factura mediante carnales reproches.
Mi convicción es entonces que la lejanía suele ser el resultado de una inadecuada cercanía y que la amistad entre los miembros de la familia, particularmente los esposos, jamás debe traspasar los límites del respeto a la autonomía del otro. La familia fracasa cuando fracasa la philia entre sus miembros y el punto de partida de esta relación jamás debería ser el “tú eres mío”, sino más bien el “yo soy para ti”. Cada uno está para contribuir a que el otro logre su mejor versión. Pero no debe olvidarse nuestro punto de partida: si no tengo un corazón reconciliado, si no soy capaz de una auténtica philoautía, jamás podré amar verdaderamente a ningún otro ser humano.
El respeto incondicional a mis familiares más cercanos es el punto de partida; luego vienen los otros ingredientes del amor y la amistad: el cuidado incondicional que se encarna en las pequeñas atenciones cotidianas; una paciencia infinita para con los errores y limitaciones de los otros; diálogo fundado en la veracidad y buen humor para poder salir de situaciones incómodas. Ahora bien, para que el diálogo sea auténtico y no una suerte de mera puesta en escena donde cada uno simplemente repite sus pareceres, es indispensable el ejercicio de otra virtud aun no mencionada, me refiero a la humildad. Entre personas soberbias que creen saberlo todo solo serán posible relaciones de dominio, relaciones de amo y esclavo, y jamás un vínculo de amor recíproco como el que tiene que construirse entre personas libres.
Humildad significa abrirme a la posibilidad de que estoy equivocado y de que siempre puedo aprender de mi compañero o compañera de vida; conlleva una cierta fe en que aquel o aquella que me ama sinceramente puede percibir algo sobre mí mismo que soy incapaz de ver. Pero esta disposición no es sencilla entre personas que conviven, ya que solemos pensar que conocemos todo del otro y tendemos a clausurar su capacidad para enseñarnos: “¡qué podés decirme vos si yo te conozco como la palma de mi mano y sé bien con qué bueyes estoy arando!” Cuando esta falacia ad hominen se instala en el seno de la familia, la amistad habrá perdido la batalla y, aunque no existe una guerra declarada, solapadamente
se vivirá una situación de permanente conflicto: una suerte de guerra fría precisamente en el ámbito en el que más calor debíamos haber encontrado.
Si la amistad en el ámbito de la familia se corrompe por demasiada cercanía, quizá la que es propia de las comunidades intermedias se ve entorpecida porque, en un mundo en el que parece que las cosas no alcanzan para todos, la mayoría tira para su lado en contra del proyecto común que le dio una razón de ser.
Aunque pueda agradarnos la idea (y debo confesar aquí que este no es mi caso), constituye una utopía pensar al Estado contemporáneo como una verdadera comunidad. Además, si bien puede aceptarse que la neutralidad del Estado liberal es una suerte de ficción, coincido con MacIntyre en el hecho de que es una ficción con la que hemos de convivir, pues la mayoría de las veces en las que el moderno Leviatán se hizo defensor público de una idea compartida del bien humano, eso usualmente terminó en violencia hacia todos aquellos que pensaran diferente. En consecuencia, la amistad política solo puede surgir en el seno de comunidades auténticas, las cuales, suponen, al igual que la familia, un horizonte compartido de bienes, normas y virtudes.
En Tras la virtud (Crítica 1987) nuestro filósofo afirma que toda comunidad auténtica se configura a partir de la búsqueda de un cierto bien compartido que le da razón de ser: profesores y estudiantes nos reunimos en torno a la búsqueda de la verdad científica; artesanos y aprendices nos juntamos para alcanzar la excelencia en el ejercicio de un determinado arte; entrenadores y deportistas trabajamos en conjunto para obtener el campeonato, etc. Si se pierde de vista el bien compartido, la comunidad pierde su más precisada esencia: cómo enseñar y aprender si ya no se cree en la verdad; cómo hacer arte si solo fabricamos productos en serie; cómo procurar la excelencia en el deporte si hemos perdido el interés por ser campeones.
Seguidamente el autor añade que existen dos tipos de fallos que los miembros de la comunidad pueden cometer en la búsqueda del bien. Por un lado, se puede fallar por el hecho de ser malos, o sea, por atentar directamente contra aquel fin que se persigue: no pongo empeño en la preparación de mis clases, ni los estudiantes se esfuerzan en el estudio; por egoísmo, no enseño a los aprendices los mejores tips para ser excelentes artesanos y ellos solo aspirar a las ganancias económicas; no planifico adecuadamente los entrenamientos y los deportistas solo concurren cuando está bien próximo el juego. Por otra parte, puedo fallar por no esforzarme en ser todo lo bueno que puedo llegar a ser: cumplo de manera correcta con mis obligaciones para con los miembros del grupo, pero solo “hasta ahí”, es decir, sin procurar dar lo mejor de mí en todo aquello que hago (MacIntyre 1987).
Sin unos determinados bienes a perseguir; sin normas a cumplir y virtudes a ejercer no existe comunidad posible, pero la comunidad es, precisamente, el marco propicio para el despliegue de la amistad política.
Al respecto, quisiera arriesgar la siguiente tesis: así como, al menos usualmente, en el seno de la familia se fracasa porque sus miembros están demasiado cerca (el alejamiento sería consecuencia de una cercanía primera en la que se ha perdido el respeto), en las comunidades intermedias el riesgo de la lejanía se torna mucho más patente. Es lo que M. Sandel (2000) menciona al hablar de las “comunidades instrumentales”, en las que los miembros cumplen con las normas y ejercen las virtudes que su participación requiere, pero al mismo tiempo perciben a la comunidad solo como una suerte de medio para obtener su propio bien. Estas personas se perciben a sí mismas como individuos, y no comprenden su identidad como constituida, al menos en parte, por su pertenencia a tal o cual comunidad (Sandel 2000, p. 187).
Nada hay en realidad nuevo bajo el sol. En este sentido, aun al interior de grupos humanos que procuran comprenderse como comunidades, pueden florecer los dos tipos de amistades imperfectas descriptos ya por Aristóteles: el interés o el placer tenderán en ocasiones a abrirse paso por sobre el amor y la búsqueda recíproca del bien, pues es evidente que las personas buscan la amistad política muchas veces al mismo
tiempo que construyen la philoautía (recuérdese aquí la tesis principal de este trabajo: nadie puede brindar una amistad auténtica si primero no logra ser amigo de sí mismo).
En abstracto, primero cada uno está llamado a ser amigo de sí mismo, a curar su hypolepsis enferma y a practicar el cuidado de sí que pregonaron los griegos. Como dije, hay en este punto una dimensión metafísica y teológica que debe ser rescatada: aunque nada amable encuentre en mi interior, el Dios bueno que me participó y participa el ser, me ha amado primero. Por lo tanto, es bueno que yo exista (soy la expresión de una nota única reflejo de la infinita melodía divina). Luego, tomando como modelo ese amor primero, saldremos al encuentro de los otros a fin de brindarles el compromiso del propio amor: estoy aquí, siendo parte de tu familia o comunidad, para ayudarte a que despliegues tu mejor versión; estoy aquí para brindarte el calor incondicional de mi amistad; estoy para decirte que eres sumamente amable y vales la pena. Sin ti, también faltará un sonido singular a la melodía de Dios.
Sin embargo, en la vida real, en la cancha concreta de nuestra existencia, todo se da de una manera mucho más embrollada: nos conocemos poco y mal; nos amamos poco y mal y a duras penas nos cuidamos. Y así salimos al encuentro de los otros; heridos como estamos, procuramos desplegar amores y amistades políticas. En este contexto, el conflicto se torna inevitable; nos amamos y herimos, todo al mismo tiempo. Por suerte, cuando la honestidad y la buena voluntad priman, siempre podemos salir más lúcidos y maduros de estas batallas. El conflicto amoroso, familiar y político, me enseñan a quererme un poco mejor y a apaciguar mis propias guerras intestinas.
De la philoautía a la amistad política o del conflicto comunitario al despliegue de un amor de sí más profundo y sereno: he aquí la dialéctica de toda nuestra vida.
Aristóteles. (1998). Ética Nicomáquea. Ética Eudemia. Madrid: Gredos. Biblia de Jerusalén (2009). 4ta edición.
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