PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32: e19676

Artículos Dosier


https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19676

 


PERSONA HUMANA Y COMUNIDAD

DIALÉCTICA DE LA MÁXIMA APERTURA E INDIVIDUALIDAD EN LA NATURALEZA


HUMAN PERSON AND COMMUNITY

Dialectic of maximum openness and individuality in nature


PESSOA HUMANA E COMUNIDADE

Dialética da máxima abertura e individualidade na natureza


Pablo Emanuel García
(Universidad de Montevideo, Uruguay)
pabloemanuelgarcia@gmail.com


Recibido: 03/11/2024
Aprobado: 07/01/2025

 


RESUMO


No contexto da natureza, a pessoa aparece como uma novidade que combina tanto a abertura para o que é diferente de si mesma, a tal ponto que, para compreendê-la, é preciso levar em conta a maneira como os laços interpessoais influenciam a configuração de sua existência, quanto a individualidade absoluta, de modo que ninguém pode ser substituído por outro. Este artigo analisa alguns domínios antropológicos para mostrar que, no ser humano, essa dialética de opostos aparentemente irreconciliáveis é essencial. Para essa análise, elaborarei uma interpretação à luz das propostas de Edith Stein, Dan Zahavi e Francisco Leocata. A tradição husserliana pode ser entendida de modo a favorecer uma explicação tanto do indivíduo quanto da abertura aos outros, sem que a pessoa seja fagocitada pela totalidade e sem que o comunitário seja relegado a um mero acessório da constituição humana. Assim, em primeiro lugar, analisarei como a vida comunitária impacta a abertura do ser humano a tudo o que existe e, em segundo lugar, desenvolverei como essa abertura reivindica como seu fundamento um modo de ser que não pode ser dissolvido na totalidade, mas é constituído como uma individualidade forte ou o máximo possível da natureza.


Palavras-chave: Pessoa, comunidade, abertura, individualidade.


ABSTRACT


In the context of nature, the person appears as a novelty that combines both openness to what is different from itself, to such an extent that to understand it we must account for the way in which interpersonal relationships influence the configuration of its existence, and absolute individuality, so that no one can be replaced by another. This article analyzes some anthropological areas to show that in the human being this dialectic of apparently irreconcilable opposites is essential. For this analysis I will elaborate an interpretation in the light of the proposals of Edith Stein, Dan Zahavi and Francisco Leocata. The Husserlian

tradition can be understood in such a way as to favor an explanation of both the individual and openness to others, without the person being phagocytized by the totality and without the communitarian being relegated to a mere accessory of the human constitution. Thus, in the first place, I will analyze how community life impacts on the openness of the human being to all that exists and, secondly, I will develop how this openness claims as its foundation a mode of being that cannot be dissolved in totality but is constituted as a strong individuality or the maximum possible of nature.


Keywords: Person, community, openness, individuality.


RESUMEN


En el contexto de la naturaleza, la persona aparece como una novedad que combina tanto la apertura a lo distinto de sí, a tal punto que para entenderla debemos dar cuenta del modo en que los vínculos interpersonales influyen en la configuración de su existencia, como la absoluta individualidad, de modo tal que nadie puede ser reemplazado por otro. En el presente artículo se analizan algunos ámbitos antropológicos para mostrar que en el ser humano esta dialéctica de opuestos aparentemente irreconciliables es esencial. Para este análisis elaboraré una interpretación a la luz de las propuestas de Edith Stein, Dan Zahavi y Francisco Leocata. La tradición husserliana puede entenderse de modo tal que favorezca una explicación tanto de lo individual y como la apertura a los demás, sin que la persona quede fagocitada por la totalidad y sin que lo comunitario quede relegado a un mero accesorio de la constitución humana. Así, en primer lugar, analizaré cómo la vida comunitaria impacta en la apertura del ser humano a todo lo existente y, en segundo lugar, desarrollaré cómo esta apertura reclama como fundamento un modo de ser que no puede disolverse en la totalidad, sino que se constituye como una individualidad fuerte o la máxima posible de la naturaleza.


Palabras clave: Persona, comunidad, apertura, individualidad.


Introducción


En la naturaleza observamos que los objetos puramente materiales están imposibilitados para establecer vínculos y su consideración global fácilmente termina por disolver la individualidad en favor de una totalidad indiferenciada de cosas reemplazables. En ese contexto, las realidades vivas manifiestan una mayor consistencia ontológica y la posibilidad de una salida hacia lo distinto de sí. Sin embargo, aquí también es posible una acentuación unilateral en favor de la especie o de una fuerza vital universal.


En el caso del ser humano, la experiencia cotidiana también nos revela que estamos volcados hacia afuera, de modo tal que podemos, al menos potencialmente, vincularnos con todo lo existente. Esa posibilidad incluye la apertura a los semejantes en un mundo compartido que permite conformar comunidades de vida, es decir, un nosotros, una realidad nueva que solo se entiende desde la unidad del grupo. Los estudios neurocientíficos y psicológicos de las últimas décadas han destacado la importancia de los vínculos para una adecuada explicación del desarrollo de cada persona (King, 2016) y la filosofía no ha permanecido ajena. Las discusiones han planteado la cuestión como una tensión entre lo individual y lo social o comunitario, muchas veces sosteniendo que para incluir la apertura a los demás se requiere una disolución de la singularidad.


Para Asghari y Karimi (2021) el énfasis en la individualidad, propio de la tradición filosófica antigua y modera, impide el reconocimiento del valor de los demás en los vínculos personales. Para ellos, la clave que dar lugar al “otro” es la caída y fragmentación del yo, por eso entienden que Hegel fue quien mejor resolvió esta cuestión en la Fenomenología del espíritu donde afirma que “finalmente debemos aceptar que el “yo” y el “otro” pertenecen a las partes intrínsecas e iguales de una conciencia más grande” (p. 210). Para ellos, estas ideas hegelianas vertebran el pensamiento contemporáneo que se inclina a

reconocer el carácter fundamental de la alteridad y une a pensadores como Schopenhauer, Husserl, Heidegger, Lévinas y Derridá.


En una línea interpretativa semejante se encuentra la propuesta neurofenomenológica (Varela, Thompson, y Rosch, 1992, p. 85), que niega el yo en favor de una versión autopoiética que ubica al ser humano en línea directa con el resto de los vivientes. Esta versión naturalizada de la fenomenología, aunque puede parecer lejana a la lectura hegeliana, está en sintonía en cuanto diluye la individualidad y da primacía a la totalidad, ya no en un espíritu absoluto, sino en la naturaleza. Esto explica también por qué se muestran favorables a establecer un diálogo con la tradición religiosa budista, donde el horizonte último de la vida es la unificación con el cosmos.


En este marco, el énfasis en la apertura del ser humano parece conllevar la primacía de la totalidad y la negación de una singularidad fuerte. Así, la afirmación del individuo estaría en contraposición directa con el reconocimiento del carácter esencial de los vínculos, generando una contradicción de términos que se excluyen mutuamente. Aunque puede aceptarse que una máxima apertura podría llevar a la disolución del ser humano en la totalidad o a dar mayor peso a la especie que a la persona singular, el análisis de algunos aspectos de la vida comunitaria permite dar cabida a esta dialéctica. Allí se manifiesta hasta qué punto lo social interviene en la configuración de cada persona y, a la vez, cómo esto reclama el reconocimiento de una individualidad fuerte.


En el presente artículo analizaré algunos ámbitos antropológicos para mostrar que esta dialéctica de opuestos aparentemente irreconciliables se manifiesta como esencial cuando nos enfrentamos al ser humano. En el contexto de la naturaleza, la persona se presenta como una novedad que combina tanto la apertura a lo distinto de sí, a tal punto que para entenderla debemos dar cuenta del modo en que los vínculos interpersonales influyen en la configuración de su existencia, como la absoluta individualidad, de modo tal que nadie puede ser reemplazado por otro.


Para este análisis elaboraré una interpretación a la luz de las propuestas de Edith Stein, Dan Zahavi y Francisco Leocata. Con esto me alejo de las dos lecturas de la tradición fenomenológica mencionadas antes que no solo yerran en este punto en su interpretación de Husserl, sino que tampoco permiten dar cuenta ni de la individualidad ni de la vida comunitaria. La tradición husserliana puede entenderse de modo tal que favorezca una explicación diversa de lo individual y la apertura a los demás, sin que la persona quede fagocitada por la totalidad y sin que lo comunitario quede relegado a un mero accesorio de la constitución humana. Así, en primer lugar, analizaré cómo la vida comunitaria impacta en la apertura del ser humano a todo lo existente y, en segundo lugar, analizaré cómo esta apertura reclama como fundamento un modo de ser que no puede disolverse en la totalidad, sino que se constituye como una individualidad fuerte o la máxima posible en la naturaleza.


  1. Máxima apertura y vida comunitaria


    El “espíritu es un salir de sí mismo, es una apertura en doble sentido: hacia un mundo de objetos que es vivenciado, y hacia la subjetividad ajena, hacia el espíritu ajeno, con el cual es vivenciado y vivido en común” (Stein, 2005a, p. 503). Así define Stein la dimensión espiritual del ser humano. El espíritu se caracteriza fundamentalmente por la apertura a la totalidad de lo existente y dicha apertura está transida por la vida interpersonal, en cuanto que la realidad es experimentada “en común”; lo que se presenta a la conciencia remite de alguna manera a otros semejantes. Esto distingue al ser humano del mundo material, que se caracteriza por estar cerrado en sí mismo y las leyes de la naturaleza rigen el movimiento necesario de los objetos para conformar una unidad. En el hombre, por el contrario, “su ser natural estriba en la apertura a todo ser, especialmente en la apertura recíproca entre las personas” (Stein, 2005b, p. 696).

    La referencia a las otras personas se revela ya en la apertura al mundo a través del acto perceptivo. Esto no se da solo porque en el mundo encontramos un útil, en sentido heideggeriano, que remite a quien lo ha conformado; la referencia a otros está en la percepción misma de la realidad. Desde la tradición

    fenomenológica se suele indicar que la percepción del objeto material siempre se da bajo cierto escorzo, desde una perspectiva particular, bajo la cual algunos aspectos se donan intuitivamente y otros perfiles permanecen ocultos. Para poder captar el objeto como totalidad, además de la captación del perfil que se presenta, es necesario correferenciar el horizonte interno conformado por los lados que no aparecen. Zahavi (2001) dice que esos perfiles se presentan “como correlatos noemáticos de posibles percepciones” (p. 45). Si es necesario correferir a esos perfiles y yo no soy el que los percibe, entonces debemos considerarlos como correlatos de otras conciencias.

    Aunque ya en este plano es necesario remitir a la intersubjetividad, el conocimiento sensible refiere a otros de un modo más patente cuando la sensibilidad está asumida por el orden espiritual. Para Stein (2005a), en estos casos “el dato de la sensación deja de ser «puramente subjetivo» [...] Para que sea posible semejante aprehensión vivificadora y unificadora, la corriente de los datos sensoriales tiene que mostrar un orden determinado” (p. 359). Esto permite captar lo sentido como un objeto unitario y no una mera sensación. Y para que pueda manifestarse un orden a partir del conjunto de sensaciones se debe poder “extrapolar del estado concreto de la vivencia un núcleo idéntico que pueda retornar en una concreción distinta” (p. 359). Esto es lo que permite conformar un objeto compartido con otros.

    Algo semejante sucede con las construcciones de la fantasía. Aunque el acto de imaginar es propio de cada uno, aquí también se halla un ámbito de apertura a los demás. Esto se ve en las construcciones que ya forman parte del patrimonio de una comunidad, como los personajes de algunos cuentos. Un hobbit es una persona menuda, cuya talla suele ser la mitad de un ser humano, es afable, viste colores brillantes, pero sin calzado, dado que cuenta con pies ágiles, de piel gruesa y con pelo como el del cabello. Si alguien pensara en otros rasgos para describirlo, estaría hablando de otra cosa y no del personaje ideado por Tolkien. Al describirlos así, cada uno elabora en sí mismo una imagen, pero en base a una descripción que es correlativa de una comunidad como objeto intencional compartido. Este traspaso de lo individual a lo comunitario solo es posible si el orden de la sensibilidad está elevado para captar algo que no es particular. Por eso, para Stein (2005a),

    en cuanto la vivencia de la fantasía es acción espiritual y, por tanto, está llena de sentido, entonces puede extenderse, por principio, más allá de la individualidad. Todo sentido es fundamentalmente accesible de manera universal, y allá donde yo procedo creando sentido, donde se me constituye un sentido, allí ese sentido existe no sólo para mí, sino también para otros (es decir, ese sentido puede ser reproducido por otros) —y allí es posible también la cooperación de una pluralidad de indivíduos. (p. 364)


    Por lo dicho hasta aquí, el dato sensible cuando forma parte de la vida personal ya contiene algo de universalidad, pero es algo que no proviene del dato sensible mismo, sino del orden intelectual que impregna la vida sensible. De allí que el origen de la vida compartida habrá que buscarlo en el nivel espiritual. Lo que propiamente puede ser objeto común a muchos es el objeto propio de la inteligencia. Lo ideal es universal por naturaleza y es lo que puede ser poseído por muchos, en cualquier momento y lugar. Husserl (2006, §§21-24) fue consciente de esto en su crítica al psicologismo, donde mostró que el correlato del acto intelectual es algo eterno e inmutable y, aunque el acto de conocimiento es de cada individuo, lo conocido no es una producción individual (Zahavi, 2003, 9).


    Ese objeto al que se dirige la inteligencia puede contener múltiples aristas que no son agotadas por el conocimiento de un único individuo. Es cierto que hay objetualidades que se presentan totalmente como son, es el caso de algunas formas lógicas como la unidad, la pluralidad, el sujeto. Pero cuando es posible hablar del contenido de un objeto, entonces el acto categorial individual se presenta como una expresión de muchas posibles para captar todas las posibilidades contenidas en lo conocido. Y en este sentido, el conocimiento realizado en comunidad, como la científica, está en mejores condiciones de aproximarse a la verdad. Así, en una ciencia puede considerarse, por un lado, el objeto completo propio de la disciplina como ideal al que se tiende; por otro lado, encontramos las vivencias que los individuos particulares realizan para entender ese objeto; y, en tercer lugar, está la situación en la que se encuentra la comunidad científica en ese momento.


    Esta necesaria referencia a la intersubjetividad no solo se da en la actitud teórica de la realidad, sino también en la actitud axiológica y práctica. En cuanto material, el ser humano puede verse movido por

    diversas causas y puede reaccionar instintivamente, actuando de forma impulsiva por los estados afectivos que se despiertan ante el mundo de la vida, ya sean objetos o personas. Pero además de esto, es posible desenvolverse en el ámbito de la libertad mediante una acción motivada por los valores. Si analizamos la experiencia proveniente de los sentimientos espirituales, como el gozo, la alegría, la tristeza, la angustia, etc. podremos notar que poseen una dimensión intencional que impide reducirlos a una dimensión puramente sensible, abriéndonos al ámbito axiológico.


    Como afirma Leocata (2017), la ética de los valores “consiste en proyectar la intencionalidad de la persona a partir de un bien real pero más allá de él, es decir, en ofrecer un espacio de posibilidad de acrecentamiento” (p. 99). Para Leocata, los valores se captan en la realidad, pero llevándonos más allá de ella hacia lo posible o ideal. Es clave aquí distinguir la realidad, como conjunto de hechos, de los valores, que se presentan como horizonte de perfeccionamiento o plenitud. Esta distinción da espacio a que, en algunos casos, se quiera transformar la realidad para adecuarla a los ideales. En esto se diferencia de la ética de los valores de la ética aristotélica, que identifica el bien con la realidad. Según Leocata (2017) “los valores son aspectos del bien, abiertos desde lo actual a lo posible o ideal, que relacionan las personas entre sí y las abren a un camino de ascenso en el perfeccionamiento de su esencia” (p. 103). Cuando captamos una realidad se abren múltiples posibilidades valorativas, cosa que da espacio a la pluralidad de estimaciones personales a la vez que se mantiene la viabilidad de compartir aquello captado como perfección posible.


    Aquí resulta útil la distinción de Stein sobre el término sentimiento o sentir. Esta noción tiene dos significados: uno refiere a “los actos en los que los valores u objetos se nos presentan como cargados de valor, como «bienes»” (2005a, p. 370); el otro indica “las actitudes que esos valores desencadenan en nosotros” (2005a, p. 370). Podría decirse que son dos dimensiones necesarias en los valores: una objetiva y otra subjetiva. La dimensión objetiva se fundamenta en la posibilidad de captar lo universal. En su crítica al psicologismo, Husserl muestra que no solo lo ideal permite una salida del materialismo, sino también la referencia a lo normativo. Así como las verdades lógicas o matemáticas pueden ser conocidas por cualquier persona, también es posible llegar a valores compartidos que sirvan como criterios de acción.


    Ahora bien, la dimensión objetiva no es suficiente para llegar a la praxis. Para Stein, la hermosura del paisaje es mucho más que el conjunto de sus cualidades físicas; reclama una apertura de la interioridad para captar el valor contenido allí. Si la persona no se ve afectada internamente por ello, la intención exigida por ese valor queda incumplida; es decir que los valores se componen también de una dimensión subjetiva. Esto significa que los contenidos yoicos no son solo una reacción del sentimiento, sino que son constitutivos de la estimación del valor. Para Stein esto se ve en cuanto que múltiples individuos pueden percibir los mismos objetos y no todos captarán los valores allí presentes (de bondad, orden, hermosura, etc.)1. Para ver un valor en la realidad hay que tener una perspectiva distinta al mero conocimiento de cualidades del mundo, justamente aquí radica la diferencia entre la perspectiva teórica y axiológica de la que hablaba Husserl. Solo podemos captar un valor si hay disposición hacia ello, de lo contrario la realidad se presenta solo como dato. Stein dice que “[c]uando adoptamos una actitud teórica, entonces vemos simples cosas; cuando adoptamos una actitud axiológica, entonces vemos valores y especialmente valores estéticos, éticos, religiosos, etc.” (2005a, p. 372).


    La relevancia de la dimensión subjetiva o yoica en los valores parecería confinar la cuestión a la individualidad; sin embargo, además de que los valores se fundamentan en lo objetivo y universal, con lo cual pueden ser captados por todos los seres racionales, es posible también experimentar los mismos sentimientos. Stein lo ejemplifica refiriendo al duelo que una tropa experimenta por la muerte de su


    1. Stein afirma que la dimensión yoica también es esencial para entender los valores en cuanto hay algunos que no tienen que ver con datos externos al yo, sino que se dan en el sujeto. Y aquí hay dos tipos, los valores captados en las elaboraciones mentales (p. ej., la belleza de un buen razonamiento, la armonía de una teoría, el orden de un procedimiento matemático, etc.) y los valores de la vida interior (p. ej., el perdón, la compasión, la misericordia, con el gozo o alegría que los acompaña).

      capitán. La muerte del capitán permite que cada uno estime como valioso lo mismo y aunque la vivencia del duelo se da en cada uno, este dolor se experimenta como siendo parte de un nosotros.


      Además de esto, la relevancia de lo comunitario para entender la dimensión axiológica es aún mayor. Leocata propone invertir el orden para pensar los valores con respecto a la tradición filosófica clásica, donde se atendía a la naturaleza del ser humano individual y los bienes que le corresponden para luego, como un caso más dentro de la vida moral, tratar los vínculos interpersonales. Leocata sostiene que “para comprender la idea de valor en cuanto tal es preciso tener de entrada una cierta referencia a la intersubjetividad” (2007, p. 128), esto significa que la apreciación del valor está acompañada de una orientación del conocer y del actuar hacia el vínculo con los demás. Los valores se caracterizan tanto por una cierta preferencia individual como por un modo de comunicación con los otros. La apreciación de los valores requiere de una orientación al encuentro, a participar de los valores junto con otros, a obrar conjuntamente en base a la captación de un bien objetivo universal y a establecer relaciones interpersonales rectas. De allí que Leocata entienda que “[s]in la presencia de la alteridad intersubjetiva no hay valores de ningún género, aun cuando dicha experiencia de lo intersubjetivo esté en simultaneidad con la apertura a un mundo natural” (2007, p. 129).

      Esta necesaria correferencia entre intersubjetividad y valores es el fundamento de la vida comunitaria. Cuando se pasa de la simple orientación al otro hacia la concreción de un horizonte de valor compartido, se constituye un tipo de unidad nueva: la comunidad. Este vínculo es diferente del meramente natural, dado que “esta unidad es consciente y […] se puede constituir o disolver libremente” (Stein, 2005b, p. 697). Stein entiende que hay una comunidad, en sentido amplio, “allí donde no sólo existen relaciones mutuas entre personas, sino que además esas personas comparecen como una unidad y formando un

      «nosotros»” (2005b, p. 716). Aunque esta noción amplia da lugar a la posibilidad de comunidades fundadas en relaciones pasajeras o duraderas; en sentido estricto, hay una comunidad cuando hay un vínculo duradero que afecta el modo de ser de sus miembros.


      Stein retoma (2005a, p. 344) la distinción sociológica de Ferndinand Tönnies entre sociedad y comunidad. Para él, en lo social se considera al otro como objeto, como medio para lograr los fines de la totalidad; en la vida comunitaria, por el contrario, el otro se presenta como un sujeto junto con el cual se vive y se está abierto a la influencia recíproca. Aunque Stein reconoce que es propio de las sociedades considerar al otro como un objeto, una parte del todo en orden a lograr la finalidad; sin embargo, incluso para esto es necesario conocer al otro como sujeto, para poder ver si puede cumplir bien su función. También es necesario una vivencia compartida para poder fundar una sociedad, donde todos quieran el mismo fin. Esto se da incluso cuando el que funda es uno solo, porque también allí es necesaria la adhesión de los que se incorporan con posterioridad y eso es “un acto social” (2005a, p. 467). Ese acto requiere conocer y acoger en la interioridad aquello que se propone como meta y esto es propio de la vida comunitaria. Incluso en situaciones en las que el trabajador no conoce la finalidad última de la labor que realiza e incluso si está obligado a realizarla, es necesario considerar al otro como algo más que un mero objeto, porque se debe lograr que el otro tenga algún tipo de motivación (sea lograr la meta de la asociación, ganar dinero, o simplemente sobrevivir) para hacer lo que toca hacer. “Una sociedad que no fuera más que sociedad, sería un mecanismo —construido quizá irreprochablemente— que no podría funcionar” (2005a, p. 467). Esto muestra que la sociedad se fundamenta en la vida comunitaria.


      Para constituir una comunidad no basta solo con una mera agregación de personas, sino que es necesario identificarse con el grupo. Esto no significa que no pueda basarse en factores ajenos a la propia voluntad, como haber nacido en una determinada familia, sino que para que haya vida comunitaria es necesario asumir incluso esos factores biológicos. Como afirma Zahavi, “no se puede ser miembro de un nosotros sin afirmar o refrendar de algún modo esa pertenencia a través de la experiencia. Para ser parte de un

      nosotros, tienes que experimentarlo desde dentro. Eso es lo que hace que el nosotros sea una primera persona del plural” (Zahavi, 2020, p. 23)2.

      Aunque la constitución de una comunidad requiere la asunción libre por parte de sus miembros, es posible también que su influencia llegue a configurar la vida de aquellos que comienzan a existir allí aunque todavía no sean capaces de incorporarse por decisión propia. Esto queda manifiesto en el nacimiento, en cuanto que podemos nacen en y de un pueblo (Stein, 2005b, p. 731). La persona nace en un pueblo en cuanto que, desde que comienza a existir vive rodeado de las características propias de la comunidad en la que se encuentra. Esa comunidad incorpora a quien todavía no es consciente plenamente de las características de su entorno y le transmite con la vida cotidiana sus rasgos identitarios. Como en las personas individuales, toda sociedad tiene un cierto carácter, una vida interior y un entorno con el que se vincula que influyen en sus integrantes. En un pueblo, p. ej., el carácter se manifiesta en un modo particular de vivir la vida, celebrar las festividades, de sepultar a los muertos, etc.; la vida interior se expresa en la actividad científica, religiosa, económica, política, etc.; y el vínculo con el entorno tiene que ver con la relación con otros pueblos.


      En cuanto al carácter del grupo, cabe destacar que está fundamentado en las características propias de las personas individuales y de su estructura típica; sin embargo, en la comunidad, los rasgos personales se ven condicionados por el tipo que cada uno encarna dentro del grupo. Estos tipos son modos propios de vivir según los valores asumidos y los roles dentro del grupo. Así, p. ej., el tipo más general de “profesor” condiciona de una manera determinada el obrar de quienes forman parte de una universidad y hace que muchas veces se actúe de una forma o se dejen de hacer ciertas cosas. Estos tipos no son máscaras que ocultan el verdadero ser del individuo, sino que son formas compartidas que luego adquieren su peculiaridad por la apropiación que cada uno hace. Y aunque siempre queda un espacio en la individualidad que no es absorbido por la vida del grupo, como afirma Stein, “cuanto más profundos sean los niveles personales en lo que penetre la vida comunitaria, tanto más profundamente se hallará afectado el individuo por el carácter de la comunidad” (2005a, pp. 480-481).


      En este contexto, el lenguaje tiene un lugar central, es el modo en que se expresa el carácter, se desarrolla la vida interior y se establecen vínculos con otras comunidades. Cuando nacemos nos insertamos en una cultura que nos transmite términos y modos lingüísticos con un sentido del que somos herederos. En cuanto “intencionalidad encarnada” (Leocata, 2003, p. 115), el signo sensible es vía de contacto entre interioridades para comunicar significados, por eso se entiende que para Zahavi el lenguaje hace al ser humano «intersubjetivo de un modo eminente» (Zahavi, 2001, p. 163).

      Nacer de un pueblo, implica para Stein ser “engendrado por miembros de un pueblo, y por lo tanto ya traer consigo al mundo, como disposición heredada, el modo de ser propio del pueblo” (2005b, p. 731). Revisando la propia experiencia podemos ver que lo heredado va mucho más allá de las características físicas, los padres transmiten también la cultura propia de la comunidad desde la gestación en el vientre materno, en cuestiones cotidianas como los cuidados propios hacia la madre, el modo de alimentación, la dinámica familiar, etc. La relevancia de estos hechos se nota cuando se emigra a un pueblo con una cultura diferente. Allí se ve hasta qué punto el estilo de vida había informado nuestro modo de ser y cómo se diferencia del que encarnan los miembros de otra comunidad. También en contextos como este existe la posibilidad de que una persona nacida como inmigrante mantenga la riqueza cultural propia de sus padres cuando la comunidad lo hace. Los griegos tenían presente la relevancia de la vida en la propia patria, de allí que consideraban el destierro como una de las máximas penas.

      Hasta acá puede verse que no es posible entender los rasgos de la persona particular sin un vínculo con los demás. Lo comunitario es un elemento fundamental para entender al ser humano, no podemos


    2. Para Stein esto se expresa incluso en la sexualidad, donde hay doble dimensión de lo heredado y lo que debe ser asumido en el contexto social. El ser humano es varón o mujer desde el nacimiento, pero el modo de vivir la masculinidad y la femineidad es “algo que sólo se desarrolla y actualiza a lo largo de la vida, lo que de nuevo sucede bajo la influencia del entorno. De esta manera, lo que en cualquier fase posterior de la vida nos sale a encuentro y designamos como el tipo “masculino” y el “femenino” es de hecho un tipo social, en el que lo “condicionado por el entorno” y lo “dado por la especie” y subyacente a la formación social son muy difíciles de distinguir” (Stein, 2005b, p. 723).

    explicar su estructura como un individuo aislado; pero ¿esto implica la disolución del sujeto en un ser puramente relacional o es necesario reconocer un fundamento ontológicamente fuerte que dé cuenta de su valor y de las posibilidades antes explicadas? ¿Qué rasgos tiene que tener la persona para constituirse en un valor que no puede ser puesto por debajo de cualquier otro? Dedicaré el próximo punto a esclarecer esta cuestión.


  2. La persona como fundamento: máxima individualidad y vida comunitaria


“La existencia del hombre está abierta hacia dentro, es una existencia abierta para sí misma, pero precisamente por eso también está abierta hacia fuera y es una existencia abierta que puede recibir en sí un mundo” (2005b, p. 594). Estas palabras de Stein muestran que la apertura del ser humano a todo lo existente descrita en el punto anterior solo se entiende desde una apertura hacia la propia interioridad: la apertura hacia adentro es el fundamento de la salida de sí.


Si volvemos al recorrido que se hizo antes para explicitar la apertura en el ser humano, podemos notar que ya en el conocimiento sensible se requiere de una autopercepción. En el plano de la sensibilidad, la subjetividad es constitutiva de lo conocido. Esta es la base para cualquier conocimiento, dado que el acto perceptivo no es un simple reflejo de la realidad, sino que surge de la experiencia que tenemos ante aquello que se presenta, como puede verse en el caso del color, el sabor o los sonidos. Así, una situación subjetiva distinta da una experiencia diversa del objeto, pero no menos real que otra. Por tanto, para el conocimiento sensible la realidad externa es tan importante como la vivencia de sí. Podría decirse incluso que sin esa experiencia la realidad sería “muda”. Para que el conocimiento sensible pueda efectuarse reclama, con el mismo grado de importancia, la dimensión subjetiva.


En cuanto vivencia, el conocimiento sensible reclama una autoexperiencia del acto y de sí mismo. Solo así es posible luego atribuirnos el acto de conocimiento, porque ya lo hemos experimentado como propio. Y aquí hay una experiencia tanto del acto como de nosotros mismos como sujetos en los que se realiza. Esta autoconciencia es corpórea, pero manifiesta que nuestro cuerpo no es pura materia. Aquí es útil la distinción fenomenológica entre Körper y Leib, ya que no solo somos un objeto más del mundo, sino un cuerpo vivo, es decir, un cuerpo que siente lo externo y se siente a sí mismo. Este cuerpo sensitivo es el fundamento de que el mundo se experimente de determinada manera, que la experiencia consciente implique cierta dimensión cualitativa. Este es el llamado problema difícil de la conciencia o el problema de los qualia. Y como dice Chalmers (1999, 27), que experimentemos la realidad de una forma o de otra es una novedad en el mundo natural, es decir, no se explica solo por referencia a lo puramente físico. No hay nada desde el punto de vista de la tercera persona que indique por qué deberíamos vivenciar el dolor, la alegría, la percepción del rojo o un sabor de esa manera y no de otra.


En el orden intelectual la subjetividad también es clave, pero de un modo distinto porque aquí hay lugar para una verdadera objetividad cuando la inteligencia conecta con lo universal. Aunque para afirmar que es el sujeto particular el que conoce y no un intelecto agente separado, según la expresión propia del debate medieval de fuente aristotélica, que eliminaría las individualidades, debemos reconocer una actualidad en la inteligencia de cada uno que permita hacer el paso de la realidad singular a lo verdaderamente universal o ideal. Así, p. ej. aunque seamos capaces de conocer muchas sillas, nunca llegaremos al universal por acumulación de ejemplares. El concepto “silla”, si verdaderamente nos conecta con algo universal (atemporal, supraespacial, etc.), implica que no se identifica con lo singular (o su conjunto). Tampoco puede ser una construcción personal a riesgo de caer en el psicologismo que denuncia Husserl para mostrar que las verdades lógicas y matemáticas son irreductibles al acto psicológico. Para “ver” lo universal en lo individual se necesita una “luz” en la inteligencia que permita conectar con otro ámbito. Y para que esta imagen vaya más allá de una analogía, Leocata, siguiendo a Rosmini, indica que es la presencia de un ser ideal en la inteligencia lo que posibilita llegar a lo universal. La intuición de esta idea permite entender todo bajo una perspectiva distinta. El ser ideal también fundamenta la posibilidad de alcanzar valores o el ámbito normativo. Si bien la noción de valor da lugar a lo que puede resultar relevante para cada individuo, este ámbito puede ser compartido por diversas personas y, así, conformar una comunidad.

De esta manera, la autoconciencia deja de corresponder solo al orden sensible e incluye también el intelectual, aunque aquí implica la intuición de un ser ideal que supera la propia subjetividad, volviéndola más robusta. Este es el fundamento que permite afirmar que la “persona es el ente abierto al ser de los demás entes, en particular de las demás personas, y a la conciencia de sí mismo” (Leocata, 2017, p. 215). Sin esta autorreferencia, la afirmación de la máxima apertura podría llevar a la disolución de la individualidad, posibilidad que, aunque permanece latente en algunos seres vivos, se va diluyendo a medida que la interioridad es mayor hasta llegar al ser personal.


A diferencia de lo que plantean Asghari y Karimi (2021), la tradición fundada por Husserl sostiene que la primera persona del plural, es decir, el nosotros, descansa sobre la primera del singular, esto es, en el yo. La vivencia comunitaria carece de sentido sin una pluralidad de individuos. Como afirma Zahavi siguiendo a Husserl, la intersubjetividad trascendental es «la relación de una pluralidad de sujetos trascendentales entre sí» (Zahavi, 2001, p. 18).

Ante esto podría contraargumentarse que en el desarrollo temprano del ser humano las experiencias individuales se dan conjuntamente con los vínculos interpersonales, por lo que si lo comunitario no tiene primacía, posee al menos el mismo peso. Zahavi, frente a la pregunta de si el yo y el nosotros surgen en el mismo momento y si eso implica una prioridad de lo comunitario sobre la individualidad, dice que se debe distinguir el hecho de que sucedan juntos de la “interdependencia constitutiva (que es una afirmación mucho más sólida y —teoréticamente más interesante—)” (Zahavi, 2020, p. 23). Que haya evidencia empírica de lo primero no implica lo segundo: la primacía del individuo no tiene que ver con una cuestión temporal. Como sostiene Roldán en referencia a la historia de la Psicología, a veces se ha asumido acríticamente la identificación entre el “orden temporal” y el “orden de la naturaleza” (2019, p. 55). Y como en el orden temporal muchas veces aparece primero lo sensible o lo instintivo, esto ha llevado a interpretar que lo fundamental ontológicamente hablando está en lo inferior. Además, conduce a entender que “[l]o genérico, lo impersonal, lo indeterminado, es más real que lo individual, lo personal, lo determinado” (2019, p. 62).

De esta manera, aunque lo comunitario puede darse temporalmente junto al desarrollo individual e influye efectivamente en distintos aspectos, la dimensión social no agota la caracterización de la persona. Como indica Stein, el encuentro mismo con el otro pone de relieve el hecho de que cada uno se presenta con rasgos que lo individualizan ya en el nivel más básico, como su rostro, el timbre de su voz, los gestos, el modo particular de mirar, reír, reaccionar. Estos aspectos acentúan la individualidad por sobre lo compartido. Para la filósofa alemana, en los animales la diferencia entre los individuos de una especie es algo más bien casual y no algo que provenga de los rasgos propios de ese tipo de vida. Por eso podemos imaginarnos la posibilidad de animales idénticos sin que nos provoque rechazo; sin embargo, en el caso de las personas, entiende que en la percepción cotidiana repugna la posibilidad del reemplazo de uno por otro. No hay problema en considerar el intercambio de una persona por otra en un puesto de trabajo, pero “esta persona, en lo que ella significa humanamente para mí, no se puede cambiar por ninguna otra, por mucho que una nueva relación humana pueda consolarme en la pérdida de la primera” (2005b, p. 613).

Ahora bien, para reconocer una verdadera irremplazabilidad, aunque los rasgos físicos son singulares, no bastan. Podríamos imaginarnos un ser con idénticos rasgos físicos a los nuestros, sin ser nosotros. Algo de esto sucede en los gemelos, que pueden resultar físicamente indistinguibles. Sin embargo, la experiencia de sí mismos, de la realidad y de lo ideal es única. ¿Dónde está el fundamento para esta singularidad? Para Zahavi se debe conservar un yo básico, reducido al mínimo, que evite una diferenciación excesiva con los demás. Aunque aquí podríamos preguntarnos si acaso no se requiere más bien de individualidades fuertes y, en cierto sentido, sumamente diferentes entre sí. Para Leocata es posible alcanzar esto a través de una reducción personalista, es decir, una reconducción hacia la persona como fundamento.

Para Leocata (2017) “ser persona es una modalidad más intensa de vida” (p. 212), por lo que el ser personal no está en una parte hombre, como el alma, sino que indica un núcleo totalizante e individualizante, que incluye en una unidad tanto el sentimiento del propio cuerpo como el pensamiento. Esta unidad está fundada en un ser en acto: “es preciso ver en cada persona un acto de ser participado,

que la hace capaz de pre-comprender los entes y al ser, y apreciar el don de la apertura al otro” (2007,

p. 126). Leocata considera que la noción de ser entendido de Husserl debería llevar a una afirmación ontológica fuerte, donde se reconozca “una presencia del ser-acto, del actus essendi” (2007, p. 126). Esta participación en el ser es lo que posibilita una apertura potencialmente infinita y a la apertura interior en el acto reflexivo, junto con la intencionalidad axiológica y práctica. Un acto de ser así no puede provenir del individuo mismo, que es limitado, sino que debe ser donado por un ser capaz de eso, del que participamos por la presencia de ese acto en nosotros. Solo esto puede dar un fundamento sólido al individuo, evitando la disolución en la totalidad, propia de algunos idealismos y del naturalismo. “Es solamente el ser acto lo que permite dar consistencia ontológica al ente personal, impidiendo su disolución en el devenir impersonal del espíritu, en la razón histórico vital o en el mero ser-en-el-mundo; y lo que en fin garantiza que el encuentro no sea nunca posesión o apropiación” (2007, 125)


Conclusión


“El individuo humano aislado es una abstracción. Su existencia es existencia en el mundo, su vida es vida en común […] su inclusión en un todo mayor pertenece a la estructura misma del hombre” (Stein, 2005b, p. 713). Así enuncia Stein en Estructura de la persona humana la relevancia que tienen los vínculos para la configuración de la persona. Las relaciones intersubjetivas afectan el modo de ser de cada uno y aunque podríamos imaginarnos a la misma persona en otras circunstancias comunitarias eso la cambiaría de un modo fundamental, “su modo de pensar, de sentir y de querer serían considerablemente distintos” (Stein, 2005b, p. 714). De allí que el mundo social es “co-determinante”, junto a la personalidad individual, del ser del hombre.

Junto con esto, se mostró que la máxima apertura solo es posible sobre la base de una individualidad fuerte, incapaz de convertirse en un engranaje más de la estructura natural o un accidente de un espíritu absoluto. Aunque el acento en una ontología fuerte de la individualidad pareciera ser contrario a la vida comunitaria, es al revés: porque hay una individualidad así, que se expresa en el ser personal, es posible la vida comunitaria. Y es posible sostener esta dialéctica entre individualidad y apertura porque el ser humano, si bien está en la naturaleza, no es puramente natural. Su modo de ser incluye una dimensión irreductible a lo puramente físico que se realiza en un modo de ser único e irrepetible. “Que el hombre es persona: esto es lo que lo distingue de todos los seres de la naturaleza” (Stein, 2005b, p. 648).


Bibliografía


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