PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32


Artículos


https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19764

 


LA VIOLENCIA ESTÁ EN EL LENGUAJE


VIOLENCE WITHIN LANGUAGE


A VIOLÊNCIA ESTÁ NA LINGUAGEM


Javier Castellote Lillo
(Universitat de València, Spain)
javier.castellote@uv.es


Recibido: 02/11/2024
Aprobado: 07/01/2025

 


RESUMEN


El presente artículo tiene como objetivo examinar críticamente la posición escéptica que reduce el efecto dañino de ciertas palabras a la excesiva sensibilidad del receptor. En contra de esta posición, se argumenta que el lenguaje violento tiene una dimensión objetiva que excede la sensibilidad individual, lo cual conforma un poder simbólico que funciona a partir de convenciones y clasificaciones sedimentadas históricamente. Siguiendo las ideas de Louis Althusser y Judith Butler, el análisis muestra que la fuerza de ciertas palabras injuriantes no es un simple acto subjetivo y psicologista, sino un fenómeno que descansa en una concepción dinámica y colectiva del lenguaje, en la que el poder se despliega a través de la dialéctica entre movimiento y retención, que se materializa en el nombre violento. De este modo, la alocución violenta no es solo un acto aislado ni puede analizarse solo desde el contexto de enunciación, sino que actúa como reafirmación de jerarquías y binomios sociales que perpetúan las estructuras de poder.


Palabras clave: lenguaje violento. escéptico. fuerza. nominalización.


ABSTRACT


This article aims to critically examine the skeptical position that reduces the harmful effect of certain words to the excessive sensitivity of the receiver. Against this position, it is argued that violent language has an objective dimension that exceeds individual sensitivity, which shapes a symbolic power that functions on the basis of historically sedimented conventions and classifications. Following the ideas of Louis Althusser and Judith Butler, the analysis shows that the force of certain insulting words is not a simple subjective and psychologizing act, but a phenomenon that rests on a dynamic and collective conception of language, in which power is deployed through the dialectic between movement and retention, which is materialized in the violent name. Thus, violent speech is not only an isolated act, nor can it be analyzed only from the context of enunciation, but acts as a reaffirmation of hierarchies and social binomials that perpetuate power structures.


Keywords: violent language. skeptical. force. nominalization.

RESUMO


Este artigo tem como objetivo examinar criticamente a posição cética que reduz o efeito nocivo de certas palavras à sensibilidade excessiva do receptor. Contra essa posição, argumenta-se que a linguagem violenta tem uma dimensão objetiva que excede a sensibilidade individual, o que molda um poder simbólico que funciona com base em convenções e classificações historicamente sedimentadas. Seguindo as ideias de Louis Althusser e Judith Butler, a análise mostra que a força de certas palavras insultuosas não é um simples ato subjetivo e psicológico, mas um fenômeno que se baseia em uma concepção dinâmica e coletiva da linguagem, na qual o poder é implantado por meio da dialética entre movimento e retenção, que se materializa no nome violento. Assim, o discurso violento não é apenas um ato isolado, nem pode ser analisado somente a partir do contexto da enunciação, mas atua como uma reafirmação de hierarquias e binômios sociais que perpetuam as estruturas de poder.


Palavras-chave: linguagem violenta. ceticismo. força. nominalizarão.


  1. Introducción


    Una de las principales dificultades para dar cuenta de las formas menos evidentes de violencia es mostrar la marca o la herida en el cuerpo del individuo o grupo afectado. A diferencia del paradigma del golpe físico, donde el daño es visible y concreto, otros modos de violencia son más difíciles de identificar. Un ámbito en el que se da esta tensión entre la violencia y su difícil recognoscibilidad es el del lenguaje. En este trabajo, desarrollaré una posición escéptica que cuestiona que los usos del lenguaje pueden considerarse violentos. Desde esta posición, se argumenta que, al ampliar el concepto de violencia a formas que no requieren una herida física manifiesta, se corre el riesgo de volver el concepto subjetivo, arbitrario y, en consecuencia, demasiado elástico (Mardon & Richardson-Self, 2022, 114)1. Este enfoque, como se verá, propone criterios específicos para delimitar qué se considera violencia y qué no.


    El objetivo de este trabajo es presentar una versión concreta de la posición escéptica sobre el lenguaje violento y mostrar cómo los propios argumentos que respaldan esta posición llevan, paradójicamente, a reconocer la existencia de la violencia del lenguaje. Con todo, el reconocimiento por parte del escéptico de este tipo de violencia implica interpretar la violencia lingüística con un carácter subjetivista, psicologista y prácticamente voluntarista, sugiriendo que el individuo violentado es en gran medida responsable de haber sido herido. Frente a esta interpretación, expondré los problemas de la posición escéptica y mostraré la violencia del lenguaje tiene una dimensión objetiva que no descansa únicamente en la interpretación o en la sensibilidad lingüística del individuo que recibe la palabra violenta.


    Para presentar una versión de la posición escéptica, en el primer apartado me apoyaré en el marco teórico ofrecido por John L. Austin en sus conferencias How to Do Things with Words. Las reflexiones de Austin sobre el concepto de lo performativo se utilizan comúnmente para arrojar luz sobre el funcionamiento del lenguaje violento, interpretándolo como un tipo de habla que actúa y produce ciertos efectos en los individuos, tales como la humillación y la subordinación. No obstante, el planteamiento de Austin también permite una lectura contraria, esto es, se puede utilizar para cuestionar la idea de que existe la violencia del lenguaje (Kuch, 2010; Nunner-Winkler, 2004). La distinción entre la dimensión ilocucionaria y perlocucionaria de los actos de habla sugiere, como veremos, que la eficacia de ciertos actos de habla descansa en la implicación del receptor de la alocución violenta. Dado que es la reacción del destinatario la que determinará el rol del acto de habla, el escéptico está en condiciones de dudar de si realmente existe algo como la violencia lingüística. En el segundo apartado desarrollaré uno de los argumentos más empleados por la posición escéptica: la excesiva sensibilidad del oyente antes ciertas palabras. Desde esta perspectiva, se mostrará que el escéptico no solo sugiere que el receptor del lenguaje


    1 En “Stuck in Suffering: A Philosophical Exploration of Violence” (2022), Mardon y Richardson-Self defienden la tesis de una noción restrictiva de la violencia, y reservan los otros modos de “violencia”, como la epistémica, la simbólica y la estructural, como tipos de injusticia, en línea con el análisis sobre la violencia de Johan Galtung (2010).

    injuriante participa en la violencia del lenguaje, sino que su sentimiento puede ser la única fuente que determine que ciertas palabras se interpreten como violentas. En el tercer apartado, se analizará la imagen del funcionamiento del lenguaje que defiende el escéptico para defender la tesis de que extender el concepto de violencia más allá del golpe físico es un error. Finalmente, en el cuarto apartado, de la mano de Louis Althusser y Judith Butler, plantearé una concepción diferente del lenguaje, y trataré de mostrar que la violencia del lenguaje tiene una dimensión objetiva.


  2. Una perspectiva escéptica


    En “Mobbing und Gewalt in der Schule” (2004), Nunner-Winkler establece una diferencia entre la violencia física y la agresión lingüística que, a su juicio, es fundamental para dudar de la idea de que se pueda realizar violencia con el lenguaje. A diferencia de la violencia física, donde no es necesario que la víctima sea partícipe de la violencia ejercida sobre ella, sentirse herido por el lenguaje requiere la colaboración del receptor. Cuando una persona golpea a otra, el daño físico es inmediato y directo, sin necesidad de interpretación o mediación entre el golpe y la herida o marca corporal. Sin embargo, en el ámbito del lenguaje, el tiempo entre las palabras del emisor y la respuesta del receptor es más amplio, lo que permite un margen de respuesta mayor (Nunner-Winnkler, 2004, 96). Por ejemplo, en una discusión entre dos amigos en una cafetería, uno lanza un insulto: “Eres un inútil total, no te enteras de nada”. El receptor, sin embargo, no se siente ofendido, sino que responde con calma: “Seré un inútil, pero este inútil te lleva ganando al ajedrez las últimas tres semanas”. Aquí se muestra el giro irónico que realiza el destinatario del insulto, lo que neutraliza su fuerza y hace que no se pueda afirmar que en esta escena se haya producido un tipo de violencia. A tal respecto, parece que la forma en la que se interpretan o se entienden determinadas palabras tiene una relación directa con la calificación o adscripción de ciertas palabras como hirientes y, por lo tanto, como violentas.


    La posición escéptica planteada por Nunner-Winkler puede apoyarse en una determinada interpretación de la teoría de los actos de habla ofrecida por Austin. A partir de este marco argumentativo, la postura escéptica recuerda las tres dimensiones de una misma expresión en la teoría de los actos de habla: la ilocucionaria, perlocucionaria y la ilocucionaria. Mientras en la dimensión locucionaria se expresa el contenido semántico de la expresión, la perlocucionaria consiste en las consecuencias sobre los receptores del acto de habla. Entre ambas se encuentra la dimensión ilocucionaria, que hace referencia a la acción realizada por la declaración. Por ejemplo, si una persona sale al rellano de su casa y grita en voz alta “¡Fuego, fuego!”, la fuerza ilocucionaria consistiría en advertir o alertar a los vecinos de que el edificio está en llamas. Por su parte, al decir “fuego” y la gente salir del edificio, se realiza el acto perlocucionario de convencer. Ahora bien, aunque el acto perlocucionario es una consecuencia del acto ilocucionario, el primero puede distinguirse del segundo (Gelber, 2002, 56). Si, por ejemplo, el acto ilocutivo se hubiera dicho de forma poco convincente, entonces no se habría convencido a nadie. En ese caso, las personas no habrían abandonado el edificio, y por tanto el acto perlocucionario quedaría vacío, o habría sido otro diferente.


    Sin embargo, como indica Austin, existen diversas declaraciones donde la dimensión ilocucionaria no es completamente evidente y genera una serie de dudas sobre qué tipo de acción se está realizando. Por ejemplo, la declaración “¡Cierra la puerta!” no causa problemas en su contenido semántico/locucionario; sin embargo, su dimensión ilocucionaria no puede fijarse enteramente sin tener en cuenta algunos elementos de la situación de habla, como el tono de voz, la relación entre los hablantes, etc. La declaración podría ser una amenaza o una orden dependiendo de cómo se exprese o del momento preciso en el que se pronuncie. Debido a esta ambivalencia dentro del ámbito de lo ilocucionario, Austin propuso, en un primer momento, hacer explícito el carácter ilocucionario de la declaración (Austin, 1962, 57; Kuch, 2010, 221). Para ello, se utilizaría el verbo en primera persona del singular en presente de indicativo y la partícula “por la presente”. Así, se pretende reducir todas las posibles ambivalencias o interpretaciones equivocadas de la dimensión ilocucionaria de un acto de habla. Esto se ve claro en el caso de la promesa, ya que cuando alguien dice “Por la presente te prometo que x”, ya tiene éxito cuando se completa el acto de habla, más allá de si el receptor lo cree o no.

    Con todo, la solución encontrada por Austin no es satisfactoria para todos los actos de habla. En el caso que nos ocupa, cuando una persona insulta, amenaza o trata de subordinar a otra persona a través del lenguaje, sería extraño decir “Por la presente, te insulto para subordinarte”. La extrañeza de hacer explícito el acto ilocucionario no se reduce al insulto o a las amenazas, sino que también se muestra en toda una serie de actos de habla. En el caso de la persuasión, por ejemplo, ocurre lo mismo que con el intento explícito de subordinar, dado que sería un tanto grotesco decir “Por la presente, te convenzo de que mañana iremos al cine”. En vista de esta problemática, parece pertinente tratar de responder a la pregunta sobre la razón por la que no es posible hacer explícito un acto de habla como el insulto o la amenaza. Según Austin, una forma de resolver el interrogante consiste en argumentar que la sociedad en general rechaza hacer explícitos los casos de actos de habla de carácter violentos (1967, 30). No obstante, existen otras fórmulas que, como vimos con la persuasión, su falta de sentido no descansa en una censura social ante la forma explícita de la persuasión, sino que debe de haber otra razón que responda a dicho interrogante.


    Según Nunner-Winkler, interpretando a Austin, “lo que tienen en común la amenaza, el insulto y la persuasión es que su éxito depende siempre del efecto que produzcan en el destinatario” (2004, 95). Por esta razón, no tiene sentido hacer explícito un acto de habla de la persuasión, porque el éxito del mismo depende del receptor del mensaje. Cuando una persona trata de convencerme de x, en el momento de formular el acto de habla, la acción lingüística que realiza no es la de la persuasión, ya que esta se habrá completado o realizado si el receptor de la promesa es finalmente convencido. Por extensión, en el caso del insulto se aplicaría un esquema similar. Cuando alguien es insultado por otra persona, el acto de habla del insulto no puede realizarlo solamente el emisor del mensaje, sino que para que la acción se complete y tenga éxito, el emisor tiene que participar en algún sentido (Nunner-Winkler, 2004, 96). Este planteamiento del problema conduce a un cambio de perspectiva, ya que el logro de la agresión lingüística no dependerá del contenido de las palabras pronunciadas, sino de la participación del receptor del mensaje:


    «El éxito de un acto de violencia física puede estar garantizado únicamente por el (fuerte) agresor, pero para que las lesiones psicológicas tengan éxito, es esencial que la víctima le siga el juego (aunque sea de forma restringida). Para que el acto verbal de insulto fracase, basta con que la víctima pueda demostrar convincentemente en público que no se siente afectada, aunque por dentro esté herida. Pero también puede aprender a no dejarse afectar». (Nunner-Winkler, 2004, 95).


    De acuerdo con esta visión, la dimensión ilocucionaria ya no estaría gobernada únicamente por lo que dijo el hablante, sino que dependerá de las respuestas y de las interpretaciones del oyente lo que definirá, de un modo retrospectivo, qué tipo de acto de habla se habrá realizado, ya que no estará en manos del emisor dictaminar qué tipo de acto ilocucionario realizó. En el caso del lenguaje violento, esta tesis tiene una gravedad nada desdeñable. Las razones comentadas permiten al escéptico situar la órbita del acto de la ofensa en un sentido más perlocucionario que ilocucionario2. El eje del problema se desplaza y, aparentemente, se otorga más poder a la persona que recibe la declaración, puesto que será ella quien determine qué tipo de acto de habla se habrá realizado (Kuch, 2010, 223).


    En el siguiente apartado veremos que esta concepción del lenguaje violento plantea, al menos, dos aspectos problemáticos. En primer lugar, si la identificación de ciertas palabras como violentas descansa en la participación del oyente, se abre la posibilidad de cuestionar la sensibilidad excesiva de aquellos que reciben este tipo de lenguaje, lo que a su vez permite argumentar que cualquier palabra podría ser interpretada como un insulto o una injuria. En segundo lugar, al recaer sobre el oyente la responsabilidad de los efectos hirientes del lenguaje, se está planteando un modo psicologista de interpretar la violencia del lenguaje; esto es, según la historia personal de cada persona con las palabras que le dirigieron, podrá interpretarse como violentas o no, situando, así, el lenguaje violento en el ámbito de lo subjetivo. Por último, el tercero problema consiste en que la posición escéptica, más allá de sus pretensiones y de forma


    2 En Excitable Speech, Judith Butler sugiere que abordar el lenguaje ofensivo desde la dimensión perlocutiva abre la posibilidad de desactivar su fuerza. En ciertos contextos, los efectos del lenguaje violento no están predeterminados, a pesar de lo que sugiere el carácter ilocucionario de este tipo de expresiones. Esta indeterminación permite contemplar la posibilidad de una inversión y una recontextualización de los términos ofensivos.

    paradójica, acaba por afirmar la existencia de la violencia del lenguaje, aunque de un modo puramente subjetivista.


  3. La excesiva sensibilidad lingüística


    La perspectiva escéptica puede radicalizarse todavía más y argumentar no solo que el efecto hiriente del lenguaje se basa en la participación del oyente, sino apuntar, incluso, que el origen de la fuerza hiriente de la declaración descansa únicamente en el sentimiento del receptor (Kuch, 2010, 224). Desde esta posición, si el sentimiento del individuo es el principal criterio para definir el carácter violento del lenguaje, cualquier alocución podría ser interpretada como injuriosa o violenta, dependiendo del estado de ánimo o la sensibilidad del oyente. Un ejemplo que Nunner-Winkler retoma de Austin es la afirmación “Eres una pata de conejo”. En este caso, la dimensión ilocucionaria del acto de habla no está claramente definida: la expresión podría ser una crítica, un insulto, una burla o incluso un halago, según el contexto. El emisor podría haber formulado la frase de forma amistosa, pero si el receptor la percibe como un insulto, debido a una sensibilidad lingüística exacerbada, entonces la atribución de violencia a una expresión excede la intención del emisor y el contenido mismo de las palabras. De acuerdo con esta perspectiva, la posición escéptica sostiene que el hecho de que ciertas palabras reverberen de manera particular en algunas personas se debe, en gran medida, a su historia personal, la cual explicaría por qué este tipo de lenguaje es conceptualizado como violento.


    Ahora bien, al desplazar el carácter violento del lenguaje de la dimensión ilocucionaria a la perlocucionaria, la posición escéptica no niega que con el lenguaje se pueda ofender o molestar. Sin embargo, duda que estos usos del lenguaje puedan generar violencia en un sentido estricto, comparable a la violencia física. Según Nunner-Winkler, es crucial establecer una distinción conceptual clara entre la violencia física y la agresión verbal para evitar consecuencias prácticas indeseadas (2004, 94). En primer lugar, la violencia física tiende a generar una escalada en la tensión de los conflictos, lo que frecuentemente provoca una respuesta que desencadena en una espiral de violencia. En cambio, la agresión verbal no suele provocar una reacción inmediata que se desborde de forma incontrolada. En segundo lugar, la violencia física implica un riesgo significativo de causar daños irreversibles, incluso con el paso del tiempo, mientras que la agresión verbal, en muchos casos, puede ser mitigada o reparada mediante disculpas y explicaciones posteriores. Por último, Nunner-Winkler sostiene que la “violencia” psicológica es una constante en la vida cotidiana y, aunque resulte difícil de eliminar por completo, no tiene las mismas implicaciones que la violencia física, la cual puede ser controlada y reducida casi en su totalidad con medidas adecuadas.


    Además de estas tres diferencias, el escéptico añade también que una de las razones para sospechar de la existencia de la “violencia” lingüística es su difícil reconocibilidad en comparación con la violencia física, ya que la violencia lingüística no deja tras de sí ninguna herida fácilmente visible en el cuerpo (Hermann & Kuch, 2007, 8). En este sentido, si el daño psicológico es una parte inevitable de la vida cotidiana, deberíamos, según el escéptico, calificar una amplia gama de interacciones como violentas. Esto llevaría a una expansión del término, sugiriendo una equiparación de dos formas de agresión que son claramente distintas en su naturaleza (Nunner-Winkler, 2004, 96). Por otro lado, la perspectiva escéptica sostiene también que, al aplicar la misma noción a la violencia física y a la agresión lingüística, se ignora el proceso de desarrollo de la identidad en la adolescencia, que es crucial en el ámbito del lenguaje (Nunner-Winkler, 2004, 97). A menudo, los insultos entre amigos o conocidos sirven para desarrollar estrategias comunicativas y afirmar la propia identidad, lo que permite a los adolescentes resistir y contrarrestar el lenguaje injurioso. Según esta perspectiva, las reprimendas, los castigos, las censuras o una protección excesiva pueden obstaculizar su desarrollo, ya que en el intercambio de insultos y respuestas se escenifica uno de los procesos clave para la autoafirmación y la delimitación de los propios límites.


    Un ejemplo de lo que plantea Nunner-Winlker podría ser el siguiente: un adolescente, tras no haber hecho los deberes durante la semana, es castigado el sábado a podar el ciruelo en el jardín de su casa. El adolescente teme que sus amigos, al pasar por enfrente del jardín —que se encuentra en el camino hacia

    el parque más grande del barrio—, se burlen de él. El primero que pasa le insulta llamándole “pringado”, pero el adolescente no dice nada y sigue con la poda. A medida que corta las ramas secas, observa cómo la forma del ciruelo va cambiando, haciéndose más pequeño y redondeado. Poco después, aparece otro compañero de clase y, entre risas, dice: “¿Vienes al parque? Ah, no perdona, que estás preso”. Sin embargo, el adolescente castigado responde: “¿Preso? No, solo estoy mejorando el paisaje. Este ciruelo va a ser la estrella del barrio cuando acabe”.


    Este tipo de respuesta, como señala la interpretación de Nunner-Winkler, ofrece una serie de ventajas que permiten al adolescente aprender algo valioso de la situación. En primer lugar, no solo demuestra que los comentarios de sus compañeros no le afectan, sino que consigue redefinir la situación. Ya no se encuentra en una posición de desventaja, sino que, al centrarse en la tarea que está realizando e investigar sus matices, revela que el marco en el que los insultos tratan de situarlo no tiene relevancia, ya que está completamente involucrado en su labor, lo que, a su vez, puede causar desconcierto en quien insulta. En segundo lugar, este tipo de situaciones son comunes entre adolescentes y sirven para explorar conceptos de identidad y autoafirmación. A través de estas experiencias, el adolescente no solo se defiende en el momento concreto del intento de agresión verbal, sino que también participa en un proceso más amplio de construcción de identidad y de pertenencia.


    Lo dicho hasta ahora le permite a la posición escéptica afirmar que la violencia física es un acto monológico, dirigido de un individuo a otro; en cambio, la agresión lingüística siempre es un acto interactivo de dos o más agentes (Nunner-Winkler, 2004, 98). Esta interacción implica que la agresión lingüística puede variar en intensidad según el contexto y la dinámica entre los participantes. En algunas situaciones, la agresión puede ser atenuada o incluso mitigada, pero en términos generales, resulta imposible eliminarla del todo. Esto se debe a que su impacto siempre está condicionado por el trasfondo psicológico y la interpretación que realice el receptor del mensaje. De este modo, si el problema de la herida a través del lenguaje descansa en una excesiva sensibilidad psicológica del receptor, según su historial personal, entonces la discusión sobre si se puede hacer violencia con las palabras pierde relevancia (Kuch, 2010, 225). Para la posición escéptica, el hecho de que diferentes individuos puedan responder de manera distinta a los usos injuriantes del lenguaje sugiere que el carácter violento de las palabras es una cuestión subjetiva, y si algo no puede definirse como subjetivo, es la violencia.


    Esta demarcación conceptual tiene importantes implicaciones prácticas en la consideración del daño. Si el malestar causado por ciertos usos del lenguaje se atribuye a una percepción demasiado sensible del receptor, surge entonces la pregunta de qué tipo de reparación del daño está implícita en esta perspectiva teórica, o incluso si acaso es necesaria. En este sentido, la perspectiva escéptica parece trasladar la gestión del daño al ámbito de la terapia individual, ya que no se reconoce una fuerza inherente en el acto injuriante. Al ser el receptor quien otorga esa fuerza violenta, de lo que se trataría es de realizar un recorrido individual para comprender las experiencias pasadas en las que esas palabras, o el campo semántico en el que se sitúan, fueron usadas (Kuch, 2010, 225). Al contrario de lo que ocurre con la violencia física, donde el daño se aborda desde un prisma individual y colectivo, con el objetivo de ser reducido casi en su totalidad, el daño lingüístico es elaborado desde una perspectiva individualista.


    Ahora bien, como señala Kuch, la distinción conceptual entre el daño lingüístico entendido como interpretación psíquica y el poder que se atribuye al acto de habla injuriante, no se presenta de forma tan clara en la realidad (2010, 226). En este sentido, no hay ninguna contradicción en decir que una declaración puede ser violenta por su contenido, por la fuerza que se invoca en el momento del acto de habla y, al mismo tiempo, interpretar la alocución como hiriente debido a cierta dimensión psíquica del receptor. En palabras de Kuch:


    […] puede haber más solapamientos entre ambos niveles: La atribución de violencia lingüística en una situación dada puede ser inadecuada debido a su sobredeterminación psicológica. Pero el sufrimiento psíquico en el que se basa dicha sobredeterminación puede remontarse a su vez a experiencias pasadas de violencia lingüística, es decir, a las experiencias de violencia que un sujeto ha sufrido al convertirse en sujeto. (2010, 226)

    La formación del sujeto revela la dependencia que, tanto en la infancia como en la adolescencia, se desarrolla hacia las figuras de autoridad, y cómo esa dependencia puede, en muchas ocasiones, dar lugar a heridas provocadas por el lenguaje. No obstante, en este momento surge la cuestión de si los comentarios despectivos, burlas o insultos que un niño o adolescente recibe de forma continua pueden considerarse como manifestaciones violentas. La respuesta escéptica, que minimiza el impacto de estos actos, resulta insuficiente en este contexto, ya que no puede explicar coherentemente el origen de la hipersensibilidad del oyente. Para dar cuenta de la excesiva sensibilidad del individuo hacia ciertas palabras, el escéptico se ve forzado a apelar al ámbito de lo proporcionado, a aquello previo que produce o causa la hipersensibilidad, lo que le conlleva aceptar la existencia de la violencia del lenguaje. Por lo tanto, reconocer la posibilidad de que ciertos usos del lenguaje pueden causar impactos psicológicos no significa que se abandone el concepto de violencia verbal (Kuch, 2010, 226).


    En consecuencia, la perspectiva escéptica termina por reconocer la existencia de la violencia verbal, ya que la distinción conceptual entre el daño lingüístico entendido como sobredeterminación psicológica y la fuerza de la palabra que hiere no se sostiene en la realidad. Además, el escéptico tampoco explica por qué ciertas interpelaciones pueden caracterizarse como violentas sin un trasfondo psicológico previo que las justifique. Este enfoque pasa por alto el grado de poder social que ciertos actos de habla pueden invocar. Argumentar que ciertas palabras son violentas porque están ligadas a una historia sensible no es más que reconocer que el proceso de formación del sujeto se realizó, y sigue haciéndolo, a través de esas interpelaciones. El problema del escéptico radica en que, si bien reconoce la posibilidad de que con el lenguaje se pueda causar daño, limita esta violencia a un ámbito puramente subjetivo, circunscrito a la psicología individual de cada persona. De este modo, aunque el escéptico ya no puede negar la violencia del lenguaje, su concepto de esta violencia es insuficiente al restringirla al ámbito de lo mental. Es necesario, por lo tanto, desarrollar una noción del lenguaje que considere otros factores que quedan rechazados en la posición escéptica, con el fin de situar la fuerza del lenguaje no en el trasfondo psicológico del receptor, sino en su dimensión social y en su carácter histórico.


  4. Una imagen del lenguaje sin movimiento


    Hasta ahora hemos desarrollado la posición escéptica desde dos enfoques. Por un lado, el marco teórico de Austin permitió caracterizar de ciertos usos del lenguaje como violentos dentro de la dimensión perlocucionaria, esto es, en función del impacto emocional que ciertas palabras provocan en el oyente. Por otro lado, siguiendo a Nunner-Winkler, se argumentaron las diferencias entre la violencia física y la agresión lingüística, y se destacó que la distinción era relevante para mostrar que la violencia del lenguaje siempre tiene una dimensión subjetiva y psicológica, y que depende de la historia personal de cada individuo. Sin embargo, como hemos visto, el escéptico acaba reconociendo, aunque de forma paradójica, que la violencia del lenguaje existe, ya que no puede explicar coherentemente el origen de la hipersensibilidad por parte del oyente. En este sentido, que la comunicación lingüística produzca transformaciones psíquicas no significa que la violencia del lenguaje se reduzca siempre a una cuestión subjetiva.


    Para desarrollar un concepto de violencia verbal que considere los aspectos ignorados por la posición escéptica rechaza, es conveniente comenzar por analizar la noción de lenguaje que subyace a esta perspectiva. En primer lugar, la postura escéptica sobre el lenguaje violento implica un individualismo metodológico, que sostiene que la competencia lingüística reside en el hablante individual (Lecercle, 2005, 107). El lenguaje, desde esta perspectiva, se encuentra su lugar en la mente o en el cerebro del hablante, y puede disponer de él según sus intereses e intenciones. El individualismo metodológico tiene como resultado el desplazamiento de la dimensión ilocucionaria a la perlocucionaria, ya que el significado de las palabras depende del hablante y del oyente, y no de una dimensión social más amplia que exceda la competencia de cada yo personal3. En este sentido, el individualismo metodológico


    3 En Cómo hacer cosas con pornografía, Nancy Bauer señala que, aunque los efectos perlocucionarios de un acto de habla se han interpretado tradicionalmente desde una perspectiva individual, las consecuencias o los modos de respuesta también están ligados a convenciones sociales. Esto permite explorar la idea de que la dimensión de lo social también se manifiesta en el ámbito perlocucionario,

    implica una comprensión atómica de la experiencia lingüística, reducida a una interacción psicológica entre el emisor y el receptor.


    La segunda característica de la imagen del lenguaje de la posición escéptica es la cosificación (Lecercle, 2005, 107). En lugar de entender el lenguaje como una práctica activa y social, se le reduce a una “cosa” situada en la mente de los individuos. El lenguaje no se interpreta en términos de un proceso dinámico, sino como algo estático, sin movimiento, que equivale a una gramática universal que es aprendida y almacenada en la mente del individuo (2005, 107). La metáfora espacial aquí es clave, ya que no solo sugiere un lugar fijo y estático para el lenguaje, sino que también refleja la desconexión entre ese “objeto” y el entorno que lo rodea, lo que minimiza o rechaza las dinámicas contextuales en las que opera el lenguaje. Al cosificar el lenguaje, el acto de habla se reduce a un fenómeno aislado que recoge su fuerza de la respuesta psicológica del individuo. Por esta razón, la primera y la segunda características de la posición escéptica sobre el lenguaje están estrechamente ligadas a una tercera: su ahistoricismo. La posición escéptica sobre la violencia del lenguaje rechaza cualquier idea de un desarrollo histórico del lenguaje, y argumenta que “no hay historia ni desarrollo del lenguaje, sólo un desarrollo filogenético, en los eones de la evolución, y un desarrollo ontológico de cada hablante, un crecimiento de su órgano del lenguaje, que puede detenerse (como en el caso de los niños-lobo) o deteriorarse, a medida que se dañan diversas zonas del cerebro” (Lecercle, 2005, 108). De este modo, la posición escéptica no concibe el lenguaje como una práctica colectiva, compartida por una comunidad de hablantes, sino de forma atomizada e individual. Aunque el escéptico no niega el hecho empírico de los cambios lingüísticos y la filiación histórica, simplemente los ignora en su argumentación.


    Tanto el individualismo metodológico como la cosificación y el ahistoricismo que sustentan la comprensión del lenguaje del escéptico se enfrentan, como se mencionó anteriormente, a una paradoja. La posición escéptica termina por reconocer que ciertas palabras pueden causar daño debido a experiencias traumáticas del pasado. En este argumento está contenido la idea de un pasado y un presente interconectados: las palabras que se reciben en el presente resuenan según ciertas vivencias del pasado. No obstante, el escéptico no va más allá del ámbito de lo mental para dar cuenta de la violencia del lenguaje. Aunque reconozca la relación entre las experiencias del pasado y los acontecimientos del presente, su análisis queda limitado o reducido a lo mental, sin mostrar la relación entre lo “interno” que, según su concepción, pertenece al lenguaje, y lo “externo”, lo social, como si fuera un compartimento estanco. De este modo, reduce la fuerza de ciertas palabras a su impacto psicológico, a la huella dejada en la mente. Sin embargo, como hemos visto, esto no implica que la violencia del lenguaje sea meramente subjetiva.


    A partir de ahora, abordaremos la idea de que la violencia de una expresión no descansa únicamente en la sensibilidad del oyente, sino que posee una dimensión objetiva propia. Para ello, es fundamental distanciarnos del círculo formado por el hablante y el oyente en el que hemos estado inmersos hasta ahora. Esto exige un cambio de perspectiva frente a la visión escéptica. No se trata de ofrecer una imagen del lenguaje inversa a la del escéptico, sino de recuperar los aspectos que su argumentación rechaza, ya que es precisamente en lo que el escéptico ignora donde encontraremos el contrapunto necesario para mostrar la existencia de la violencia del lenguaje.


  5. El enmascaramiento del poder social y la cadena lingüística de la interpelación


Salir del círculo de la teorización que se limita al intercambio entre hablante y oyente requiere reconsiderar la fuerza del lenguaje desde una perspectiva distinta a la planteada por el escéptico. Siguiendo a Louis Althusser y Judith Butler, este cambio de punto de vista consiste en entender el poder de las palabras como un efecto sedimentado de sus diferentes usos (Althusser, 1970; Butler, 2009). Aunque la respuesta del oyente es relevante para caracterizar la fuerza de una declaración, también existe un poder en las palabras que opera antes de esa reacción. Esta fuerza se invoca en la alocución misma y es lo que otorga significado a las respuestas del oyente. En otras palabras: no puede haber una reacción


y no solo en la dimensión ilocucionaria.

ante las palabras recibidas si ese lenguaje no nos ha conmovido o afectado previamente en algún sentido (Jay & Janschewitz, 2008, 272). La necesidad de responder a las palabras que nos hieren -o la incapacidad de hacerlo- indica que existe una fuerza anterior al intercambio hablante-oyente. Es preciso reconocer esta fuerza, ya que es lo que nos permitirá identificar la dimensión objetiva de la violencia del lenguaje.


Esta perspectiva sobre la fuerza de las palabras implica entender el lenguaje como un fenómeno social (Lecercle, 2005, 139). Aunque esta idea podría parecer una trivialidad en un primer momento, subraya que el concepto de lenguaje que buscamos no puede depender de la centralidad del hablante individual, como sostenía la posición escéptica en el individualismo metodológico. Al desplazar el foco del hablante, se propone retomar la noción heideggeriana de que es “el lenguaje el que habla” (die Sprache spricht)4. Este desplazamiento del hablante al propio lenguaje no implica una versión determinista del lenguaje, como si el sujeto ocupara un lugar pasivo en el que obedeciera las demandas del lenguaje. Se trata, más bien, de entender el lenguaje como una “totalidad de procesos”, como una realidad dinámica que precede al sujeto que habla y que está imbuida de asimetrías sociales y de mecanismos de poder (Lecercle, 2005, 140). Frente a la visión cosificadora del lenguaje de la posición escéptica, que lo concibe de un modo estático y situado en la mente o el cerebro del individuo, el movimiento del lenguaje sugiere que el lenguaje tiene una vida propia que excede las intenciones del sujeto que habla. Desde este marco argumentativo, la perplejidad no radicaría tanto en preguntar cómo puede hablar el propio lenguaje sin un sujeto, sino en explorar los mecanismos a través de los cuales se construye la ficción de que el hablante es el origen de su propio discurso.

La perspectiva del lenguaje como fenómeno social nos permite salir del círculo hablante-oyente y considerar la fuerza violenta de ciertas palabras desde un poder social que opera a través del enmascaramiento. En palabras de Butler, “el poder se presenta como algo distinto de lo que es, de hecho, se presenta como si fuera un nombre” (2021, 67). Sin embargo, el nombre, o en este caso la expresión violenta, es el resultado de una cadena de significaciones que se apoya en expresiones anteriores, de una movilidad social que ha extendido su uso. El momento en el que el hablante pronuncia el nombre injuriante, el poder social se disimula, ya que el nombre fija e inmoviliza el movimiento que subyace a la expresión. La fuerza social del lenguaje, que descansa en una totalidad de procesos que preceden al sujeto que habla, funciona interrumpiendo el movimiento a través de la nominalización (Butler, 2021, 66). La palabra violenta, al detener el trasfondo histórico que la hizo posible, genera la ficción de que cada uso es un nuevo origen, desvinculado de su contexto histórico.


De este modo, la fuerza social del lenguaje opera en un doble sentido. Por un lado, como hemos señalado, mediante la interrupción del movimiento que provoca la acción de nombrar. Por otro lado, trabaja oscureciendo la percepción de que aquello que parece estático posee una historia subyacente, que, precisamente por efecto de su nominalización, queda suspendida y se vuelve difícil de reconocer. Esto produce una paradoja: cada nuevo uso de una palabra injuriante se interpreta de manera ahistórica, como indicaba la posición escéptica, pero al mismo tiempo, ese uso refuerza y solidifica el significado social de esa palabra. Con todo, esta sedimentación del significado no puede comprenderse sin recurrir a una historia que, aunque no se haga explícita, ya está presente cuando el nombre injuriante es pronunciado. Como señala Butler, “si entendemos la fuerza del nombre como un efecto de historicidad, entonces la fuerza no es el mero efecto causal de un soplo, sino que funciona en parte a través de una memoria codificada o de un trauma, una memoria que vive en el lenguaje y que el lenguaje transmite” (Butler, 2021, 65).


El enmascaramiento a través del cual se expresa la fuerza social del lenguaje nos permite desplazar la centralidad del sujeto que habla hacia el propio lenguaje, sin por ello negar la responsabilidad o la agencia del sujeto5. La cuestión clave consiste en dudar del presupuesto del individualismo


4 Jean-Jacques Lecercle reconoce la influencia de la obra de Heidegger en su propia concepción del lenguaje, especialmente en relación con el concepto de remainder que desarrolla en The Violence of Language (1990). En este texto, Lecercle propone una comprensión del lenguaje que se basa, por un lado, en su dimensión histórica y social, y por otro, en el desplazamiento de la centralidad del hablante.

5 La responsabilidad del sujeto, como tal como señalan Butler y Lecercle, residen en la repetición y consolidación de términos que arrastran

metodológico y de la cosificación del lenguaje que sostiene la posición escéptica. En este sentido, se sugiere es que “la individualidad no es un origen sino un efecto del lenguaje, que es constitutivamente colectivo” (Lecercle, 2005, 114). Al ser el lenguaje un proceso y una praxis social, el sujeto se constituye como hablante a través del ámbito del lenguaje que le precede y le es externo. Una forma de mostrar cómo el sujeto es hablado a través de un lenguaje que no le pertenece enteramente, consiste en seguir la interpretación de Lecercle sobre la segunda teoría de la ideología de Althusser. En Interpretation as Pragmatics, Lecercle apunta que la cadena lingüística de interpelación -“institución/ritual/práctica/acto de habla”- permite comprender cómo el sujeto es producido y constituido por un lenguaje que le precede y que, al mismo tiempo, lo constituirá como sujeto a través de ese propio lenguaje (Lecercle, 2005, 142).


En el primer eslabón de la cadena de interpelación encontramos a las instituciones, que son generadoras de discurso. Sus leyes y normas impersonales requieren de material lingüístico para su construcción y ejercen su influencia sobre los comportamientos de los sujetos. El ritual, por su parte, muestra que los “individuos reciben una identidad al atribuírseles un papel en una acción o comportamiento colectivo organizado” (Lecercle, 2005, 142). Los rituales indican desde qué posición hablamos y consolidan tradiciones y formas de vidas normativas, ya sea en el acto de romper una botella de champán en el casco cuando se bautiza un barco o cuando una familia se reúne el domingo para comer juntos. En el tercer eslabón, la práctica, se define como “la transformación de la solemnidad del ritual colectivo en la trivialidad de vida cotidiana individual - la monótona existencia de la pareja casada, tras la ceremonia y de vuelta de luna de miel” (Lecercle, 2005, 143). Aquí entra en juego la acción individual, constreñida por un campo previo de normas y significados sociales. Esta individualidad, en palabras de Butler, “opera desde el principio dentro de un campo lingüístico de restricciones que son al mismo tiempo posibilidades” (Butler, 2021, 37). .


En el último eslabón de la cadena, el acto de habla, constituye el momento en el que el individuo se constituye como sujeto. Este acto de habla no puede dejar de ser un acto de habla convencional, atravesado por todas las limitaciones de los eslabones previos de la cadena de interpelación. Pero, al mismo tiempo, este habla siempre es un habla individual, en el sentido de que el sujeto asume la responsabilidad de lo que dice, ya sea para reiterar y solidificar los significados de los términos que reproduce, o para abrirlos en otras direcciones menos estandarizadas. En este sentido, el habla del sujeto está repleta de “discursos interpelantes, entre los que encontrará su camino individual” (Lecercle, 2005, 143). La dialéctica de la interpelación nos muestra que no hay manera de escapar de lo colectivo, porque el habla del sujeto, ya sea para repetir o abrir nuevos campos de significado, siempre estará constreñido por ciertos términos y estructuras previas del lenguaje (Tomasello, 2019, 155-160). Sin embargo, esta versión del lenguaje, que es al mismo tiempo opresiva y liberadora, nos señala también que al final de la cadena lingüística está el individuo, y que, por tanto, siempre está abierta la posibilidad de contra- interpelar lo que nos formó como sujetos.


Esta imagen del lenguaje como fenómeno social, que cuestiona que el habla es originada por el sujeto, nos lleva a considerar la violencia del lenguaje desde una perspectiva distinta a la posición escéptica. Como hemos visto, la fuerza de los nombres injuriantes no descansa en el círculo hablante-oyente, sino en un poder social que le precede y que ha sedimentado su significado. De este modo, podemos decir que el hablante es “hablado” por el lenguaje, atrapado en una serie de tics y convencionalismos que no logra rechazar en su articulación lingüística, y que, por efecto de la nominalización, la fuerza histórica del lenguaje se disimula y genera la ficción de que su poder para herir queda restringido al contexto concreto de la enunciación. Por tanto, la fuerza de ciertas palabras no se reduce al impacto psicológico del oyente, o a su dimensión perlocucionaria, sino a un poder social que está presente en la situación de habla, aunque de un modo no explícito. La sobredimensión psicológica que describe el escéptico no es más que el efecto de las asimetrías sociales y los mecanismos de poder que el lenguaje encierra, lo que


una historia codificada y traumática. En lugar de concebir la responsabilidad individual en un sentido causal, como el origen directo del daño infligido al otro, se propone una comprensión de la responsabilidad más ligada a la repetición y perpetuación de una historia inscrita en los términos ofensivos.

provoca en el oyente una “pérdida de contexto” y un “no saber dónde se está” (Butler, 2021, 19), ya que el tiempo y el espacio de la injuria queda oculto al no circunscribirse únicamente al contexto de habla.


La posición escéptica no tiene en cuenta la dimensión del tercero que está en juego en la fuerza del lenguaje violento, y que va más allá del círculo hablante-oyente (Kuch, 2010, 234). Esta instancia puede manifestarse de diversas maneras, ya sea a través de posiciones de autoridad del hablante o mediante las convenciones y clasificaciones sociales que se invocan en el acto de habla. Esto sugiere que el contexto de habla nunca es una escena aislada, sino que su significación descansa en otros contextos previos y futuros (Butler, 2021, 19). Cuando se afirma que el habla del sujeto es un habla convencional, no se está negando su voz propia, o que sea un mero transmisor del poder social; más bien, se reconoce que su habla está entrelazada en una red de significados que se ha construido histórica y colectivamente. Este planteamiento también cuestiona una de las tesis que defendía la posición escéptica, a saber: la idea de que el violento carece de una dimensión ilocucionaria porque la sociedad lo rechaza. Seguramente, la violencia del lenguaje tiene un carácter convencional menor que otro tipo de actos de habla, como la promesa. Sin embargo, la fuerza del lenguaje de odio se basa en la invocación de clasificaciones convencionales que descansan en discursos hegemónicos que se han sedimentado a lo largo de la historia (Kuch, 2010, 237).


El daño provocado por el lenguaje, por lo tanto, no depende únicamente de la respuesta del receptor, sino de toda una historia codificada y de un trauma que no es solo individual, sino también social y colectivo, y que queda detenido cada vez que se pronuncia el nombre injuriante. En este sentido, tanto el individualismo metodológico como la cosificación del lenguaje de la posición escéptica no pueden sostenerse coherentemente, ya que la hipersensibilidad del oyente ante determinadas palabras no puede explicarse únicamente a partir del intercambio entre el hablante y el oyente, como si el lenguaje funcionara de un modo estático en la mente de ambos, ni tampoco a partir de la respuesta del oyente, ya que, en el punto de partida, la misma respuesta no puede explicarse como reacción a una sensibilidad previa. Ahora bien, el argumento esgrimido hasta ahora para mostrar la dimensión objetiva del lenguaje violento, a partir de una instancia social que no está explícita en el contexto concreto de habla, no significa que el acto de habla injuriante tenga éxito en todos los casos. En muchas ocasiones, una persona con mucha autoridad puede ser cuestionada o puede ser puesta en su sitio cuando alguien señala o contesta a su lenguaje sexista o racista. En otros momentos, ciertas palabras injuriantes nos resultan completamente indiferentes, aunque fueran dirigidas a nosotros. Ahora bien, como señala Kuch, “esto no significa que el poder de injuriar pueda ser completamente separable del poder del acto de habla” (2010, 238). El poder de la invocación de las convenciones y clasificaciones sociales sigue siendo uno de los dispositivos fundamentales para explicar la fuerza de la violencia del lenguaje.


Conclusión


Este trabajo ha cuestionado la posición escéptica que atribuye la fuerza violenta del lenguaje únicamente a la excesiva sensibilidad del oyente. Para dar cuenta de este argumento, el escéptico se apoyó en el marco teórico de Austin, y señaló que, al ser la participación del oyente un elemento esencial a la hora de caracterizar ciertas palabras como violentas, la violencia del lenguaje no responde a significados sedimentados socialmente, sino únicamente a la interpretación del receptor. El marco teórico ofrecido por el escéptico para rechazar la existencia del lenguaje violento descansaba, sin embargo, en una determinada comprensión del lenguaje marcada por el individualismo metodológico, la cosificación del lenguaje y un enfoque ahistórico. El lenguaje, desde este punto de vista, se reduce a una cosa interna, situada en la mente de los individuos, y fuera del dinamismo del contexto externo, por lo que todos los actos de habla se consideran como actos aislados, donde la fuerza es recogida de la intención del individuo. El lenguaje violento, por lo tanto, siempre dependerá del círculo cerrado entre el hablante y el oyente.


Con todo, el escéptico no logra explicar de manera coherente la hipersensibilidad del receptor del lenguaje violento, ya que esta explicación requeriría reconocer una dimensión objetiva del lenguaje que su teoría rechaza o ignora. La hipersensibilidad no puede ser la única respuesta para caracterizar

ciertos usos del lenguaje como violentos, ya que, en primer lugar, se debe considerar que, en el momento inicial de la recepción del habla injuriante, el receptor no contaba con una sensibilidad dañada hacia el lenguaje violento. Esta idea sugiere que existe algo más que la mera sensibilidad, una dimensión objetiva que se manifiesta en la carga significativa del lenguaje y sus efectos sociales. En este sentido, el escéptico termina aceptando paradójicamente la existencia de la violencia del lenguaje, aunque desde una perspectiva subjetivista y psicologista. Para mostrar que ciertos actos de habla son injuriantes, no por la fantasía de los oyentes, sino por el efecto sedimentado de su significado, fue necesario articular una imagen del lenguaje como fenómeno social. De este modo, el concepto de lenguaje ya no dependía de la centralidad del hablante individual, sino que se introdujo la idea del lenguaje como una totalidad de procesos y como una realidad dinámica repleta de asimetrías sociales y de mecanismos de poder. El lenguaje tiene, así, una vida propia que no solo excede las intenciones del sujeto que habla, sino que además forma al propio sujeto, lo que hace que el individuo siempre hable con una voz convencional.


Este enfoque, fuertemente influenciado por Althusser y Butler, revela que la fuerza del lenguaje violento no descansa en el ámbito interno del receptor de la alocución injuriante. Al ofrecer otra perspectiva teórica sobre el lenguaje, se desplaza el problema de la fuerza del lenguaje violento del círculo hablante-oyente a un poder social que opera a partir del enmascaramiento. La fuerza del lenguaje violento no puede separarse de los mecanismos del poder que funcionan clasificando, diferenciando y produciendo una estructura simbólica social, a menudo a través de binomios como blanco/negro, masculino/femenino/, propio/extranjero, normal/disminuido, etc. (Kuch, 2010, 237). Este poder no solo se transmite a través del lenguaje, sino que se da en el propio lenguaje, y se presenta como si fuera un nombre, o en el caso del lenguaje violento, como una alocución violenta. Sin embargo, ese poder dinámico se interrumpe en el momento de la nominalización, en el acto mismo en el que se pronuncia el nombre, deteniendo el movimiento que hizo posible el significado sedimentado del nombre injuriante. De este modo, se evidencia que el mecanismo del poder funciona a través del movimiento y la retención, y que este mecanismo permite enmascarar y oscurecer el dinamismo y el movimiento que existe detrás de lo estático, de la palabra injuriante.


En consecuencia, sería un error afirmar que la fuerza del lenguaje tiene su origen en el receptor del acto de habla injuriante. Existe una memoria codificada y no explícita que vive en el lenguaje, lo que permite explicar de un modo más adecuado la sensibilidad ante ciertas palabras. No obstante, el planteamiento desarrollado hasta ahora deja abiertas algunas cuestiones que podrían abordarse en investigaciones futuras. Por ejemplo, aunque la posición escéptica se encuentra con algunas dificultades para explicar la sensibilidad lingüística del receptor —lo que, a su vez, plantea la posibilidad de que el lenguaje sea violento en sí mismo, independientemente de la respuesta del receptor— esto no obliga al escéptico a aceptar que ciertos usos del lenguaje sean necesariamente violentos. Como señalan Mardon y Richardson-Self, en los casos de “violencia” lingüística, simbólica y estructural, cabe preguntarse:

¿por qué el concepto de violencia debería ser el marco privilegiado a la hora de dar cuenta de estos fenómenos y no otros? Los casos en los que el daño se prolonga en el tiempo y las causas son estructurales, tal vez podrían ser conceptualizados de un modo más adecuado y preciso como formas de injusticia social o desigualdad.


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