PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32
Artículos Dosier
https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19648
EL CUIDAR COMO PUENTE ENTRE LA BIOLOGÍA Y LA MORAL
HOMO SAPIENS, HOMO CURANS
Caring as a bridge between biology and morality
HOMO SAPIENS, HOMO CURANS
O cuidar como ponte entre a biologia e a moral
Mariano Asla
(Universidad Austral, |Argentina)
Recibido: 28/10/2024
Aprobado: 26/12/2024
RESUMO
Neste artigo, meu objetivo é mostrar como o ato de cuidar está essencialmente entrelaçado com significados biológicos, psicológicos, sociais e morais. Isso o torna um núcleo teórico sobre o qual é possível desenvolver uma abordagem moderadamente naturalista, que seja filosoficamente relevante e significativa. Para isso, procederei da seguinte maneira. Primeiro, analisarei a tendência comum no discurso filosófico de oscilar entre posições extremas, um erro epistemológico que gera um dilema entre reducionismos teimosos e antirreducionismos intransigentes. Em seguida, mostrarei como essa oposição se manifestou na ética através de um amplo movimento de naturalização — que incorpora a perspectiva das ciências naturais à análise filosófica — ao qual grande parte da filosofia respondeu isolando-se, acentuando seu exclusivismo metodológico. Por fim, focarei no ato de cuidar como um exemplo para explorar as relações de continuidade, novidade e ruptura entre a biologia humana e a dimensão moral.
Palavras-chave: cuidado. ética. sociogênese. naturalismo.
ABSTRACT
In this article, I aim to show how the act of caring is essentially intertwined with biological, psychological, social, and moral meanings. This makes it a theoretical core upon which it is possible to develop a moderately naturalistic approach, one that is philosophically relevant and meaningful. To this end, I will proceed as follows. First, I will analyze the common tendency in philosophical discourse to oscillate between extreme positions, an epistemic flaw that creates a dilemma between stubborn reductionisms and intransigent anti- reductionisms. Next, I will show how this opposition has manifested in ethics through a broad movement of naturalization — which incorporates the perspective of the natural sciences into philosophical analysis — to which much of philosophy has responded by
retreating into itself, accentuating its methodological exclusivism. Finally, I will focus on the act of caring as an example to explore the relationships of continuity, novelty, and rupture between human biology and the moral dimension.
Key words: caring. ethics. sociogenesis. naturalism.
RESUMEN
En este artículo, me propongo mostrar cómo el acto de cuidar está esencialmente atravesado por significados biológicos, psicológicos, sociales y morales. Esto lo convierte en un núcleo teórico sobre el cual es posible desarrollar un enfoque moderadamente naturalista, pero filosóficamente relevante y significativo. Para ello, procederé de la siguiente manera. En primer lugar, analizaré la tendencia habitual del discurso filosófico a debatirse entre posiciones extremas, vicio epistémico que genera una disyuntiva entre reduccionismos cerriles y antirreduccionismos intransigentes. A continuación, mostraré cómo esta oposición se ha manifestado en la ética a través de un amplio movimiento de naturalización —que incorpora la perspectiva de las ciencias naturales al análisis filsosófico— al que ha respondido gran parte de la filosofía encerrándose en sí misma, acentuando su exclusivismo metodológico. Por último, me centraré en el acto de cuidar como un ejemplo para explorar las relaciones de continuidad, novedad y ruptura entre la particular biología humana y la dimensión moral.
Palabras clave: cuidado. ética. sociogénesis. naturalismo.
En una primera aproximación y siguiendo la propuesta de Virginia Held, el cuidar se muestra simultáneamente como una práctica y como un valor por el que una persona asume las necesidades de otra y actúa en función de su bienestar (Held 2006). Así entendido, se advierte que es una realidad compleja y cargada de sentido en múltiples niveles. Tiene, evidentemente, una connotación biológica, en tanto que es condición necesaria para nuestra supervivencia como especie ya que el neonato humano nace, en comparación con otros primates, extremadamente prematuro (Schultz 1941), pero al mismo tiempo afecta profunda y largamente la dimensión psicológica de las personas, tanto del que es cuidado como del cuidador (Bowlby 1969). Del mismo modo, es innegable que la indefensión y la vulnerabilidad de los infantes ofician como catalizadores para el desarrollo de lazos estrechos y estables, por lo que se convierten en instancias fundamentales para la conformación de las familias y las sociedades como las hemos conocido hasta ahora (Hrdy 2009). Finalmente, a pesar de que todas esas dimensiones se encuentran firmemente arraigadas en la naturaleza humana, no se realizan de un modo instintivo y necesario sino a través de los actos libres de las personas, por lo que no pueden existir si no son asumidas y elevadas al plano moral, y luego jurídico, político, económico, etc. De esta manera, se explica que la ponderación positiva del acto de cuidar ha formado parte esencial de la paleta moral humana desde siempre (Haidt 2012), y, fuera de circunstancias de excepción, se lo ha visto más como una suerte de consecuencia derivada de la naturaleza misma de las relaciones humanas fundamentales que como una obligación impuesta por fuerza desde afuera (Gilligan 1993).
A raíz de estas características, el estudio del acto de cuidar trasciende las habituales fronteras epistémicas que trazamos entre los abordajes empíricos y teóricos, entre el ámbito de lo fáctico y el de lo esencial o el de lo axiológico. En ese sentido, si atendemos a la habitual distinción entre perspectivas epistémicas, el cuidar es un acto constitutivo de la vida ordinaria de las personas, que involucra sus pensamientos y afectos más íntimos, accesibles solo a la propia mirada interior (perspectiva de 1ª persona). Pero también implica, necesariamente, la esfera intersubjetiva ya que brota y se realiza en los vínculos interpersonales, propios de la denominada perspectiva de 2ª persona (Darwall 2009). Al mismo tiempo, esas aristas psicológicas y sociales pueden ser objeto de la indagación científica, que logra exponerlas y describirlas, hasta cierto punto, en un discurso de 3ª persona. Finalmente, es la mirada filosófica la que hace lugar a
la perspectiva fenomenológica y la que se abre a la pregunta por la esencia de esta realidad y su sentido último, dando pie así a su ponderación moral.
Mi argumento en este punto es que, como en el acto de cuidar se entrecruzan, de un modo necesario, aspectos múltiples y diversos, su comprensión cabal no puede cerrarse a un único punto de vista. No se puede entender el cuidar sino a partir de la particular constitución biológica y la historia filogenética del ser humano (Bernacer 2024), pero la biología se despliega en interacción y mutua influencia con los factores psicológicos, socio-culturales y técnicos. Nuestra historia es fruto de un proceso coevolutivo en el que los límites de lo natural y lo cultural, por fuerza, se interpenetran. De igual forma, no es posible tampoco escrutar el sentido último de estos actos y su valor moral sin abrirse a la consideración de todos los aspectos anteriores, que son fácticos y hasta coyunturales. De este modo, el cuidar se muestra como un núcleo teórico en el que el análisis filosófico debe abrirse a un diálogo fecundo con otros saberes.
En esa línea, este tema se puede convertir en el objeto de una aproximación filosófica naturalista, moderada pero significativa y relevante. Es naturalista en el sentido de que implica concederle cierta relevancia a la perspectiva científica para el análisis filosófico, pero es moderada en tanto que no aspira a la unificación metodológica ni a la subordinación reduccionista de lo sapiencial al encanto de las ciencias naturales.
En cuanto a los aspectos formales, procederé del siguiente modo. En primer lugar, describiré la tendencia del discurso filosófico a debatirse entre posiciones extremas. Este vicio epistémico deriva, respecto de las cuestiones que me interesan, en la disyunción preponderante entre reduccionismos, más o menos cerriles, y antirreduccionismos, más o menos intransigentes. Luego, en segundo término, mostraré como esa oposición se materializó contemporáneamente en el ámbito de la ética bajo la forma de un amplio y variopinto movimiento de naturalización de la mano de la biología (perspectivas gen/neuro/evo-devo) y de las ciencias cognitivas, al que se opuso una reacción contraria (casi alérgica) que encerró a la filosofía en sí misma, en una suerte de purismo que impidió un diálogo enriquecedor. Finalmente, en tercer lugar, me centraré en el acto de cuidar como ejemplo de una realidad esencialmente multidimensional, atravesada por significados biológicos, psicológicos, sociales y éticos que no se pueden separar sin provocar una incompensable pérdida de sentido. El análisis filosófico del cuidar mostraría, además, su valor ético intrínsecamente vinculado a la conservación de una especie constituida por seres biológicos y personales como la nuestra.
Quizás fue Nietzsche el primero en sugerir que a las posiciones extremas habitualmente no se contesta con moderación, sino con otras posiciones igualmente radicalizadas, pero de sentido contrario (Nietzsche 2006). Lo cierto es que la filosofía, intentando dar razones de una realidad compleja y compuesta por múltiples elementos y dimensiones, muchas veces ha oscilado entre posiciones reduccionistas y antirreduccionistas, que por su dinámica interna han tendido también a extremarse. Reiteradamente monismos y pluralismos han intercambiado argumentos, tanto en el plano ontológico como epistémico, y, específicamente en el siglo XX en el ámbito de la ética, dieron lugar a la disputa (que continúa) entre el naturalismo y el antinaturalismo.
Del lado del reduccionismo, la intención fundamental y última sería la de explicar las realidades (entidades o fenómenos) complejos a partir del funcionamiento de sus componentes elementales. Puesto de otra manera, la reducción de las legalidades epistémicas de nivel superior a otras más básicas y fundamentales (Rosemberg 2006). En oposición, los argumentos antirreduccionistas apuntan en dos direcciones. En primer lugar, explicitan la necesaria interacción entre las realidades y su contexto, abogando por las ventajas de las perspectivas holísticas y, con ello, la imposibilidad de una unificación metodológica (Dupré 1993). En ese mismo sentido, ya en el ámbito ontológico, muchas veces postulan la necesidad de reconocer en los niveles superiores propiedades y estados emergentes fuertes, lo que implicaría que no pueden explicarse por, ni reducirse a propiedades y causalidades de un sustrato inferior (Cartwright 2016). Se daría lugar así en el mundo a una verdadera novedad e irreductibilidad, como algo
esencial y no, simplemente, como algo coyuntural y derivado de las limitaciones actuales del método utilizado.
Ahora bien, así como el reduccionismo puede adoptar formas exageradas en las que las dimensiones más complejas se debilitan ontológica y epistémicamente, casi hasta desaparecer. También es posible que, como reacción opuesta, los antirreduccionismos deriven en formas demasiado robustas. Como ejemplo de lo primero, se podría citar, dentro de la filosofía de la mente, a las diversas formas del naturalismo eliminativista que erosionan a tal punto la conciencia y el libre arbitrio que sólo permanecen en su calidad de meros fenómenos (Putnam 2005; Metzinger 2009; Harris 2012). Como ejemplo de lo segundo se puede mencionar una reacción que, lejos de contentarse con una reivindicación de lo subjetivo, cualitativo y existencial como instancias que no pueden agotarse con el método científico (Markus 2016), termina separando estas realidades a tal punto que casi no parecen reconocer una vinculación significativa con lo que se encuentra por fuera, por debajo o por dentro de ellas mismas.
De este modo, empujados por un mismo celo metodológico, se incurre en el vicio mencionado por Nietzsche de sustituir a un error por otro, parejo en ímpetu, pero de inversa dirección. A la progresiva confusión de lo biológico, con lo psicológico y lo intelectual o moral, en la que derivan los reduccionismos, se opone una visión en la que lo propiamente humano (la relación con el bien, la verdad o la belleza) se establece como una realidad que, casi se podría decir que flota, en total aislamiento, y que se comprende por sí misma con total independencia de otros factores o dimensiones. Lo teorético parecería divorciarse de lo fáctico, lo prescriptivo no admitiría vinculación con lo descriptivo.
En este contexto, a propuestas como la de E. O. Wilson y otras afines (Ruse 1986; Dawkins 2017), en las que se defiende la necesidad de eliminar la brecha entre la filosofía y las ciencias, y entre ciencias naturales y sociales, propiciando una progresiva asimilación al método naturalista (Wilson 1999, 2004); se contrapone una defensa de lo filosófico casi como un compartimento estanco que no debería contaminarse con los aportes de las perspectivas empíricas. Históricamente, sin forzar demasiado las cosas, este purismo filosófico bien puede rastrearse en autores como Husserl, Heidegger y Gadamer, que siguen siendo referentes obligados en la filosofía continental (Pearson & Protevi 2016), y también en importantes filósofos analíticos como el propio Wittgenstein (Smith 2017). En años más recientes, gran parte de la discusión en torno a la naturalización de la fenomenología puede entenderse como un emergente renovado de las tensiones entre el reduccionismo y el antirreduccionismo (Zahavi 2008).
En el ámbito de la ética filosófica, se replica, de alguna manera, el escenario de extremos descripto, dejando también un espacio intermedio para argumentos más matizados, como los naturalismos liberales o ampliados (De Caro & Macarthur 2022). El reduccionismo, por su parte, adopta la forma de múltiples y variadas propuestas naturalistas, que básicamente determinan su intensidad en relación con el grado de protagonismo que le asignan al aporte científico en las discusiones de fondo. Siguiendo a Giovanni Boniolo (Boniolo 2006), las formas más tenues, entienden que esa contribución se sitúa en el plano de la explicación, pero no de la justificación epistémica de los juicios morales y que se suma a otros enfoques que mantienen, cada uno, su irreductibilidad epistémica. En un nivel intermedio, el naturalismo le reconocería al aporte científico prerrogativas tanto en la explicación como en la justificación de la ética. Philippa Foot (2003), Martha Nussbaum (2001) y John McDowell (1994) se mueven, a mi juicio, entre estas formas tenues y moderadas. Finalmente, las formas más robustas, que recibieron un fuerte espaldarazo a principios del 2000 con el auge de las neurociencias (Gazzaniga 2005; Changeux et al. 2006) y hoy son menos frecuentes, apuntan a una progresiva asimilación del discurso ético a la metodología de las ciencias naturales. Finalmente, un detalle curioso, pero no menor, es que los abordajes naturalistas han sido utilizados desde una perspectiva metaética tanto para fundamentar tesis realistas como antirrealistas, posturas cognitivistas como no-cognitivistas (Pölzler 2018).
En respuesta a este movimiento, una porción importante de la ética filosófica también ha optado por defender su autonomía, ya sea en abierta oposición a la intrusión naturalista, ya sea con un llamativo
desinterés. Incluso dentro de perspectivas que se insertan en la tradición de clásica de la ética de la virtud o de la ley natural, que en principio podrían ser más afines a estas iniciativas, a excepción de los mencionados ejemplos de Foot, Nussbaum y McDowell, fueron pocas las voces que reconocieron algún valor a posibles aportes provenientes del terreno empírico de la biología, de la psicología o de las ciencias cognitivas y sociales (Macnamara 1990; Porter 2005; Asla 2016).
Así planteado el horizonte, resultan, a mi juicio, bastante claras las limitaciones del naturalismo reduccionista en las que lo propiamente normativo difícilmente tiene lugar, pero también, las de una encapsulación de la ética que termine dando la espalda a aspectos biológicos y psicológicos de la realidad humana potencialmente interesantes. El desafío radica en volver informativa y relevante la vía media, descubrir la forma de profundizar en el conocimiento genuinamente filosófico a partir del desarrollo de abordajes mixtos. Esto puede darse, a mi juicio, de dos formas bastante prometedoras.
La primera implica el reconocer que existen discusiones filosóficas que no se pueden resolver a priori, sino que requieren la consideración de hechos y experiencias humanas cuyo conocimiento implica un nivel de detalle en el que el método científico puede contribuir con el conocimiento ordinario o la mirada filosófica. Un ejemplo de esto tiene que ver con el debate clásico entre las posiciones empiristas y nativistas acerca de la existencia y relevancia (o no) de características innatas en la configuración de la psicología humana. Este asunto que implica, a su vez, innegables consecuencias en el debate más amplio en torno a la naturaleza de la naturaleza humana, no se puede ni siquiera plantear dándole la espalda a los aportes de la biología, de la psicología y de las ciencias cognitivas (Samuels 2019). En concreto, esas disciplinas pueden sacar a la luz bajo qué condiciones se desarrolla una capacidad humana, cuáles son sus manifestaciones conductuales frecuentes y si cuenta o no con períodos críticos para su desenvolvimiento normal, todos aspectos imprescindibles para enmarcar el tema. Un segundo ejemplo de colaboración se desarrolla alrededor del argumento de la diversidad moral, que ha sido siempre un tópico esencial en el enfrentamiento entre posturas realistas y antirrealistas (Asla 2016; 2024). En este caso, nuevamente, no parece razonable adoptar una posición en el debate entre universalistas y particularistas sin una mirada honesta sobre la realidad humana, que se abra también a lo empírico. A esa mirada podrían contribuir provechosamente la antropología cultural y las ciencias sociales, pero también la psicología evolucionista, la antropología biológica, etc.
Entiendo que estos debates no se van a resolver con el aporte empírico, sin embargo, los datos pueden contribuir a dar a las posiciones filosóficas una resolución más fina en sus afirmaciones. Así, por ejemplo, no es lo mismo sostener en forma general que el sentido moral cuenta con alguna dotación innata que precisar qué aspectos específicos parecen explicarse mejor desde una perspectiva nativista que suponiendo que la vida humana comienza, en el plano psico-afectivo, como una tabula rasa. De igual modo, no parece equivalente argumentar que el sentido moral es universal, a priori, que poder sacar a la luz los aspectos que, aplicando la metodología adecuada, parecen mostrase como claramente transculturales.
Una segunda forma en la que el análisis filosófico se viene nutriendo, de hecho, del abordaje empírico de las ciencias se observa cuando se aplica al análisis de determinados actos o realidades humanas fundamentales. En estos casos, la consideración filosófica de aspectos como el amor, el dolor, la fecundidad, la virtud, el perdón, el juego, la tecnología, el envejecimiento o la muerte, por poner solo algunos ejemplos, ya se encuentra hoy muchas veces imbuida por las observaciones aportadas por la psicología, las ciencias sociales o la biología. La naturaleza misma de estos asuntos requiere la colaboración entre perspectivas como una forma de ampliar y profundizar la experiencia antropológica a partir de la cual se ahonda en la especulación propiamente filosófica y ética.
En esa línea, quisiera hoy presentar algunas reflexiones sobre el acto de cuidar como una realidad particularmente interesante. No se trata, por otra parte, de una originalidad filosófica, puesto que el tema ya ha sido objeto de interés específico con anterioridad. Así, el abordaje fenomenológico y existencial de Emmanuel Levinás (1982) vincula este acto con la responsabilidad absoluta y la preocupación moral que nos impone la realidad del otro, la presencia, cara a cara, de la persona. Alasdair MacIntyre, por su parte ha ofrecido interesantes reflexiones acerca del asunto desde su perspectiva subsidiaria de la ética
de la virtud aristotélica en su obra Animales racionales y dependientes (1999). También se han propuesto sugestivos análisis desde perspectivas vinculares y relacionales cercanas a la mirada feminista (Gilligan 1982). Finalmente, las propuestas más audaces proponen a la ética del cuidar como un modelo alternativo a las éticas del deber, al consecuencialismo e incluso a la ética de la virtud (Held 2006).
En condiciones normales, la vida de la persona humana comienza y termina con actos de cuidado, con la acogida y la asistencia que se prodiga al que todavía no puede valerse por sí mismo, o al que, por el paso del tiempo, y en proximidad quizás de la muerte, ha perdido ya esas capacidades. De hecho, cada persona que alcanza el estado adulto es el irrefutable testimonio de que alguien en algún momento se ha hecho cargo de ella. Ahora bien, ese hecho no se advierte exclusivamente en la vida del sujeto en tanto que individuo, sino que participa íntimamente en el surgimiento de nuestra especie. Javier Bernacer ha argumentado, en tal sentido, que una serie de factores confluyeron para hacer del acto del cuidar una estrategia esencial de nuestra historia adaptativa, sin la cual, sencillamente, no existiríamos. Y lo interesante de su planteamiento es que no sólo lo aplica, como es evidente, a la consideración de los neonatos, cuya indefensión y dependencia son manifiestas, sino que lo extiende a la relación con los que sufren alguna discapacidad. A su juicio, el cuidado en ambos casos fue la ocasión para el desarrollo de capacidades cognitivas y sociales en ausencia de las cuales no podríamos ser lo que somos (Bernacer 2024).
En esta línea de razonamiento, resulta interesante considerar, en primer lugar, las peculiaridades del parto humano que la antropología biológica interpreta como un signo claro del carácter biocultural de nuestra especie (Varea 2024). Esto se debe a que en nuestra historia filogenética fue necesario conciliar múltiples características fenotípicas, algunas de las cuales prima facie resultan incompatibles, pero que se integran adaptativamente bajo una perspectiva sistémica (Bernacer 2024, 3). Así, el bipedalismo, surgido hace unos 6 o 7 millones de años, resultó probablemente esencial a nuestra adaptación al nuevo entorno de la sabana, con sus recursos de agua y alimentos dispersos y estacionales. Luego, este rasgo se conjugó con la mayor expresividad de la cara y el desarrollo del aparato vocal. Sin embargo, las muchas ventajas que propició en forma directa esta nueva manera de caminar: liberación de las manos para manipular utensilios y cargar objetos, mejor visión a distancia, regulación térmica más eficaz, mayor eficacia locomotriz, etc. se vieron compensadas por un angostamiento y pérdida de flexibilidad de la pelvis, lo que introdujo un grado inédito de dificultad en el parto. A esto se sumó el creciente proceso de encefalización, por el que el cerebro humano alcanzaría un tamaño 5 o 6 veces mayor, respecto del índice de masa corporal, que el de otras especies de mamíferos. La conjunción de esos factores, conocida como el “dilema obstétrico”, derivó, luego de un periodo de acomodamiento anatómico, en el adelantamiento del parto y el consecuente carácter prematuro del neonato (Rosenberg & Trevathan 2021).
A este intríngulis adaptativo, condujo también el hecho de que los requerimientos energéticos de la encefalización parecen tornarse demasiado elevados en el tramo final de la fase embrionaria para poder ser satisfechos por la madre, lo que también contribuiría al adelantamiento del parto (Dunsworth et al. 2012). Y aunque el peso de la contribución de esta “hipótesis energética” en el proceso total ha sido discutido (Cordey et al. 2023), lo cierto es que el resultado es que somos una especie altricial secundaria que para sobrevivir se ha visto obligada a sortear dos escollos graves: (i) la baja viabilidad del parto en soledad y (ii) el estado de vulnerabilidad y prolongada dependencia en que el proceso deja por igual al recién nacido y a la madre.
En este marco, se entiende que el nacimiento y posterior desarrollo del infante son procesos que requieren un cierto entramado social de contención para resultar adaptativos: son eventos sociogénicos. Desde una perspectiva anatómica, el proceso del parto, a diferencia del de otros primates, implica un
nivel de riesgo difícilmente compatible con una práctica solitaria. En primer lugar, el diámetro de la cabeza del bebé es prácticamente el mismo que el del canal de parto (10 a 12 cm), a lo que se añade que la forma de este último, dada por la estructura ósea (principalmente Cóccix y huesos púbicos) y dividida en tres secciones, hace necesario que el feto realice tres rotaciones para poder atravesarlo. Por otra parte, la posición que debe adoptar el cuerpo de la madre en el proceso hace que ella difícilmente pueda ayudar al movimiento del feto con sus manos, y mucho menos quitar una vuelta de cordón umbilical alrededor del cuello si fuera necesario (Rosenberg & Trevathan 2001). Por todo ello, y para disminuir los riesgos, tanto del niño como de la madre, la hipótesis más razonable sugiere que el parto humano tiene que haber sido, desde hace unos 5 millones de años, un evento asistido por una persona o por un grupo de personas que tenían experiencia en el asunto. El rol que estos colaboradores cumplían no se limitó al auxilio físico durante el proceso, sino que ha involucrado también la compañía y el soporte afectivo-psicológico para mitigar la ansiedad, el miedo y el dolor de la mujer. La asistencia y el cuidado son, en tal sentido, una adaptación conductual que se manifiesta como un universal cultural (Trevathan 2017) o, mejor dicho, un universal bio-cultural.
Luego, la crianza de los niños también involucró una constelación de peculiaridades que resultaron altamente desafiantes. En primer lugar, el desarrollo cognitivo y conductual desde el nacimiento hasta el estado adulto es un proceso largo y demandante, tanto en términos de cuidado e instrucción, debido a la pobreza de la carga instintiva humana, como también al cuantioso consumo de calorías requerido. Los grandes cerebros imponen un costo metabólico proporcional a su tamaño (Kuzawa et al. 2014). Por si esto fuera poco, la expectativa de supervivencia de los infantes humanos es mayor que en otros primates y el intervalo intergenésico suele ser más corto. El resultado de esta confluencia de factores fue que había más niños durante más tiempo, lo que supuso una demanda sostenida que excedía las posibilidades de una madre en soledad. Para compensar estas dificultades, la estrategia adaptativa más eficaz resultó la crianza compartida. Este tipo específico de conducta fue adquiriendo a lo largo de la historia diversas formas, con un alto grado de variabilidad de acuerdo con las circunstancias, pero habitualmente implicó dos cosas. Por un lado, una mayor participación del padre en estas tareas (Geary 2015), lo que en varias especies se correlaciona con la monogamia (Trivers 2017). Por otra parte, favoreció la inclusión de otras personas para ayudar. Típicamente, se incorporaron así la abuela, las hermanas mayores, las nodrizas, etc.
Si es posible hacer inferencias válidas a partir del registro arqueológico y de los estudios etnográficos con sociedades de cazadores y recolectores, nuestra especie parece haber gozado desde el principio de una longevidad post-reproductiva muy larga en comparación con otros primates, incluidos los chimpancés. Michael Gurven y Hillard Kaplan sostienen, en tal sentido, que la supervivencia hasta la edad en la que se puede ser abuelo seguramente no haya sido algo excepcional en nuestra historia y que lo más probable es que esa etapa se prolongara por unos 15 o 20 años. Desde los primeros ejemplares de homo sapiens hasta hoy, fuera de casos de enfermedad, accidentes o violencia, la edad modal de muerte, que es la edad más frecuente de fallecimiento en una población determinada, no parece haberse alejado mucho del rango comprendido entre los 68 y 78 años (Gurven & Kaplan 2007). Y aunque los adultos mayores pueden haber contribuido notablemente a la transmisión del conocimiento y la experiencia y, sobre todo las mujeres, probablemente hayan jugado un rol muy importante en la crianza de los niños, lo cierto es que no es absurdo suponer que en algún momento hayan requerido, a su vez, atención y cuidado.
En cualquier caso, desde un punto de vista adaptativo su presencia puede explicarse a partir de un modelo que se llama de “fitness inclusivo”, es decir, que la selección natural favorece no sólo al que es capaz de transmitir sus genes en forma directa sino al que contribuye a la vida (supervivencia y reproducción) de sus parientes cercanos. Algo así como una derivación de la propuesta de Hamilton, según la cual la selección natural puede contribuir al surgimiento de actos altruistas dependiendo de la relación entre el costo del comportamiento para el que lo realiza y el beneficio alcanzado por el receptor, y también del grado de proximidad genética que los vincula (Hawkes et al. 1997). Sin embargo, el tipo de explicaciones
que hasta ahora he considerado no parece suficiente si se pretende dar razón de la supervivencia del que no puede o casi no puede contribuir al bienestar material del grupo, o de aquel con el que no hay estrecha consanguinidad.
Hace unos diez años la psicóloga Lorna Tilley propuso un abordaje arqueológico específico para estas cuestiones al que denominó “bioarqueología del cuidar” (2015). Los estudios en este campo han reunido evidencias interesantes (y probablemente no anecdóticas) de la práctica del cuidado de adultos mayores y de personas con algún grado de discapacidad desde los orígenes mismos de nuestra especie. El hallazgo de múltiples restos fósiles de individuos que llegaron a la edad adulta a pesar de los impedimentos derivados de su condición sugiere que el grupo de pertenencia les prodigó los cuidados indicados, tanto para superar la o las fases críticas de su cuadro de salud como para insertarse luego en la vida comunitaria. Javier Bernacer, que interpreta estos hechos como constitutivos esenciales de nuestra historia evolutiva, los explica como una suerte de extensión natural del círculo de cuidado que se desarrolló a partir de las necesidades, particularmente demandantes, de los neonatos. Estas necesidades pudieron ser satisfechas porque el ser humano desarrolló una “inteligencia emotivamente imbuida” (Bernacer 2024, 6) que se expresó luego en una cierta connaturalidad general con las conductas de cuidar al vulnerable y al dependiente. Asimismo, señala, apoyándose en la ética del cuidar de Carol Gilligan, cómo esas conductas trascienden un marco de decisión simplista basado en el esquema del cálculo costo- beneficio (Gilligan 1982) y contribuyen de un modo específico al desarrollo psicológico y al florecimiento moral de las personas. Por eso, me animo a decir que son como un sello particularmente humano de la evolución.
Ahora bien, reconocer que la vida humana hunde sus raíces en la dimensión biológica y que las decisiones humanas se nutren de inclinaciones psicológicas constitutivas y, hasta cierto punto filogenéticamente heredadas, es hoy una obviedad. Algo tan trivial como decir, desde la otra orilla, que nuestros actos libres no se pueden explicar ni deducir totalmente de los patrones de la conducta animal. La dificultad se presenta a la hora de precisar un poco qué significa que la evolución adquiera un rostro humano, qué implica que la biología se eleve a la dimensión moral y, para el tema que aquí interesa, cómo se manifiesta esto en el cuidar.
A mi juicio, la relación entre la biología y la moral puede entenderse de un modo bastante intuitivo a partir de la utilización balanceada y complementaria de tres claves de interpretación, dadas por la continuidad, la novedad y la ruptura. La continuidad asegura el sentido y le da contenido a una propuesta naturalista, cuyo postulado fundamental es que la moralidad de un ser biológico y la biología de ese ser moral no pueden ser simplemente dimensiones yuxtapuestas. La novedad y la ruptura, por su parte, desarticulan la tentación reduccionista que acecha siempre a este tipo de abordajes. De hecho, los primeros en plantear esta cuestión de una forma análoga a la actual, que fueron Charles Darwin, Herbert Spencer y Thomas Henry Huxley, se inclinaron, cada uno en distinta medida, por priorizar una u otra de estas aristas. La visión continuista (y reduccionista) es muy explícita en Spencer, mientras que Huxley acentúa el momento de ruptura, la insuficiencia normativa de la naturaleza biológica y Darwin muestra, a mi juicio, una visión matizada, quizás, hasta la perplejidad. Es cierto que en algunos pasajes sugiere explícitamente la continuidad de la moral humana, como una mera manifestación superior del instinto social de los animales, pero en otros, reconoce la subdeterminación moral de las tendencias humanas y también que mandatos importantísimos como la regla de oro no se pueden deducir sin más de los criterios adaptativos (Asla 2016, 35-54).
Respecto, ahora sí, de la conducta de cuidar también puede utilizarse este esquema de tres claves. Así, aunque arraigados en lo biológico, el nacimiento y el desarrollo infantil son en nuestra especie procesos únicos y originales, esencialmente entrelazados con la sociabilidad, la racionalidad y la cultura. Para usar una imagen es como si la biología humana hubiera caído en una especie de trampa adaptativa de la cual solo se pudiera salir por arriba, con el advenimiento de la conciencia y de los comportamientos
morales complejos que de ella dependen1. Ahora bien, este movimiento por el que el cuidar y el asistir se acoplan a las necesidades biológicas, continúa, de algún modo, las leyes generales de la vida, ya que son procesos temporarios y estrictamente necesarios para asegurar la supervivencia de la especie. Son, en ese sentido, rasgos fáciles de explicar a partir de la selección de parentesco (kin selection). Pero hay otras ocasiones en las que las conductas humanas no manifiestan tan explícitamente su continuidad con la lógica adaptativa de la selección natural, porque o bien no parecen poder reducirse a ella o bien porque se manifiestan un sentido contrario. Con matices que intenté mostrar, tal es el caso del cuidado de los adultos mayores y de las personas con discapacidad2.
La continuidad de la vida y de la moral humana respecto de las leyes generales de la biología se apoya en un hecho que difícilmente se pueda poner en tela de juicio. En la conocida expresión de Mary Midgley: "No es que simplemente seamos algo parecidos a los animales, somos animales" (Midgley 1978, viii). De ahí se sigue que, una moral que no manifestara cierta consonancia con nuestra biología no sólo carecería de poder motivacional, sino que sería incompatible con nuestra continuidad como especie.
En esta misma línea de acentuar la continuidad de la vida humana respecto de la realidad biológica resulta también particularmente interesante el pensamiento de Hans Jonas. El filósofo alemán propone una mirada amplia y ambiciosa que aboga por subsanar el divorcio de la filosofía y la naturaleza, señalando la necesidad de aceptar la dependencia y clarificar el grado de inmersión del ser humano en los procesos biológicos fundamentales (Jonas 2014). En tal sentido, asume como un postulado fundamental el valor intrínseco de la vida, que se manifiesta y se realiza en los actos propios del ser de los vivientes como la supervivencia, la reproducción y el cuidado, y que en el hombre se elevan al plano de la libertad. La vida es valor que se realiza y la moral, el reconocimiento libre y responsable de ese valor. Ofrece, de este modo, una perspectiva filosófica sobre la naturaleza como una realidad esencialmente provista de significado y finalidad, una noción mucho más cercana a la tradición clásica de la filosofía griega que a la interpretación a-teleológica y aséptica en materia moral propia del positivismo.
En este contexto, el cuidar humano se puede entender, al mismo tiempo, como una necesidad natural y como una responsabilidad personal, como una inclinación biológica, emotivo-afectiva, y como un imperativo moral que se realiza libremente. El cuidar es la respuesta adecuada que un ser racional puede ofrecer frente a la dualidad esencial del fenómeno de la vida, que requiere ser cuidada porque es necesitada y vulnerable, y que merece serlo porque es intrínsecamente valiosa. Jonas afirma, en tal sentido, que con el surgimiento de la vida se suscita una verdadera novedad ontológica, se introduce en la indiferente seguridad de la posesión de la existencia la tensión entre el ser y el no ser, y, con ello, la posibilidad de dejar de ser, en un sentido interesante: el morir. Por esta razón, el organismo se encuentra como suspendido entre el ser y el no ser, y la vida se le concede sólo de forma precaria y revocable (Jonas 2006, 348). Luego, la ética de la responsabilidad no es un corpus axiomático que se introduce desde fuera, ni es el resultado de una serie de acuerdos, es la respuesta natural y esperable ante el valor de la vida.
Esta continuidad de la moral y la biología, de la inclinación y el deber, se hace particularmente explícita, reconoce el autor, en el cuidado de los hijos que es el modelo más acabado de la responsabilidad
1 Reconozco que abordar filosóficamente el parto y la crianza de los niños omitiendo la consideración de las peculiaridades biológicas de la sexualidad humana, implica presentar un marco incompleto, pero no puedo dedicarle al tema la extensión que requiere. A mi juicio, la desvinculación de la vida sexual del celo, puede ser interpretado como una invitación biológica al reconocimiento del valor de la persona, más allá de ser un medio para la reproducción de la especie. Como un acceso introductorio a estas cuestiones de Antropología biológica relativas a la sexualidad humana, pueden resultar interesantes lo abordajes de Helen Fisher (2016) y David Buss (2016).
2 No quiero decir con esto que las conductas de cuidado y asistencia al herido, al enfermo o al moribundo no pueda tener algunos paralelismos interesantes, incluso en mamíferos no primates. El tema está siendo objeto de estudio, pero aunque esto fuera cierto, mi punto es que la frecuencia y la forma en que se da en la especie humana es algo distintivo. Sobre estos paralalismos, puede verse (Fashing & Nguyen 2011; Anderson 2020).
personal. En sus palabras: “el acto de cuidar a la progenie, tan espontáneo y natural que no necesita que se invoque a la ley natural, es el caso humano primordial en el que coinciden en el mismo punto la responsabilidad objetiva y el sentimiento subjetivo” (Jonas 1984, 90). Ver a un recién nacido indefenso y solo implica percibir y sentir inmediatamente qué se debe hacer, demanda una responsabilidad. Esto explica que el cuidado de la prole, que es el más asimétrico y el más demandante en términos de altruismo, sea al mismo tiempo el que es vivido con más naturalidad, porque es realización de la teleología natural.
Ahora bien, la continuidad en estas conductas que realiza, en definitiva, la tendencia de la vida a sostenerse a sí misma también implica, como se ha visto, importantes dosis de novedad. De un lado, la peculiaridad biológica del nacimiento humano y del desarrollo infantil que casi fuerzan a una respuesta social de acogida. Del otro, la elevación de esas conductas al plano consciente y social, su inserción en una narrativa más amplia de sentido. De alguna manera, es como si la peculiar biología humana nos invitara al reconocimiento del valor de la persona.
Finalmente, Hans Jonas es un aliado a la hora de señalar no solo la continuidad de la vida humana respecto de la vida en general, sino de la mente respecto del cuerpo (con el que conforma una verdadera unidad), y de la ética respecto de las leyes fundamentales de la naturaleza. No le hace falta, en tal sentido, tender puentes entre los hechos y los valores cuando la vida es un bien realizándose (consciente o inconscientemente) a sí mismo. Sin embargo, esta continuidad que postula no anula cierta novedad que viene dada por la extensión de la responsabilidad humana. Ésta, lejos de circunscribirse al reducido núcleo de la estructura familiar, debe trascender hasta implicar a todos los hombres y, en definitiva, al fenómeno de la vida en su globalidad. Invita, en tal sentido, a desafiar las formas clásicas del antropomorfismo de raíz helénica y judeo cristiana, pero sin que eso signifique desconocer el valor del hombre que viene dado en el plano ético por su tarea y en el metafísico-religioso por el carácter sacrosanto de su dignidad personal (Jonas 1980, 141).
En el contexto de este universo entrópico los seres humanos somos el adulto a cargo, por lo que nuestra capacidad de cuidar, en un sentido amplio, se extiende a todo lo que es, a un tiempo, vulnerable y valioso: el ecosistema, los vivientes y los bienes materiales y espirituales producidos por la cultura. Abarca el presente, pero también involucra la tradición y se prolonga hacia adelante hasta reconocer una ineludible responsabilidad hacia el futuro (Jonas 1984). De este modo, la primera novedad del cuidar humano viene dada por su extensión que es tan amplia como el círculo sobre el que tenemos una influencia real y decisiva. A esta novedad cuantitativa se añade otra cualitativa, dada por el modo humano de cuidar en el que las concomitancias psicológicas y morales se encuentran profundamente interpenetradas (Graham et al. 2013).
Como ya se ha dicho, el cuidar es una conducta relacional recíproca pero no simétrica, que vincula a un sujeto activo y otro pasivo, sobre los que causa poderosos efectos psicológicos. Al responder a realidades ambivalentes como son la vulnerabilidad y la dependencia, no es de extrañar que los efectos que produce sean tanto positivos como negativos. Del lado del cuidador, se han estudiado mucho los efectos negativos, relativos a la carga y al stress que esta conducta implica. Existe, en tal sentido, una amplia literatura, sobre el síndrome de desgaste o agotamiento (Burnout) tanto en el personal de salud como en familiares a cargo de enfermos o de personas con discapacidad. Pero, también, sobre todo en los últimos años, ha crecido el interés por las consecuencias positivas que estos actos de generosidad y postergación individual pueden tener desde el punto de vista del desarrollo de estrategias de afrontamiento y, en definitiva, como ocasión de crecimiento y maduración personal (Stainton & Besser 1998, Bernacer 2024). Si atendemos, por su parte, al que recibe la atención, en las fases iniciales de la vida, la calidad del cuidado recibido tiene incidencia directa en el desarrollo de un apego sano, lo que luego correlaciona con conductas adaptativas en la vida del joven y del adulto (Siegel 2020). Finalmente, en la enfermedad y en los tramos finales de la vida, toda una amplia y hoy abundante bibliografía pone de manifiesto que
una adecuada gestión de los cuidados integrales resulta en una mejor calidad de vida del paciente, pero también de los familiares a cargo (Higginson & Evans 2010).
Otra novedad de la conducta del cuidado en la esfera humana es su profesionalización, es decir, su transformación en un servicio rentado que compromete a una persona con otra con la que, en principio, no tiene lazos sanguíneos. El cuidar deja de ser la consecuencia natural de un vínculo dado por la naturaleza o el afecto y deviene trabajo y vocación, y cuando esto sucede, de alguna manera se hace necesario sacar a la luz las razones morales que lo subyacen y que lo justifican. Esto no quiere decir que no existan razones morales cuando el cuidado se da en el ámbito de la familia, ya he dicho que la justificación última de la bondad del acto viene dada por la dignidad de la persona y no por el altruismo puro (o no) de la motivación del agente. Lo que sucede es que cuando en el acto libre las inclinaciones espontáneas y las motivaciones morales coinciden, éstas últimas no se explicitan, pudiendo incluso disimularse y pasar inadvertidas.
En este marco, merece una consideración especial el origen de la medicina como disciplina racional en la antigua Grecia. Estos primeros pasos de su profesionalización vinieron acompañados, como es de esperar, por el desarrollo y sistematización del conocimiento de las causas naturales de las patologías, pero también por una reflexión filosófica acerca de la naturaleza, alcance y sentido profundo de la actividad. De esa reflexión, nace la toma de conciencia del carácter esencialmente altruista del acto médico (therapeúo) en su doble significación de curar y cuidar (Scott 1897) que se concreta luego bajo la forma del juramento Hipocrático.
Haciéndose eco de esta tradición milenaria, Edmund Pellegrino dirá que el acto médico es en esencia un acto moral en el que los aspectos estrictamente biológicos de las intervenciones tienen como fin el bien objetivo y total del paciente en sus múltiples dimensiones existenciales. La medicina trasciende así lo meramente instrumental y se transforma en una relación interpersonal, asimétrica y altruista, al servicio de la sanación y de la asistencia del paciente (Pellegrino 1993). En igual sentido, Chris Gastmans insistirá también sobre la naturaleza intrínsecamente moral, pero esta vez de la profesión de la enfermería (Gastmans 1998). Finalmente, el carácter relacional y moral de los actos de curar y cuidar ponen de manifiesto su carácter indelegablemente humano frente a las posibilidades, cada vez más cercanas, de incorporar asistentes robóticos o inteligencias artificiales a la tarea. Soledad Paladino ofrece, en tal sentido, interesantes reflexiones acerca de cómo podría pensarse una vía moralmente razonable para la utilización (siempre para complementar y no para sustituir) de esas nuevas tecnologías en las profesiones que involucran el cuidado (Paladino 2023).
Hasta ahora he resaltado la continuidad y la novedad, sin embargo, lo propiamente moral sale a la luz cuando las explicaciones de índole inferior (biológico-psicológicas) no sólo se muestran insuficientes, sino que parecen apuntar en un sentido contrario a lo que se observa. Ya he dicho, en este sentido, que el cuidado de los enfermos crónicos, de los ancianos y de las personas con discapacidad es el que más se resiste a una explicación naturalista dura, sobre todo a la mirada que reduce las dinámicas biológicas a la mera lucha por la supervivencia y la reproducción. En este esquema, a todas luces supersimplificado, todo esfuerzo por acoger a esas personas pareciera ser poco menos que un costo inútil, un lastre que difícilmente se pueda sostener en el tiempo. Por esta razón, desde el comienzo, la teoría de la selección natural se ha visto asociada a prejuicios antropológicos capacitistas (Branch et al. 2022) y hasta eugenésicos. No obstante, estas conductas altruistas se han repetido a lo largo de nuestra historia como especie, manifestando, a mi juicio, una cierta intuición (intelectual y emotiva) del valor de la persona como un fin en sí mismo, una tácita pero operativa confesión de su dignidad.
En cierto sentido, esas conductas generosas y altruistas pueden ser interpretadas entonces como disruptivas respecto de la lógica que muestra la adaptación en el nivel pre y no humano, serían casi como una reacción contraria a la biología. Sin embargo, también podría entendérselas como en continuidad con la peculiar biología de un ser personal, que lo inclina desde el nacimiento a la acogida, al mismo
tiempo natural y moral, del vulnerable. En esa línea, se entiende luego que el reconocimiento explícito del valor moral del cuidar e incluso su elevación al rango de exhortación religiosa no haya sido algo ajeno a las tradiciones de Oriente ni de Occidente, en el marco de la compasión y de la virtud de la caridad. La biología impone la vulnerabilidad, la esfera psicológico-afectiva inclina al servicio del necesitado y la conciencia moral lo integra luego en una narrativa que le reconoce sentido como valor o como obligación. Así, lo normativo emerge y se distingue, pero se apoya y se nutre de lo biológico.
De este modo, la moralidad del cuidar hunde sus raíces en nuestra historia filogenética pero también resulta decisivo para nuestra la continuidad de nuestra especie. En un primer sentido, porque darle la espalda a esa tarea delegándola en agentes no humanos, por ejemplo, sería una especie de traición a un rasgo esencial de lo que somos, con una consecuente doble pérdida, de compañía y presencia en el cuidado, y de una posibilidad de crecimiento personal y moral en el cuidador. En un segundo sentido, la pérdida del sentido del cuidar podría derivar en la inhumana eliminación de los vulnerables, ya suficientemente explícita hoy en las etapas inicial y final de la vida. Por último, la retórica transhumanista más radical apunta a una eliminación de la vulnerabilidad, incluso a costa de que nuestra especie ceda su lugar otra biológicamente potenciada o directamente desvinculada de lo orgánico (Asla 2018). Urge, por lo tanto, abandonar, como sugieren Bertolaso y Marcos, el paradigma del control por un paradigma del cuidado sustentado por una ontología relacional y abierto a la aceptación de la vulnerabilidad (2024).
La relación entre la ética y la naturaleza es tan compleja y difusa cuánto pueden serlo ambos términos. La polisemia explosiva del término naturaleza hace que sea prácticamente imposible asignarle propiedades comunes, permanentes y significativas a lo largo de la historia de la filosofía desde la antigüedad clásica hasta hoy, más allá de algo tan vago como: “lo simplemente dado”. El naturalismo griego no se parece en mucho a su homónimo contemporáneo.
Del mismo modo, integrar los aspectos bio-psicológicos del hombre y su dimensión moral ha demostrado ser una tarea atravesada de complejidades epistémicas. De un lado, las posiciones naturalistas actuales manifiestan una deriva difícilmente disimulable hacia el reduccionismo o hacia concepciones no cognitivistas en las que la argumentación racional se ve francamente devaluada. En la orilla opuesta, las reacciones antinaturalistas han adoptado diversas formas que van desde el desprecio de lo psico-biológico propios del dualismo y de los constructivismos radicalizados, hasta las posiciones existencialistas en las cuáles se hace muy difícil encontrar criterios para poner un coto racional a la propia autonomía. El recurso a la mala fe, al modo sartriano, como última línea roja, no parece muy convincente. Tampoco parece demasiado deseable, como ya he expresado, que la ética de la virtud se cierre a los potenciales aportes que puedan hacerse desde los mencionados ámbitos.
En este contexto, se hace particularmente necesario volver a proponer una moral encarnada (embodied morality) que al igual que la cognición encarnada vuelva a concederle a lo biológico y a lo psicológico la relevancia que tienen en la vida personal, incluida, la ética. El acto de cuidar se ofrece, en ese sentido, como un ámbito en el que todas esas dimensiones se interpenetran y se encaminan tanto al florecimiento personal de los involucrados (cuidador y cuidado) como a la continuidad de nuestra especie. En definitiva, una atenta consideración de nosotros mismos nos lleva a concluir que no somos menos Homo Curans que Homo Sapiens.
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