PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32
Artículos
https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19634
“VIOLENCIA” DE ALEJANDRO OBREGÓN1
UNA RECONFIGURACIÓN DE LO SENSIBLE DEL PERÍODO DE LA VIOLENCIA EN COLOMBIA
“VIOLENCE” BY ALEJANDRO OBREGÓN
A reconfiguration of the sensitive from the period of violence in Colombia
“VIOLÊNCIA” DE ALEJANDRO OBREGÓN
Uma reconfiguração do sensível do período de violência na Colômbia
Lemy Bran Piedrahita
(Instituto Tecnológico Metropolitano ITM /
Universidad Pontificia Bolivariana, Colômbia)
lemybran@itm.edu.co / lemy.bran@upb.edu.co
Recibido: 21/10/2024
Aprobado: 04/04/2025
RESUMEN
El presente artículo presenta una serie de reflexiones alrededor de la pintura “Violencia” de Alejandro Obregón y las maneras en que ésta otorga parte a las sin parte que dejó el período de La Violencia en Colombia, que entre los años 1946 y 1964 se cobró la vida de 200.000 personas, de las cuales se estima 11.363 eran mujeres. Metodológicamente, parte del paradigma crítico, orientado por un enfoque cualitativo que permite una interpretación profunda desde la interacción entre la palabra, el relato y la imagen; con alcance exploratorio, pues, aunque se han realizado diversos estudios sobre el período de La Violencia, ninguno se ha enfocado en la obra de Obregón y cómo su análisis desde la filosofía emancipatoria puede reconfigurar políticamente lo sensible. Así se toma como marco analítico la filosofía desarrollada por Jacques Rancière, que algunos autores denominan filosofía de la emancipación, mediante la cual puede hacerse una lectura sobre las formas de repartición de lo sensible que existen alrededor del período de violencia bipartidista experimentado por el país, que, además, se considera el precedente para entender las formas posteriores de violencia que se desarrollaron en el territorio nacional. Así, se infiere que la pintura de Obregón configura un dispositivo sensible que permite reconocer las narraciones policivas de los años de La Violencia y da lugar a una repartición política, que hace visibles y audibles las mujeres que murieron en aquellos años, cuyos duelos postergados se preservan en la obra para increpar al espectador y denudar otros mundos posibles.
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1 El presente artículo hace parte del avance de la tesis doctoral adelantada por el autor en el Doctorado en Estudios Políticos y Jurídicos de la Universidad Pontificia Bolivariana, titulada “Representaciones sobre el espectro de la muerte femenina durante el período de La Violencia en Colombia (1946 – 1964): Un análisis de la obra “Violencia” de Alejandro Obregón”. La formación doctoral cuenta con financiación de la Convocatoria 909 de 2021 del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la República de Colombia, administrados por COLFUTURO.
Palabras clave: arte latinoamericano. conflicto político. estética. mujer. violencia2.
ABSTRACT
This article presents a series of reflections around Alejandro Obregón's painting “Violence” and the ways in which it gives part to the partless left by the period of La Violencia in Colombia, which between 1946 and 1964 claimed the lives of 200,000 people, of whom an estimated 11,363 were women. Methodologically, it starts from the critical paradigm, guided by a qualitative approach that allows a deep interpretation from the interaction between word, story and image; with exploratory scope, because although several studies have been conducted on the period of La Violencia, none has focused on Obregón's work and how its analysis from the emancipatory philosophy can politically reconfigure the sensitive. Thus, it is inferred that Obregón's painting configures a sensitive device that allows us to recognize the police narratives of the years of La Violencia and gives rise to a political distribution that makes visible and audible the women who died in those years, whose postponed mourning is preserved in the work to challenge the viewer and denude other possible worlds.
Keywords: Latin American art. political conflicts. aesthetics. women. violence.
RESUMO
Este artigo apresenta uma série de reflexões sobre a pintura “Violência”, de Alejandro Obregón, e as maneiras pelas quais ela dá parte ao vazio deixado pelo período de La Violencia na Colômbia, que entre 1946 e 1964 ceifou a vida de 200.000 pessoas, das quais cerca de 11.363 eram mulheres. Metodologicamente, baseia-se no paradigma crítico, orientado por uma abordagem qualitativa que permite uma interpretação profunda a partir da interação entre a palavra, a história e a imagem; com um escopo exploratório, porque, embora tenha havido vários estudos sobre o período de La Violencia, nenhum se concentrou no trabalho de Obregón e em como sua análise a partir da filosofia emancipatória pode reconfigurar politicamente o sensível. Assim, infere-se que a pintura de Obregón configura um dispositivo sensível que nos permite reconhecer as narrativas policiais dos anos de La Violencia e dá lugar a uma distribuição política que torna visível e audível as mulheres que morreram nesses anos, cujo luto adiado é preservado na obra para interpelar o espetador e desnudar outros mundos possíveis.
Palavras-chave: arte latino-americana. conflito político. estética. mulheres. violência.
La guerra y demás manifestaciones de violencia directa e indirecta dan cuenta de cómo las personas suelen constituirse en botines de guerra, instrumentalizados para llevarla a cabo y asestar golpes al enemigo, despojando los sujetos de su dignidad al conferirles atributos de objetos; donde, los perpetradores suelen ser actores paraestatales y estatales. Por ello, como afirma Butler (2010) para “ampliar las reivindicaciones sociales y políticas respecto a los derechos a la protección, la persistencia y la prosperidad, antes tenemos que apoyarnos en una nueva ontología corporal que implique repensar la precariedad, la vulnerabilidad” (p.15). Su afirmación resulta fundamental para la lectura del presente y el futuro, pero también es una posibilidad para que con mayor distancia del pasado este pueda ser valorado e interpretado, teniendo una concientización profunda sobre los mecanismos y formas a través de las cuales según el contexto y momento histórico se han configurado las relaciones sociales.
Por ende, este ejercicio tiene como propósito analizar los modos a partir de los cuales es posible reconocer las partes civiles que no han sido vistas en el pasado, aquellas que al detenerse cualquier sujeto
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2 Los deiiptores clave han sido obtenidos a partir de la búsqueda en el Tesauro de la Unesco.
en el momento presente con mayor distancia y apertura le permiten entender que los cortes de lo sensible son construcciones temporales, que varían una y otra vez conforme cada sociedad decide “ampliar las reivindicaciones sociales” y “repensar la precariedad y la vulnerabilidad” (Butler, 2010: 15).
Las actuales confrontaciones políticas entre las visiones de derechas e izquierdas en el mundo bien dan cuenta de ello, en Europa que vio la radicalización y barbarie del nazismo, el fascismo y el franquismo, los movimientos de extrema derecha han ido modificando progresivamente el panorama sociopolítico de países como Alemania, Italia y España, recordando prácticas y discursos que en décadas anteriores deterioraron el tejido social de estas naciones (Arroyo Menéndez & Stumpf González, 2020); mientras en Estados Unidos la polarización entre Demócratas y Republicanos se recrudece cada vez más alrededor de temas como la crisis migratoria y la financiación de guerras externas (Baker & Edmons, 2021); y en América Latina los casos de El Salvador y Argentina denudan nuevas formas de deslegitimar vestigios de un pasado doloroso, a partir de la anulación de las luchas históricas de movimientos sociales -como los retrocesos alrededor del reconocimiento de las disidencias sexuales, la perspectiva de género o violaciones a los derechos humanos- o como ha sido la negación del número de víctimas de la dictadura argentina por parte de su actual presidente (Roque Boldovinos, 2022; Morán, 2022). Basta con retroceder algunas décadas para saber que el horror de las dictaduras en Argentina, Chile, Brasil o Uruguay continúan latentes, y que en Guatemala, Nicaragua y Colombia los conflictos internos sólo han ido reestructurando sus actores e intereses, más no la crudeza de la violencia, pues las fronteras del tiempo constituyen marcaciones temporales que permiten valorar el mundo -lo sensible- de acuerdo con el contexto y momento histórico, reconfigurándolo con base en la emergencia de nuevos actores a través de su emancipación política.
Para el manuscrito que se expone al lector, se consideró un corte temporal de la historia colombiana entre los años 1946 y 1964, denominado como el período de La Violencia, una expresión que intenta sintetizar años de violencia parricida, donde a partir de la exclusión de algunas partes civiles que ocupaban el espacio fueron asesinadas aproximadamente 200.000 personas. Una pugna que llevó a las bases de los partidos Liberal y Conservador a emprender la negación de cada una de las facciones recíprocamente, estructurando así una guerra visceral orquestada por la élite dirigente de la época, pero donde las muertes las ponían comunidades campesinas, en su mayoría marginadas del proyecto de vida de país (Villamizar, 2018).
Este panorama cobró mayor visibilidad en 1962 con la publicación del primer estudio sobre los orígenes de la violencia, en el que salieron a relucir datos sobre la cantidad de muertos de aquel período, las zonas donde el conflicto se enquistó con ahínco, los relatos de cientos de partes civiles a las que jamás se habían escuchado y fotografías de las formas de disposición de los cuerpos como botines de la guerra, con maneras de mutilar cada parte del cuerpo e intentar dar muerte a la muerte misma; pero también, se consolidó un pacto de silencio en el que para sellar la turbulencia de aquellos años se concluyó que no era posible delimitar la responsabilidad de las acciones y que la culpa debía ser compartida para iniciar un nuevo proyecto de país. Una solución que parecía sensata por aquel tiempo, pero tardaría poco en evidenciar que las heridas mal suturadas provocan laceraciones mayores. No en vano, los años de La Violencia se consideran el precedente de las diversas formas de violencia que han afectado posteriormente al país con el surgimiento de nuevos grupos y actores armados, además de un Estado que con frecuencia funge como juez y verdugo (Fals Borda et al, 2016).
Así, mediante la propuesta filosófica de Jacques Rancière este artículo evidencia un conjunto argumentos a partir de los cuales es posible develar que el establecimiento de estos pactos de silencio crea falsos consensos e impiden que se reconozcan todas las partes civiles que murieron durante aquella época. Para esto, el autor se vale de Alejandro Obregón, uno de los pintores más representativos del arte moderno colombiano, para denudar cómo su pintura “Violencia” funge como un dispositivo que revela la parte de las sin parte, las mujeres que murieron durante aquellos años y que aún no han sido tenidas en cuenta: partes civiles que se preservan como la parte negada bajo particiones policivas, pero que mediante la pintura del artista se subjetivan para reconfigurar políticamente lo sensible.
En este sentido, el artículo se desarrolla en siete partes. La primera brinda una contextualización sobre el período de La Violencia en Colombia; en la segunda, se presenta un estado de la cuestión con respecto a la pintura de Obregón y la relevancia que ha tenido para resignificar el período de estudio, así como otras líneas de pesquisa que se han dado con base en su obra; con la tercera, se traza una marcación conceptual frente a la forma como se entenderá la noción de aparato y dispositivo crítico; en la cuarta parte se conceptualizan las categorías más relevantes de la filosofía ranciriana que servirán como lente teórico para la interpretación del ejercicio propuesto; mientras tanto, en la quinta se estructuran los elementos metodológicos para la preparación del artículo; con la sexta se plasman las principales reflexiones derivadas de la lectura de este período desde la corriente filosófica ranciriana y, finalmente, la séptima parte proyecta las conclusiones derivadas del estudio.
Las expresiones de violencia directa e indirecta son iterativas a lo largo del tiempo en un escenario como el colombiano. La desposesión de los cuerpos como “condición dolorosa impuesta por la violencia normativa y normalizadora que determina los términos de subjetividad, supervivencia y capacidad de vivir” (Butler & Athanasiou, 2022: 14), así como su mutilación y constitución en botines de guerra refleja los elementos visibles de la violencia, mientras la anulación de voces, marginación de los sujetos y su discriminación por el pensamiento político, identidad étnica o género son un componente que en reiteradas ocasiones ha pasado inadvertido: las expresiones invisibles de la violencia, relacionadas con la dimensión estructural y cultural. Situación que se manifiesta en el período de La Violencia, que entre 1946 y 1964 afectó al país y se considera el precedente para comprender las formas de violencia posteriores que se desarrollarían y que a la fecha azotan la nación: “un conflicto heredado de generación en generación en manos de otros protagonistas: el bipartidismo, el conflicto armado, el paramilitarismo, la guerrilla y los grupos delincuenciales” (Sánchez, 2022: 199; Menton et al, 2021; Villamizar, 2018).
Los años de La Violencia se caracterizaron por una ola de violencia derivada de la confrontación bipartidista de las bases Liberales y Conservadoras que, pese a la dificultad para delimitar el número de víctimas, se estima dejó 200.000 muertos, además de una serie de repercusiones económicas y sociales por los destrozos que se generaron en las localidades donde el fenómeno se hizo presente con mayor ahínco -como en los departamentos de Tolima, Valle del Cauca, Santander, Caldas y Antioquia-, sin contar las profundas heridas que dejó en el tejido social, toda vez que la mayoría de las víctimas de este período correspondió a comunidades campesinas, históricamente marginadas del proyecto de vida nacional (Fals Borda et al, 2016; Villamizar, 2018; Romero – Prieto & Meisel – Roca, 2019).
La intensidad de estos años condujo a hechos victimizantes como desplazamientos, homicidios y despojo de tierras. De hecho, para algunos autores se trató de una “guerra civil prolongada”, vinculada a factores económicos y políticos, originados en la implementación del nuevo modelo de desarrollo, que implicaba migrar de un esquema agrícola a uno industrializado, además de altos niveles de concentración de la tierra y la riqueza, haciendo que la brecha entre ricos y pobres constituyera un factor más para la confrontación de la época (Villamizar, 2018). Los años de La Violencia fueron caldo de cultivo para el surgimiento de diversos grupos armados, como las guerrillas liberales, conformadas para enfrentar la violencia que con anuencia del Estado se había tomado diferentes regiones, pues “las castas políticas del país en el ámbito nacional y regional, en lugar de ser mediadores para restablecer el orden social, se vincularon a este momento de caos, como agentes de persecución y promotores del odio bipartidista” (Castro Sánchez, 2021: 91).
Así, desbordada la violencia, los partidos tradicionales acordaron ceder el poder al militar Gustavo Rojas Pinilla, quien asumió la presidencia en 1953 para intentar restablecer el orden, siendo la institución militar la única que aún tenía legitimidad de cara a los habitantes del país, pues los partidos políticos, la policía y la misma iglesia católica habían perdido confianza de la ciudadanía por su actuación durante la primera ola de violencia -entre 1948 y 1953- (Valencia Gutiérrez, 2011). En efecto, los inicios de la dictadura pacificaron considerablemente el panorama del país, pero con el avance del tiempo las doctrinas externas que llegarían por influencia de Estados Unidos harían brotar nuevamente la violencia,
con la concepción del “enemigo interno” que convirtió en objeto de sospecha no solo militantes comunistas, sino también exguerrilleros liberales y otros actores que terminarían por retomar las armas, reactivando un conflicto que como pólvora retornaría con mayor crudeza a diferentes regiones - especialmente en Tolima- (Valencia Gutiérrez, 2021).
Como intento para cauterizar un conflicto difícil de demarcar temporalmente e impreciso para generar estimaciones de los datos exactos de las víctimas y daños ocasionados (Romero – Prieto & Meisel – Roca, 2019), ambos partidos acordaron un pacto de democracia cerrada denominado El Frente Nacional, el cual proyectó una alternancia en el poder entre 1958 y 1974, procurando poner fin a los años de violencia bipartidista. Por ello, durante el primer gobierno del Frente -bajo la presidencia liberal de Alberto Lleras Camargo- se estableció una comisión investigadora para profundizar sobre las causas de La Violencia, concluyendo que esta “no tenía límites temporales claros (esto es, sin comienzo) y era responsabilidad de todos”, propiciando “un olvido de todo lo sucedido” (p.187). Esto generó “la des- personificación de las responsabilidades y la resignación a creer que la conflictividad bipartidista era parte del orden natural de las cosas” (Villamizar, 2018: 187). Condición que representa un punto de fuga para la memoria colectiva de estos años, llevando a que este período sea fácilmente subsumido por metarrelatos donde solo algunos actores cobran visibilidad, mientras que otros en palabras de Jacques Rancière pasarían a ser una parte civil no vista ni escuchada, como sucede con la muerte de las mujeres durante la época, llevándolas a ser las sin parte que a través de la conexión de diversas expresiones artísticas como la literatura y las artes plásticas consiguen retornar para reclamar por la parte negada a la que fueron condenadas (Ruby, 2011).
No en vano, la manera en que estas formas de violencia se fueron propagando por el territorio y la ferocidad de los daños físicos ocasionados contra los cuerpos y bienes materiales de las personas, generó un brote de expresiones culturales reflejadas en la literatura colombiana, a lo que se denominó “literatura de compromiso”, con contribuciones de célebres autores como Gabriel García Márquez, Manuel Mejía Vallejo y Eduardo Caballero Calderón (Betancur Echavarría, 2022). Igualmente, posterior a la primera mitad del siglo XX en Colombia, las expresiones plásticas aumentaron significativamente como medio de denuncia de los años de La Violencia, con aportes de artistas como Débora Arango, Alipio Jaramillo y Enrique Grau, aunque sería Alejandro Obregón quien conseguiría una representación que no sólo denudaba la sevicia de aquel tiempo hacia los cuerpos, sino también su capacidad para “reinventar la realidad”, con su obra “Violencia” en 1962 (Díaz Guevara, 2024).
Estos años engendraron nuevas expresiones sensibles a través de las cuales artistas de la época encontrarían el medio para denunciar lo que la prensa y otros agentes habrían dejado pasar inadvertido: una exposición de imágenes que visibilizaban cómo la violencia se ensañaba -y aún lo hace evidentemente- con los cuerpos (Ordoñez Ortegón, 2013). Al igual que Obregón, otros pintores como Norman Mejía y Pedro Alcántara proyectaron los horrores de la violencia de los años cincuenta y sesenta, denunciando “los horribles acontecimientos que ocurrían en las áreas rurales de Colombia” (p.10). Sus obras, permitieron que los conflictos que se percibían en las ciudades como situaciones distantes se convirtieran en hechos latentes, que desde el expresionismo y dramatismo de los artistas increpara a los espectadores para recordar el dolor y las atrocidades de una guerra parricida (Malagón Kurka, 2010), de la misma manera que lo hacen hoy no solo para preservar la memoria de estos años, sino también para reconfigurar la narrativa del pasado y permitir que emerjan otros marcos de análisis e interpretación de La Violencia.
Alejandro Obregón Rosén nace en Barcelona (España) en 1920 y muere en Cartagena (Colombia) en 1992, considerado uno de los artistas fundamentales para la internacionalización de la pintura en Colombia, catalogado por la crítica de arte Martha Traba como “el primer artista moderno colombiano, debido al tratamiento de las pinceladas y las manchas de color con las cuales impregnaba sus lienzos”. Estuvo influenciado por las corrientes artísticas a las que tuvo acceso durante su formación en España, Francia y Estados Unidos, con una prolífica trayectoria que le ha vinculado con el expresionismo
abstracto, cuyas obras estuvieron motivadas por la crítica política y la proyección de la naturaleza colombiana: “una visión artística adelantada a su época” (Museo Nacional de Colombia, 2020; Banco de la República de Colombia, s.f.; Galería Duque Arango, 2024).
Al igual que otros artistas del país como Débora Arango, Alipio Jaramillo o Enrique Grau, Obregón fue testigo del desarrollo de los años de La Violencia, lo que fue reflejando a través de sus obras como mecanismo de denuncia, pero también, como evidencias sensibles para la posterioridad, a través de las cuales las diferentes narrativas de aquella época se acompasan con representaciones pictóricas, creando una caja de resonancia para recordar las atrocidades vividas (Londoño Vélez, 2005). Del artista se cuenta con obras de este período como “Masacre 10 de abril” de 1948 -ver Imagen 1-, la cual constituye un aporte temprano de Obregón en su fase de definición artística, con un estilo que manifiesta la influencia de figuras como Pablo Picasso -por la semejanza de esta pintura con Guernica-. Esta obra visibiliza el caos que se generó en Bogotá con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, donde en pocos días la capital del país se convirtió en un cementerio a cielo abierto, con cuerpos desmembrados, en una especie de vaticinio de lo que serían los años posteriores (Medina, 2019).
Imagen 1: “Masacre 10 de abril” de Alejandro Obregón, 1948.

Fuente: Museo Nacional de Colombia (s.f.)
De otro lado, la pintura titulada “Estudiante muerto” de 1956 -ver Imagen 2- constituye una denuncia respecto a los años de la dictadura militar que tuvo el país entre 1953 y 1957, caracterizada por una fuerte represión hacia las comunidades estudiantiles y las manifestaciones de desacuerdo de los campesinos, motivado entre otras razones por la doctrina del enemigo interno, que conforme fue avanzando la Guerra Fría iría generando nuevas partes civiles muertas durante este período, por la presunción de sospecha hacia la expansión del comunismo, al asumir que cualquier expresión de disenso hacia el statu quo estaba motivada por estas cuestiones ideológicas (Beltrán Villegas, 2019). Así, entre el contraste de un bodegón y el cuerpo de un hombre mutilado tendido sobre la mesa, el artista devela lo que Jacques Rancière llamará lo intolerable de la imagen, dando lugar a un dispositivo crítico mediante el cual la pintura sacude en el espectador “la conciencia de la realidad oculta y un sentimiento de culpabilidad en relación con la realidad negada” (Rancière, 2010: 32).
Imagen 2: “Estudiante muerto” de Alejandro Obregón, 1956.

Fuente: Escallón (2022).
No obstante, quizá la obra más emblemática del artista, y que consiguió que la pintura colombiana moderna se insertara en el ámbito internacional fue “Violencia”3, creada en 1962, la cual ha marcado “un hito en la historia del arte en Colombia, al ser considerada un símbolo de las violencias sufridas a lo largo del territorio y la historia de Colombia bajo el lenguaje del arte moderno” (p. 17). Ésta fue aclamada por los críticos de la época por la habilidad y simbología del artista para “fusionar territorio y mujer para aludir a los contextos de violencia en el país, trascendiendo así representación anecdótica y literal de la guerra” (Cifuentes Acevedo, 2024: 20).
Su obra se considera una síntesis visual de los años de La Violencia, lo que ha llevado a que aún décadas después de su creación, siga estando en el centro de las discusiones sobre las zonas de intersección del arte y la política. Y es que tal como comentó en su momento Cobo Borda (1985) las pinturas de estos años del artista fueron “pintadas en un período convulso, en el cual las tensiones se habían exacerbado” permitiendo recordar que al igual que la historia del país, la vida de Obregón estuvo marcada por la violencia, quien “se enfrenta al horror pintándolo” (p.75). Algunos estudios que han abordado su obra dan cuenta de la relevancia no sólo para el momento histórico en que fue elaborada, sino también para el planteamiento de nuevos marcos de interpretación sobre las formas de violencia.
Al respecto, el estudio de Cifuentes Acevedo (2024) aborda desde una perspectiva ecofeminista las maneras en que la pintura de Obregón permite dar cuenta de la instrumentalización del cuerpo femenino y la feminización del territorio, abriendo posibilidades para visibilizar la forma en que los cuerpos y la tierra misma han sido vistos desde la mirada patriarcal como entes pasivos, como objetos -y no como sujetos- en los que se proyectan las relaciones de poder y dominación. Previamente, Cifuentes Acevedo (2021) ya había realizado algunos aportes enfocándose en la obra “Violencia” al plantear que, siendo ampliamente estudiada, poco se ha problematizado alrededor de ella, para el caso de la autora en perspectiva del género.
Entre tanto, uno de los curadores e historiadores con mayor conocimiento sobre la obra de Obregón - Álvaro Medina-, ha sostenido que para el artista la significancia simbólica que le daban a su pintura como la “imagen icónica de la violencia colombiana” (p.53) no era lo relevante, consideraba que la importancia de ésta radicaría en la capacidad para hacer reflexionar a quien fuera interpelado por la pintura. En una observación detallada cuando un espectador se pregunta por qué el artista habría pintado el cuerpo de una mujer desnuda, maltratada y quien se presume estaba embarazada, el acto de reflexión y confrontación que tiene lugar allí es lo que confiere potencia a la imagen (Viñas Amaris, 2021).
Así, las investigaciones alrededor de la obra han profundizado sobre la muerte en escenarios de guerra, proyectando nuevas formas ver y comprender la complejidad de La Violencia, además de las expresiones de violencia posteriores que ha enfrentado el país con el surgimiento de grupos guerrilleros y paramilitares, donde la desposesión de los cuerpos como botines de guerra seguirán teniendo una conexión enraizada en la violencia bipartidista. Como refiere Medina (2003), en “Violencia” “el cadáver de la mujer es al mismo tiempo un paisaje de montaña, como si su brutal asesinato hiciera parte de la geografía”, donde el cuerpo configura un “horizonte aparentemente bloqueado, desesperanzador y sin futuro” (p.132). En esta misma línea, Ordoñez Ortegón (2013) plantea que la pintura de Obregón se convierte en registro de la memoria y “la indolencia que nos antecede” (p.234), pero también, en el referente sobre las formas de despojo de los cuerpos, como mecanismo persistente en los diferentes estadios de violencia política experimentada en el país.
En esto, los trabajos de Medina (2003) y Ordoñez Ortegón (2013) coindicen con lo que posteriormente abordará Cifuentes Acevedo (2021, 2024), respecto al rol pasivo que se asigna a la corporalidad femenina, al igual que a la geografía del territorio. Aportes que reiteran la potencialidad reflexiva que adquiere “Violencia” de Obregón para profundizar sobre cuestiones como el género, la muerte femenina y el despojo de la tierra. Lo cual, permite abrir caminos para pensar en una reconfiguración de la forma
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3 Actualmente la obra se conserva en el Museo de Arte Miguel Urrutia -MAMU- del Banco de la República, en la ciudad de Bogotá (Colombia), ingresada en la colección de arte del museo en 2002, bajo el código de registro AP3848. Sus dimensiones son de 1,55 cm de alto por 187,55 cm de ancho.
en que se han entendido los años de La Violencia, visibilizando las partes civiles que no han sido contadas, mediante un dispositivo crítico que se hace patente mediante la pintura del artista.
La comprensión de lo que se entenderá en este manuscrito como dispositivo crítico precisará primero una distinción entre lo que es el aparato y el dispositivo, no en vano Déotte (2012) plantea que “el aparato es ontológica y técnicamente primero” (p.13), mediante lo cual el autor hace referencia a la manera como los aparatos quedan supeditados al momento histórico del que surgen y las formas de sensibilidad que de ellos puede derivar; lo que no implica reducir el análisis a los materiales o técnicas, un ejercicio que usualmente se hace más con fines teóricos.
De este modo, Déotte (2012) se encargará de redefinir la noción de aparato estético, en contraposición con lo definido por Benjamin en su texto “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, permitiéndole hablar de “épocas de sensibilidad” (p.138). Ahora bien, frente al concepto de dispositivo, el autor refiere que si bien éste se popularizó a partir de las contribuciones teóricas de Foucault en su libro “Vigilar y castigar”, el planteamiento alrededor sobre el saber y el hacer como atributos del dispositivo no son suficientes para “fundar una estética” (p.19); agregando que a diferencia del aparato que sí puede identificar o intentar fijar una temporalidad, el dispositivo no (Déotte, 2012).
Sin embargo, existe una particularidad con respecto a la concepción del dispositivo en Foucault (1985) que es necesario referir, toda vez que desde su perspectiva “Los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos” (p.128), en este sentido, los discursos, las narrativas y demás construcciones que tienen lugar dentro de lo sensible pueden entenderse como un entramado donde según el corte que se establezca -político o policivo desde la gramática de Jacques Rancière (1996)-, pueden hacerse visibles las partes que han quedado marginadas de la construcción de lo común.
En este sentido, si bien la propuesta de Foucault respecto al dispositivo hace referencia al sistema de leyes, normas, narraciones y demás mecanismos que intentan controlar las sociedades (Foucault, 1985); éste también puede trazar por fuera de una visión policiva -ordenadora de lo sensible-, una red que introduzca lo político que “existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte” (Rancière, 1996: 25). Pues “el dispositivo no es totalitario”, toda vez que cuando se hace visible lo que no tenía razón para ser visto el “aparataje político que da lugar a lo improbable”, surge un dispositivo de distribución que da cuenta de otras formas de aparecer (Déotte, 2012: 99).
Así, mediante su obra “El espectador emancipado”, Rancière (2010) da cuenta de cómo emerge el dispositivo crítico a partir de la inversión sobre las formas de mirar, en lo que sugiere además reconocer “la persistencia de un modelo de interpretación y la inversión de su sentido” (p.29), donde la presunción de la igualdad de las partes -que hace posible la emergencia de lo político- es la que permite pensar en lo que el autor propone como régimen estético del arte o el arte de la era estética: una ruptura sobre las formas en que el espectador se aproxima al arte, sobre los modos de sentir y mirar (Ruby, 2011), que implica además una emancipación intelectual, esto es, la posibilidad de apartarse de las funciones establecidas bajo regímenes policivos y prescindir de alguien que oriente o explique, pues “explicar algo a alguien es, en primer lugar, demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo” (Rancière, 2018a).
En consecuencia, el dispositivo crítico permite pensar en un espectador que “también actúa, como el alumno o el docto. Observa, selecciona, compara, interpreta” (p.19), permitiéndose componer “su propio poema con los elementos del poema que tiene delante” (p.20), a partir de lo cual borra cualquier tipo de distancia o mecanismo de distribución desigual (Rancière, 2010), pues se asume como igual por saber que “todas las oraciones y, por tanto, todas las inteligencias que las producen son de la misma naturaleza” (Rancière, 2018a: 31); consolidando ante todo una perspectiva filosófica emancipatoria.
La postura filosófica desarrollada por Jacques Rancière configura un cariz novedoso para asumir la crítica como marco epistémico y como campo de acción para las humanidades. Habiéndose zanjado camino desde el ala francesa del marxismo como discípulo de Louis Althusser, tomó distancia de su maestro posterior a la revolución cultural e intelectual de 1968, fundamentando su pensamiento en una filosofía de la emancipación, que incorpora como principio rector la igualdad y la expresión del disenso frente a las formas de aparecer y figurar en el espacio, asumiendo “la posibilidad de que cualquiera es capaz de entrar en otro universo vital sin la ayuda de un intelectual explicador” (Castillo, 2021: 88), lo que traza un precedente frente a las formas de operar de las revoluciones estéticas al resituar “los cuerpos en un nuevo universo perceptible, sensible y pensable” (Castillo, 2023: 416).
Así, aunque Rancière ha declarado que sus conocimientos no tienen naturaleza enciclopédica, reconoce que su texto “El desacuerdo. Política y filosofía” es quizá una de las obras que los círculos académicos reconocen como insumo capital para entender con mayor claridad lo que concibe como la repartición de lo sensible. Para el autor, lo sensible -el mundo- tiene distintas formas a partir de las cuales puede ser entendido y visto simbólicamente, tanto como corte del espacio como en la generación de una comunidad que establece las maneras del “ser – juntos” de los seres humanos, particiones que estarán condicionadas según se presuma la desigualdad o igualdad como principio (Rancière, 2012).
La primera partición se entenderá como la policía. Una forma de ordenamiento de los cuerpos y su distribución en el espacio que parte del principio de desigualdad como eje rector, mediante la cual se jerarquizan los lugares y posiciones que cada parte civil ocupará dentro de esa comunidad. Así, según el sistema de reglas que se sostiene de un falso consenso, algunas partes serán vistas y escuchadas, mientras otras por este tipo de particiones permanecerán sin verse e inaudibles; manteniéndose como un ordenamiento apropiado, justamente porque este acuerdo ficticio reafirma una visión monolítica del mundo, en la que no existen razones para que sea modificada o pueda abrir lugar a otras particiones posibles (Rancière, 1996; Ruby, 2011).
Sobre la forma en que opera este falso consenso el autor ha desarrollado estas ideas a partir de obras como “Crónicas de los tiempos consensuales”, donde da cuenta sobre cómo el establecimiento del consenso conduce a proyectar “una sola realidad cuyos signos es preciso agotar; un solo espacio, sin perjuicio de retrazar en él las fronteras, y un solo tiempo” (p.13). En ello, más que una forma de constituir el estar juntos – o ser juntos-, se instituye una estrategia de opresión a partir de la cual las partes están imposibilitadas para disentir, pues “los datos y las soluciones de los problemas son tales que todo el mundo debe constatar que no hay nada para discutir” (Rancière, 2018b: 16). Este falso acuerdo es una negación del espíritu de la política: el disenso.
No obstante, cuando el principio orientador es la igualdad, los regímenes policivos son subvertidos por otro tipo de recorte: la política, una partición de lo sensible que saca a relucir la existencia de ciertas partes civiles que han permanecido sin ser vistas y escuchadas bajo regímenes policivos, denudando un litigio, mediante el cual quienes constituían los sin parte se reconocen como igualmente facultados para usar la voz y reclamar la parte negada por un falso consenso. Así las cosas, cuando los sin parte se reconocen con voces igualmente válidas de ser escuchadas se apertura un litigio por el encuentro de dos visiones del mundo antitéticas: la partición policiva confrontada por la política (Rancière, 1996).
La confrontación de estas dos particiones desenmascara el disenso que es propio de la política y que era anulado bajo el establecimiento de un falso consenso, no en vano en “Disenso. Ensayos sobre estética y política” Rancière (2019) refiere que “el trabajo esencial de la política es la configuración de su propio espacio. Es revelar el mundo de sus sujetos y sus operaciones” (p.63), por lo que la política es ante todo un esquema de visibilidad para reordenar las maneras en que lo sensible ha sido entendido, para “hacer visible lo invisible, en hacer oír como discurso aquello que solo se escucha como ruido” (p.64); es decir, conferir parte a quienes han sido marginados en la constitución de lo común. Con esto, los que han sido considerados sin parte bajo regímenes policivos se subjetivan políticamente para evidenciar la forma como ha operado el falso consenso, arrebatándoles su facultad como partes civiles con voz y palabra,
consiguiendo a partir de su subjetivación un reordenamiento del espacio: la reconfiguración de lo sensible que apertura una nueva partición que permita a aquellas partes acceder al espacio negado, pues toda “subjetivación es una desidentificación, el arrancamiento a la naturalidad de un lugar, la apertura de un espacio de sujeto donde cualquiera puede contarse” (Rancière, 1996: 53).
Esta subjetivación de los sin parte se ejemplifica en otras propuestas que han surgido de la filosofía de Rancière, mediante textos como El maestro ignorante y El espectador emancipado. La primera obra del autor evidencia los modos en que la emancipación intelectual es una expresión de subjetivación, donde las partes se asumen como iguales, en lo que refiere el “método de la igualdad” descubierto por Joseph Jacotot en el siglo XIX, quien para enseñar a estudiantes holandeses a hablar francés, aun cuando éste no conocía la lengua neerlandesa, logró tal cometido valiéndose de la lectura de Las Aventuras de Telémaco, de la cual se disponía en edición bilingüe, haciéndoles llegar los textos para posteriormente confrontar lo que habían entendido sin haber recibido una lección de francés. Jacotot partió de la presunción de igualdad de las inteligencias y, a partir de ello, comprobó con sus alumnos que siendo todas las inteligencias de la misma naturaleza -humana- no era necesario establecer un orden explicador: “se podía aprender, cuando así se lo quería, solo y sin maestro explicador” (Rancière, 2018a: 35).
Mientras tanto, sobre la segunda obra, Rancière (2010) plantea las formas de emancipación que se dan en la era del régimen estético del arte, como la posibilidad de quien interactúa con diferentes expresiones artísticas, bien sea el teatro, la fotografía o el cine; consigue develar la subjetivación del espectador, cuando refiere que “la emancipación social ha sido al mismo tiempo una emancipación estética, una ruptura con las maneras de sentir, ver y decir” (p.39). Quien asiste a una función teatral quizá no verá lo que el director de la obra considera debería ver, sino que a partir de la experiencia que tenga en este lugar, creará o proyectará otros mundos a partir de lo que el montaje le genere.
Sobre la misma línea, analizando los fotomontajes de Martha Rosler o fotografías de Alfredo Jaar, Rancière (2010) visibiliza la potencia creativa de estos procesos no sólo como acto de denuncia, sino también como la posibilidad de visibilizar y narrar desde otros ojos, otros modos del sentir, ver y decir. Las imágenes se convierten también en palabras, a partir de las cuales se narra aquello que de otro modo no sería visto, dado que “una imagen jamás va sola. Todas pertenecen a un dispositivo de visibilidad que regula el estatuto de los cuerpos representados y el tipo de atención que merecen” (p.99).
Bajo este panorama, la corriente filosófica ranciriana introduce con el reparto de lo sensible “la existencia de una determinada distribución de la palabra, el tiempo y el espacio” (Castillo, 2023: 421), esto es, todo un mecanismo de visión que permite a través de la ruptura del tiempo y el espacio, por medio de la palabra, ver acontecimientos pasados con detenimiento y distancia para que así se reconozca la existencia de partes que bajo cortes policivos de lo sensible han permanecido sin ser vistas y escuchadas (Castillo, 2023; Galvis & Fajardo, 2020). Bien lo refirió Rancière (2018c) en Tiempos modernos: “está el tiempo de la emancipación, un tiempo que puede arrancar en cualquier punto y comenzar en un momento cualquiera y expandirse al crear conexiones inesperadas” (p.26).
La investigación expuesta en este artículo parte del paradigma crítico como marco epistemológico para la generación de conocimiento, en el que la filosofía crítica adquiere un rol crucial, pues como bien refiere Medina (2022) es un camino que ubica al investigador desde una “escucha radical y como profunda y transformadora conversación con voces y perspectivas excluidas y silenciadas” (p.157), referida por el autor como “una filosofía encarnada, situada y comprometida” (p.157), que permite con fidelidad hacia la razón de ser del pensamiento crítico subvertir el orden establecido por prácticas sexistas y racistas que han limitado las posibilidades de enunciación de partes civiles históricamente marginadas, como ha sido el caso de las mujeres en los escenarios de violencia.
Así, han surgido desde la crítica cuestiones como una estética de la resistencia (Medina, 2022), o para el estudio aquí expuesto, una repartición política de lo sensible desde la gramática de Jacques Rancière
(1996), que permite develar las maneras a partir de las cuales es posible trazar nuevas maneras de ver, sentir y pensar, respecto a los años de La Violencia en Colombia, ampliamente documentados y representados desde las artes en el país. El estudio se orientó por un enfoque cualitativo, considerando su utilidad para la aproximación a los elementos subjetivos del fenómeno de interés, que pasan por la palabra, los relatos y las imágenes, criterios de suma riqueza en términos interpretativos para el análisis propuesto. Además, como sostiene Galeano Marín (2021), a diferencia de otros enfoques, en el cualitativo “la realidad social es subjetiva, se construye de manera permanente en la relación entre los seres humanos y su entorno” (p.111); esta maleabilidad y resistencia a ser una estructura monolítica se articula con la forma como Rancière ha entendido la partición política de lo sensible, considerando que el pensamiento filosófico del autor es el marco analítico de este ejercicio.
En cuanto al alcance del estudio es exploratorio, toda vez que, aunque el período de La Violencia ha sido ampliamente documentado en la literatura académica y científica -como atestiguan los trabajos de García González (2014); Herrera Buitrago, (2017); Rubiano (2017) y Medina (2019)-, a la fecha son pocas las investigaciones que se han llevado sobre el período referido teniendo como unidad de análisis la pintura “Violencia” de Alejandro Obregón, además, ninguna ha empleado el marco crítico que provee la filosofía emancipatoria ranciriana, lo que confiere un elemento de novedad al trabajo para pensar en nuevas líneas de estudio desde la conexión de la estética y la política a través del arte.
Respecto al tipo de análisis realizado en este artículo, conviene delimitar que no corresponde a un estudio técnico de la obra de Alejandro Obregón, por lo que no encontrará el lector herramientas analíticas sobre la imagen o la semiótica; no en el sentido técnico de cómo podría relatarlo un curador o un estudioso de las artes. Es un ejercicio que parte de la reflexión política e interpretación hermenéutica, tomando como referente la filosofía emancipatoria de Jacques Rancière. El autor provee un mecanismo de visión que permite asumir la igualdad de las partes civiles y una subjetivación que para el caso expuesto corresponde a la emancipación frente a la experiencia estética, la posibilidad de ser increpado por la obra y a partir de ella observar, analizar y proyectar otros mundos posibles (Rancière, 2010).
Esto no constituye una postura de militancia política que se desarraigue de la esencia del conocimiento científico, por el contrario, es un ejercicio emancipatorio y de interpretación donde la obra de Alejandro Obregón se convierte en el medio a partir del cual se contrastan las narrativas sobre los años de La Violencia, permitiendo que cualquier espectador que aprecie la obra y recorra las formas en que ha sido contado este período histórico colombiano pueda llegar a conclusiones semejantes, o que consiga encontrar nuevas formas de narrarlo: los caminos de la emancipación permiten reconfigurar políticamente lo sensible para visibilizar partes ocultas, en este caso, las cerca de 11.363 mujeres que durante aquellos años fueron asesinadas en diferentes regiones rurales de Colombia -como atestigua el informe de Fals Borda et al (2016)- y tienen parte mediante la pintura referida.
Finalmente, frente a las consideraciones éticas del ejercicio, se parte del respeto por los derechos de autor y propiedad intelectual de las obras que se emplearon para este análisis, que quedan refrendadas mediante su debida citación y referenciación en el artículo. Además de observar la máxima que fundamenta los estudios de la crítica para “desarrollar un cierto tipo de pensamiento social” que implica “una crítica normativa de la sociedad” (Pereira, 2014: 57); esto es, el deber de todo investigador crítico por denunciar aquello que debería ser y no es: en palabras de Rancière (2019), denunciar eso que no tenía razones para ser visto o escuchado, reconfigurando políticamente lo sensible.
El período de La Violencia ha sido difícil de trazar temporalmente, tanto en su punto de inicio como de finalización, pero en lo que diversos estudiosos coinciden es en que el principal catalizador de los años de violencia bipartidista fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, lo que abrió espacio para numerosas expresiones de artistas plásticos que a través de sus obras proyectaron el caos que este acontecimiento representaría no sólo para Bogotá -la muerte del caudillo se denomina en la historiografía del país como El Bogotazo-, sino también en diferentes puntos de Colombia donde los
estragos se harían sentir en los días posteriores a su asesinato (Bautista Santos, 2023), como lo plasmó Alipio Jaramillo en su pintura “9 de abril” -ver Imagen 1-.
Imagen 3: “9 de abril” de Alipio Jaramillo, 1948.

Fuente: Malagón Kurka (2008: 18)
La pintura de Jaramillo es una síntesis pictórica compuesta por tres planos4 a partir de los cuales el artista refleja el cataclismo en que se convertiría el 9 de abril y los días siguientes que tardó en controlarse la situación desatada con el asesinato de Gaitán, especialmente en la capital del país. El plano superior de la derecha -que abarca poco más de dos terceras partes- evidencia una cantidad de hombres en traje y con armas en las manos, que fue la primera reacción que se dio cuando se confirmó la muerte del caudillo liberal. Algunas radiodifusoras fueron tomadas por un grupo de radicales del liberalismo llamando a la revolución del pueblo, por lo que quienes contaban con armas salieron en un llamado de guerra sin cuartel, donde los objetivos eran símbolos del conservatismo por la presunción frente a la responsabilidad del gobierno en turno por la muerte del líder liberal -iglesias, colegios católicos y conventos fueron atacados durante aquel día-.
Posteriormente, las calles se irían colmado no solo de personas armadas, sino también de turbas de asaltantes -cuadrante superior izquierdo, donde los personajes retratados van en dirección contraria, dando la espalda o de perfil, con herramientas en las manos-, pues la ocasión también generó que muchos negocios y locales fueran saqueados -como lo develan Braun (2019) y Celnik (2021) en sus novelas-; mientras el primer plano refiere una turba de furia con armamento en manos preparados para vengar la muerte de Gaitán, el segundo da cuenta de quienes vieron en el caos la ocasión para tomar lo que encontraban a su paso, bien fuera como herramientas como armamento para la revolución que se iba propagando por la radio -muchas ferreterías fueron asaltadas y el plano referido lo demuestra con un sujeto que empuña una pica-, o como la liberación del instinto de quien se satisface en violar cualquier código de conducta cuando no está siendo vigilado.
Sin embargo, el cuadrante más llamativo es el inferior, donde pueden reconocerse cuerpos tirados en el suelo, una mujer quizá en embarazo y con el horror en su rostro, e incluso un rostro de apariencia cadavérica si se observa diagonal a la derecha donde terminan los pies del trazo del cuerpo femenino referido. Una vez que pasó el caos de personas armadas disparando por doquier en las calles, combatiendo por un objetivo del que no tenían claridad, así como de los despojos a locales y establecimientos comerciales, la ciudad dejó en evidencia las consecuencias de aquel enajenamiento: multitudes de cuerpos en las calles y que luego serían llevados al cementerio central, donde al igual que lo haría Obregón con “Masacre 10 de abril” -ver Imagen 1-, Jaramillo plasma visualmente el panorama
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4 Imagine el lector que la Imagen 3 se divide en tres partes: las dos partes del plano superior -derecho e izquierdo-tienen la forma de un rectángulo en posición vertical, mientras el plano inferior es un rectángulo en posición horizontal.
que pasará inadvertido en los años siguientes con el recrudecimiento de La Violencia, del cual los pintores de la época dejarían un registro para retornar y reinterpretar el pasado.
De esta manera, en las décadas posteriores donde las expresiones de violencia se recrudecerían progresivamente, “los artistas se ubican en la posición de testigos de los hechos violentos” y a partir de sus obras configuran dispositivos críticos para “manifestarse como una forma de denuncia y advertencia” frente a la barbarie que a través de relatos en la radio y difusiones de prensa se harían reiterativos durante aquella época (Bautista Santos, 2023: 434). Aun así, aunque fueron muchos los artistas que plasmaron la hecatombe de estos años, sería Alejandro Obregón quien conseguiría a partir de su pintura “Violencia”
-ver Imagen 4- marcar “un hito en la historia del arte en Colombia, al ser considerada un símbolo de las violencias sufridas a lo largo del territorio y la historia de Colombia bajo el lenguaje del arte moderno” (Cifuentes Acevedo, 2024: 17); una obra que además de abrir nuevos caminos para el arte moderno colombiano, también trazó un sentido poético de la muerte de la violencia bipartidista.
Imagen 4: “Violencia” de Alejandro Obregón, 1962

Fuente: Banco de la República, Museo de Arte Miguel Urrutia -MAMU- (2024)
“Violencia” es una metáfora visual a partir de la cual Obregón proyectó la violencia bipartidista del país que se ensañó con los cuerpos, pero también, con la tierra misma “trascendiendo así una representación anecdótica y literal de la guerra”, lo que ha permitido ampliar en estudios posteriores las implicaciones de esta pintura para valorar desde la distancia La Violencia en Colombia, además de las nociones sobre el género y la corporalidad femenina en aquellos años, tal como lo evidencia el estudio de Cifuentes Acevedo (2024: 20). En su mayor parte dominada por tonos oscuros que van entre gris, marrón, ocre y algunos detalles sutiles de rojo, la pintura del artista conforma una especie sarcófago a partir del cual se mantiene como en cámara ardiente el reflejo de los años de violencia experimentada por el país entre la década de los cuarenta y sesenta, como un elemento sensible de memoria, pero también como una imagen con potencia reflexiva para la reinterpretación del pasado y pensar en las partes que no han sido contadas.
Para efectos de este artículo, la pintura del artista configura un dispositivo crítico que visibiliza la parte de las sin parte del período histórico referido: las mujeres que murieron durante aquellos años. Aunque las estadísticas sobre el número de partes civiles asesinadas durante este período suelen ser imprecisas y se ha referido la existencia de subregistros significativos por el limitado manejo de datos demográficos de la época (Romero – Prieto & Meisel – Roca, 2019), algunas proyecciones señalan que entre 1946 y 1964 cerca de 11.363 mujeres fueron asesinadas en función de la pugna bipartidista (Bello Montes, 2008).
No obstante, la imprecisión de las estadísticas y el subregistro sobre las víctimas, así como la ambigüedad para establecer responsabilidades sobre las atrocidades cometidas durante La Violencia, las conductas punibles y la reparación por los hechos victimizantes, conduce a cuatro reflexiones que desde la gramática ranciriana merecerían profundizarse para reconocer que la observación detallada de “Violencia” no sólo representa una experiencia estética que atestigua la crudeza de un período histórico
en Colombia, sino también la posibilidad de retrazar los cortes de lo sensible y cuestionarse por las partes civiles que continúan sin ser vistas y escuchadas, y que a través del dispositivo provisto por Obregón representan el luto de las sin parte que pudieron fugarse de las 11.363 mujeres cuyos cuerpos sí fueron contados (Romero – Prieto & Meisel – Roca, 2019; Villamizar, 2018; Bello Montes, 2008) .
En primer lugar, la pintura de Obregón constituye un dispositivo a partir del cual se presenta al espectador el dilatado luto por la muerte de 11.363 mujeres que según consta en los registros fueron asesinadas durante el período de La Violencia, permitiendo preservar mediante la síntesis visual del artista la memoria sobre las formas como en estos años fueron asesinadas las mujeres: rostros maltratados y golpeados, senos cercenados, cuerpos arrojados a la tierra para ser hallados perdidos entre montañas y maternidades despojadas, pues tras la vida de las mujeres como partes civiles, se interrumpían las de los fetos que habitaban en sus vientres. Desde este primer argumento, “Violencia” atestigua la constitución del cuerpo como botín de guerra de una lucha bipartidista y reconoce las partes que no fueron contadas durante los años de La Violencia, pues sólo con la publicación del primer informe de comisión de estudios sobre los orígenes de la violencia en 1962 consiguieron contarse, tal como evidencia el texto “La Violencia en Colombia” (Fals Borda et al, 2016).
“Violencia” consigue que una estadística que da cuenta de la magnitud de las partes civiles femeninas que fueron asesinadas durante aquellos años, pueda tener otra manera de contarse, un nuevo trazo de lo sensible que desplaza la noción cuantitativa para conferirle atributos cualitativos: un rostro que refleja un suspiro agónico, senos -uno de ellos cercenado-, un vientre abultado, un cuerpo maltratado y los signos de humanidad que se distancia de un mero dato estadístico para reivindicar el sujeto, la parte civil despojada por distribuciones policivas que determinaron las vidas que merecían o no ser vividas, otorgando la parte de las sin parte. Pero, a su vez, la pintura de Obregón consigue también cobrar parte por otras sin parte: las mujeres que escapan a la cifra que se ha afirmado durante décadas a partir del reporte sobre las causas de La Violencia (Fals Borda et al, 2016). “Violencia” representa la parte oculta que se esconde detrás del subregistro de dicho período histórico, de ahí que surja la segunda reflexión de este manuscrito.
Y es que sólo a partir de 1959 la Policía Nacional comienza a llevar un registro riguroso del número de muertes de aquella época. Por tanto, si se considera que La Violencia para algunos expertos daría inicio en 1946 con el retorno de los Conservadores en el poder y finalizó en 1964 con las desmovilización de las últimas guerrillas campesinas creadas durante las olas de violencia precedentes, existen por los menos trece años -entre 1946 y 1959- en los que la exactitud de la información recolectada presenta vacíos, que, por tanto, confieren lugar a la existencia de otras partes civiles no contadas, partes que mediante “Violencia” pueden tomar parte, ser visibles y audibles (Valencia Gutiérrez, 2021; Romero -Prieto & Meisel – Roca, 2021).
Con lo anteriormente descrito, emerge una tercera reflexión, relacionada con la capacidad de “Violencia” como dispositivo para retrazar el corte de lo sensible que se ha consolidado alrededor del período de La Violencia. La pintura introduce un litigio, entre la partición policiva que se creó frente a la dificultad para fijar responsabilidades sobre las muertes de la violencia bipartidista e, inclusive, el subregistro sobre el número de víctimas, y la partición política de lo sensible, que es la que reposa en la obra de Obregón con la posibilidad de reclamar la parte de las sin parte, las mujeres asesinadas durante aquellos años. La obra resquebraja los cortes policivos que han impedido pensar en otros mecanismos de justicia y que, al acordar la existencia de los subregistros como grandes relatos -un falso consenso que de alguna manera lleva a asumir la imposibilidad técnica de conocer las partes que conforman el subregistro- impiden otras explicaciones posibles.
Finalmente, como cuarta reflexión puede inferirse que la filosofía que provee Jacques Rancière sobre la partición de lo sensible funge como un mecanismo de visión que permite al espectador que se acerca a observar detenidamente a “Violencia” hallar la parte de las sin parte. La obra increpa a quien la observa y le permite encontrar otro mundo posible, donde el cuerpo que se posa en la pintura refrenda que 11.363 muertes son una magnitud significativa estadísticamente para dimensionar la barbarie de la violencia parricida, pero también da cuenta de la representatividad cualitativa de un solo cuerpo como parte civil
despojada violentamente del espacio. Donde, además, es permitido cuestionarse por las partes no vistas, no contadas y escuchadas, que se camuflan en narrativas policivas que se enquistan sobre la expresión “subregistro”, haciendo valer así la parte negada, la parte de las sin parte: “Violencia” actúa como un dispositivo crítico que fisura la partición policiva para denudar un corte político de lo sensible.
Así, con la fisura de la partición policial de lo sensible que emerge de los años de La Violencia, la pintura de Obregón traza otro corte de lo sensible: una partición política donde a partir de la emancipación del espectador hace posible el reconocimiento de otras partes civiles que han pasado inadvertidas. La filosofía de la emancipación ranciriana posibilita el reconocimiento de otros mundos que mediante la sensibilidad y creatividad dan voz a quienes no han tenido voz, hace audibles las partes inaudibles, da parte a las otrora sin parte, pues una vez que la pintura increpa a quien la observa se subjetiva políticamente para asumirse como una parte civil, desordenando la naturaleza homogénea de lo policivo, para dar lugar a lo heterogéneo: la repartición política de lo sensible.
Los aparatos y expresiones que ha desarrollado el arte han permitido que más allá de la experiencia estética o del acto de denuncia de los artistas plásticos, escritores, fotógrafos y cineastas, se configuren dispositivos críticos a partir de los cuales emergen nuevos puntos de enunciación y visibilización que bajo otras circunstancias podrían pasar inadvertidos. Así, en regiones como América Latina marcadas por guerras civiles, conflictos internos y violencias de Estado, han surgido un conjunto de dispositivos que fungen como memoria sensible de períodos turbulentos experimentados por cada país de la región según su contexto y momento histórico.
En el escenario colombiano, el período de violencia bipartidista conocido como La Violencia dejó una huella indeleble para la memoria colectiva del país, que a través de la pintura moderna ha permitido no olvidar la crudeza de aquellos años, que representaron un costo en vidas que deterioró el tejido social y, además, fijaría un precedente para posteriores formas de violencia. Así, como lo ha develado el manuscrito aquí expuesto al lector, quizá una de las pinturas emblemáticas para representar este período ha sido “Violencia” de Alejandro Obregón, que consigue sintetizar visualmente las formas de violencia hacia el cuerpo y la geografía del territorio entre 1946 y 1964.
No obstante, a partir de la filosofía de Jacques Rancière la pintura permite también reclamar la parte de las sin parte del período de La Violencia, fijando su atención en la corporalidad femenina, en las más de
11.363 mujeres que murieron en aquellos años, denudando no sólo la barbarie de una pugna bipartidista (Fals Borda et al, 2016), sino también la anulación de las mujeres como sujetos políticos, que mediante la pintura cobran espacio como partes civiles audibles y visibles. “Violencia” de Obregón consigue que a partir del cuerpo allí pintado se interpele al espectador para reclamar por la parte negada, la parte de las que no han tenido parte, pues, aunque como se ha referido en diferentes escenarios la verdad tiene un matiz caleidoscópico (Garzón Vallejo, 2023), no puede desconocerse que con regularidad puede verse subsumida por grandes relatos que llevan a invisibilizar a partes civiles que históricamente han resultado marginadas de la presencia en lo común.
Por ende, la lectura de “Violencia” de Alejandro Obregón a partir de la filosofía ranciriana conforma todo un mecanismo sensible de visión que rompe la configuración policial de los años de La Violencia, situando en primer plano la queja por las vidas perdidas de las mujeres, que como en espiral resultan cosificadas en escenarios de guerra; razón por la cual, una revisión del pasado permite que un país como Colombia no solamente aprecie desde la distancia los efectos de una sociedad estratificada, que asigna lugares y posiciones, así como posibilidades de ser o no ser parte (lo policivo para Rancière), sino también para en retrospectiva pensarse otras formas de reparación que hagan justicia por la parte de las sin parte: reconocer las narraciones policivas de los años de La Violencia y dar lugar a procesos de reparación y justicia simbólica que reconozcan sus ausencias como partes cuyo duelo y luto continúa latente a través del dispositivo heredado del arte moderno por Obregón: dar apertura a una partición política de lo sensible.
Sin duda, la pintura de Obregón funge como dispositivo crítico en la medida que permite una reflexión profunda cuando cualquier sujeto es increpado por ella desde la institución museal o como imagen proyectada en la era donde el arte también se ha tomado las pantallas. La criticidad del dispositivo emancipa al espectador para que como cualquier experto se observe, seleccione, compare e interpreten la pintura del autor con otras obras del período, así como narrativas que se han desarrollado en la literatura del país: algunas novelas como El Cadáver insepulto de Arturo Alape, Viento Seco de Daniel Caicedo o Siervo sin tierra de Eduardo Caballero pueden resultar una fuente de contraste de gran potencia para los lectores que se sientan turbados a partir de lo que este manuscrito ha detallado, que son resultado de la asunción de la igualdad de inteligencias a partir de la filosofía de Jacques Rancière, que permiten subjetivarse para crear o trazar otros mundos posibles.
Por ello, “Violencia” es un dispositivo crítico que hace parte de un sistema de expresiones artísticas que llevan a “repensar la precariedad” como lo ha referido Butler (2010) y la vulnerabilidad de las partes civiles: permite de forma simbólica ampliar las reivindicaciones sociales por la muerte de tantas mujeres que durante los años de La Violencia fueron despojadas de su vida, pero también de la dignidad y la posibilidad de tener parte en la construcción de lo común.
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