PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32
Artículos
https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.19465
HEIDEGGER Y LA EXCEPCIONALIDAD HUMANA EN LOS GRUNDBEGRIFFE DE 1929
AMBIENTE ANIMAL E MUNDO HUMANO
Heidegger e a excepcionalidade humana nos Grundbegriffe de 1929
ANIMAL ENVIRONMENT AND HUMAN WORLD
Heidegger and Human Exceptionality in the 1929 Grundbegriffe
Juan Vila
(Universidad de Buenos Aires, Argentina)
Recibido: 04/09/2024
Aprobado: 15/12/2024
RESUMEN
Este artículo propone una reconstrucción del análisis comparativo ofrecido por Heidegger en los Grundbegriffe (1929) en torno a la diferencia entre animales y humanos, con el objetivo general de establecer afinidades entre Heidegger y algunas líneas contemporáneas en filosofía y estudios de cognición animal. Luego de abordar el argumento original de Heidegger, analizaré dos tipos de crítica que han sido dirigidas al mismo, para luego responder a las mismas sobre la base de la concepción heideggeriana del organismo biológico, y del carácter semiótico que yace en el corazón de su caracterización de la conducta animal y el comportamiento humano. Concluiré explorando brevemente algunas consecuencias éticas que surgen de este enfoque, a saber, que la racionalidad humana no designa una propiedad de la especie, sino una relación específica (normativa) con el medio ambiente y, por tanto, que esta relación no es exclusiva (ni esencial) del animal humano.
Palabras clave: animalidad. humanidad. organismo. posthumanismo. fenomenología.
RESUMO
Este artigo propõe uma reconstrução da análise comparativa oferecida por Heidegger nos Grundbegriffe (1929) sobre a diferença entre animais e humanos, com o objetivo geral de estabelecer afinidades entre Heidegger e algumas linhas contemporâneas na filosofia e nos estudos da cognição animal. Após abordar o argumento original de Heidegger, analisarei dois tipos de crítica que foram dirigidos a ele, para então responder a essas críticas com base na concepção heideggeriana do organismo biológico e no caráter semiótico que reside no cerne de sua caracterização da conduta animal e do comportamento humano. Concluirei explorando brevemente algumas consequências éticas que surgem desta abordagem, nomeadamente, que a racionalidade humana não designa uma propriedade da espécie, mas
sim uma relação específica (normativa) com o meio ambiente, e portanto, que esta relação não é exclusiva (nem essencial) do animal humano.
Palavras-chave: animalidade. humanidade. organismo. pós. humanismo. fenomenologia.
ABSTRACT
This article proposes a reconstruction of the comparative analysis offered by Heidegger in his 1929 Grundbegriffe concerning the difference between animals and humans. My main goal is to establish certain affinities between Heidegger and some contemporary lines of philosophy and studies of animal cognition. After addressing Heidegger’s original argument, I will analyze two types of criticism that have been directed at it, and then respond to these criticisms based on Heidegger’s conception of the biological organism and the semiotic nature at the heart of his characterization of animal behavior and human comportment. I will conclude by briefly exploring some ethical consequences that arise from this approach, namely, that human rationality does not designate a property of the species, but a specific (normative) relationship with the environment, and therefore, that said relationship is not exclusive (nor essential) to the human animal.
Keywords: animality. humanity. organism. posthumanism. phenomenology.
En los últimos años, la problemática en torno a la relación entre animalidad y humanidad ha tenido un impulso notable, sobre todo debido a la emergencia –en diferentes círculos académicos y no académicos– del llamado “post-humanismo” (Haraway, 1991; Crowell, 2017; Pérez Luño, 2021). No obstante, el problema del establecimiento de límites claros entre el humano y otras formas de vida es un tema estructural de la filosofía occidental al menos desde Aristóteles.
La filosofía de Heidegger representa una expresión singular en la historia de esta problemática. Su proyecto de una reformulación fenomenológica y ontológica del concepto de “lo humano” tiene un punto álgido en sus lecciones de Friburgo de 1929/30, conocidas como Grundbegriffe der Metaphysik. Mediante una discusión detallada de los trabajos de científicos como Jakob von Uexküll, Hans Dreisch o F. J. J. Buytendijk, Heidegger “se enfrenta a diversos problemas de la filosofía de la biología” (Alsina Calvés, 2018, p. 62) con la intención de establecer un diálogo productivo entre la ontología fundamental y las ciencias positivas, al mismo tiempo que señalando los límites de éstas últimas –y la consecuente necesidad de “una interpretación metafísica de la vida” (Heidegger, 2015, p. 239)– para abordar el fenómeno de la existencia humana en el mundo.
Allí Heidegger realiza una distinción entre entidades “sin mundanidad” (Welt-los) como una piedra, entes con una “pobreza de mundo” (Welt-arm) como un animal, y entes “configuradores de mundo” (Welt-bilden) como los seres humanos. El énfasis y la insistencia en una “diferencia abismal” entre humanos y animales ha hecho que muchas interpretaciones contemporáneas de este período sitúen a Heidegger como un representante de la tradición que reivindica la excepcionalidad humana en el mundo natural, ignorando o incluso confrontando con la teoría darwiniana de la evolución (Malpas, 2012: p.
128) que pone el énfasis precisamente en la esencial continuidad entre los organismos animales y humanos. Para ponerlo en los términos de Engelland (2015), mientras que Heidegger defiende la existencia de una “diferencia de tipo (kind)” entre humanos y animales, la biología contemporánea –y con ella, el naturalismo como posición filosófica dominante en la actualidad– afirma que se trata tan sólo de una “diferencia de grado (degree)” (p. 175).
En este artículo quiero hacer tres cosas. En primer lugar, ofreceré una reconstrucción del análisis heideggeriano, caracterizado por el método comparativo, que consiste principalmente en abordar el
concepto de “mundo” y su relación con el hombre, contrastándola con el modo en que otras entidades no-humanas se vinculan al ambiente.
En segundo lugar, abordaré dos tipos de crítica que han sido frecuentemente dirigidas a Heidegger, analizando su pertinencia y su alcance. Señalaré una dificultad que subyace a la mayoría de estas críticas, a saber: que el argumento que toma la continuidad biológica entre animales y humanos como impugnación al enfoque propuesto en los Grundbegriffe sólo se sostiene sobre una interpretación errónea de la concepción heideggeriana del organismo biológico.
Por último, sugeriré que para superar algunas dificultades e iluminar tanto las diferencias como las continuidades entre humanos y animales, es necesario poner el énfasis en el carácter semiótico en el corazón del argumento heideggeriano.
A modo de conclusión, exploraré sucintamente algunas consecuencias éticas que se derivan del enfoque heideggeriano, a saber, que la racionalidad humana no designa una propiedad de la especie, sino una relación específica (normativa) con el medio ambiente y que, por tanto, esta relación no es exclusiva del homo sapiens ni tampoco esencial a éste.
En los cursos dictados en el semestre de invierno de Friburgo en 1929 y 1930, conocidos como Grundbegriffe der Metaphysik, Heidegger se aboca a una relectura de los principales resultados de la ciencia experimental de su tiempo a la luz de su propia ontología fundamental. Como varios autores han señalado (Dahlstrom, 2002; Buchanan, 2008) la estrategia de Heidegger surge como respuesta a las críticas que algunos filósofos —como Helmuth Plessner, Karl Löwith, Hans Jonas y, en especial, Max Scheler— habían dirigido sobre Ser y Tiempo, debido a la escasez de reflexiones en torno a la relación del hombre con el mundo animal y orgánico en su conjunto (Vila, 2023).
En dichos cursos, Heidegger quiere abordar junto a sus estudiantes el fenómeno del “mundo” (Welt) desde una perspectiva comparativa, que contrasta explícitamente con otras dos perspectivas desde las cuales se había abordado el fenómeno del mundo: la perspectiva ontológica (desarrollada en Ser y Tiempo) y la perspectiva histórica (presente en su ensayo Vom Wesen des Grundes, escrito también en 1928). En los Grundbegriffe ya no se trata de rastrear una “historia” del concepto de “mundo” en la filosofía occidental, ni el modo en que éste se presenta fenomenológicamente en la existencia cotidiana, sino de comprender el mundo como el correlato de un modo específico que tiene el ser del humano de vincularse con su entorno, que lo diferencia radicalmente de otras formas (animales o minerales) de vínculo (Heidegger, 2015, pp. 225-227). De estos análisis Heidegger extrae sus famosas “tesis comparativas”: la piedra es “a-mundana”, el animal “pobre de mundo”, y el humano “configurador de mundo”.
Como la característica central del hecho de habitar un mundo (lo que en 1927 Heidegger denomina ser- en-el-mundo) está marcada por el fenómeno de la “significatividad” (Bedeutsamkeit), la manera correcta de entender dichas tesis es como una comparación en el modo que tienen diferentes entes de vincularse significativamente con su entorno, i.e., su relación con el significado. Debido a que los seres humanos habitamos la Naturaleza de un modo significativo y lingüísticamente mediado –lo cual supone siempre ya una trama de prácticas sociales específicas– la única posibilidad que tenemos de establecer un análisis comparativo con animales y minerales es preguntando desde la perspectiva de nuestra propia relación (significativa) con el entorno, lo cual explica el carácter negativo de las caracterizaciones, i.e., como “pobreza” o “ausencia”.1
De modo que la presencia de mundanidad no es una marca de “superioridad”, sino tan sólo una cualidad propia del modo humano de existencia (Heidegger, 2015, pp. 244-245). Mediante la aproximación
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1 Ya en Ser y Tiempo Heidegger afirmaba que “la ontología de la vida se lleva a cabo por la vía de una interpretación privativa; ella determina lo que debe ser para que pueda haber algo así como un “mero vivir [Nurnoch-leben]” (Heidegger 2006b, p. 50).
comparativa Heidegger busca evadir la forma tradicional de representación de la Naturaleza biológica que emplea la complejidad morfológica como un criterio para establecer la “superioridad” de una especie sobre otra en una jerarquía rígida. Según esta “tasación corriente” cometemos el error fundamental de creer que “las amebas y los infusorios son animales más imperfectos que los elefantes y los monos” (2015, p. 249).
En el curso de estas lecciones, Heidegger empleará una suerte de “naturalismo no reductivo” (Storey, 2015, p. 12) para mostrar que los seres humanos exhiben un modo de vinculación con el entorno que es peculiar y diferenciado, y que este hecho es el que justifica la adscripción de mundaneidad al Dasein humano, y no al resto de las criaturas de la tierra, lo cual a su vez legitima la autonomía de la ontología fundamental con respecto a otras disciplinas como la antropología o la biología.
Para marcar esta diferencia esencial entre el modo humano y el modo animal de habitar es que Heidegger diferencia la “conducta” (Benehmen) animal del “comportamiento” (Verhalten) humano. Desde el punto de vista comparativo, la conducta animal puede iluminarse primeramente al ser contrastada con aquello que no tiene ninguna conducta, como una piedra. Aunque ambas son capaces de “movimiento”, el movimiento de un animal en su ambiente es de un tipo totalmente diferente al movimiento de una piedra en el espacio. Mientras que la piedra puede ser movida por un objeto adyacente o por una fuerza física externa, el organismo animal se mueve “impulsado” a cada instante por un conjunto de factores ambientales que “desinhiben” una conducta específica.
Una distinción similar fue propuesta sesenta años más tarde por el biólogo y filósofo Ernst Mayr, al distinguir entre procesos teleomáticos y procesos teleonómicos. Un proceso teleomático es uno cuyo “estado final” puede ser entendido como el desenvolvimiento de movimientos producidos por leyes naturales. El “estado final” del movimiento de una roca, por ejemplo, ocurrirá cuando ésta llegue a una posición de equilibrio cinemático en donde las fuerzas que actúan sobre ella se compensan mutuamente, y la piedra esté en reposo; un pedazo de hierro caliente llegará a su “estado final” cuando su temperatura y la temperatura ambiental sean iguales (Mayr, 1988, p. 44). Un proceso teleonómico, por otro lado, es un movimiento que implica “una conducta con finalidad” (p. 45): migración, alimentación, cortejo, reproducción, ontogenia, son todos procesos teleonómicos. Mientras que los primeros abundan en la naturaleza inanimada, los procesos teleonómicos constituyen “la característica central del mundo orgánico” (ibid.). La presencia de una “finalidad” en la explicación de Mayr no debe llevar a pensar que se trata de una “acción intencional”. La inclusión de la ontogenia como proceso teleonómico, por ejemplo, debería dejar en claro que la estructura teleológica de la conducta animal no debe atribuirse a la presencia de “estados internos” sino más bien a la operación de un programa (Mayr, 1988, p. 45).
Un programa puede definirse como “información codificada o predefinida que controla un proceso (o conducta) conduciéndolo hacia un fin determinado” (p. 49). Algunos programas controlan la totalidad del proceso (como el caso de la síntesis proteica) y por lo tanto son “cerrados”. Pero la mayoría de los seres vivos instancian programas abiertos, esto es, información que guía un proceso plástico y modificable mediante el ingreso de nueva información durante la vida del organismo. Un movimiento teleonómico como la “huida”, por ejemplo, requiere tanto reflejos fisiológicos innatos, como el aprendizaje de los estímulos concretos que identifican al predador e impulsan la huida (formas, olores, sonidos, etc.). Heidegger (2015), por su parte, emplea el concepto de “impulso” (Trieb) para referirse este “modo totalmente específico de movimiento” que no puede ser reducido a una “sucesión de acontecimientos” (p. 289). Movimiento orgánico y movimiento mecánico son ambos “procesos”, pero sólo el primero es normativo: los impulsos (huir, perseguir, cantar, devorar, etc.) son por definición movimientos teleonómicos, y por lo tanto no pueden explicarse “por ninguna mecánica ni matemática teóricas, por muy complicadas que sean” (ibid.).
Ahora bien, aunque el movimiento impulsivo es irreductible al movimiento mecánico, también es absolutamente diferente del comportamiento humano. En la conducta (Benehmen), el animal “se conduce” (sich benehmen) impulsado por factores ambientales que desinhiben una determinada respuesta codificada total o parcialmente en el programa. Incluso si esta respuesta no es automática (un programa abierto en efecto autoriza una multiplicidad de conductas específicas relacionadas con el factor
ambiental desinhibidor) lo importante a tener en cuenta es que la conducta animal no es el producto de una “deliberación consciente” sobre un “estado de cosas” ocurrente en “el mundo”, sino un movimiento impulsivo en respuesta a factores ambientales que desinhiben una conducta programada.
Para mostrar esto, Heidegger recurre a los experimentos de fototropismo de las abejas (Anthophila) realizados por el biólogo checo Emanuel Radl en su libro Untersuchungen über den Phototropismus der Tiere (1905). Radl mostró que el curso de vuelo de una abeja entre la colmena y el alimento está condicionado por factores ambientales como la dirección de la luz del sol. Tal es así que las abejas – habiendo recorrido varios kilómetros– vuelven exactamente al lugar de la colmena siguiendo un ángulo específico de la luz solar sobre sus cuerpos. Pero –y aquí está el carácter decisivo de la conducta animal– si la colmena es movida unos metros de su lugar original, las abejas comenzarán a sobrevolar el lugar vacío dejado por la colmena, y sólo luego de repetidos vuelos, encontrarán la nueva locación, a pesar de que la colmena está cerca y “a la vista”. La rigidez de la conducta determina un “espacio de juego” limitado, donde la abeja no es capaz de “tomar distancia” respecto del elemento que desinhibe su vuelo. Esto significa decir que el vuelo de la abeja no es intencional sino impulsivo. Otro tanto ocurre con la acción de libar. Se ha mostrado experimentalmente que, si se secciona quirúrgicamente la parte inferior del abdomen de una abeja, ésta continuará libando sin “advertir” que aquello que absorbe se le escapa por otra parte: “el estar absorto en la comida impide al animal posicionarse frente a la comida” (2015, p. 295).

Figura 1. Ilustración del experimento de Radl (von Uexküll, 1940, p. 58)
Lo que muestra este experimento es que el animal permanece “agitado dentro de una multiplicidad de impulsos” (Heidegger, 2015, p. 301). Con la idea de una “agitación” o “perturbación” (Benommenheit) Heidegger designa el modo propio que tiene la abeja de vincularse con su entorno: una cierta “inflexibilidad” en el patrón de movimientos que constituye la conducta animal, para el cual no hay “cosas”, sino puras “desinhibiciones” (Enthemmende).
Este lenguaje ha conducido frecuentemente a entender la perturbación animal como un acceso “deficiente” a la realidad. A esta conclusión había llegado Max Scheler un año antes: lo que define al hombre es su capacidad de “tomar distancia” de las cosas para comprenderlas en un “conocimiento objetivo” (2008, p. 72). De esta forma, su antropología filosófica establece “una gradación unificada de materia, vida y espíritu” en la cual el humano aparece como “el ser que unifica en sí mismo todos los niveles” (Heidegger, 2015, p. 242). Sin embargo, hablar de la diferencia entre animal y humano en términos de un “acceso al mundo” –tal como hace, por ejemplo, Muñoz Pérez (2013)– conlleva a reforzar una lectura que entiende al animal como una entidad cognoscitivamente deficiente que “sólo tiene un acceso limitado al mundo o a lo ente” (p. 88). En un abordaje como este, se pierde de vista que, en el caso animal, es tan absurdo hablar de “ignorancia”, como en el caso de una piedra hablar de “muerte”: así como la piedra no “muere” porque la posibilidad de una vida le está vedada, el animal no ignora, porque tampoco puede conocer: la abeja no “sabe” dónde está la colmena, ni tampoco “constata” que
hay o falta néctar, así como tampoco “se da cuenta” de la posición del sol, no por ignorancia (como si pudiera saberlo en otras circunstancias) sino simplemente porque su relación con ellas no es una relación conceptual, lingüística o cognoscitiva en ningún sentido relevante.
Ciertamente, la abeja es capaz de percibir y emitir señales, y por lo tanto capaz de entablar una relación significativa (i.e. semiótica) con su ambiente. Pero no es capaz de percibir el polen como polen, por el simple hecho de que no percibe ningún “ente”. La posibilidad misma de percibir algo –esto es, una cosa como siendo algo determinado, un ente específico (en este caso, “polen”)– supone dos condiciones ausentes en la conducta animal y presentes en el comportamiento humano.
La primera condición es la posibilidad de asumir una actitud normativa con el ambiente, de modo tal que la afirmación “esto es polen” implica una articulación básica en donde el criterio normativo está dado por cómo son las cosas en el mundo. Incluso si estamos equivocados (las cosas no son así) nuestro comportamiento implica una toma de posición en donde nos comprometemos con la verdad de que las cosas son de tal o cual modo (allí hay polen). Heidegger designa a esta forma de relacionarse con los entes con el término Verbindlichkeit (“responsabilidad”). Podría decirse que el comportamiento es una “conducta responsable” en sentido de lo que McDowell (1994) denomina “responsividad (answerability) ante el mundo”, esto es, la capacidad de dar cuenta de cualquier acción o declaración como una respuesta (answer) al modo en que se encuentra configurado el ambiente en sí mismo (p. 14), y no como respuesta a un impulso ciego. En el lenguaje de Heidegger, la responsabilidad significa “retroceder ante lo ente a fin de que éste se manifieste en lo que es y tal como es, a fin de que la adecuación representadora extraiga de él su norma” (2000, p. 60). Esta “manifestación” o “descubrimiento” del ente como ente es lo que Heidegger denomina “verdad” (ἀλήθεια). Que la verdad sea el criterio normativo de nuestras prácticas significa que su regulación proviene de las cosas en tanto que son “de tal o cual forma”, y no en tanto fuentes de alimento, inhibidores, indicadores, etc.
La segunda condición es la posibilidad de ubicar al ente (el “polen”) dentro de un campo más amplio de significaciones dentro del cual el polen puede tener sentido como tal (el polen es polen de la flor, un vegetal, que está en la tierra, sobre la pradera del campo, etc.) Tomada aisladamente, la idea de “polen” no significaría absolutamente nada. En la afirmación más trivial acerca de algo “hablamos ya siempre desde un ente manifiesto en su conjunto” (Heidegger, 2015, p. 410) y sólo podemos referirnos normativamente a un ente –de modo que ellos proporcionen la norma– porque ya nos comportamos respecto a una totalidad referencial, y el ente, a su vez, es comprendido en base a sus posibilidades dentro de este espacio de juego en el cual se despliega. A esta posibilidad humana de comportarse a partir de una totalidad referencial Heidegger la llama “integración” (Ergänzung).
Sin estas dos condiciones (que el ente sea la fuente normativa de la acción, y que esté integrado en una totalidad referencial), las cosas no podrían manifestarse ante un animal. No podrían –para emplear la fórmula heideggeriana– percibir “algo como algo” (etwas als etwas) (Heidegger, 2015). Esta articulación básica se expresa primordialmente en la posesión de lenguaje (Heidegger, 2004, 2006b), pero la articulación lingüística y conceptual de la realidad está fundada en el comportamiento:
La estructura del “en tanto que” corresponde, dicho a grandes rasgos, a nuestro “comportamiento”, lo cual no significa que sea algo subjetivo (…): hablando, yendo, comprendiendo, yo soy, en tanto existencia, trato comprensivo. Mi ser en el mundo no es otra cosa que este moverse ya comprensivo en estos modos de ser (Heidegger, 2004, pp. 121-122)
De modo que el comportamiento no sólo es previo a la articulación lingüística, sino que es su condición misma de posibilidad. Sin embargo, el fenómeno del lenguaje es central no sólo para comprender el argumento general de Heidegger a favor de la diferencia entre humanidad y animalidad, sino también para comprender las distintas acogidas de su argumento en la filosofía contemporánea.
Es claro que para Heidegger sólo los seres humanos son capaces de asumir una relación normativa e integral con el entorno, y por lo tanto son los únicos capaces de “lenguaje”. De modo que la diferencia esencial entre criaturas no-lingüísticas y criaturas lingüísticas es correlativa a la diferencia entre habitar un “ambiente” (Umwelt) y habitar un “mundo” (Welt). En nuestras prácticas normativas, ponemos de manifiesto el ser de las cosas de un modo tal que “nuestro ambiente no es sólo un anillo circundante de impulsos instintivos que conviene a un animal, sino un mundo abierto y conceptualmente articulado, de significados posibles sobre los que podemos hablar, argumentar o votar” (Sheenan, 2015, p. 104).
Mientras que al animal le corresponde una “apertura” (Offensein) a los factores ambientales que desinhiben su conducta, sólo al humano le corresponde una “manifestabilidad” (Offenbarkeit) de las cosas como lo que son. Esto no significa que una abeja no perciba nada, sino que no percibe nada como algo, es decir, como siendo de algún modo. En otras palabras, una abeja percibe una flor violeta, pero no percibe que la flor es violeta. Cuando una criatura “percibe que…”, su actitud va referida a un “estado de cosas” (Sachverhalt) por el cual se responsabiliza, ya que percibir un estado de cosas equivale a comprometerse con él, esto es, a asumir una posición desde la cual es posible establecer que las cosas son de esa manera (McDowell, 2018, p.2). Los animales, absortos en sus necesidades inmediatas, simplemente no son capaces de asumir intersubjetivamente un compromiso normativo hacia las cosas, y por ello no tienen la capacidad –ni la necesidad– de un lenguaje.
Esta conclusión ha dado lugar a fuertes cuestionamientos por parte de diversos autores. Frecuentemente las críticas dirigidas a Heidegger han sido de dos tipos: o bien se han criticado las tesis comparativas sobre una base empírica, argumentando que dichas tesis no soportan la evidencia científica a favor del lenguaje animal (McIntyre, 1999; Buchanan, 2008); o bien se ha criticado la orientación filosófica general de Heidegger, a quien se acusa de sostener una tesis antropocéntrica de la excepcionalidad humana, ignorando flagrantemente la realidad corpórea del Dasein (Wolfe, 2010; Engelland, 2015, 2018) y la continuidad humano-animal implicada en la teoría de la evolución (Searle, 2005; Storey, 2015).
En su libro Dependent Rational Animals, MacIntyre (1999) dirigió contra Heidegger la acusación de haber atribuido “una única condición al conjunto de los animales” –la pobreza de mundo– olvidando así “las diferencias fundamentales” que existen entre garrapatas y abejas, por un lado, y mamíferos superiores como los delfines o los chimpancés, por otro (p. 48). Según MacIntyre, su posición ignora no sólo las peculiares capacidades de algunos animales como los delfines, sobre los cuales se puede decir que tienen cierto lenguaje (p. 50), sino que también ignora el carácter animal del Dasein. Buchanan (2008), por su parte, cuestiona que los “ejemplos concretos” ofrecidos en los Grundbegriffe para dar sustento a las tesis comparativas sean metodológicamente inocuos. La abeja, por ejemplo, mantiene una “distancia ideal” entre humanos y animales que ayuda a sus propósitos argumentativos: no es tan cuestionable como un protozoo –del cual sería más difícil establecer una “conducta”– ni “tan controversial” como un chimpancé –cuya cercanía evolutiva y conductual con los humanos ponen en tela de juicio la distinción que Heidegger está intentando preservar (p. 79). Cabe, entonces, preguntarse si un experimento “concreto” dirigido a la conducta de las abejas vale como prueba de una afirmación de alcance metafísico sobre todo animal.
Uno podría incluso seguir la línea de MacIntyre, y considerar a los llamados “mamíferos superiores” con el fin de objetar el “abismo” postulado por Heidegger. En los últimos años, por ejemplo, numerosos estudios realizados en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva (MPI EVA) en Alemania, sugieren la existencia de lenguaje complejo, orientación espacial, organización cultural e incluso una “teoría de la mente” en ciertos grupos de chimpancés (Pika, Lieball; Call y Tomasello, 2005; Call, 2007; Jensen, Call y Tomasello, 2008). Siguiendo una línea de razonamiento similar, McIntyre sostiene que los animales “tienen creencias”.
Más allá de la plausibilidad de esta última afirmación, el problema central con el que lidian las tesis comparativas es la de mantener una rígida distinción entre lenguaje humano y animal, una vez que se ha
reconocido que, en cierta medida, los animales son efectivamente capaces de comunicación, interpretación e intercambio de signos, e incluso cierta vida social (sobre todo en los animales gregarios). Es por esta razón que, a pesar de la declarada discontinuidad entre ambos modos de ser, Heidegger se cuida de no clausurar por completo la posibilidad de una conducta significativa por parte del animal. Si bien se busca rastrear la diferencia entre el animal y el humano en el orden etológico, esto es, en el modo de ser de ambos, a la luz de esta “proximidad” no queda del todo claro que exista una diferencia radical (Buchanan, 2008, p. 79).
Esta indecisión es reflejada en sus propias lecciones de 1929, donde Heidegger afirma, por un lado, que el vuelo de la abeja hacia la flor es un “referirse a” (Beziehung auf) (2015, p. 295) para inmediatamente después evadir las consecuencias de esta afirmación, declarando que la abeja vuela “sin referencia” (ohne Bezugnahme) a la colmena (p. 299). La ambigüedad se vuelve más apremiante cuando interrogamos por la posibilidad de un “mundo animal”. Por un lado, Heidegger declara –en contraposición a von Uexküll– que el único ente mundano es el hombre. Pero también señala que la “pobreza de mundo” implica la posibilidad de tenerlo: “sólo donde es posible un tener hay un carecer, es decir, pobreza” (Heidegger, 2015, p. 261). Cykowski (2021), por ejemplo, admite que “los animales no-humanos pueden provocar la manifestación de ciertos entes” aunque se trataría de una “manifestabilidad de rango acotado” (p. 165). Pero si es posible hablar de una manifestabilidad, entonces sería difícil sostener la diferencia entre ambiente y mundo más que como una diferencia de grado. ¿De qué relación se trata entonces? ¿A qué se debe esta “fluctuación entre tener y no tener mundo” del animal (Buchanan, 2008, p. 93)? Al llegar a este punto, Heidegger se detiene ante “dificultades insalvables” (unlösbare Schwierigkeiten) (2015, p. 300).
En el trasfondo de estas críticas aparece una convicción más profunda, según la cual el planteo comparativo de Heidegger fracasa en incorporar la continuidad humano-animal que es hoy un dato indiscutido de la concepción evolucionista de la vida. Tal es la opinión de Storey (2015), quien considera que “uno de los problemas más profundos de la concepción heideggeriana de la vida es su abandono casi total de la cuestión evolutiva” (p. 81). Durante décadas, varios autores han esgrimido críticas similares (Agamben, 2005; Barbaras, 2013; Aurenque, 2015) en las que el pensamiento de Heidegger contiene un “residuo” de un “humanismo antropocentrista” (Derrida, 2014, p. 596).
Ciertamente parece “una actitud abiertamente anti-evolucionista” negar “los complejos sistemas de comunicación de las especies no humanas” (Cykowski, 2021, p. 21) ¿Cómo afirmar una discontinuidad metafísica entre el animal y el humano a la luz de su evidente proximidad evolutiva? ¿No es acaso posible que, en el curso de la evolución, un animal desarrolle las capacidades para la constitución de un “mundo”? Esta crítica general es impulsada en un espíritu naturalista, según el cual Heidegger fracasa en reivindicar la animalidad del ser humano, y por tanto es incapaz de fundar la articulación conceptual del entorno (“algo como algo”) en su realidad animal, fundamentalmente a través de su corporalidad.
En línea con este sentimiento, por ejemplo, Donald Favareau (2010) argumentó que, “si hay criaturas biológicas que usan símbolos e intercambian significados (…) y hay otros seres vivos evolucionando en las mismas condiciones físicas y constituidas virtualmente por exactamente el mismo material genético”, entonces “todo aquello que asociamos hoy a la mente humana debe estar fundado en las estructuras, eventos, principios y relaciones que constituyen el mundo natural” (2010, pp. 31-32). Aunque sea legítimo señalar la peculiaridad de las capacidades humanas, toda posición filosófica que se precie de estar en línea con el evolucionismo, debe afirmar que, por principio, las capacidades humanas (como el lenguaje, la normatividad, etc.) no están separadas “por un abismo” de las capacidades animales, en especial las de los mamíferos superiores.
Es indudable que ambas críticas han influido fuertemente en la recepción contemporánea de Heidegger, generalizando un consenso interpretativo que sitúa a su pensamiento en las antípodas de las ciencias naturales (Vila, 2023, p. 4). En lo que sigue quisiera arrojar dudas sobre la efectividad de estas críticas. Comenzaré por la última, que es de carácter general, intentando mostrar que está fundada en una comprensión incorrecta de las tesis comparativas, y en especial de la metafísica que alimenta dichas tesis. Luego abordaré el segundo tipo de crítica, que trata específicamente sobre la cuestión del lenguaje
animal, e intentaré mostrar que existen herramientas teóricas que permiten resolver la tensión señalada en el caso de la conducta animal.
Como vimos, la crítica general al enfoque heideggeriano se vertebra en torno a una apreciación sobre su relación con la ciencia en general, y con la teoría evolutiva en particular. Desde una perspectiva histórica, es importante señalar que en el año en que Heidegger dicta estos cursos, el darwinismo estaba aún en un proceso de consolidación. Recién a partir de la década del 30 tendría lugar la “Síntesis Moderna” que uniría evolución y genética mendeliana a través de trabajos pioneros como la genética de poblaciones de Fisher y la genética evolutiva de Dobzhansky (Eldredge, 2009).
Sin embargo, cabría preguntarse si este hecho histórico explica la presencia marginal que tiene la Teoría de la Selección Natural en el pensamiento de Heidegger. ¿Acaso un abordaje sistemático del darwinismo y sus implicancias sobre el origen del hombre podría haber zanjado el “abismo” que separa el comportamiento humano de la conducta animal? Para brindar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, es importante señalar dos puntos centrales de la concepción heideggeriana del organismo.
Un primer punto –frecuentemente ignorado entre los críticos– es que, para Heidegger, la diferencia entre animales y humanos no es fisiológica sino etológica. Aquí se hace evidente la influencia de Jakob von Uexküll sobre Heidegger, en contraposición con enfoques más cercanos al darwinismo, donde el criterio fisiológico tiene una indudable preeminencia (cf. Buchanan, 2008). Heidegger rechaza explícitamente la identificación del organismo con la “forma corporal”, y propone un modo alternativo de entender la morfología animal y humana como formas de relación con el entorno. Esto quiere decir que la diferencia no ha de encontrarse en la constitución material de los organismos (el ADN, o los rasgos fenotípicos) sino fundamentalmente en su modo de existencia: “la realidad que se encierra aquí del animal real queremos determinarla cuando enfatizamos –como sucede continuamente– que se está buscando el modo de ser del animal” (2015, p. 287, mi énfasis).
Este “modo de ser” no es una estructura fija, sino una forma de “movimiento”: “toda vida es no sólo organismo, sino, igual de esencialmente, proceso, es decir, formalmente movimiento” (ibid., p. 320). La identificación entre un organismo y su movilidad constituye el núcleo de una conceptualización dinámica y relacional del organismo en donde “los cuerpos, en tanto organismos […] son su movimiento” (Ingold et al., 2016, p. 30). Para Heidegger “la unidad fisiológica del organismo, así como la unidad del ambiente propio [Umwelt] de este organismo son articulados por una unidad previa que es el movimiento y sólo porque esta unidad está presupuesta es que podemos darle un sentido tanto la unidad fisiológica de los órganos como a la unidad ecológica del ambiente.” (Vila, 2023, p. 19) “Cuerpo”, “movimiento” y “ambiente propio” son absolutamente inescindibles y no pueden ser pensados como “momentos” separados secuencialmente en la vida de un animal: primero el “cuerpo”, luego un “ambiente”, después el “movimiento” en ese ambiente. Se trata de una totalidad estructural que “no es en absoluto un modelo espacial, sino fundamentalmente una estructura relacional del ser del animal” (Buchanan, 2008, p. 93).
Esta caracterización procesual del organismo biológico es hoy defendida por prominentes figuras en el campo de la filosofía de la biología (Guay y Pradeu, 2015; Dupré, 2012, 2021). El hecho de que Heidegger abogue por una forma similar de procesualismo no es sorprendente, si uno toma en cuenta la profunda crítica a la “ontología de la sustancia” presente ya en Ser y Tiempo. Varios autores han sugerido, precisamente, que el pensamiento de Heidegger puede caracterizarse como una crítica al “sustancialismo” (Weberman, 2001; Mitchell, 2015; Malpas, 2012, 2015), oponiendo a esta larga tradición una concepción “relacional” del ente que abre la puerta a una metafísica alternativa (Harman, 2002; Storey, 2015).
Como consecuencia de esto, surge un segundo punto importante, a saber: que en la propuesta heideggeriana no hay ningún lugar para la atribución de “estados internos” ni en humanos ni en animales.
La “diferencia antropológica” no puede consistir en la posesión de un atributo interno como la conciencia, la mente o el “élan vital”. Correlativamente, Heidegger se opone a la reintroducción de un lenguaje de “intenciones” o “teleología interna” en el mundo biológico: “en todo esto hay que mantener totalmente aparte el pensar en una conciencia y en lo anímico, así como el pensar en una ‘conformidad a fin’” (2015, p. 281). De modo que el rechazo de un modelo mecanicista no implica, en su perspectiva, la necesidad de postular una entidad “no-material” para explicar la conducta animal: tanto el “mecanicismo” como el “vitalismo” son “igualmente peligrosos” (2015, p. 317). La distancia que Heidegger intenta establecer con el vitalismo y el mecanicismo sólo puede explicarse en base a su crítica a los postulados metafísicos que sostienen tanto a uno como a otro, a saber: el sustancialismo. La unidad del organismo no es explicada ni por un elemento material subyacente, ni por un elemento inmaterial subyacente, sino por la unidad del movimiento que constituye, en su pensamiento, la esencia tanto de la animalidad como de la humanidad (Vila, 2023, p. 8).
Aquí es donde nuevamente ha de tenerse en cuenta que, en este contexto, la animalidad no designa un estadio de la organización fisiológica sino un modo de ser. En una palabra: si el animal hablara, no sería animal. De igual modo, el concepto de “humano” apunta aquí a una definición de esencia, es decir, busca determinar lo humano como un modo de existencia en el medio físico, y no como un emergente fenotípico de la selección natural. En suma, la capacidad de hablar y de abrirse conceptualmente al entorno físico en términos de cosas que son (en suma: la capacidad humana de efectuar la “diferencia ontológica”) no debe buscarse en un “ítem” del organismo, sino en la constitución de un espacio de relaciones normativas que hacen a lo específicamente humano.
El esquema comparativo presentado a partir de estas tres tesis da lugar a un planteo muy distinto al planteo jerárquico que caracterizaba a las grandes cosmologías evolutivas u organicistas. Si el criterio jerárquico establecía la diferencia humana sobre el trasfondo de una evolución continua (física, biológica, psicológica, espiritual, etc.), en el caso del criterio comparativo, la relación entre continuidad y discontinuidad es más compleja. A pesar de la “proximidad biológica” entre el hombre y algunos animales como los chimpancés o los orangutanes, “la diferencia esencial es infinita, y tiene que ver directamente con el modo en que cada ser se relaciona con su ambiente” (Buchanan, 2008, p. 79). Es decir que el enfoque comparativo permite pensar lo humano en términos de una discontinuidad metafísica con lo animal sin que esto afecte de manera alguna la continuidad fisiológica entre ambos. La errónea acusación de antropocentrismo sólo puede subsanarse si se considera que, detrás de la tesis heideggeriana de la discontinuidad, se encuentra el rechazo a cualquier criterio que tome la fisiología para determinar una proximidad o una lejanía entre lo humano y lo animal.
Esto no quiere decir que la capacidad de tener una experiencia conceptualmente articulada del mundo no tenga condiciones evolutivas de posibilidad. Pero este hecho no implica que la posibilidad esté dada por la posesión de alguna propiedad (cerebro, alma, conciencia, etc.) ya que lo que caracteriza al comportamiento humano no es una “cosa” sino una relación específica con el entorno caracterizada como un vínculo normativo con las cosas en términos de su ser (y no de su mera relevancia), que es a su vez determinado en el contexto de una totalidad referencial (el “mundo”). Y nada excluye, en principio, que dicha vinculatoriedad pueda llegar a existir sobre un conjunto diferente de condiciones materiales y orgánicas.
De manera que, aunque el análisis ontológico provisto por Heidegger busca determinar las estructuras necesarias de toda relación humana con el entorno, el hecho de que dichas estructuras se instancien (hasta donde sabemos) en la especie biológica conocida como homo sapiens (nuestra especie) es un hecho totalmente contingente. Este es el sentido de la afirmación de Crowell cuando sostiene que “no es el ser humano sino el Dasein en el ser humano el que es formador de mundo” (2017, p. 220). Esto también explica por qué la corporalidad humana no tiene una mayor relevancia en el análisis. La falta de un abordaje de la corporalidad y la sexualidad no deben tomarse como una negación in toto de la animalidad humana –como si éste careciese de un cuerpo orgánico, sexuado y sujeto a los impulsos propios de toda vida– sino que “deben ser entendidos sobre la base de su intento de desmantelar la metafísica de la sustancia” (Escudero, 2015, p. 21).
La diferencia entre lo humano y lo animal que Heidegger está interesado en marcar está articulada sobre un eje fundamental que es, como vimos, la posesión de logos en el sentido amplio que tiene el término griego, esto es, como una capacidad básica de articulación que posibilita el lenguaje. En este sentido, el punto relevante de la discusión consiste preguntar por la posibilidad de encontrar un “lenguaje” en los animales. A pesar de la ambigüedad señalada en Heidegger con respecto a esta cuestión central, es en los propios Grundbegriffe donde podemos encontrar pistas para dar con una respuesta satisfactoria a estas “dificultades insalvables” a las cuales queda expuesto el análisis comparativo, tal como lo muestra este extenso pasaje:
Ninguna palabra del lenguaje es lo que es en función de una conexión puramente física, en función de un proceso natural, tal como, por ejemplo, en el caso del animal, un grito se desata a causa de algún estado fisiológico. Más bien, la palabra y toda palabra es ὃταν γένηται σύμβολον, siempre que sucede un símbolo. Ciertamente, los sonidos inarticulados que emiten los animales indican algo, los animales pueden –tal como solemos decir, aunque de manera inapropiada– entenderse entre ellos, pero ninguna de estas emisiones que hacen los animales son palabras: son meros φόνοι, sonidos. Son una emisión de voz (φωνή) a la que le falta algo, concretamente el significado. El animal no mienta ni entiende con su grito. Eso ha conducido a enlazar la diferencia entre emisión de voz y palabra cargada de significado, como dice la última formulación, y a decir que el hombre tiene, además de la emisión de voz, y unido a ésta, un significado que él entiende. Con ello, el problema se ha desplazado de entrada a un contexto equivocado. (...) El significado no le crece a los sonidos, sino a la inversa, sólo a partir de significados ya configurados y que se configuran, puede configurarse la acuñación del sonido. (Heidegger, 2015, p. 367)
A partir de pasajes como estos, no cabe duda de que Heidegger podría haber hecho un uso productivo de la semiótica peirceana. A Peirce le debemos la sistematización del concepto semiótico de “signo”, mediante una definición formal ampliamente aceptada y considerada hoy casi como canónica. Peirce define el signo como “algo que representa alguien o algo en algún respecto” (Peirce, 1955, p. 99). Según la relación que mantiene con su objeto, el signo puede clasificarse como “ícono”, “índice”, o “símbolo”. Un ícono es un signo que representa a su objeto en virtud de su propia configuración, independientemente de la existencia del objeto que representa (como una fotografía, un mapa o un dibujo). Un índice refiere al objeto en virtud de mantener una relación causal con él (el humo “indica” la presencia de fuego, el aullido “indica” la presencia de un predador). El tercer tipo, el símbolo, es definido como “un signo que sirve como tal simplemente porque se lo interpreta de esa forma” (ibid.).
La consecuencia más importante de esta clasificación reside en la posibilidad que tiene la semiótica de ampliar el campo de la significación más allá del lenguaje humano. Si bien no se le niega al hombre su particular empleo de los signos convencionales (como los símbolos culturales y el lenguaje), la semiosis como tal no es un fenómeno específicamente humano: otras formas de significación (como los íconos y los índices) tienen lugar en el mundo natural, sin la necesidad de un acto de institución social. De allí que el enfoque semiótico, ya desde Peirce, haya conformado una íntima filiación con las ciencias naturales, particularmente con la biología.
Afirmar, como lo hace Heidegger, que los animales “emiten voces (φωνή) que permiten indicar cosas” y que los humanos “emplean símbolos” supone precisamente esta distinción fundamental entre los dos tipos de signo (sign types) señalados por Peirce, a saber: el “índice” y el “símbolo”.
Para aclarar cómo se refleja esta diferencia en los lenguajes indicativo y simbólico, podemos recurrir a un experimento central de la etología que aún hoy sigue siendo empleado como modelo de “comunicación animal”. Me refiero a los experimentos conducidos por el zoólogo austríaco K. v. Frisch sobre la comunicación de las abejas. Frisch estudió detenidamente el modo en que las abejas comunican la presencia de alimento a otros individuos de la colmena mediante un “lenguaje de danzas” (Transprache): si el alimento está a menos de cien metros, la abeja “dibuja” con el cuerpo círculos horizontales, yendo primero de derecha a izquierda, y luego al revés; si el alimento está entre los cien metros y los seis kilómetros, la abeja realiza una agitación del abdomen acompañada por un recorrido donde la abeja “dibuja” figuras similares a un ocho:

Fig. 2: Ilustración original de la “Waggle Dance” (Frisch, 1927)
Aunque el fenómeno de la danza de las abejas sigue causando aún hoy debate en torno a la posibilidad de un “lenguaje” en el mundo animal (Riley et al., 2005; Grüter et al., 2008) varios autores han empleado distinciones semióticas para explicar las diferencias entre la comunicación animal y el lenguaje humano. En su lectura del experimento de Frisch, Benveniste (1973) argumentó que las abejas se limitan a hacer un uso indicativo, y no simbólico, de los signos relevantes (p. 61). Esto es así porque la acción de “danzar” es impulsada solamente en presencia de alimento, y por lo tanto la relación entre signo y objeto es causal, y no normativa. Por ello, concluye Benveniste, existe entre las abejas comunicación de información, pero no expresiones lingüísticas en sentido estricto.
En la misma línea argumenta Tomlison (2023) apelando a la distinción entre “información” y “significación”: “todos los seres vivos son milagrosos sistemas de procesamiento de información, pero la información biótica no es, en la vasta mayoría de sus operaciones, acerca de nada” (p. 49). En el caso de las abejas, “las señales operan para activar una respuesta programada” (p. 66). Tomlison concluye, como Mayr, que la operación de un programa debe entenderse en términos informativos, pero no semánticos. Ahora podemos precisar esta caracterización diciendo que la conducta programada propia del animal (Benommenheit) habilita una cierta relación significativa con el entorno en términos de “índices” o “señales”, pero no es suficiente para instaurar relaciones simbólicas que tengan la verdad como criterio normativo de dicha práctica.
Más aún, estos resultados no se circunscriben a las abejas –como objetaría Buchanan– sino que diferentes estudios contemporáneos sobre la conducta de primates y otras especies parecen confirmar la hipótesis del carácter indicativo del lenguaje animal. A partir del trabajo pionero de Allen y Beatrix Gardner sobre los chimpancés en los 60, se multiplicaron diferentes estudios empíricos bajo el rótulo general de “cognición animal” (Baron Birchenall, 2016, p. 4). Se ha demostrado que muchas especies se comunican mediante complejos sistemas de vocalizaciones conespecíficas (i.e., sonidos emitidos por un individuo que son recibidos como mensajes por otros miembros de la misma especie). Por ejemplo, algunos roedores como el ratón doméstico (Mus musculus) y la rata parda (Rattus norvegicus) muestran un repertorio de complejas vocalizaciones ultrasónicas. Asimismo, se mostró que el delfín “nariz de botella” (Tursiops truncatus) aprende un “silbido personal” que le permite llamar y ser llamado por sus conespecíficos, lo cual ha conducido a afirmar que los delfines “emplean nombres” (Andrews, 2016). Sin embargo, estos resultados experimentales muestran que “los animales parecen realizar sus emisiones comunicativas automáticamente en respuesta a estímulos específicos del ambiente” (Baron Birchenall, 2016, p. 21), lo que refuerza la idea de que se trata de lenguajes indicativos. Incluso en el caso de las más complejas vocalizaciones conespecíficas, “el vocalizador siempre debe estar oyendo o mirando al predador” (Liszkowski et al., 2009).
Aunque se ha presentado evidencia empírica de que este no siempre es el caso. Hoffmeyer (2008) hace referencia a un discutido estudio sobre los monos Vervet (Chlorocebus pygerythrus) realizado por
Robert Seyfarth y Dorothy Cheney en los 80. Allí mostraron que estos primates tienen distintas vocalizaciones para cada tipo de predador: águilas, leones pardos y serpientes. A partir de esto, los autores sugirieron que los monos Vervet empleaban “nombres” de modo análogo a como los humanos lo hacemos mediante recursos lingüísticos. Hoffmeyer discute esto argumentando que “una actividad no se convierte en una palabra sólo por referir a otra cosa” y concuerda, con Deacon, en que el caso humano presenta una referencia simbólica, mientras que, en el caso de los monos, se trata de una referencia de indexación (Hoffmeyer, 2008, pp. 272-273). Sin embargo, Stephan (1999) profundiza este caso empírico con otro detalle: los monos Vervet pueden “engañar” a sus conespecíficos empleando los llamados de alarma incluso en ausencia del depredador, lo que les permite despejar el área de potenciales competidores. Sobre este dato, Stephan concluye que “los monos Vervet pueden distinguir entre llamados de alarma verdaderos y falsos” (p. 89). Sin embargo, la conclusión de Stephan está fundada en un desplazamiento categorial: los gritos de alarma no son ni “verdaderos” ni “falsos” porque, como todo mecanismo indicativo, carecen de un “contenido proposicional”. La conexión referencial entre el índice y su objeto está fundada en una regularidad causal, y no en una adecuación normativa como la verdad. Por esta razón, una conducta indicativa puede ser inapropiada, pero no falsa, ya que no afirma ningún estado de cosas en el mundo.
No obstante, para algunos autores la ausencia de un lenguaje simbólico no implica la ausencia de alguna forma de “pensamiento conceptual” en animales, sino simplemente la incapacidad para “expresarlo”. Fitch (2010), por ejemplo, concluyó que los animales evidencian “una sorprendente riqueza de su vida mental” al mismo tiempo que exhiben “una habilidad sorprendentemente limitada de expresar estos pensamientos en señales” (p. 148). De igual modo Baron Birchenall (2016) observa que “parece haber una asimetría entre lo que los animales no-humanos saben y lo que pueden expresar” (p. 21). Esto requiere disociar la idea de que el pensamiento y el lenguaje constituyen fenómenos intrínsecamente conectados. Por ejemplo, para Fitch los conceptos son “representaciones mentales, no necesariamente conscientes” (pp. 171-172). Para Allen (1999), tener un concepto equivale a tener la capacidad de discriminar instancias del concepto en el ambiente (p. 37). En las antípodas de esta posición están Davidson (1981, 2003) y Stich (1979). Por su parte, McDowell (1994) ha continuado la posición de Davidson desde una posición conocida como “conceptualismo”. Pero este debate (aún abierto) parece estar viciado por el hecho de que sus interlocutores emplean los mismos términos para hablar de fenómenos distintos: cómo cada uno entiende “concepto”, “creencia”, “pensamiento” e incluso “conciencia”, conduce a incontables discusiones que no abordaré aquí.
Lo que sí es indudable es que, desde la perspectiva comparativa ofrecida por Heidegger, la “conducta” animal implica el ejercicio de capacidades semióticas. Pero el hecho de que las emisiones y acciones animales “parecen estar restringidas a las necesidades físicas y asuntos vinculados a la supervivencia como fuentes de alimento, presencia de predadores y apareamiento” (Baron Birchenall, 2016, p. 21) muestran que la diferencia entre la conducta y el comportamiento no mienta una diferencia de grado “cognoscitivo”, sino diferentes formas de lidiar significativamente con el entorno. La conducta de los monos Vervet está “referida” a los depredadores en base a una periodicidad de movimientos regulares: el aullido refiere a los depredadores del mismo modo que la huida de sus conespecíficos “refiere” al aullido. En este sentido, la conducta del animal (la huida y los aullidos) y los entes en cuestión (los depredadores) configuran una teleonomía basada exclusivamente en la desinhibición. De hecho, la eficacia de una “falsa alarma” se debe, en rigor, al mecanismo indicativo que hace huir a sus conespecíficos; el mono no “convence” a otros, sino que impulsa su huida. Esto es justamente lo que expresa el concepto Benommenheit: la rigidez del desenvolvimiento animal no quiere decir otra cosa que la rigidez de la conexión entre la conducta del animal y los desinhibidoras ambientales.
Por esta razón, la distinción metafísica entre la “conducta” animal y el “comportamiento” humano puede ser iluminada mediante la distinción semiótica entre “índice” y “símbolo”. No obstante, el abordaje aquí presentado constituye tan sólo un posible punto de partida, ya que la fecundidad y pertinencia del modelo semiótico para estas problemáticas es un tópico aún muy debatido (cf. Favareau, 2010), cuya resolución demanda aún más trabajo conceptual y nuevas investigaciones empíricas por venir.
A modo de conclusión, quisiera señalar dos importantes consecuencias éticas que se desprenden de nuestra reconstrucción del abordaje heideggeriano de la diferencia humano-animal.
La primera consecuencia se desprende de la concepción del comportamiento como “responsividad” (answerability). Como vimos, a diferencia del animal, que es desinhibido impulsivamente por elementos ambientales, el humano se orienta ya siempre de un modo tal que sus acciones y declaraciones “dan cuenta” de “cómo son las cosas”. Esta caracterización parece apuntar a una concepción deflacionista de la racionalidad. Por “deflacionista” quiero señalar que lo que hace “racional” al comportamiento humano no se define en términos de los contenidos o creencias que tenga, sino por ser capaz de tener algo así como una creencia, esto es, de asumir una actitud normativa en la que el agente da cuenta de su comportamiento ofreciendo razones para su acción.
Esto es independiente del conjunto de razones que efectivamente se ofrezcan para una acción o aserción: la presencia de fuego, por ejemplo, puede motivar la huida de un ser humano y éste puede “dar cuenta” de su acción por vía de las más diversas justificaciones, que dependerán de la trama de relaciones lingüísticas, culturales e institucionales en las que se encuentra: el fuego puede significar la ira de un dios, el accionar delictivo de un enemigo, un escape de gas, cualquier otra cosa. Pero, en cualquier caso, la “huida” no es una conducta impulsiva, sino una acción motivada como respuesta al ente en tanto que el ente que es: fuego, poder mágico, etc.
Esto acerca a Heidegger a filósofos como Davidson quien definió la racionalidad como la posesión de actitudes proposicionales: “ser un animal racional es solamente tener actitudes proposicionales, no importa cuán confusas, contradictorias, absurdas, injustificadas o erróneas puedan ser éstas” (Davidson, 2003, p. 142). Al igual que Heidegger, Davidson considera que asumir una actitud proposicional –como una creencia– supone hacerlo sobre el trasfondo de un compromiso global en donde esa actitud específica adquiere su sentido por su pertenencia a una totalidad (holismo). Una concepción como esta habilita un campo de juego más amplio que la del racionalismo clásico, algo que permite comprender, desde una perspectiva antropológica, la diversidad de creencias sobre el mundo que sostienen diferentes comunidades humanas, pudiendo comprenderlas como instancias de la misma racionalidad humana.
La segunda consecuencia del debate, muy vinculada a la primera, es que este modo de entender la racionalidad –i.e. la capacidad de asumir una actitud responsable y global frente al entorno– conduce a una concepción externalista de lo humano. Una “concepción externalista” es aquella en donde lo propiamente humano no reside en una “propiedad” intrínseca del mismo, sino en su relación con otras cosas y con el espacio habitado. La radicalidad del planteo heideggeriano reside justamente en que su conceptualización procesual y relacional parte aguas con el sustancialismo el cual yace, según él, a la base de la definición clásica del hombre como animal racional (ζῶον λὀγον ἔχων), esto es, como una “cosa” (substantia) con una “propiedad” específica (la razón).
Nuevamente es posible marcar aquí una afinidad con Davidson (e incluso con Dennett) ya que, para éstos, no hay un “ítem interno” que nos haga humanos. Pero en contraste con estos pensadores, la racionalidad humana tampoco es el producto de una atribución externa guiada por un principio interpretativo (Vila, 2016) sino que se trata de un modo de ser real y concreto.
Pero si, la “humanidad” del humano no refiere a una la posesión de una propiedad, sino a una relación con el mundo, entonces la humanidad es algo que, en principio, se puede perder. Si, como ya vimos, nada excluye que la racionalidad pueda llegar a existir sobre un conjunto diferente de condiciones materiales, entonces no sólo es un hecho contingente que el homo sapiens sea hoy el único ente terrestre capaz de configurar un mundo, sino que esta capacidad no está garantizada de una vez y para siempre, ya que la humanidad no está esencialmente asociada a un conjunto de rasgos fenotípicos sino al establecimiento intersubjetivo de un mundo normativo.
Esta última conclusión tiene indudables resonancias con otros enfoques contemporáneos, como la ética biocultural (Rozzi, 2016) o el movimiento por los derechos de los animales (Singer 1975, 1991) que concierne la posibilidad de reconocer una personería jurídica a criaturas no-humanas, posturas a su vez enriquecidas por el debate (sobre todo en la antropología) en torno a las ontologías no-occidentales que revisten un carácter fuertemente relacional y ecológico (Svampa, 2018). Parafraseando a Crowell: si el término “humano” designa a la especie, el término “Dasein” designa su modo de ser, y por lo tanto, la humanidad de la especie. Desde una perspectiva ética, esto nos conduce a reconsiderar no solamente la posibilidad de que otras entidades orgánicas (como los animales o las plantas) e incluso inorgánicas (como las computadoras y la IA) “adquieran humanidad” en la medida en que puedan cumplir las condiciones de normatividad y totalidad antes descriptas, sino, más gravemente, considerar la posibilidad de que nosotros mismos –miembros de la especie homo sapiens– podamos perder nuestra humanidad, si nos abandonamos al impulso y obturamos la práctica responsable y totalizante que nos hace humanos y nos permite habitar un mundo compartido.
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