PROMETEICA - Revista de Filosofia y Ciencias. 2025, v. 32

Artículos


https://doi.org/10.34024/prometeica.2025.32.18780

 


REPENSANDO LA INFANCIA A TRÁVES DE LA ALTERIDAD

REFLEXIONES PARA EL CAMBIO SOCIAL


RETHINKING CHILDHOOD THROUGH ALTERITY

Reflections for social change


REPENSANDO A INFÂNCIA ATRAVÉS DA ALTERIDADE

Reflexões para a mudança social


Humberto Andrés Álvarez Sepúlveda

(Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile)

halvarez@ucsc.cl


Recibido: 06/06/2024
Aprobado: 15/12/2024

 


RESUMEN


El presente artículo analiza la alteridad como un factor clave para pensar la infancia como una categoría filosófica transformadora, pues dicha capacidad es el punto de partida para el encuentro entre sujetos que se reconocen mutuamente como diferentes y que desean establecer un diálogo para construir juntos una sociedad mejor. Este posicionamiento implica cuestionar el predominio del adultocentrismo en la sociedad y reivindicar el rol de los niños y niñas como agentes de cambio social. Metodológicamente, el artículo se basa en una revisión bibliográfica exhaustiva que considera principalmente investigaciones y libros procedentes de México, Brasil, Chile y España que se enfocan en la necesidad de reflexionar sobre la relación entre infancia y alteridad. Se utilizó el método descriptivo-argumentativo para construir argumentos razonados y coherentes sobre la temática examinada. Tras el análisis de la bibliografía, se argumenta la necesidad de deconstruir la educación tradicional para que los niños y niñas puedan ir al encuentro con el otro, respetando su diversidad y acogiéndolo en su mundo. Como propuesta de mejora, se argumenta que la incorporación de la perspectiva de género, del enfoque intercultural y de la educación emocional, y la valoración de la participación del niño en su proceso de aprendizaje, constituyen los lineamientos basales para configurar la alteridad como una categoría resignificante de poder de los infantes en la sociedad.


Palabras clave: alteridad. infancia. adulto. ciudadanía. educación. cambio social.


ABSTRACT


This article analyzes alterity as a key factor to think of childhood as a transforming philosophical category, since this capacity is the starting point for the encounter between subjects who recognize each other as different and who wish to establish a dialogue to build a society together. better. This position implies questioning the predominance of adult

centrism in society and vindicating the role of children as agents of social change. Methodologically, the article is based on an exhaustive bibliographical review that mainly considers research and books from Mexico, Brazil, Chile and Spain that focus on the need to reflect on the relationship between childhood and alterity. The descriptive-argumentative method was used to build reasoned and coherent arguments on the topic examined. After the analysis of the bibliography, the need to deconstruct traditional education is argued so that boys and girls can go to meet the other, respecting their diversity and welcoming them into their world. As a proposal for improvement, it is argued that the incorporation of the gender perspective, the intercultural approach and emotional education, and the assessment of the child's participation in their learning process, constitute the basic guidelines to configure alterity as a category resignificant power of infants in society.


Keywords: alterity. childhood. adult. citizenship. education. social change.


RESUMO


Este artigo analisa a alteridade como fator-chave para pensar a infância como categoria filosófica transformadora, uma vez que esta capacidade é o ponto de partida para o encontro entre sujeitos que se reconhecem como diferentes e que desejam estabelecer um diálogo para construirmos juntos uma sociedade melhor. Este posicionamento implica questionar a predominância do adultocentrismo na sociedade e reivindicar o papel dos rapazes e das raparigas como agentes de mudança social. Metodologicamente, o artigo baseia-se em uma exaustiva revisão bibliográfica que considera principalmente pesquisas e livros do México, Brasil, Chile e Espanha que enfocam a necessidade de refletir sobre a relação entre infância e alteridade. Utilizou-se o método descritivo-argumentativo para construir argumentos fundamentados e coerentes sobre o tema examinado. Após análise da bibliografia, argumenta-se a necessidade de desconstruir a educação tradicional para que meninos e meninas possam conhecer outros, respeitando sua diversidade e acolhendo-os em seu mundo. Como proposta de melhoria, argumenta-se que a incorporação da perspectiva de gênero, a abordagem intercultural e a educação emocional, e a avaliação da participação da criança no seu processo de aprendizagem, constituem as diretrizes básicas para configurar a alteridade como categoria significante de poder das crianças na sociedade.


Palavras-chave: alteridade. infância. adulto. cidadania. educação. mudança social.


Introducción


Los infantes han sido históricamente objeto de representaciones, construcciones y prejuicios que han limitado su reconocimiento como sujetos de derecho, pensamiento y acción. Esta situación de exclusión se debe, en gran medida, a la existencia de un modelo adultocéntrico que ha privilegiado la perspectiva de los adultos y ha invisibilizado las voces, necesidades y experiencias de los niños y niñas (Álvarez, 2021; Lay et al., 2022; Cassidy, 2023). En este sentido, la infancia se ha considerado como una etapa de preparación para la vida adulta, y no como un momento valioso en sí mismo que merece ser reconocido y resignificado.


En la actualidad, la infancia requiere ser pensada como una categoría filosófica transformadora a través de la alteridad, cuyo concepto permite comprender y respetar las diferencias porque promueve la formación de los niños como sujetos filosóficos capaces de reconocer y acoger la diversidad cultural de los demás. Para lograr este propósito, es necesario deconstruir la educación tradicional y fomentar un encuentro auténtico del infante con el otro.


El presente artículo se enfoca en analizar la alteridad como un factor de desarrollo para pensar la infancia como una categoría filosófica transformadora, pues los niños y niñas han sido considerados por el modelo adultocéntrico como individuos incapaces de reflexionar críticamente sobre el mundo. En esta

línea, en primer lugar, se aborda la problemática del adultocentrismo como un obstáculo para considerar a los infantes como sujetos filosóficos, ya que, como indica Liebel (2022), dicho paradigma reproduce la discriminación infantil en todas las esferas de la vida y afecta directamente el resguardo de los derechos fundamentales del niño.


Posteriormente, se profundiza en la relevancia de la alteridad como un elemento fundamental para considerar la infancia como una categoría resignificante de poder. De acuerdo a Plural (2019), la alteridad constituye el inicio para la interacción entre individuos que se identifican mutuamente como distintos, lo cual les puede motivar a estar abiertos al diálogo y a colaborar en la construcción de una sociedad más justa.


Por último, se analiza la necesidad de deconstruir la educación tradicional para que los niños y niñas puedan ir al encuentro con el otro. En este sentido, se plantea que la inclusión de la perspectiva de género, del enfoque intercultural y de la educación emocional, y la valoración de la participación del infante en su propio aprendizaje, constituyen los pilares fundamentales para configurar la alteridad como una categoría filosófica capaz de redefinir el papel de los niños en la cultura.


En base de lo expuesto, el presente artículo pretende contribuir a la reflexión crítica sobre el papel de la infancia en la sociedad contemporánea, cuestionando la concepción que la considera como una etapa pasiva y dependiente, y destacando la importancia de resignificar a los niños y niñas como sujetos filosóficos activos en la conformación de su entorno social y cultural.


En relación a la metodología utilizada, este trabajo se basa en una exhaustiva revisión bibliográfica documental, la cual abarcó diversos libros y artículos alojados en bases de datos como Scopus, Wos, Scielo, ProQuest, Dialnet, Redalyc, Clacso y Latindex. En este proceso se seleccionaron investigaciones procedentes principalmente de Brasil, México, Chile y España que se centraran en reflexionar sobre la relevancia de la alteridad para pensar la infancia como una categoría filosófica transformadora. La búsqueda se llevó a cabo mediante la utilización de palabras clave como: alteridad, infancia, cambio social, educación, adultocentrismo, diferencia, hospitalidad y otredad. Para analizar esta temática, se empleó el método descriptivo-argumentativo porque permitió describir de manera sistemática los fenómenos estudiados y utilizar la información recolectada para construir argumentos razonados y coherentes.


El adultocentrismo como obstáculo para considerar a los niños y niñas como sujetos filosóficos


El adultocentrismo es un fenómeno social que pone a los adultos en el centro de la atención y la toma de decisiones, mientras que relega a los niños y niñas a un papel secundario y subordinado. Así, se basa en la idea de que los adultos son los únicos capaces de tener conocimientos y habilidades para ejecutar acciones importantes y, por tanto, la infancia no tiene voz ni voto en la sociedad. Este enfoque, en el contexto de la historia antigua occidental, tiene su origen en el pensamiento griego clásico.


En la filosofía griega, el adultocentrismo se manifestó en la creencia de que los niños y niñas eran seres incompletos e inmaduros que necesitaban ser educados y guiados por los adultos para poder desarrollar su potencial. En su obra La República, Platón (2020) proyectó la idea de una sociedad ideal, en la que los infantes eran separados de sus padres para ser educados por el Estado. Esta educación estaría dirigida por los filósofos, quienes serían los únicos capaces de conocer la verdad y guiar a los niños y niñas hacia ella porque, según el pensamiento platónico, solo aquellos individuos que alcancen la sabiduría filosófica eran capaces de comprender las verdades trascendentales y de formarse como los futuros ciudadanos de la República ideal.


A pesar de lo anterior, el planteamiento platónico es cuestionable desde una perspectiva actual porque la separación de los niños y niñas de sus padres y la concentración del poder educativo en los filósofos podrían dar lugar a una sociedad autoritaria y alejada de los valores de la libertad y la autonomía individual. Además, la República ideal de Platón ignora la importancia de la relación afectiva y el cuidado parental en el desarrollo cognitivo infantil, pues los lazos afectivos entre padres e hijos suelen

proporcionar un entorno seguro y amoroso para que estos últimos puedan explorar y aprender sobre sí mismos y su mundo circundante.


Por su parte, Aristóteles creía que los infantes eran seres inmaduros que necesitaban ser educados para poder desarrollar sus capacidades. En su obra Política, Aristóteles (1988) sostuvo que la educación era fundamental para el logro de la virtud y que debía ser dirigida por los adultos, quienes tenían la responsabilidad de formar a los niños y niñas en el camino del conocimiento; no obstante, también reconocía la importancia de la participación de los jóvenes en su propio proceso educativo, pues consideraba que debían ser actores relevantes de su aprendizaje a través del fomento de su capacidad autónoma para tomar decisiones informadas.


Además, Aristóteles (1988) proponía que la educación debía ser adaptada a las características individuales de los niños, reconociendo que cada uno tenía sus propias capacidades y potencialidades. En esta línea, el objetivo de la educación no era solo transmitir información, sino también cultivar el pensamiento crítico y el razonamiento, así como desarrollar las habilidades interpersonales necesarias para la vida en sociedad.


Sin embargo, es importante destacar que no todos los filósofos griegos compartían esta visión adultocéntrica. Por ejemplo, según Vásquez (2019), Diógenes de Sinope planteaba que los niños y niñas eran seres libres y naturales, y que no necesitaban ser educados por los adultos para ser felices. En su visión, los adultos eran los que debían aprender de los infantes, y no al revés, porque consideraba que los niños y niñas encarnaban una autenticidad y espontaneidad que los adultos habían perdido a medida que se adaptaban a las normas y convenciones de la sociedad. De este modo, los infantes eran modelos de libertad y vivían en armonía con la naturaleza, sin la influencia corruptora de las normas y expectativas sociales. Este enfoque de Diógenes de Sinope desafió las concepciones tradicionales de la educación y la autoridad adulta, pues subrayaba la importancia de aprender de la inocencia y la sabiduría natural de los niños y niñas, y criticaba la supuesta superioridad cognitiva de los adultos.


Si bien la postura de Diógenes de Sinope fue un enfoque minoritario en la filosofía griega, sus ideas siguen siendo relevantes en el contexto actual, ya que sus planteamientos invitan a reflexionar sobre la relación entre adultos y niños, cuestionando la asimetría de poder y la concepción de que los adultos son los únicos poseedores de sabiduría. Además, esta visión resalta la importancia de valorar la capacidad de los niños y niñas para tomar decisiones y experimentar la felicidad de acuerdo con su propia naturaleza.


En la era cristiana, comprendida fundamentalmente entre los siglos III y XV, se consideraba que los niños nacían con el pecado original y que debían ser educados en los valores de la religión católica para alcanzar la salvación. En su obra Confesiones, San Agustín (2015) relata cómo fue educado por su madre para seguir los preceptos de la Iglesia y abandonar los vicios de la juventud. Este testimonio personal ilustra la trascendencia que se le daba a la educación religiosa en ese momento histórico, ya que se creía que la educación en la fe católica era esencial para purificar el alma y garantizar la salvación eterna. En este contexto, los padres y tutores tenían la responsabilidad de transmitir los dogmas y enseñanzas de la Iglesia a los niños para guiarlos hacia la virtud y la obediencia a Dios.


Además de la educación religiosa, durante la era cristiana también se valoraba la disciplina y la contención de los deseos mundanos como parte integral de la crianza, puesto que se enfatizaba en la importancia de reprimir los impulsos pecaminosos y cultivar la templanza. Esta perspectiva educativa estaba arraigada en la creencia de que la naturaleza humana era propensa al pecado y que requería de una guía constante para alcanzar la santidad. Este pensamiento estuvo vigente durante todo el periodo medieval, donde la figura del niño, como argumenta Ariès (1978), no se concebía como un ser en sí mismo, sino como una prolongación de la etapa adulta; es decir, se le consideraba como un ser incompleto que debía ser guiado por el adulto y sometido a su autoridad.


Dicha visión medieval de la infancia se basaba en la premisa de que los niños y niñas carecían de sabiduría y experiencia, y, por lo tanto, necesitaban de la dirección y control de los adultos para alcanzar

la plenitud. En este contexto, se priorizaba la educación moral y religiosa para formar ciudadanos piadosos y obedientes a las enseñanzas de la Iglesia, pues la educación se centraba en la transmisión de conocimientos y valores preestablecidos, sin dejar espacio para el desarrollo de la individualidad y la libertad de pensamiento.


En la modernidad, con el surgimiento de la ciencia y la razón como formas de conocimiento, se mantuvo la idea de que los infantes eran seres inferiores, pero se cambió el enfoque de su educación. En lugar de educarlos para que se convirtieran en ciudadanos virtuosos, se les formó para que fueran individuos racionales capaces de contribuir al desarrollo de la sociedad. Locke (1999) propuso la teoría de la “tabula rasa”, según la cual los niños nacen con una mente que emulaba una “pizarra en blanco”, sin ideas innatas o conocimientos preexistentes, pues partía de la premisa de que todos los aprendizajes se adquieren a través de la experiencia sensorial y la interacción con el entorno. Estos procesos cognitivos, según Locke (1999), constituyen la base para el desarrollo de la personalidad, las habilidades y el conocimiento de cada persona. En esta línea, Locke (1999) creía que los padres y los educadores tienen un papel fundamental en la formación de los niños, ya que son los responsables de proporcionar las experiencias y los estímulos adecuados para su desarrollo. Aunque esta teoría supuso un avance respecto a la concepción medieval de que los infantes nacen con el pecado original, aún subvaloraba sus perspectivas y capacidades, y los consideraba como seres pasivos que debían ser moldeados por los adultos.


En el siglo XVIII, Rousseau (2011) planteó una visión más positiva de la infancia y de las habilidades de los niños y niñas, ya que abogó por una educación que respetara su naturaleza y que les permitiera desarrollar su personalidad. En esta línea, Rousseau (2011) criticaba la educación tradicional de su época, la cual consideraba restrictiva y opresiva para los infantes, y proponía un enfoque educativo basado en la experiencia directa de los niños para que pudieran aprender a través de la exploración y la interacción con su entorno. De este modo, la infancia era considerada una etapa crucial en el desarrollo humano, pues Rousseau (2011) sostenía que los niños y niñas tienen una innata capacidad para aprender y desarrollarse, y que los adultos debían actuar como guías facilitadores, en lugar de imponerles un currículo rígido.


Asimismo, Rousseau (2011) enfatizaba la importancia de la educación moral en la infancia porque pensaba que la formación de la virtud y el desarrollo de un sentido de justicia eran fundamentales para que los niños experimentaran las consecuencias de sus acciones y aprendieran a distinguir entre el bien y el mal. Así, la educación moral no solo consistía en enseñar reglas y normas, sino también en fomentar la reflexión ética y la capacidad de tomar decisiones morales autónomas porque los niños debían ser guiados hacia la virtud a través del ejemplo de los adultos y de la exposición a situaciones donde puedan percibir directamente las consecuencias de sus actos. De esta manera, los infantes aprenderían a interiorizar los valores y principios éticos, desarrollando un sentido de responsabilidad y empatía hacia los demás. Pese a su alcance pedagógico, la postura de Rousseau no se extendió ampliamente en su época, y la subvaloración de la infancia continuó siendo predominante. Esta perspectiva perduró gran parte del siglo XX, y se reflejó en la educación escolar, donde se priorizaba la transmisión de conocimientos por sobre el desarrollo de la capacidad crítica y reflexiva de los infantes.


A pesar de lo anterior, en las últimas décadas, ha surgido una corriente de pensamiento que busca revertir el adultocentrismo y otorgar a los niños un lugar protagónico en la sociedad. En este contexto, Freire (2022) argumenta que el paradigma adultocéntrico ha impedido el desarrollo de una educación liberadora, en la que los niños y los jóvenes sean considerados como sujetos capaces de participar activamente en la construcción de su propio conocimiento y en la transformación de su entorno social. De este modo, Freire (2005) aboga por un enfoque educativo que parta de la problematización de la realidad pues, a través del diálogo y la reflexión colectiva, se busca que los niños desarrollen su pensamiento crítico para luchar contra la opresión. Bajo este marco, según Freire (2022), la infancia se concibe como una etapa crucial en la formación de la conciencia crítica y la construcción de la identidad de los individuos, pues considera que los infantes tienen una capacidad innata para aprender y cuestionar el mundo que los rodea; sin embargo, también reconoce que los niños son vulnerables y están sujetos a la influencia de las estructuras opresivas y de poder presentes en la sociedad. Al respecto, Winnicott

(2021) destaca la necesidad de que los adultos reconozcan y respeten las experiencias de los niños y niñas, y que les brinden un ambiente seguro y afectuoso para su desarrollo personal.


Por su parte, Kittay (2020) señala que el adultocentrismo trata a los jóvenes como si no tuvieran una perspectiva o una vida interior y como si solo importaran en la medida en que sirvan a los intereses de los adultos. Para contrarrestar este problema, es importante liderar una educación exitosa que se focalice en ayudar al niño en el proceso de construcción de su propio conocimiento; por tanto, resulta indispensable cuestionar el adultocentrismo para reconocer a los infantes como sujetos activos y participativos en la sociedad, y superar la idea de que los adultos son los únicos capaces de realizar aportes significativos a la humanidad (Sosa, 2022; Santos, 2022; Mesquita, 2022).


Lo anterior, se vuelve prioritario cuando se corrobora que la exclusión de los niños y niñas en las sociedades democráticas contemporáneas constituye una violación a sus derechos y una negación de su capacidad para contribuir a la toma de decisiones. En esta línea, la infancia debe ser concebida como una categoría filosófica fundamental en la reflexión sobre la democracia y la justicia social, pues los niños y niñas son sujetos de derechos con voz propia, cuyas opiniones y perspectivas deben ser tomadas en cuenta en los procesos sociales que afectan sus vidas. Al negarles la participación y excluirlos de estos espacios, se les priva de la oportunidad de ejercer su ciudadanía plena y de desarrollar habilidades sociales y políticas fundamentales. Además, esta exclusión perpetúa las desigualdades existentes en la sociedad, ya que las voces de los infantes de entornos desfavorecidos son especialmente silenciadas. La infancia, por tanto, no debe ser pensada simplemente como una etapa de transición hacia la adultez, sino como una etapa de pleno valor en sí misma.


Por otra parte, es fundamental reconocer la capacidad cognitiva de los infantes y deconstruir la idea de que la madurez intelectual y emocional se alcanza solo en la edad adulta. Al respecto, Piaget (1999) postuló que los niños no son simplemente seres pasivos que absorben información del entorno, sino que son agentes activos en la construcción de su propio conocimiento. Según su teoría, los niños pasan por las siguientes etapas de desarrollo cognitivo:


  1. Etapa sensoriomotora (desde el nacimiento hasta los 2 años): Durante esta fase, los niños exploran el mundo a través de los sentidos y acciones físicas, pues adquieren la noción de permanencia del objeto y desarrollan la capacidad de coordinar acciones elementales.

  2. Etapa preoperacional (desde los 2 hasta los 7 años): En esta fase, los niños desarrollan la capacidad de representar objetos y eventos a través del lenguaje y el juego simbólico. Sin embargo, su pensamiento todavía es egocéntrico y tienen dificultades para comprender el punto de vista de los demás.

  3. Etapa de las operaciones concretas (desde los 7 hasta los 11 años): Durante esta fase, los niños adquieren habilidades para realizar operaciones mentales lógicas, como la conservación de la cantidad y la comprensión de la reversibilidad. Su pensamiento se vuelve menos egocéntrico y pueden entender diferentes perspectivas.

  4. Etapa de las operaciones formales (desde los 11 años en adelante): En esta fase, los adolescentes desarrollan la capacidad de pensar de manera abstracta y lógica, realizar hipótesis y razonar sobre situaciones hipotéticas. Pueden pensar en términos de posibilidades y realizar operaciones mentales complejas.


Dentro de su escala de estadios, Piaget (1999) consideraba que la infancia es un período crítico en el desarrollo cognitivo, en el cual los niños construyen activamente su conocimiento a través de la interacción con su entorno. Además, destacaba la importancia del juego y la manipulación de objetos como medios fundamentales para el aprendizaje. De este modo, esta teoría de desarrollo cognitivo, según Álvarez (2021), se sustenta en la edad que se ha utilizado como un sistema de poder para legitimar el adultocentrismo como una categoría social que otorga diferentes derechos y responsabilidades a las personas de acuerdo a este criterio, lo que resulta en la exclusión de los niños y jóvenes de ciertos ámbitos de la sociedad.

El ser humano ha establecido un orden en el que los adultos tienen el poder y los niños son vistos como seres incompletos que necesitan ser cuidados y dirigidos por el mundo adulto, quien ha creado instituciones y prácticas que refuerzan esta perspectiva, como la educación y la familia. En esta línea, por un lado, la educación tradicional se enfoca en la transmisión de conocimientos y valores desde los adultos a los niños, sin tener en cuenta la perspectiva de los infantes y sus experiencias. Por esta razón, los niños son concebidos como objetos de aprendizaje y no como sujetos activos que pueden construir su propio conocimiento. Por su parte, la familia también refuerza el adultocentrismo al establecer una jerarquía en la que los padres tienen el poder y los niños deben obedecer y seguir sus instrucciones.


Dicha jerarquía adulto/niño se basa en la edad y en la creencia de que los adultos conocen mejor el camino que deben seguir los infantes para convertirse en ciudadanos de bien, cuyo concepto sirve para referirse a un individuo que cumple con los deberes y responsabilidades que se le exigen dentro de una sociedad. Ser un ciudadano de bien implica participar activamente en la vida cívica, respetar las leyes y normas establecidas, contribuir al bienestar común y actuar de manera ética y responsable. Para Aristóteles (2023), un ciudadano de bien es aquel que cultiva y ejerce las virtudes morales, como la justicia, la generosidad y la prudencia, pues supone encontrar el equilibrio entre los extremos y actuar de acuerdo con la razón y la excelencia moral.


Desde su teoría ética basada en el deber y el imperativo categórico, Kant (2020) enfatiza que ser un ciudadano de bien involucra actuar de acuerdo con los principios morales universales, sin tener en cuenta las consecuencias o intereses personales, pues parte de la base que la buena voluntad y el respeto por la dignidad humana son fundamentales en su concepción de un ciudadano moralmente correcto. En una línea similar, Mill (2020) propone, a partir de un enfoque ético basado en la maximización del bienestar general, que ser un ciudadano de bien significa actuar correctamente para promover la felicidad y el bienestar de la mayor cantidad posible de personas, ya que la utilidad y el beneficio colectivo son consideraciones clave en su concepción de ciudadano de bien. Se plantea, por tanto, la necesidad de asegurar que todos los individuos tengan acceso a las oportunidades necesarias para desarrollar plenamente sus capacidades y vivir una vida digna, por lo que la edad no debería ser un factor determinante en la capacidad de las personas para pensar, crear y actuar en el mundo. Al respecto, como indica Sosenski (2015), resulta clave respetar la diversidad de edades y promover la participación activa de todos los miembros de la sociedad, independientemente de su edad.


De acuerdo a lo anterior, el adultocentrismo constituye un obstáculo para considerar a los niños y niñas como sujetos filosóficos, y su superación resulta fundamental para una visión más inclusiva y transformadora de la infancia. En este contexto, la reflexión crítica sobre el rol tradicional de los infantes en las democracias actuales y el reconocimiento de sus habilidades, son cruciales para el desarrollo de una sociedad más justa e igualitaria.


La alteridad como un factor clave para pensar la infancia como una categoría transformadora


La alteridad se refiere a la capacidad de reconocer y valorar al otro como alguien diferente, con su propia identidad, experiencia y perspectiva, pues implica respetar la diversidad y humanidad de los demás. De esta forma, la alteridad es fundamental para salir de la visión individual y comprender que existen múltiples formas de ser, pensar y vivir en el mundo; por tanto, reconocer al otro como diferente significa tener una actitud de apertura y disposición para aprender de experiencias ajenas. En esta línea, cuando se reconoce al otro como diferente, se asume una perspectiva del “yo” que trasciende el egocentrismo y el individualismo, ya que se prevé que cada persona tiene su propia subjetividad y que todos merecen ser tratados con igual respeto y consideración.


Por consiguiente, como sostiene Buber (2017), la alteridad se basa en la experiencia del encuentro auténtico con el otro, al cual se refiere como “Tú”. Esta experiencia de encuentro supera la simple objetificación del otro y establece una relación genuina y mutuamente enriquecedora. Para tal efecto, Buber distingue dos tipos de nexos: la relación “Yo-Ello” y la relación “Yo-Tú”. En el vínculo “Yo- Ello”, el otro es percibido y tratado como un objeto, es decir, una entidad a la que se puede utilizar,

manipular o instrumentalizar en función de los propios deseos. Es una relación de distancia que únicamente pretende satisfacer necesidades y obtener beneficios para sí mismo. Por otro lado, en el vínculo “Yo-Tú”, se establece una conexión auténtica con el otro, pues se reconoce su singularidad como un ser humano completo y se gesta una disposición de apertura hacia él. Es una relación de cercanía y plenitud, en la que se pretende entender al otro en su totalidad y concretar una relación recíproca de respeto.


Por su parte, Sartre (2004) argumenta que la alteridad alude a la experiencia de considerar la perspectiva del otro y busca comprender la forma en que este proceso influye en la propia conciencia, ya que, a partir de una visión existencialista, señala que las personas son seres conscientes y libres que se forman mediante las decisiones y acciones personales. Sin embargo, la presencia del otro puede desafiar la libertad individual y revelar la propia subjetividad, pues cuando somos conscientes de esta situación experimentamos una sensación de “mirada” que nos confronta con nuestra propia singularidad. De esta manera, nos convertimos en objetos para el otro, ya que este nos interpela y coloca en una posición de responsabilidad hacia nuestros actos.


Para Levinas (2014), la alteridad es la condición fundamental de la existencia humana y la base de las relaciones sociales, puesto que involucra la experiencia de encontrarse con el rostro del otro. Este encuentro resulta ser éticamente significativo porque trae consigo una responsabilidad con los demás, que va más allá de los propios deseos e intereses. En este sentido, la alteridad constituye una relación asimétrica en la que el otro nos interpela y exige una respuesta ética que nos convoca a responder a sus necesidades y sufrimientos.


De tal modo, según Levinas (2014), la alteridad ayuda a identificar la diferencia radical entre el nosotros y los demás, y obliga a asumir una responsabilidad compartida entre estas partes, pues dicha capacidad involucra confrontarse con el otro y reconocer su singularidad e irreductibilidad. Bajo esta premisa, la alteridad se vincula con el concepto de otredad, ya que plantea la necesidad de ir al encuentro auténtico con el prójimo. Para Pincheira (2021), la otredad es la forma en que los individuos son clasificados en función de su pertenencia a grupos sociales, puesto que la sociedad crea categorías de diferencia que son utilizadas para segmentar a las personas y asignarles roles y posiciones sociales. Por su parte, Nichi (2020) sostiene que la otredad es la forma en que los individuos experimentan el mundo a través de sus propias perspectivas, que son diferentes e incomparables con las de los demás.


De acuerdo a lo anterior, la otredad se refiere específicamente a la condición de ser diferente porque implica una mirada desde el observador que percibe al otro como ajeno a su propia identidad y experiencia; por tanto, involucra la existencia de límites o barreras relacionadas con categorías como la nacionalidad, la raza, la religión o la cultura que separan al yo del otro. En este escenario, la alteridad supone reconocer y respetar la existencia de otros individuos como seres distintos a uno mismo, pues comprende la apertura hacia el otro, el reconocimiento de su singularidad y la posibilidad de establecer una relación ética y empática con él.


La alteridad, al relacionarse con la otredad, se asocia también con el concepto de diferencia, cuya condición es fundamental para el entendimiento de la alteridad como un proceso que implica asumir la existencia de múltiples formas de razonar y actuar que hacen deseable el diálogo e intercambio de ideas, valores y vivencias entre individuos que son diferentes entre sí. Por consiguiente, el reconocimiento de la diferencia resulta clave para el desarrollo de actitudes de respeto y tolerancia hacia los demás, pues, cuando se considera la alteridad, se promueve un ambiente en el que se acepta la diversidad y la dignidad individual; por tanto, la falta de aceptación de la diferencia puede conducir a actitudes de exclusión, discriminación o dominación (Walsh, 1998; Levinas, 2014; Butler, 2016). Por este motivo, se plantea la necesidad de asumir una responsabilidad ética con los demás, ya que, al reconocer la diferencia del otro, las personas se ven motivadas a valorar sus necesidades, intereses y derechos.


En relación al aporte de la alteridad para superar la visión adultocéntrica, es importante destacar que esta capacidad implica acoger y valorar a los demás sin imponer nuestra perspectiva o poder sobre ellos. La perspectiva adultocéntrica se caracteriza por considerar que los adultos tienen un mayor conocimiento y

autoridad sobre los niños y niñas; en este contexto, la alteridad desafía esta visión, puesto que, al promover la escucha activa y el diálogo horizontal, busca reivindicar el potencial de los infantes como agentes de cambio social y cultural.


De acuerdo a lo anterior, siguiendo a Buber (2017), la alteridad significa salir de sí mismo y reconocer al otro como un ser único y valioso porque, a través del encuentro basado en la relación “Yo-Tú”, se logra una verdadera comprensión y enriquecimiento recíproco entre los niños y niñas. En este sentido, la alteridad no solo se limita a la dimensión interpersonal, sino que también se extiende a la relación con el entorno social y la naturaleza, pues su propósito final es formar ciudadanos responsables y promotores de actitudes que fomenten la convivencia democrática, el respeto a los derechos humanos, el cuidado del medioambiente y la participación activa en la toma de decisiones colectivas.


En la línea prevista, la alteridad contribuye a superar el egoísmo y abrirse hacia la posibilidad de protagonizar un encuentro auténtico con el otro. Al respecto, Levinas (2012) señala que “el otro es un rostro, el cual, aunque no tenga nada que decirme, tiene derecho a hablarme, y aunque no me pida nada, tiene derecho a recibir de mí” (p. 237). Esta interpelación ética surge del rostro del otro, que revela su vulnerabilidad y su singularidad, pues su rostro nos confronta con la responsabilidad de cuidarlo y respetarlo como un ser humano irreductible a nuestras categorías o conceptos preconcebidos. De este modo, en la filosofía de Levinas, la alteridad rompe con la lógica del yo y del otro, y nos invita a reconocer al otro en toda su singularidad. Desde esta perspectiva, el infante no puede ser visto como un objeto moldeable y susceptible de control, sino que merece ser concebido como un sujeto activo, reflexivo y capaz de contribuir al desarrollo de la sociedad y la cultura.


Para fomentar el encuentro con los demás, el niño debe ser una persona hospitalaria que pueda acoger al otro y dar un lugar en su mundo. Camus (2021), a partir de la figura del extranjero, destaca la importancia de la hospitalidad como un valor que permite salir de sí mismo y ampliar la visión del mundo, pues va más allá de simplemente ofrecer alojamiento o comida a alguien. Así, la hospitalidad es una actitud más profunda y significativa que implica la aceptación y el reconocimiento de la humanidad compartida entre el anfitrión y el huésped porque, según Camus (2021), consiste en recibir al otro con amabilidad, en escuchar su historia y en permitir que su voz sea valorada. De este modo, la alteridad, por un lado, se presenta como una condición necesaria para la existencia del yo en comunión con la otredad; y, por otro, coincidiendo con Augé (2017), se manifiesta como una instancia que posibilita la acogida del otro en lugares que no le pertenecen y que le ayuda a sentirse parte de una comunidad más amplia y diversa.


Conforme a lo planteado por Sartre (2014), esta relación con el otro desempeña un papel fundamental en la construcción de nuestra identidad y significado en el mundo, ya que no podemos existir plenamente sin la presencia y la mirada del otro. En este sentido, la hospitalidad y la apertura hacia los demás nos permiten establecer vínculos significativos y enriquecedores, que, a su vez, nutren nuestra comprensión de nosotros mismos y del entorno en el que vivimos. Al acoger al otro, nos abrimos a nuevas perspectivas, experiencias y valores, lo cual contribuye a mejorar nuestro bienestar personal y social.


Por último, cabe señalar que la alteridad, siguiendo a Reyes y Villacis (2021), permite cuestionar las estructuras de poder y dominación que han caracterizado la relación entre adultos y niños, puesto que contribuye a repensar la imagen idealizada de la infancia que ha servido para justificar la posición dominante de los niños y niñas como seres inocentes, frágiles y necesitados de protección por parte del mundo adulto. Esta visión de la alteridad en la relación adulto-infante nos invita a reexaminar los roles tradicionales asignados a cada grupo y a considerar cómo se pueden redistribuir los espacios de poder y la toma de decisiones de manera más equitativa. Por tanto, reconocer la alteridad en la infancia es admitir la importancia de respetar la diversidad de experiencias y perspectivas que cada niño y niña aporta al mundo, ya que, al desafiar las estructuras de poder y dominación, se fomenta un ambiente más inclusivo y participativo para que los infantes puedan desarrollarse plenamente y contribuir activamente a la sociedad.

Deconstrucción de la educación tradicional para que los niños y niñas puedan ir al encuentro con el otro


La educación tradicional ha sido criticada por perpetuar el adultocentrismo y la imposición de modelos de aprendizaje que no toman en cuenta las necesidades y habilidades particulares de los niños y niñas (Walsh, 1998; Sosenski, 2015; Álvarez, 2021; Goleman, 2022). Por esta razón, es necesario deconstruir el sistema educativo para permitir a los infantes explorar y descubrir el mundo desde su propia perspectiva y, al mismo tiempo, encaminar el encuentro con el otro, desarrollando así una actitud abierta y crítica frente a la alteridad.


Uno de los primeros pasos para lograr este objetivo es la incorporación de la perspectiva de género en la educación porque constituye un enfoque teórico y analítico que tiene por objeto comprender y analizar las relaciones culturales a partir de las representaciones sociales de género y las desigualdades que se derivan de ellas. Bajo este enfoque, según Butler (2016), el género no es un proceso natural o biológico, sino que es una construcción social y cultural que determina las expectativas, roles, comportamientos y oportunidades asignadas a las personas en función de su sexo.


En el contexto previsto, la alteridad de la mujer ha sido históricamente construida y definida en relación al protagonismo del hombre, pues, siguiendo a De Beauvoir (2019), es vista como “el otro” en la sociedad patriarcal. Esta subordinación de la mujer ha llevado a la opresión y a la falta de reconocimiento pleno de su humanidad y subjetividad; por consiguiente, la superación de la alteridad de las mujeres implica la liberación de las construcciones sociales y culturales que la han limitado, pues es clave que se apropien de su propia identidad, tomen conciencia de su situación y se conviertan en agentes autónomas y libres.


Para Quiroz y Fernández (2022), la perspectiva de género ayuda a los niños y niñas a cuestionar las desigualdades de género existentes en todas las esferas de la vida, incluyendo la familia, el trabajo, la educación, la política y la cultura, ya que permite comprender las diferencias y similitudes entre los géneros, y a reconocer la igualdad y la diversidad como rasgos unívocos de la dignidad humana. En este sentido, este enfoque reconoce que estas desigualdades no son naturales ni inevitables, sino que son producto de normas, valores y prácticas sociales reproducidas generacionalmente por la cultura androcéntrica. Por este motivo, siguiendo a Butler (2016) y Freire (2022), resulta relevante forjar una pedagogía crítica y participativa a fin de cuestionar las estructuras sociales de opresión y promover el diálogo entre estudiantes y docentes para deconstruir las bases de la sociedad patriarcal.


Asimismo, el enfoque de género también contribuye a desarrollar habilidades y valores como el respeto, la empatía, la tolerancia y la solidaridad, ya que aporta a la desnaturalización de los roles de género impuestos por la sociedad y permite a los infantes construir su propia identidad. Esto reduce considerablemente el riesgo de la discriminación de género que se produce en la educación tradicional, pues, como señala Álvarez (2022), en este ámbito se perpetúan estereotipos y desigualdades que afectan la autoestima y el rendimiento académico de los alumnos y alumnas. Por tanto, como argumenta la UNESCO (2019), es clave fomentar la perspectiva de género en los sistemas educativos para eliminar las barreras y las desigualdades en el acceso a una educación de calidad.


Un segundo aspecto a considerar es la inclusión de los saberes y prácticas culturales de los niños y niñas en el proceso de enseñanza-aprendizaje. En este contexto, la educación intercultural cobra importancia porque busca promover la igualdad, el respeto y el diálogo entre personas de diferentes culturas y grupos étnicos, con el objeto de reconocer la diversidad cultural como una fuente de enriquecimiento para la convivencia pacífica y el entendimiento mutuo entre los infantes (Delors, 1996; Melero y Manresa, 2022; Mayansa y Mora, 2022). Con este propósito, la educación intercultural busca evitar la reproducción de estereotipos y prejuicios culturales, incentivar el diálogo intercultural y reducir las barreras educativas que afectan a determinados colectivos culturales o étnicos.


De acuerdo a lo anterior, el reconocimiento de la diversidad cultural no debe ser visto como un obstáculo, sino como una oportunidad para mejorar el proceso educativo. En esta línea, siguiendo a Serrano y

Quispe (2023), la educación intercultural permite la incorporación de conocimientos y valores propios de cada cultura, lo cual fomenta la construcción de un diálogo intercultural que propugna la valoración de las diferentes perspectivas humanas presentes en la comunidad educativa. De esta forma, como indican Melero y Manresa (2022), se puede construir una educación de calidad que favorezca la comprensión de la realidad desde diversas posturas y fomente la participación ciudadana de los infantes.


Por consiguiente, la interculturalidad debería ser entendida como un proceso permanente de relación, comunicación y aprendizaje entre culturas distintas, cuyo fin último sería el desarrollo pleno de las capacidades de los individuos, por encima de sus diferencias culturales y sociales. De este modo, según Walsh (1998), la interculturalidad intenta romper con la historia hegemónica de una cultura dominante y, de esa manera, reforzar las identidades tradicionalmente excluidas como las de personas pertenecientes a pueblos originarios, al mundo infantil y al género femenino. Para ello, es fundamental desarrollar un currículo intercultural que incluya contenidos, materiales y actividades que reflejen la diversidad cultural, brindar oportunidades de capacitación docente en interculturalidad e involucrar a la comunidad en el proceso educativo de los niños y niñas.


Un tercer elemento relevante a tener en cuenta es que la educación no se centre únicamente en la adquisición de conocimientos teóricos, sino que también incentive el desarrollo de habilidades socioemocionales. En esta línea, tiene especial sentido la educación emocional porque constituye un enfoque pedagógico que se focaliza en la formación de habilidades emocionales y sociales de los niños, pues su propósito es promover la capacidad de gestionar las emociones y la habilidad de los infantes para relacionarse con los demás de manera positiva (Delors, 1996; Goleman, 2022; Bornhauser y Garay, 2022; Sorondo y Abramowski, 2022).


La educación emocional busca proporcionar a las personas las herramientas necesarias para comprender, expresar y regular sus propias emociones, así como para reconocer y responder empáticamente a las emociones de sus pares. Esto implica desarrollar habilidades como la conciencia emocional, la regulación emocional, la empatía, la gestión de conflictos y la toma de decisiones conscientes. Siguiendo a Bornhauser y Garay (2022), este tipo de aprendizaje, al fomentar el respeto y la comprensión hacia la diversidad emocional, tiene un impacto positivo en la convivencia social de los estudiantes.


De acuerdo a lo anterior, la educación emocional permite a los niños y niñas reconocer y gestionar sus emociones, comprender las de sus pares y establecer relaciones interpersonales fundadas en la empatía, la comunicación y la autorregulación (Goleman, 2022; Sorondo y Abramowski, 2022). Además, según Delors (1996), la educación emocional contribuye a la formación filosófica de los infantes, ya que les ayuda a desarrollar habilidades de pensamiento crítico y reflexivo sobre sus propias emociones y las del otro. De esta manera, pueden analizar y comprender su realidad de manera más profunda, lo cual propicia la formulación de preguntas y argumentos más complejos sobre su entorno y su rol en la construcción de una ciudadanía transformadora.


Un cuarto y último factor a destacar es la valoración de la participación activa y crítica de los infantes en su propio proceso de aprendizaje. Según Álvarez (2021), la educación debe propiciar el protagonismo de los niños y niñas en la construcción de su conocimiento, ya que la infancia es una etapa fundamental en el desarrollo humano porque en esta se establecen las bases para el aprendizaje y la socialización. Para ello, se recomienda la implementación del modelo socioconstructivista para que el niño lidere su propio proceso formativo a través de la interacción permanente con el medio.


Desde una vertiente conceptual, el modelo pedagógico socioconstructivista es un enfoque educativo que se basa en la teoría del constructivismo y en la interacción social como elementos fundamentales del aprendizaje, pues sostiene que el aprendizaje es un proceso social y colaborativo, en el cual los estudiantes construyen su conocimiento a partir de su interacción con otros individuos y con el entorno. Por su parte, en este modelo, el docente no es simplemente un transmisor de información, sino un facilitador del aprendizaje, ya que su papel consiste en crear un ambiente de aula en el cual los alumnos y alumnas puedan interactuar, dialogar y construir conocimiento de manera conjunta (Piaget, 1999;

Vygotsky, 2003; Peralta et al., 2023). Para ello, el profesor debe estimular el pensamiento crítico, el razonamiento y la reflexión a través del debate y el trabajo colaborativo.


El socioconstructivismo también enfatiza en la importancia de los contextos socioculturales en el proceso de aprendizaje. Este modelo reconoce que cada individuo trae consigo una serie de experiencias, ideas y valores que influyen en su manera de interpretar y construir el conocimiento; por lo tanto, busca promover la diversidad de perspectivas y la valoración de los saberes previos de los estudiantes para el desarrollo de aprendizajes significativos, donde relacionen los nuevos contenidos con los conocimientos previos y su realidad cotidiana.


Conforme a lo señalado, resulta crucial que los niños tengan la oportunidad de relacionarse con otros, ya que esto les ayuda a desarrollar su identidad y potenciar habilidades sociales y emocionales que serán esenciales en su vida adulta. Así, para Vygotsky (2003), la perspectiva socioconstructivista es especialmente relevante para la formación de los niños como sujetos filosóficos, pues les permite construir su propio conocimiento y desarrollar competencias para la reflexión crítica. Al respecto, Lipman (1988) propone que los niños deben filosofar desde temprana edad, y que la discusión y el debate son fundamentales para su desarrollo intelectual y moral.


En todos estos lineamientos, la alteridad constituye una herramienta valiosa para promover la reflexión y el diálogo crítico entre los niños y niñas porque, al favorecer el pensamiento crítico y el encuentro de los diferentes puntos de vista, permite valorar al infante como un sujeto filosófico y un agente de cambio social.


Cuando se considera al niño como un sujeto filosófico, se reconoce su capacidad innata para hacer preguntas trascendentales, buscar respuestas y reflexionar sobre su propia existencia en el mundo. Desde temprana edad, los niños muestran una curiosidad genuina acerca de temas profundos y fundamentales, como el sentido de la vida, la justicia, la ética y otros aspectos de la condición humana. Estas preguntas filosóficas no solo son válidas, sino que también son esenciales para el desarrollo integral de los infantes, ya que, al plantearse interrogantes de este tipo, exploran su propio ser, sus relaciones con los demás y su lugar en el mundo.


Para Salinas y Oller (2020), los profesores tienen la responsabilidad de fomentar y nutrir esta curiosidad filosófica en los niños y niñas. Se deben crear espacios de diálogo y reflexión donde se sientan seguros para expresar sus ideas, cuestionar las normas establecidas y explorar diferentes puntos de vista. Estos espacios pueden ser en el aula, en grupos de discusión o incluso en actividades extracurriculares.


Es importante destacar que no se trata únicamente de enseñar filosofía como una materia aislada, sino de integrar el enfoque filosófico en todas las asignaturas del currículo. Las preguntas filosóficas pueden surgir en cualquier momento y en relación a diversas temáticas, ya sea en matemáticas, ciencias, literatura o historia. Los educadores deben estar atentos a estas oportunidades y fomentar la reflexión filosófica en todas las áreas del conocimiento.


Ahora bien, también es fundamental reconocer al niño como un agente de cambio social. Desde su perspectiva única y auténtica, los infantes pueden detectar injusticias, desigualdades y problemas en la sociedad que, a menudo, pasan desapercibidos para los adultos. Su capacidad de observación y su sensibilidad hacia las situaciones de injusticia les permiten percibir el mundo desde una mirada más auténtica y espontánea. Por este motivo, se debe escuchar atentamente sus voces y proveer un espacio seguro donde puedan expresarse libremente, puesto que, con estas acciones, los educadores pueden transmitir a sus estudiantes el mensaje de que sus opiniones son valiosas y transformadoras.


Además, es importante que los profesores ofrezcan diferentes vías para que puedan llevar a cabo acciones concretas. Los proyectos comunitarios, las iniciativas solidarias y la defensa de causas justas son algunas formas en las que los niños pueden participar activamente en el cambio social. Estas experiencias les permiten desarrollar habilidades de liderazgo, trabajo en equipo, resolución de

problemas y toma de decisiones, al mismo tiempo que generan un impacto real en su entorno (Voltarelli, 2018; Álvarez, 2021).


Cuando se adopta el enfoque pedagógico enunciado, siguiendo a Duk y Murillo (2022), se asume el compromiso de dar voz a los niños, de escuchar atentamente sus perspectivas y de valorar sus aportes. Asimismo, se reconoce que son seres pensantes y capaces de influir positivamente en su entorno, y se comprende la importancia de involucrarlos de manera activa en el proceso educativo.


Sin embargo, para lograr dichos objetivos, es imprescindible trascender los métodos tradicionales de enseñanza en los que el profesor se limita a transmitir información y el estudiante se enfoca en la memorización para aprobar exámenes estandarizados. Este enfoque pedagógico requiere ser deconstruido para pensar nuevas formas de concebir la educación y el papel del profesor.


En lugar de ser transmisores de conocimiento, los educadores deben asumir el rol de facilitadores del aprendizaje. Esto implica crear un ambiente propicio para que los niños y niñas exploren, descubran y construyan su propio conocimiento. Para Ainscow y Messiou (2017), los docentes deben estimular el pensamiento crítico y la reflexión profunda, cuestionando las ideas preconcebidas y animando a los infantes a investigar, analizar y formar sus propias conclusiones. Además, se debe fomentar la colaboración entre los niños, promoviendo el trabajo en equipo y la resolución conjunta de problemas.


Conclusión


A partir de este trabajo, se concluye que la alteridad constituye un factor fundamental para pensar la infancia como una categoría filosófica transformadora, pues dicho concepto implica ir más allá de la percepción de sí mismo y abrirse a la diversidad y la multiplicidad de experiencias de la otredad. Esto conlleva a reconocer la existencia de otras personas que también son capaces de reflexionar y pensar por su cuenta.


En el contexto previsto, la educación debe ser un espacio de reflexión crítica y de diálogo entre los individuos, en el que se promueva la curiosidad, el pensamiento crítico y la creatividad. Los niños y niñas deben ser vistos como sujetos activos en su propio proceso educativo, y no como simples receptores de información y conocimiento. Para ello, es necesario fomentar la colaboración entre los infantes y promover el respeto por la diversidad de perspectivas y experiencias.


Frente al desafío enunciado, surge la necesidad de deconstruir las estructuras educativas tradicionales y de crear nuevos espacios pedagógicos que permitan a los niños y niñas ir al encuentro con el otro y explorar las posibilidades de la alteridad. En este proceso de transformación educativa, la alteridad no solo beneficia a los infantes, sino que también enriquece la experiencia educativa de docentes, padres y otros miembros de la comunidad educativa, pues, al considerar la diversidad de posturas y vivencias, se abren nuevas posibilidades para el aprendizaje y la mejora social.


Lo anterior defiende la importancia de que los niños puedan filosofar, ya que esta acción trae consigo una serie de beneficios para su proceso formativo. En primer lugar, el ejercicio de filosofar fomenta la creatividad y la imaginación en los infantes, ya que, al explorar preguntas abstractas y plantear diferentes escenarios hipotéticos, aprenden a pensar de manera no convencional y a considerar múltiples visiones. Esto promueve el pensamiento flexible y la capacidad de encontrar soluciones innovadoras a los problemas cotidianos.


Además, filosofar les brinda a los niños y niñas la oportunidad de cuestionar las normas y valores que rigen la sociedad. A través de la reflexión filosófica, los niños aprenden a examinar críticamente las creencias aceptadas y a desarrollar un espíritu de indagación frente a la realidad circundante. Este principio no solo fortalece su autonomía intelectual, sino que también les permite desarrollar un sentido de agencia y empoderamiento en su capacidad para desafiar y cambiar las estructuras sociales injustas.

Por último, el ejercicio de filosofar favorece la consolidación de formas alternativas de organización social en la mente de los niños porque, al explorar conceptos como la justicia, la igualdad y la democracia, adquieren una comprensión más profunda de los ideales y principios que sustentan una sociedad justa y equitativa. Esto les proporciona las herramientas intelectuales y éticas para convertirse en ciudadanos comprometidos y capaces de contribuir activamente a la configuración de una convivencia humana más inclusiva y democrática.


Agradecimientos


Este trabajo deriva del FAA 01/2022, adscrito a la Dirección de Investigación de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, Chile. Se agradece a la institución patrocinante por el apoyo otorgado.


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