https://doi.org/10.34024/prometeica.2024.31.18639

 


LA VIDA FUNGIBLE EN “LA GUERRA QUE NO HEMOS VISTO”

ANÁLISIS FILOSÓFICO DE UNA OBRADE MEMORIA ARTÍSTICA EN COLOMBIA


VIDA FUNGÍVEL NA “GUERRA QUE NÃO VIMOS”

Análise filosófica de uma obra de memória artística na Colômbia


THE "FUNGIBLE LIFE" IN “THE WAR WE HAVE NOT SEEN”

Philosophical analysis of a work of artistic memory in Colombia


Adriana María Ruiz Gutiérrez

(Universidad Pontificia Bolivariana, Colombia)

adriana.ruiz@upb.edu.co

Recibido: 16/05/2024
Aprobado: 19/09/2024

 


RESUMEN

Con formidable rapidez, las máquinas de guerra, distintas a los aparatos de Estado, transforman la víctima en el instrumento de la guerra (accionable, intercambiable y matable), hasta su agotamiento definitivo. Así, categorías completas de “poblaciones negadas”, inertes y precarias, son transformadas en herramientas (útiles y vivientes) de la violencia armada, puestas, hoy, al servicio de aquellos que se arrogan el derecho de matar, y asimismo, en “realidades perdidas” que no dejan huella de su paso por el mundo. He aquí la forma inédita y concreta del poder y la división de las maquinarias de guerra (bandas, milicias, grupos rebeldes y estructuras paramilitares), que, además de hacer morir y dejar vivir, producen y reproducen cientos de “vidas fungibles”, que son empleadas, sustituidas y eliminadas según los intereses de la violencia. De ahí su carácter “desechable”. Esta composición hermenéutica crítica, que se sirve, cardinalmente, del pensamiento de Butler, Deleuze, Guattari, Mbembe, Arendt, Agamben y Roxin, además de algunos testimonios de excombatientes colombianos, quienes pintaron y relataron la guerra, se ocupa de definir y caracterizar la noción “vida fungible” (inexistente en la literatura, pero constatable empíricamente). La misma resulta tan útil como inédita para representar las formas contemporáneas de la violencia armada.

Palabras clave: esclavo. Estado. guerreros. máquinas de guerra. muerte.


RESUMO

Com formidável velocidade, as máquinas de guerra, diferentes dos aparelhos de Estado, transformam a vítima em instrumento de guerra (acionável, intercambiável e matável), até à sua exaustão final. Assim, categorias inteiras de “populações negadas”, inertes e precárias, são transformadas em ferramentas (úteis e vivas) de violência armada, colocadas, hoje, ao serviço daqueles que reivindicam o direito de matar, e da mesma forma, em “realidades”. “perdidos” que não deixam vestígios de sua passagem pelo mundo. Aqui está a forma inédita e concreta de poder e a divisão das máquinas de guerra (gangues, milícias, grupos rebeldes e estruturas paramilitares), que, além de fazerem morrer e deixarem viver, produzem e

reproduzem centenas de “vidas fungíveis”, quais Eles são usados, substituídos e eliminados de acordo com os interesses da violência. Daí a sua natureza “descartável”. Esta composição hermenêutica crítica, que utiliza fundamentalmente o pensamento de Butler, Deleuze, Guattari, Mbembe, Arendt, Agamben e Roxin, além de alguns depoimentos de ex- combatentes colombianos, que pintaram e narraram a guerra, trata de definir e caracterizar a noção “vida fungível” (inexistente na literatura, mas empiricamente verificável). É tão útil quanto sem precedentes para representar formas contemporâneas de violência armada.

Palavras-chave: escravo. Estado. guerreiros. máquinas de guerra. morte.


ABSTRACT

With formidable speed, war machines, different from State apparatuses, transform the victim into the instrument of war (actionable, interchangeable and killable), until their final exhaustion. Thus, entire categories of “denied populations”, inert and precarious, are transformed into tools (useful and living) of armed violence, placed, today, at the service of those who claim the right to kill, and at the same time, in “lost realities” that leave no trace of their passage through the world. Here is the unprecedented and concrete form of power and the division of the war machines (gangs, militias, rebel groups and paramilitary structures), which, in addition to making people die and letting live, produce and reproduce hundreds of “fungible lives”, which They are used, replaced and eliminated according to the interests of violence. Hence its “disposable” nature. This critical hermeneutic composition, which cardinally uses the thought of Butler, Deleuze, Guattari, Mbembe, Arendt, Agamben and Roxin, in addition to some testimonies of Colombian ex-combatants, who painted and recounted the war, deals with defining and characterizing the notion “fungible life” (non- existent in the literature, but empirically verifiable). It is as useful as it is unprecedented to represent contemporary forms of armed violence.

Keywords: slave. State. warriors. war machines. death.


Introducción

“La guerra es el negocio de producir y reproducir la precariedad, de sostener a la población en el límite de la muerte, a veces matando a sus miembros, a veces no” (Butler, 2011, p. 22). En efecto, las estructuras militares, distintas a las estatales (bandas, milicias, grupos rebeldes y estructuras paramilitares), que ocupan, explotan y arruinan las estructuras de atención y de mantenimiento de la vida cotidiana, inducen a la precariedad de numerosos grupos reducidos al asesinato o la “muerte en vida”. Las mismas sitúan y extienden el terror y el horror de sus armas —en nombre de la conservación o la emancipación—, creando “mundos de muerte”, cuyos miembros son transformados, progresivamente, en “espectros”, “muertos vivientes” (Mbembe, 2006, p. 75). Esto explica el carácter “fungible” de los mismos (sustituibles y desechables). He aquí la cuestión crítica: las máquinas de guerra forjan y propagan nuevos y excesivos déficits infraestructurales que bloquen la protección y el desarrollo de numerosas vidas, que suceden y perecen violentamente, sin dejar huella de su paso por el mundo (Arendt, 2005, p. 75).

En este sentido, hay algo más que exige ser pensado: las maquinarias de guerra transforman el superviviente en instrumento fungible de la guerra (usufructuable, intercambiable y eliminable), sucesivamente, hasta su agotamiento irreversible (en Colombia, por ejemplo, niños indígenas y campesinos metamorfoseados fatalmente en asesinos). En particular: el movimiento maquínico opera por ciclos de destrucción violenta: al comienzo, desencadena y reproduce la precariedad de la vida reducida a una realidad espectral, que, luego, es convertida en una herramienta matable y que mata. Finalmente, los útiles, vivos y eliminables de la violencia armada, a pesar de ser humanos, son reducidos a simples esqueletos indiferenciados (y siempre reemplazables), sin registro, ni luto por sus pérdidas.

Las formas de destrucción, que varían poco, debido a su monotonía fabril, producen, a diario, cúmulos de “simples reliquias de un duelo perpetuo, corporalidades vagas, desprovistas de sentido, formas extrañas sumergidas en el estupor” (Mbembe, 2006, p. 64).

La fungibilidad es, así, el atributo de cientos de supervivientes de la guerra, y, también, del poder de las maquinarias militares (y, bajo ciertas circunstancias, de los aparatos de Estados), que producen y reproducen “mundos de muerte”, a partir de la transformación de amplias poblaciones (inertes y vulnerables), en instrumentos de la guerra, que matan y mueren. Esta observación constituye el leitmotiv de este escrito que, unificando los aportes de la filosofía social y política, la criminología y el derecho penal, además de las pinturas y las narraciones de tres excombatientes colombianos (Diego, María Lilia y Germán)5F1, contenidas en el proyecto de memoria artística “La guerra que no hemos visto”, de Juan Manuel Echavarría (Fundación Puntos de Encuentro), introduce la noción “vida fungible” (inexistente en la literatura, pero constatable empíricamente). Con este término se introduce, así, una “innovación lingüística”, que más allá de conocidas nociones filosóficas y políticas, permite captar una expresión concreta de la violencia contemporánea, que golpea, principalmente, a los más inermes y vulnerables (Cavarero, 2009, p.17).

De ahí la importancia de esta composición que, además de hacer uso de las reflexiones filosóficas, políticas y jurídicas de Judith Butler, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Joseph-Achille Mbembe, Hannah Arendt, Giorgio Agamben y Claus Roxin, transcribe los relatos de tres sobrevivientes de la guerra que no hemos visto, ni escuchado, salvo por sus pinturas y sus testimonios.


Máquinas de guerra, poder y división

Sin lugar a duda, la guerra opera mediante la desrealización de quienes la sufren, que se estira a lo largo de sus vidas precarias carentes de realidad (nadie vive en abstracto, sino bajo condiciones concretas de sostenimiento). No obstante, “dichas vidas tienen una extraña forma de mantenerse animadas, por lo que deben ser negadas una y otra vez” (Butler, 2006, 60). En principio, la violencia y la pobreza bélicas desnudan la existencia de toda realización, cierta y fechable, fijándola, continuamente, en el abandono, el hambre, el abuso, el destierro, la explotación; después, las armas reclaman la eliminación de aquellas “vidas espectrales”, que, a pesar de todo, persisten en su “estado moribundo” (Butler, 2006, p. 60). No se trata, pues, de hacer morir, sino, primero, de hacer sobrevivir mediante la violencia de la desrealización. La misma constituye, pues, la condición primera y necesaria de la destrucción armada.

2

Los sujetos irreales (no considerados humanos) constituyen el objeto de la violencia y de las máquinas de guerra, cuyas prácticas de nominación, de división y de exclusión fabrican y multiplican “muertos vivientes”. Estos cuerpos armados invocan su poder soberano de aniquilar (física y biográficamente) a poblaciones enteras, incluso no nacidas todavía, sin cometer homicidio (porque, desde el principio, son “vidas negadas”) (Butler, 2006, 60). Hoy, claramente, “las operaciones militares y el ejercicio del derecho a matar ya no son monopolio único de los Estados, y el «ejército regular» ya no es el único medio capaz de ejecutar esas funciones” (Mbembe, 2006, pp. 56-57). Por ejemplo, Colombia, que ha sido atravesada por “una guerra abierta y sin pausa entre hostiles con su cauda de muertes, destrucción y sangre derramada” (Uribe, 2005, p. 51), carece de un control estatal pleno (legal, militar y territorial), disputado, actualmente, por noventa y tres (93) grupos armados6F , con presencia y control absolutos en el espacio.


1 La reproducción de las pinturas y los testimonios de los excombatientes, que contó con la autorización de la Fundación Puntos de Encuentro (Proyecto “La guerra que no hemos visto”), se editó con fines de publicación, sustrayendo fragmentos y suprimiendo expresiones y palabras repetidas, aunque, conservando la literalidad de las narraciones.

2La FM, citando al Observatorio de Conflictos, Paz y Derechos Humanos del Instituto de Estudios para la Paz, advierte la presencia de 93 organizaciones armadas ilegales, que operan, principalmente, en los departamentos de Norte de Santander, Arauca, Antioquia, Nariño, Cauca, Meta, Córdoba, Bolívar y Chocó, compuestas por narcoparamiliates (22 estructuras y 27 bandas, integradas por 2.560 personas: Autodefensas Gaitanistas de Colombia, Caparros, Pachencas, Rastrojos, Pelusos y Grupo Confederado [aproximadamente con 200 estructuras], que, durante 2022, operaban en 291 municipios de 27 departamentos); disidencias de las Farc (30 grandes grupos conformados

Precisamente, las máquinas de guerra (que deshacen el lazo y traicionan el pacto de transferencia social), a diferencia del Estado, que no precisa desplegar su violencia en el combate, porque dispone de policías y carceleros para “ligar” y “capturar” la violencia del afuera (Deleuze y Guattari, 2020, p, 459), son grupos armados exteriores, difusos y polimorfos, que requieren de una “piedad desconocida” y, también, de una “crueldad incomprensible” para impedir la formación estatal mediante el uso de los mecanismos sociales primitivos y de la guerra indefinida (Deleuze y Guattari, 2020, p, 459). Si el Leviatán existe contra la guerra generalizada, la misma existe contra él, y lo hace imposible (Deleuze y Guattari, 2020, p, 465). Así, la lucha endémica mantiene la dispersión y la segmentación de las máquinas de guerra, impidiendo, entre tanto, que el Estado sea el titular, exclusivo (y excluyente), de la soberanía, cuyo principal atributo consiste en decidir quién debe morir y quién puede vivir; hacer morir y dejar vivir (Mbembe, 2006, p. 20; Foucault, 2001).

Actualmente, el poder y la capacidad de matar ya no son privilegios excepcionales del Estado y de sus ejércitos (regulados, públicos, codificados, vigilados), sino, también, de variadas máquinas de guerra (espontáneas, anónimas, difusas, similares a las primitivas). Las mismas, distintas al aparato estatal, ponen de manifiesto distribuciones específicas de poder y de división de la vida (tutelable y matable), que, aunque similares a las formales, reivindican con enorme crueldad su derecho de hacer sobrevivir precariamente y de hacer morir violentamente. En efecto, las máquinas de guerra (bandas, milicias, grupos rebeldes y estructuras paramilitares, que se transforman con rapidez) inscriben y ejercen prácticas inéditas de dominación y de desposesión, pues producen y reproducen vidas irreales, que se pueden desechar con formidable eficacia; su violencia ocurre mediante la producción, la captura y la depredación de cuerpos espectrales (siempre en el umbral entre la vida y la muerte).

Obviamente, una existencia precaria (negada, sin realidad) se puede eliminar con mayor facilidad (Mèlich, 2010, p. 240). Sin embargo, hay algo más que debemos analizar: las máquinas de guerra disponen doblemente de la vida espectral, que constituye el objeto inerte (pasivo) de la destrucción violenta, y, al mismo tiempo, el instrumento material de la guerra (útil, intercambiable y desechable) (Butler, 2010, p. 11). La maquinaria de matanza obtiene, así, el mayor dividendo: la víctima se transforma en el arma que mata. Sí, esta violencia, inédita y particular, de las máquinas de guerra golpean mayormente (tal vez, únicamente) a los más inermes (además de niños y ancianos en condiciones extremas, personas en situaciones límite de desposesión) (Cavarero, 2009, p. 17). He aquí la economía maquínica: miles de cuerpos precarios se convierten en miles de herramientas animadas y destructivas, a pesar de su condición de humanidad, al servicio de otros, que se arrogan el derecho de intimidar, secuestrar, extorsionar, desterrar, asesinar.

En efecto, las máquinas militares precisan de guerreros, no-humanos, irreales, expuestos a matar y a morir violentamente, sin ningún duelo ni melancolía por sus pérdidas. En estas circunstancias, su eliminación ya no produce dolor ni frustración, porque han perdido de antemano todo valor. Dichas vidas negadas, que no dejan huella de su paso por el mundo, porque nunca han sido vividas, no serán lloradas (Butler, 2010, p. 45). Claramente, su desvalor es directamente proporcional a su utilidad bélica, ya que son producidas y multiplicadas para reactualizar la espiral de la pobreza, la guerra, el sufrimiento y la eliminación física. Así, las figuras espectrales, sin realidad, son divididas (y, también usados) como “rebeldes, niños-soldado, victimas, refugiados, civiles convertidos en discapacitados por las mutilaciones sufridas o simplemente masacradas, siguiendo el modelo de los sacrificios antiguos, mientras que los "supervivientes», tras el horror del éxodo, son encerrados en campos y zonas de excepción” (Mbembe, 2006, p. 62).

De este modo, los “muertos-vivientes” son hechos a imagen y semejanza del rostro de la Medusa, que representa (iconográficamente) la mirada horripilante y horripilada del cuerpo inerme que no puede escapar de la masacre (Cavarero, 2009). Actualmente, las máquinas de guerra capturan y depredan niños- soldados, jóvenes-soldados, estudiantes-soldados, madres-soldados, campesinos-soldados, desempleados-soldados, víctimas-soldados, supervivientes-soldados, ciudadanos-soldados, que son


después de la firma del Acuerdo de Paz, con 5.200 soldados, que incursionan en 123 municipios de 22 departamentos); Eln (integrado por 8 frentes de guerra y el Comando Central [Coce], y 2.450 soldados, ubicados en 211 municipios de 20 departamentos); y bandas criminales.

producidos, utilizados y destruidos como mano de obra militar. Estas categorías completas de poblaciones, inertes y precarias (“residuales”, “excedentes”, “superfluas”), que se apiñan hasta el cielo (sin dejar de amontonarse), ya no son inscritas, como ayer, en los aparatos disciplinarios (cárceles, manicomios, leprosarios, campos de internamiento), sino incrustadas y fraccionadas en las máquinas de guerra, que las emplea y las desecha con enormes beneficios militares, políticos y económicos.

Las maquinarias de guerra (que poseen un doble carácter político y mercantil), se convierten, ahora, en “una de las principales ramas de la producción de desechos [humanos] y en el factor clave en el problema de la eliminación de residuos [humanos]” (Bauman, 2005, p. 18). Su orden militar y económico, novedoso y concreto, ordena los mayores beneficios de la crueldad: transforma el cuerpo precario en un instrumento desechable, útil y animado, que carga armas y mata a otros, principalmente a quienes no las portan. De esta manera, la masacre representa, ya, la tecnología de poder y de división de las máquinas de guerras, cuyo principal objetivo es la población civil (comúnmente, inerte y precaria, no armada, ni compuesta en milicias) (Mbembe, 2006, p. 63), que, en ocasiones, también, será transformada en el instrumento que mata. Antiguamente, y también hoy, “la degradación del esclavo era un destino peor que la muerte, ya que llevaba consigo la metamorfosis del hombre en algo semejante al animal domesticado” (Arendt, 2006, p. 109). De ahí su fungibilidad (Ruiz, 2023).


Diego: texto vivo

Figura 1

Vereda la Sardinata

 

 

Nota. Diego, 2007, Proyecto “La guerra que no hemos visto”, Fundación Puntos de Encuentro


¿Diego cómo se llamaría este cuadro suyo?, pregunta el artista Juan Manuel Echavarría

Este cuadro es una vereda; se llama “La Sardinata”, en Útica, parte de Bogotá, Cundinamarca, donde yo operaba. Acá, arriba, hacíamos retenes. Tuve un enfrentamiento en este lado, nosotros quemamos estas viviendas, había como unas siete, ocho viviendas, aunque no me cupieron, pero ahí le hice unas dos. Tuvimos un enfrentamiento, ahí; tuve una muerte de un compañero, otra muerte de otro compañero. Los enterramos, ahí, en esa misma vereda. Le hicimos como un cementerio y, pues, en este lado de acá abajo, tenemos la parte de un cultivo de coca, también yo ahí duré un tiempito raspando coca antes de meterme a la guerrilla. ¿Qué más le puedo decir? En este lado hay unos compañeros míos que están haciendo un retén en la carretera, y hay unos

sobre… sobre una canoa, dentro del río. Ése era el que nos dentraba el alimento, este camarada, se llamaba José. Lo de allá arriba lo hice pues como pa’ recordar nuevos tiempos ¿sí mira? Cuando uno estaba en la guerrilla y le decían los comandantes a uno una orden, entonces, uno la tenía que cumplir. Sinceramente, este cuadro se me hace mucho pa’ mí, porque mi vida personal antes de meterme a la guerrilla, ha sido un desastre y, ahora, el gobierno me está ayudando y pienso coger la ayuda humanitaria que me den ellos y aprovecharla al máximo.

JM: Cuénteme, Diego ¿por qué hicieron este retén?

Diego (D): Este retén se hace sólo en junio y en diciembre para recolectar plata para los comandantes, porque a uno no le pagan ni un peso. Yo, los siete años que duré en la guerrilla, nunca recibí ni cien pesos de allá, nunca. Me dijeron que me pagaban, ¡claro! Antes de meterme a la guerrilla, me dijeron que me pagaban trescientos mil mensual, y nunca recibí ni un peso de eso. Y este retén uno lo hace para pedir plata, pedir de todo un poquito, hasta mercado.

JM: ¿Pero están ustedes armados?

D: Sí, nosotros permanecemos a toda hora y momentos armados ¡claro! Yo usaba un fusil AK-47, cuatro proveedores, cuatro granadas de mano, una nueve milímetros y dos proveedores de la nueve milímetros.

JM: ¿Por qué se metió a la guerrilla?

D: Me metí, sinceramente, porque los paracos mataron a mi papá. Lo mataron en Florencia, Caquetá. Entonces, yo me metí a la guerrilla pa’, como quien dice, una venganza, pero uno mata y mata y mata gente. A lo último, uno se da cuenta que uno mismo se está haciendo el daño porque con la violencia uno no va a nada.

JM: ¿Y eso hoy en día cómo lo ves?

D: […] primero que todo a sufrir, porque allá uno sólo hace sufrir, enfrentar al Ejército, enfrentar a los paracos o cualquier otra fuerza armada. Y, sinceramente, yo perdí toda mi juventud allá, me metí a los ocho años a la guerrilla. Duré siete años en el monte, sólo infiltrado en el monte; todo era lo del monte: comíamos comidas del monte, sino había comida, uno iba y pedía, y no le decían no. Tranquilo, llévese lo que usted quiera, lo que necesite. No le decían a uno nunca que no. El que dijera ¡no! llevaba del arrume, porque nos le llevábamos los hijos de reclutamiento, le matábamos la familia o le quemábamos la casa. Ya era una orden. Y si uno no cumple esa orden, lo joden, y, así eran todos los días.

Hasta que tomé la decisión de venirme de allá. Tuve un contacto con un coronel del Ejército y, entonces, le dije que yo comandaba una escuadra.

Entonces, me dijo: —¿Mijo, usted a dónde está?—

Yo le dije: —Yo me encuentro ahorita en Pacho Cundinamarca, en Útica, al pie de Villeta— Entonces, me dijo: —Mijo yo por allá no puedo entrar por usted—

Entonces, yo le dije: —No yo necesito que me saque de acá, pero en avión, porque por tierra no me puedo ir, porque me matan—

Entonces, me dijo: —¿Usted con cuántos se va a entregar?—

Yo le dije: —Yo me voy a entregar con mi escuadra, con doce personas—

Entonces yo me entregué con ellos. Nos estaba esperando un coronel del Ejército y me entregué. Le entregamos 12 fusiles, 12 nueve milímetros, como 44 granadas de mano y entregamos dos, 1 fosa común.

JM: ¿Y esa fosa común a la cual se está refiriendo, la pintó aquí?

D: Sí la pinté acá, pues la fosa común está en el segundo cuadro del principio. Ahí hay un primo mío y un camarada que, sinceramente, es como si fuera mi hermano. Ellos siempre van a estar en mi corazón y en mi pensamiento.

JM: ¿Y qué les pasó a ellos?

D: Mi primo se fue pa’l pueblo a tomar cerveza y se puso a repartir plomo pa’ lado y lado. Y eso no es permitido, y el otro compañero se voló con él, entonces por él mataron al otro. El comandante dijo: —No, ustedes se fueron pa’l pueblo a tomar y se pusieron a boliar bala pa’ lado y lado, entonces todo mundo que vote por sus vidas: ¡orden de fusilamiento! Allá todo el mundo vota por la vida de uno. Si a usted quiere que lo maten, entonces ponen un buzón, una caja y le pasan un papelito. Todos los de las “FARC” le pasaron un papelito: —Escriba: ¡sí! o ¡no! Todo el mundo escogió que ¡sí! Y los mataron a los dos. A mí me tocó hacer el hueco y me tocó taparlos otra vez.

JM: ¿Y qué sentiste?

D: Como si me estuviera arrancando el mundo, cayendo encima, porque esos eran los dos únicos compañeros que más les tenía confianza. Con ellos, yo era pa’ todo lado, y, después me tocó enterrarlos. Yo lloré, lloré y les hice los rezos doce días como lo hacen cuando uno está en la casa de uno, que lo entierran en un ataúd y todo. Acá no, acá me tocó meterlos en unas bolsas negras y echarlos así al hueco y taparlos.

JM: ¿Eso es lo que se llama un consejo de guerra en la guerrilla?

D: Orden de fusilamiento, le dicen en todas partes de la guerra. Pues si usted no cumple una ley de las que hay dentro de la organización, lo mandan a un consejo de guerra, orden de fusilamiento, todo mundo vota por su vida. Si todo mundo le tiene bronca a usted, todo mundo vota que lo maten, y, si todo mundo no le tienen bronca, o, tiene unos buenos amigos y otros malos amigos, si votan más que no lo maten, no lo matan, pero si votan más que lo maten, lo matan de todas maneras.


La reaparición reprimida de la figura del esclavo

El terror y el horror de las fuerzas militares (distintas a las estatales) radica en la producción y reproducción de decenas de miles de esclavos-guerreros que mueren y hacen morir violentamente. De este modo, la maquinaria bélica excede el terror (ocupación, secuestro, extorsión, asesinato, masacre, desplazamiento forzado, tráfico de seres humanos), pues, al mismo tiempo, reduce a cientos de miles de cuerpos inertes a instrumentos vivos y prácticos y, después de su captura y su explotación indefinidas, a meros esqueletos, sin sepultura. Ya no se trata pues de hacer morir colectivamente (terrorismo), sino de “desfigurar” y de “deshacer” el cuerpo (horrorismo), en seguida de su uso esclavo (Cavarero, 2009). Esta forma actual de la violencia (especialmente, en Colombia), tan eficaz como inaudita, y que difícilmente puede subsumirse en las habituales teorías sobre la violencia, resisten cualquier nominación ofrecida por la lengua contemporánea; “la situación es lingüísticamente caótica”, además de estremecedora (Cavarero, 2009, p. 16).

Las maquinarias de guerra ya no se contentan con matar, pues producen, reproducen y arruinan miles de sujetos irreales, ensañándose en su precariedad. Ahora, lo verdaderamente inédito y extraordinario, además del asesinato, es la transformación de los cuerpos, inertes y vulnerables, en instrumentos de

guerra, vivos y animados, que son usufructuados y, después, destruidos por la violencia maquínica. Esto explica la reaparición de la figura reprimida del esclavo (“aquel hombre cuya obra consiste únicamente en el uso del cuerpo”) que, a pesar de ser humano, no se pertenece a sí mismo, sino a otros (Agamben, 2017, p. 28; Arendt, 2005). Con toda evidencia, las maquinarias militares se arrogan, así, el derecho de dominio sobre los cuerpos de muchos (convertidos en autómatas o útiles personificados de la confrontación armada), y sus privilegios a usarlos, explotarlos y destruirlos, sin ninguna limitación, según las ventajas de la guerra, la minería ilegal y el narcotráfico.

De este modo, la “servidumbre involuntaria” (contraria a la famosa expresión de Étienne de La Boétie), es consecuencia de la violencia no querida y forzada sobre poblaciones enteras que son convertidas en herramientas de uso militar. Su valor reside únicamente en la utilidad de sus cuerpos esclavos, prácticos y separados de su humanidad (Agamben, 2017, p. 28). Ahora, esta flagrante contradicción entre el “ser en obra” (“llega a ser lo que tienes”, que, en términos de Píndaro, distingue al hombre del animal) y “el ser cuya obra es el uso del cuerpo” (característico del esclavo, que no es propietario de sí, sino de otro), descubre lo propio de las máquinas de guerra, que no se destinan (solamente) a producir y reproducir figuras inertes y precarias, sino a emplearlas bélicamente. Así, la figura esclava resulta idéntica a una bomba o un fusil de asalto AK-47, en tanto accionable, sustituible y desechable. De este modo, el autómata es mantenido con vida, aunque mutilado “en un mundo espectral de horror, crueldad y desacralización intensos” (Mbembe, 2006, p. 33).

A propósito, basta observar el caso colombiano para constatar empíricamente la reaparición reprimida de la figura del esclavo en virtud de una situación de guerra radical y forzada. La inversión y el borramiento de su humanidad es condición suficiente para su metamorfosis en autómatas o instrumentos prácticos de las maquinarias de la violencia armada, lo cual es “peor que la muerte, ya que lleva consigo la metamorfosis del hombre en algo semejante al animal domesticado” (Arendt, 2005, p. 39). Claramente, los cuerpos esclavos son modelados como útiles militares (fabricables, permutables y desechables), en tanto necesarias para el negocio de la guerra, y nada más. Todo el tiempo, tales poblaciones esclavas son usadas y explotadas como trabajadores de la guerra, precisamente porque están configuradas como figuras «destructibles» y «no merecedoras de ser lloradas» (Butler, 2010, p. 54). Por esta razón, su eliminación violenta no produce rabia ni melancolía públicas, ya que antes de su transformación en instrumentos que matan, ya están “perdidas” o “desahuciadas” (Butler, 2010).

Según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP, creado por el Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las Farc-EP), entre 1996 y 2016, las Farc-EP reclutaron y usaron, forzada y sistemáticamente, con fines de expansión militar y territorial, 18.6777F3 enores y mayores de 15 años (hoy, muchos de ellos desaparecidos forzosamente). Los niños son transformados, precisamente, en autómatas animados de las máquinas de guerra (como armas, escudos y objetos sexuales), que matan y mueren forzosamente. Ellos padecieron, también, violencia sexual, desaparición, homicidios, tortura y tratos inhumanos derivados de sanciones disciplinarias, condiciones de vida en la guerrilla y retaliaciones en contra de sus familias o sus comunidades de origen (El Espectador, 2021). Indiscutiblemente, el uso y la eliminación de los menores (empleados, históricamente, por las distintas maquinarias militares: Farc-EP, Eln, estructuras paramilitares y bandas criminales) representa “uno de los capítulos más escabrosos de la guerra en Colombia” (El Espectador, 2021).

En palabras de Iván Duque (presidente colombiano entre 2018-2022), durante el año 2021, el reclutamiento refleja “una de las tragedias más grandes que ha visto la humanidad; menores que han sido despojados muchas veces de su ingenuidad, de su transparencia, de su alegría, para ser convertidos en máquinas de guerra, para llevarlos a la crueldad de apagar otra vida” (Acosta, 2021). De acuerdo con las cifras oficiales, entre 1985 y 2020, 7.400 niños, niñas y adolescentes fueron reclutados forzosamente, y 16.000 murieron en medio de la violencia armada (Acosta, 2021). Generaciones completas de niños campesinos son trocados en engranajes de las máquinas de guerra, que los modelan para asesinar y sobrevivir, a pesar de su humanidad. Resulta evidente, justamente, el transcurso violento de Ia existencia


3 Entre 1971 y 2016 se registran, aproximadamente, 6.230 víctimas de reclutamiento forzado, siendo las Farc-EP (actualmente, partido Comunes) el mayor responsable de esta práctica de guerra.

de miles de niños esclavos de la violencia armada (“obligados por la necesidad a permanecer vivos y sujetos a la ley de su amo”), cuyas figuras personifican la extensión del poder de sus capataces, tan crueles como lascivos en el goce de la masacre (Arendt, 2005, p. 39).

De esta manera, los cuerpos de niños, niñas y adolescentes, inertes y vulnerables, son objeto de uso, disfrute y explotaciones bélicas. Cientos de menores colombianos, instrumentos vivos y activos de la violencia armada, representan, pues, el paradigma ejemplar de la esclavitud, en tanto pertenecen a las máquinas de guerra, que se arrogan la titularidad arbitraria de sus vidas: “Aprendimos a usar armas, a matar gente y a atarlos. Tuve que conducir una moto mientras ejecutaban a alguien. Nunca quise hacer eso, pero si no lo hacías, te castigaban o te mataban”, dice, Derli (nombre irreal), una adolescente indígena de 13 años, reclutada por las Farc-Ep (Watson, 2022). Claramente, esto equivale a “una dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a una muerte social (que es una expulsión fuera de Ia humanidad)” (Mbembe, 2006, p. 33). Esto explica el carácter espectral de los niños-guerreros y su funcionalidad instrumental (esclavos de las estructuras militares), y, también, las nuevas lógicas de la guerra colombiana.

De este modo, los esclavos-guerreros (“sombras personificadas”, que han perdido triplemente su hogar, sus derechos y su estatus político) nacen y pasan por el mundo como un sueño, sin ninguna realidad (Mbembe, 2006, p. 33; Arendt, 2005, p. 39). De ahí las enormes ventajas que reportan sus siluetas irreales (y, también, impensables), que son apropiadas, explotadas y desechadas por las máquinas militares. Correlativamente a la plantación, la guerra es, claramente, el espacio en el que el esclavo- soldado pertenece a los amos de la violencia armada, que se arrogan el derecho a juzgarlo y quitarle la vida. Basta un capricho o un acto simplemente sancionador (Mbembe, 2006, p. 33). Ahora, este poder sobre la existencia ajena (que ya no corresponde a los Estados absolutos, sino a variadas estructuras de poder paraestatales que reivindican su dominio territorial y militar) constata, además de su poder para metamorfosear un cuerpo inerte y vulnerable en un instrumento de guerra, la reaparición actual de la figura reprimida del esclavo cuya vida es propiedad de otros.


María Lilia: texto vivo

Figura 2

Engaño y tristeza por los adolescentes de catorce y quince años

 

 

 

Nota. María Lilia, 2008, Proyecto “La guerra que no hemos visto”, Fundación Puntos de Encuentro


Cuéntenos, dice el artista Juan Manuel Echavarría (JME)

María Lilia (ML): bueno don Juan Manuel, la historia de este cuadro se llama Engaños y tristezas por adolescentes de catorce y quince años. Bueno… como ustedes miran aquí eh allá es un campamento ¿cierto? Esto es una sola, o sea, un llano con montañas ¿sí? Esto es donde entrenan, o sea, a la gente cuando la llevan. Aquí, están entrenando, o sea, entrenándolos. Esto es un río que va aquí.

JME: ¿Caquetá?

ML: Caquetá. El comandante nos reunió a todos y, entonces, como habían un poco de muchachos pa’ lados del Remanso, entonces, él nos dijo que quería que fueran a hablar con los pelaos a ver si querían ir a trabajar allá ¿sí? Claro, lo que él diga, pues todo hay que llevarlo a la letra. Entonces, se fueron unos compañeros y hablaron con los muchachos. Engañándolos, porque no se iban con ellos allá: que allá les iba bien, que dejaran de estar trabajando por ahí raspando. Ellos les habían dicho que allá les daban todo, que allá no bregaban por nada, que cuando ellos quisieran salirse, si no aguantaban, que los dejaban ir Y, entonces, les dijeron que les daban quince días para que pensaran si sí o no; les daban esa tregua para que ellos decidieran si se iban con ellos o no. A los quince días ya volvieron y salieron diez chinos que ellos sí se iban, que ellos estaban aburridos de estar por ahí pa’ arriba y pa’ abajo trabajando, así, que si allá la cosa era así como ellos decían, ellos se iban con ellos.

JME: ¿Con las FARC?

ML: con las FARC, sí. Y, claro, cuando llegaron allá, empezaron a entrenar; los chinos, los primeros días, no aguantaron; ya empezaron a echar pa’ atrás y a pedir auxilio, que los dejaran, que los devolvieran, que ellos no aguantaban. Entonces, les dijeron que no, que, por eso, les habían dado quince días para que pensaran; entonces, ellos les dijeron que les habían dicho que, si ellos no se amañaban, los devolvían. Entonces, les dijeron que no, que ya tenían que aguantar la cogida, que no se podían dejar salir. Y los chinos, pues, unos lloraban, y, claro, no aguantaban el trote, porque eso allá es duro. Ellos rogaban y todo, pero ya no había solución. Les decían que no pensaran que ahí estaban jugando con la mamá de ellos.

Y, entonces, unos no se aguantaron y ya tiraron a volarse, a irse. Se tiraron al río a volarse, cuando, entonces, mataron a tres. Y los compañeros al mirar que habían matado a los tres, pues ya les cogió mucho miedo, y dijeron que ellos se quedaban, que no los fueran a matar, que ellos no se volaban. El comandante les dijo que eso lo hacía para que ellos se dieran cuenta y no fueran a estar pensando que ahí se jugaba con ellos, que ahí se cumplía lo que él decía y que se dieran cuenta cómo habían quedado los compañeros de ellos para que no fueran a hacer lo mismo. Ya les tocó acogerse a lo que les tocaba ahí y aguantarse el trote.

JME: ¿Qué pasa con los cuerpos de esos muchachos?

ML: los cuerpos de esos muchachos los entierran; mandan hacer un hueco (…) y los tiran hondito y los tapan.

JME: ¿Y los desaparecen?

ML: Sí, desaparecidos y allá nadie sabe, nadie sabe. JME: ¿Y eran niños, muchachos de qué edad?

ML: de catorce y quince años.


La fungibilidad del esclavo-soldado

Las máquinas de guerra profieren órdenes de mando (reclutar, asesinar, secuestrar, extorsionar, desterrar, desaparecer) con independencia de la personalidad de sus ejecutores. En concreto, el comandante de una estructura organizada de poder que tira de la palanca de órdenes está convencido de la ejecución criminal, pues siempre habrá un autor material (incluso desconocido para el mismo), sustituible y reemplazable. En tal caso, aquel que opera la máquina de guerra, sin importar su nivel de jerarquía, y en virtud de instrucciones de guerra, puede lograr un asesinato con independencia de la individualidad del

autor material, que ha sido transformado previamente en un mero instrumento animado. La verdad es que el ejecutor de la instrucción de matar resulta ya intrascendente, puesto que es una mera “«pieza o ruedecilla» intercambiable en el engranaje del aparato de poder” (Roxin, 2014, p. 113).

Todavía más: quien se sienta en el mando de la máquina de guerra y aprieta la orden de matar no siempre acude al engaño o la coacción para su realización, pues sabe de antemano que, si uno de los numerosos ejecutores incumple la función de la violencia, otro lo reemplazará en seguida, sin afectar el propósito general de la estructura de poder (Roxin, 2000, p. 272). Ciertamente, “una organización así despliega una vida independiente de la identidad variable de sus miembros. Funciona «automáticamente», sin que importe la persona individual del ejecutor” (Roxin, 2000, p. 272). En concreto: los operadores del mandato criminal son simples instrumentos militares de dominio ajeno, sin personalidad, cuya existencia depende del ejercicio de matar. Esta economía de la guerra resulta, así, tan eficaz como cruel: primero, transforma los cuerpos vulnerables en instrumentos que matan; luego, los acciona como prótesis militares de su propio cuerpo; finalmente, los reemplaza y los destruye según las ventajas de la guerra.

Todo esto es posible debido a la fungibilidad de los instrumentos militares (vivos y animados, a pesar de ser humanos), que son sustituibles y desechables por las máquinas de guerra. Por esta razón, las mismas nunca resultan disminuidas, ya que sus engranajes, vivos y maquínicos, son ensamblados y desmontados con absoluta eficacia: “Con pérdidas y defecciones hay que contar siempre en organizaciones tales, sin que por ello el mecanismo del aparato quede perjudicado seriamente. Si uno fracasa, otro le va a suplir” (Roxin, 2000, p. 275). La máquina de guerra funciona con vigor, a pesar del deterioro o la destrucción de alguna de sus piezas “fungibles” (de recambio). De esta manera, las estructuras de poder cuentan con un stock de piezas fungibles (cuerpos esclavos-soldados), inscritos en un umbral de indeterminación entre el instrumento artificial y el cuerpo viviente (Agamben, 2017, p. 62), que suple y elimina según la economía de la masacre.

Ahora, quien está empotrado en una máquina de guerra es fungible (engranaje sustituible) y, también, anónimo, lo que facilita su empleo y su destrucción militar. No es fortuito que el temor de las figuras esclavas consistiera, antiguamente, en “la falta de libertad y visibilidad, y, además, en que, por ser oscuros, pasarían sin dejar huella de su existencia” (Arendt, 2005, p. 49). Claramente, “la vida del esclavo es una forma de muerte-en-la-vida”, en tanto “viene y pasa como un sueño, íntima y exclusivamente nuestro, pero sin realidad” (Mbembe, 2006, p. 33; Arendt, 2005, p. 225). En este caso, estar privado de aparición constituye la conditio sine qua non de la degradación y de la disolución definitivas, en tanto habilita la metamorfosis del cuerpo vivo en criminal, que mata y muere violentamente. Hoy, la aparición reprimida de los esclavos-soldados resulta, así, tan manifiesta como estremecedora, pues desenmascara la crueldad maquínica sobre los propios ejecutores anónimos.

En concreto: la irrealidad (anonimato) es, pues, condición de la fungibilidad de ciertas vidas (intercambiabilidad arbitraria), que son utilizadas y desechadas como ramificaciones de las máquinas de guerra. Desde el principio, sin embargo, dichas existencias no son concebidas como tales y, en consecuencia, “nunca se considerarán vividas ni perdidas en el sentido pleno de ambas palabras” (Butler, 2006, p. 13). Las mismas desaparecen, pues, sin dejar huella en el mundo. No obstante, estas figuras esclavas, sin realidad, siempre sustituibles y consumibles (fungibles), poseen un valor comercial, en tanto posesiones de las estructuras de guerra, que las compran o las reclutan masivamente. En este sentido, los comandantes revindican su propiedad sobre aquellos que aspiran a escapar de la pobreza y de la violencia armada, convirtiéndolos en instrumentos militares y, finalmente, en esqueletos sin identidad.

Basta observar la realidad colombiana para advertir la fungibilidad de los ejecutores de la guerra. Cientos de niños, de padres pobres, de desempleados y de víctimas de la violencia, mayoritariamente, circulan a través de disímiles máquinas de guerra, insurgentes, privadas, estatales y paramilitares, con independencia de su ideología política. En oposición a los líderes del antiguo régimen de las Farc, quienes “aseguraban que su reino del terror estaba al servicio de una causa superior”, numerosos combatientes niegan que su trabajo tenga un objetivo distinto al salario o la coacción: “Una de ellas era

una madre soltera que no podía criar a sus hijos con los 90 dólares mensuales que ganaba limpiando casas” (Turkewitz, 2022). Los instrumentos vivos y animados de la violencia son, así, libremente intercambiables y desechables (fungibles), con independencia de la naturaleza militar de la organización de poder.

Finalmente, el poder de las estructuras de guerra radica en su capacidad para metamorfosear las vidas (principalmente, vulnerables) en útiles de la violencia armada, que se capturan y se depredan, sin solución de continuidad, con enormes beneficios económicos y militares (Mbembe, 2006, p. 59). Cientos de miles de niños, sin realidad, representan las manos militares de las máquinas de guerra, cuyos comandantes accionan sin cesar (en Colombia, uno de cada cuatro combatientes es menores de 18 años):

Al cumplir los 13 años, la mayoría de los niños reclutas han sido entrenados en el uso de armas automáticas, granadas, morteros y explosivos. En las fuerzas guerrilleras, los niños aprenden a ensamblar y lanzar bombas de cilindros de gas. Tanto con la guerrilla como con los paramilitares, los niños estudian el ensamblaje de minas quiebrapatas y aplican sus conocimientos sembrando campos mortales. Es habitual que su primera experiencia de combate se produzca poco después. Los niños no solo arriesgan su vida en el combate. También se espera de ellos que participen en las atrocidades que se han convertido en el sello distintivo del conflicto colombiano. (Human RightsWatch, 2003)


Estos niños-esclavos de la violencia armada, que marchan, disparan, sobreviven y mueren en los combates con otras fuerzas estatales y para-estatales, “entienden mínimamente la finalidad del conflicto. Luchan contra otros niños con orígenes muy similares a los suyos y con una situación económica y un futuro igualmente gris” (Human RightsWatch, 2003). A decir verdad, poco importa la afinidad del combatiente con cierto ideario político, pues se trata exclusivamente de sobrevivir, huyendo o matando al atacante. De esta manera, el terror y el horror de la violencia armada se entrelazan en el rostro del superviviente, quien, en principio, ha sido desprovisto de aquello que constituía su existencia (nombre, hogar, tierra, familia), y, después, ha sido transformado en un arma que mata, lo que asegura su indemnidad entre los que han caído. De manera que “es la muerte del otro, su presencia en forma de cadáver, lo que hace que el superviviente se sienta único. Y cada enemigo masacrado aumenta el sentimiento de seguridad del superviviente” (Mbembe, 2006, p. 68).


Germán: texto vivo


Figura 3

La tristeza de Manuel

 

 

 

Nota. Germán, 2008, Proyecto “La guerra que no hemos visto”, Fundación Puntos de Encuentro

 

 

Germán… cuénteme qué es esto que nos pintó, diceJuan Manuel Echavarría (JME)

Germán (G): ¡este es un campamento donde nos encontrábamos… eran más o menos las diez de la mañana. Nos encontrábamos relajados en el campamento, habíamos casi como ciento cincuenta hombres y ese día llegaron los… el avión fantasma y el helicóptero, y, ahí, fue donde nos bormandiaron.

JME: ¿Qué pasa?

G: uno siente miedo (…) uno ve que unos lloran, otros gritan, ya cuando pasa el susto solamente quedan los lamentos, otras veces se ríen: ¡Oiga! a mí no me mataron. (…) Pero pues queda como la tristeza de todos… de todos los compañeros que mataron.

JME: ¿Y qué paso con esos compañeros muertos?

G: de ahí nosotros salimos y ahí llegaron otros y los enterraron. JME: ¿En fosas comunes?

G: sí, pa’ no dar mucho aspecto a la comunidad, aunque la comunidad no se dio cuenta que había muerto toda esa gente.

JME: no se dio cuenta

G: … eso es algo que se oculta pa’ que la gente no se dé cuenta. JME: pero usted es testigo de esto.

G: ¡Sí, claro que sí! Cómo quedaban, los compañeros todo eso… sí. JME: desmembrados.

G: ¡Sí claro!

JME: ¿Y con los heridos qué pasa?

G: si hay algunos que se pueden curar, se curan, otros, pues hay que ajusticiarlos (ujum) JME: ¿Así de crudo?

G: sí así. Porque no hay solución, pa’ qué uno se va a poner a… se va a poner a recibir orden: no, tiene que aliviar a ese man. Si no hay la droga suficiente o el médico suficiente, el hospital suficiente para aliviar una persona de esas.

JME: eso sí debe ser muy duro… G: ¡Sí claro!

JME: ¿A usted le tocó eso Germán?

G: pues sinceramente me negué, porque es duro a veces uno mirar el compañero ahí que de pronto:

¡No que ayúdeme! Y ya muriendo… ya muriendo: ¡Qué no me dejen morir! Y pa’ no verlo ahí… otros sí llegaban y “no, lo dejamos sufrir hay que matarlo”.

JME: ¿El comandante de este campamento muere en este combate?

G: no, porque el comandante siempre es protegido y es el primero que sale del campamento cuando algún borbandeo (…) y ahí es donde comienzan a morir los demás compañeros. Los encargados, los comandantes, los propios son los primeros que buscan la trocha y se salvan, sin importar que quedan más gente. Para ellos, si mueren el resto no es nada. Porque si fuera gente consciente diría: bueno nos están borbandiando ¡Salgamos todos! Así se pierda lo que se pierda, pero salven sus vidas.

JME: o sea es como el capitán de un barco que ve su barco hundiéndose, y él es el capitán que se mete en el salvavidas.

G: ¡Eso!

JME: … y se va.

G: y se va sin importar la demás tripulación. Así es.

JME: ¿Y con qué cara ve ese comandante a sus soldados rasos después de un combate así?

G: pues ya ahí los reúnen a uno y muy tranquilo dice: pues lamentamos lo que sucedió con los demás compañeros, pero los felicito a ustedes porque resistieron a eso. Eso es lo único que le dicen a uno.

MP: ¿Y si usted dice algo?

G: es prohibido uno ponerse a decir: cómo le parece que mataron a tantos. Uno tiene que tragarse eso, pa’ que los otros no vayan a coger miedo. Eso cada vez que escuchan el avión fantasma: ¡nos van a bombardear! ¡Nosotros nos vamos a volar de aquí! Entonces es prohibido, ya que le pase eso a uno, listo, uno se salvó, sobrevivió… si no, murió.


Conclusión

En Colombia, la lógica actual de la supervivencia depende de la distribución diferencial de las armas: algunos, han sobrevivido a la masacre, mientras otros, además, han luchado contra sus enemigos (casi siempre, en oposición a sus propios vecinos, que circulan y combaten en otras máquinas de guerra), asesinando y escabulléndose del sendero de la muerte, por lo menos, provisionalmente. Bajo esta lógica, en gran medida, “matar constituye el primer grado de la supervivencia” (Mbembe, 2006, p. 66). Según este circuito de muerte y de terror, que envuelve la forma más inédita de crueldad, el superviviente, que, casi siempre, lo ha perdido todo, pero sigue vivo, es transformado en un esclavo (instrumento armado, vivo y animado, a pesar de ser humano) de las maquinarias bélicas, para ser usado y sustituido según los intereses de la guerra. Su fungibilidad es directamente proporcional a su empleo y su desaparición definitiva, sin ningún duelo ni melancolía social por su pérdida. Con razón, Agamben advierte la reaparición reprimida de la figura del esclavo, “que todavía nos queda pendiente analizar” (2017, p. 61).

A propósito, la figura esclava constituye el paradigma ejemplar de aquellos que no poseían “suficiente dignidad para constituir un bíos, una autónoma y auténticamente humana forma de vida; puesto que servían y producían lo necesario y útil, no podían ser libres” (Arendt, 2005, p. 40). Esto significa que no podían hundir su pisada en el mundo humano a través de sus gestos, sus palabras y sus acciones, cargadas de novedad y de promesa, ya que no eran dueños de sí, sino siervos de otros. De ahí que, en palabras de Arendt, “la maldición de la esclavitud no sólo consistía en la falta de libertad y visibilidad, sino también en el temor de los propios esclavos de que, por ser oscuros, pasarían sin dejar huella de su existencia” (Arendt, 2005, p. 49). La existencia esclava (artificial y animada, a pesar de ser humana) está privada de discurso (hablar entre otros) y de acción (hacer y prometer entre otros), y, en consecuencia, del mundo con otros (requisito de la libertad).

Porque estar excluido de la pluralidad significa estar privado de realidad. Por esta razón, el esclavo constituye el ejemplo más claro de la muerte en vida, ya que permanece oculto para los otros. “Lo que aparece a todos (dice Arendt), lo llamamos Ser, y cualquier cosa que carece de esta aparición viene y pasa como un sueño, íntima y exclusivamente nuestro, pero sin realidad” (Arendt, 2005, p. 225). De ahí que el esclavo (tratándose de esta composición sobre “La guerra que no hemos visto”, los cientos de miles de niños, hombres y mujeres transformados en instrumentos militares de las máquinas de guerra) encuentre su salvación en el simple hecho de narrar, a través de sí o de otros, evitando, luego, su desaparición del mundo humano. Esta narración (entendida como acción), que funda una biografía (bíos), puesto que descubre el quién de una historia única e irrepetible, supera, definitivamente, la existencia biológica y precaria (zóe) de muchos.

Efectivamente, el relato de sí compartido con otros, excede definitivamente la vida fungible de cientos de miles de esclavos-soldados, transformados en ensambles artificiales y animados, que matan y mueren, porque otorga “forma humana”, no-animal, no-fisiológica, a una vida que ha permanecido oculta (no vista ni escuchada) para la mayoría. La acción de narrar (que otorga densidad existencial a la realidad) completa “la vida en lo que ella tiene de específicamente humana” (Kristeva, 2013, p. 50; Bárcena, 2006, p. 181). De manera que la narración de una historia singular, el relato insólito y extraordinario de una vida, constituye una biografía, que hace aparecer, además de lo que pudo ser y lo que fue (impotencia y acción), los anhelos cargados de porvenir (potencia, que requiere condiciones específicas de realización). Claramente, cada relato biográfico, que hunde su huella en el mundo humano, ritualiza el milagro del nacimiento, el eterno retorno mundano, renovador, promisorio y riesgoso, que anuncia la presencia de un recién llegado, que reclama su libertad (capacidad humana para renovar la propia existencia, incrustar una cadena de nuevos comienzos en la trama de la vida).

Aquí emerge, nuevamente, la cuestión central de la filosofía: el amor a la vida “específicamente humana” (Kristeva, 2013, p. 52). El hombre no se fabrica como esclavo fungible de la guerra (herramienta usada y desechada con rapidez y eficacia, en tanto sustituible), sino que nace para sí mediante su propia metamorfosis biográfica (de la potencia al acto fechable). En efecto, renovar la llegada al mundo mediante las narraciones de sí que introducen un nuevo comienzo, podría configurar un hecho capaz de suspender la transformación del hombre en instrumento militar, ya que revela un escenario de nuevas posibilidades. En palabras de Bárcena: “Las posibilidades de ser otro son infinitas (...); sólo hay una vida: ser siempre, en cualquier momento, otro” (2006, p. 185).


Bibliografía

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