Artículo


LA CRÍTICA DE A. MACINTYRE AL EMOTIVISMO CONTEMPORÁNEO


A. MACINTYRE'S CRITICISM TO CONTEMPORARY EMOTIVISM

J. Maximiliano Loria

(UNMdP)


RESUMEN

El presente artículo tiene como objetivo principal brindar una breve, aunque al mismo tiempo detallada, descripción de cómo el filósofo escocés contemporáneo A. MacIntyre comprende a la cultura actual. En este sentido, se realiza un especial hincapié en las notas constitutivas de los modos emotivistas hoy imperantes. Previamente a ello, el texto refiere al emotivismo como teoría filosófica y menciona la necesidad de asumir un compromiso teórico y existencial con una tradición de pensamiento (en este caso, la tradición clásica de virtudes) a fin de aplicarse con verdadero provecho a la investigación moral.


Palabras Clave: emotivismo, tradición, crisis moral.


ABSTRACT

The present article has as main objective to give a brief, but at the same time exhaustive, description of how contemporary Scottish philosopher A. MacIntyre understands contemporary culture. In this sense, a special emphasis is realized on the constitutive notes of emotivist modes that prevail today. Prior to this, the text refers to emotivism as a philosophical theory and mentions the need to assume a theoretical and existential commitment with a tradition of thought (in this case, the classical tradition of virtues) in order to apply with real benefit to moral research.


Keywords: emotivism, tradition, moral crisis.


1 Introducción: la crisis actual de la moral y el compromiso con una tradición

El capítulo primero de Tras la Virtud (MacIntyre, 1981) se titula de un modo significativo: Una sugerencia inquietante. De ser acertado, el diagnóstico cultural y moral que se denuncia en estas páginas resulta sumamente alarmante. Sin embargo, el autor no aborda de manera directa el análisis de la cuestión; antes bien, se sirve de una analogía en forma de metáfora en la que invita al lector a imaginar una situación de catástrofe, descripta con matices un tanto apocalípticos, para las ciencias naturales. Ocurre entonces que el conjunto de la sociedad culpa abiertamente a los hombres de ciencia por una serie de desastres ambientales; las masas se enfervorizan y por todas partes producen motines; los laboratorios son incendiados, los libros e instrumentos destruidos, los científicos se ven perseguidos, y muchos son asesinados. Seguidamente, un movimiento político fundado en el odio común al conocimiento toma el poder estatal e inmediatamente procede a la abolición de toda enseñanza científica en colegios y universidades. No obstante, con el paso de los años se produce una reacción comunitaria contra este partido. Las personas cultivadas intentan recuperar el conocimiento científico, aunque al parecer todos han olvidado qué implicaba en verdad esta forma de saber. Aquellos que encabezan este resurgimiento solo poseen fragmentos de los conocimientos anteriores; con lo cual, estos saberes se encuentran enteramente desgajados del contexto teórico que les daba significado. Se trata de instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; de capítulos de libros y páginas sueltas de artículos académicos no siempre legibles debido a que están en parte rotos o quemados. A pesar de ello, todos estos fragmentos son reasumidos en un conjunto de prácticas institucionales que se llevan a cabo bajo los títulos renacidos de física, química y biología. Los adultos disputan sobre los

méritos respectivos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución o la teoría del flogisto, aun cuando solamente poseen un conocimiento muy parcial de cada una de ellas. Los niños aprenden de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y algunos teoremas de Euclides. Pero casi nadie comprende que lo que se está haciendo no es ciencia natural en ningún sentido correcto. Si bien todas las nuevas prácticas se someten a ciertos cánones de consistencia y coherencia, los contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido quizá de modo irremediable (Cfr. MacIntyre, 2007, 1 [13-14]).


La descripción anterior muestra de manera contundente el supuesto escenario apocalíptico del saber científico. Pero si este relato ficticio conmueve sobremanera de solo ser imaginado, más aún se sobresalta uno al comprobar que el autor utiliza este recurso para establecer una comparación con aquello que considera verdadero en relación al estado de la teoría y la práctica moral en nuestra cultura. En efecto, MacIntyre parte de la siguiente hipótesis:


… en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en el mundo imaginario que he descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente– nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral (MacIntyre, 2007, 2 [14-15]).


Seguidamente, el autor reconoce que su diagnóstico en absoluto puede resultar agradable y que, de ser verdadero, nos encontraríamos en una situación moral tan crítica que no podríamos confiar en un remedio general. Naturalmente, no puede negarse que todavía subsisten apariencias de lo moral, aun cuando, en su substancia, la teoría y la práctica moral hayan sido destruidas casi totalmente. Pero no ha de creerse que la conclusión filosófica que se seguirá de esta hipótesis será desesperada, pues el pesimismo es un “lujo cultural” del cual tenemos que prescindir si se queremos sobrevivir en estos duros tiempos (Cfr. MacIntyre, 2007, 5 [17-18]).


Por otra parte, MacIntyre sostiene que la tarea del filósofo moral no puede ser aséptica frente al devenir de los asuntos humanos, sino que debe comprometerse con criterios de realización y de fracaso, de orden y desorden1. El mundo de la vida tiene que escrutarse y juzgarse a partir del compromiso con una tradición. Toda investigación filosófica, y más especialmente la indagación moral, requiere, por parte de quien se embarca en ella, la previa asunción de una fidelidad teórico- valorativa. Así, los estudios macintyreanos adquieren una forma mentis que procura ser fiel a la tradición de virtudes inaugurada por Aristóteles y recapitulada por Tomás de Aquino; el autor busca reivindicar la tradición de virtudes a partir de la conciencia de una profunda contraposición entre esta tradición y la cultura contemporánea.


Anclado en estas convicciones, MacIntyre distingue tres etapas en la historia moral de Occidente:

  1. La tradición clásica de virtudes (pre-moderna): se extiende desde Sócrates hasta Tomás de Aquino. La pregunta fundamental de las teorías morales aquí desarrolladas podría expresarse en estos términos: ¿qué clase de persona tengo que ser para alcanzar el telos? En esta etapa, la teoría y la práctica de la moral incorporan normas objetivas, que proveen de justificación racional a la conducta.

  2. La Ilustración: en esta etapa se abandona el teleologísmo, es decir, la idea de que el ser humano se encuentra naturalmente orientado hacia la conquista de un determinado bien supremo2. Por este motivo fracasa el proyecto ilustrado de suministrar una justificación



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    1 Esto coincide enteramente con la opinión de Berti respecto de la filosofía práctica aristotélica. Cito: “… la filosofía práctica está muy lejos de ser “neutral», “no valorativa», respecto de la realidad (humana); al contrario, juzga de esta última el valor, es decir, evalúa qué en ella está bien y qué cosa está mal, a fin de mejorarla. Al hacer esto, sin embargo, no renuncia a conocer la verdad, es decir, a ser ciencia, a constatar no solo cómo son las cosas, sino también cuáles son sus causas” (Berti, 2008, 123).

    2 Cabe recordar aquí las palabras de Voltaire al desarrollar lo contenido en la voz “Bien, Soberano Bien” de su Diccionario Filosófico: “El bienestar se encuentra raras veces. El soberano bien debe considerarse como una soberana quimera. Los

    racional para las normas1. La ilustración fracasó en proporcionar un modelo de justificación racional que apele a principios innegables para toda ser racional. A partir de Kant el problema fundamental de la filosofía moral puede resumirse en la siguiente pregunta:

    ¿cómo saber qué normas seguir? El concepto de virtud llega a ser tan marginal para el filósofo moral como lo es para la moralidad de la sociedad en que este vive2.

  3. El emotivismo contemporáneo: se llega esta etapa como consecuencia del fracaso del proyecto ilustrado. Debido a que sus características constituyen el tema central del presente artículo, mencionaré aquí solamente su principio fundamental: los juicios de valor y, más específicamente, los juicios morales, no son más que una expresión de sentimientos y preferencias3.

    Las tesis precedentes referidas a la situación moral imperante en nuestra cultura, así como también la afirmación de la necesidad, intrínseca al filósofo moral, de investigar a partir del compromiso, teórico y existencial, con una tradición de pensamiento y de práctica, constituyen un preámbulo indispensable para el análisis del emotivismo contemporáneo que propone MacIntyre en su obra.


    2. El emotivismo como teoría filosófica

    El pensamiento de MacIntyre en relación a la cultura actual debe ser definido en términos de un enfrentamiento directo con el emotivismo. Independientemente del punto de vista teórico asumido por las distintas personas, hoy la mayor parte de la gente piensa, habla y actúa como si el emotivismo fuese verdadero. En efecto:


    El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Pero como es natural, al decir esto no afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural […]


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    filósofos griegos discutieron extensamente esa cuestión. Cuando los veo empeñados en tal porfía, me parece que estoy viendo mendigos que hacen cálculos sobre la piedra filosofal. Cada hombre cifra su felicidad en una cosa diferente. Para cada mortal, el supremo bien consiste en lo que le deleita tan imperiosamente, que le hace ser impotente para tomar con calor todo lo demás de la vida […] no hay delicias extremas ni tormentos extremos que puedan durar toda la vida. El soberano bien y el soberano mal son, pues, dos quimeras” (Voltaire, 1960, 305).

    1 Al respecto, señala MacIntyre: “Era una aspiración central de la Ilustración […] proporcionar para el debate en la esfera pública, criterios y métodos de justificación racional por medio de los cuales los planes alternativos de acción en cada uno de los ámbitos de la vida pudieran juzgarse justos o injustos, racionales o irracionales, ilustrados o sin ilustrar. De esta manera, se esperaba que la razón pudiera desplazar a la autoridad y a la tradición. La justificación racional apelaría a unos principios innegables para cualquier persona racional y, por tanto, independientes de todas aquellas particularidades sociales y culturales que los pensadores ilustrados consideraban como la vestimenta meramente accidental de la razón en tiempos y lugares particulares […] Sin embargo, tanto los pensadores de la ilustración como sus sucesores se mostraban incapaces para ponerse de acuerdo acerca de cuáles eran precisamente aquellos principios que serían innegables para todas las personas racionales […] Por consiguiente, el legado de la ilustración ha sido proporcionar un ideal de justificación racional que ella misma ha demostrado imposible de alcanzar. Y de aquí se deriva, en gran parte, la incapacidad de nuestra cultura para unir la convicción con la justificación racional” (MacIntyre, 1988, 6 [23]).

    2 Sobre el final de Tras la virtud se recuerda explícitamente esta idea: “…el rechazo de la tradición aristotélica fue el rechazo de un tipo muy concreto de moralidad en donde las normas tan predominantes en las concepciones modernas de la moral se inscriben en un esquema más amplio cuyo lugar central está ocupado por las virtudes” (MacIntyre, 2007, 257 [315]). Algo enteramente análogo señala Varela en uno de sus artículos: “Las ES [éticas sustancialistas, tales como la ética aristotélica], por su lado, afirman que no es posible discutir sobre la corrección de normas, es decir, desde el punto de vista de lo justo, si no se tiene como trasfondo una concepción de vida buena o floreciente. Lo principal, en el ámbito de la moral no es el discurso sobre las normas justas sino la discusión sobre los fines, los bienes y las virtudes en el marco de un contexto vital concreto” (Varela, 1997, 5).

    3 Aun cuando considera que la calificación de emotivsta es demasiado severa como para caracterizar adecuadamente a nuestra cultura, Ch. Taylor coincide, al menos en parte, con esta apreciación. No obstante, el filósofo canadiense se inclina más por la utilización del término subjetivista. En efecto, se refiere aquí a: “… la difundida creencia de que no es posible argumentar acerca de las posiciones morales, de que las diferencias morales no pueden ser sometidas al arbitrio de la razón, de que cuando se trata de valores morales, todos tenemos que decidirnos por lo que sentimos o nos parece mejor para nosotros. Éste es el ambiente de pensamiento que Alasdair MacIntyre llama (quizá un poco severamente) ‘emotivista’, que por lo menos en algún sentido debe ser llamado ‘subjetivista’. Pregunten a cualquier estudiante de una clase de principiantes en filosofía, y la mayoría afirmará que adhiere a cierta forma de subjetivismo. Esto puede no corresponder a convicciones profundas. Sin embargo, parece reflejar lo que los estudiantes consideran la opción intelectualmente respetable” (Taylor, 1996, 274).

    vivimos en una cultura específicamente emotivista y, si esto es así, presumiblemente descubriremos que una amplia variedad de nuestros conceptos y modos de conducta –y no sólo nuestros debates y juicios morales explícitos– presuponen la verdad del emotivismo, si no a nivel teórico autoconsciente, en el fondo de la práctica cotidiana (MacIntyre, 2007, 22 [39]).


    La cita precedente es contundente. No obstante, antes de proponer un análisis más detenido de este diagnóstico, considero oportuno realizar una aclaración de carácter metodológico. Es necesario distinguir entre el emotivismo entendido como teoría filosófica y el emotivismo como nota característica, y constitutiva, de la presente cultura (esto último refiere a diversas convicciones culturales y prácticas sociales, hoy generalizadas, susceptibles de ser calificadas como de emotivistas). En este sentido, aquí se describirá apenas brevemente al emotivismo filosófico, pues fundamentalmente interesa destacar cuáles fueron las consecuencias culturales que surgieron de esta posición. Respecto al emotivismo como teoría filosófica1, me limito a compendiar lo afirmado en Tras la virtud. Y esto por dos motivos. En primer término, porque un estudio de la filosofía emotivista excedería con creces los límites de este trabajo. En segundo lugar, porque estoy convencido de que MacIntyre habla de la teoría emotivista simplemente a modo de preludio para la ejecución posterior de su crítica a la cultura actual, precisamente porque en ella se incorporan modos emotivistas.


    Al mencionar al emotivismo como una de las etapas de la historia moral de occidente, se lo definió como la doctrina según la cual los juicios de valor y, más específicamente, los juicios morales, no son más que expresiones de sentimientos o preferencias meramente subjetivos. Consecuentemente con ello, estos juicios no pueden asumir un valor de verdad; es decir, no son ni verdaderos ni falsos. MacIntyre recuerda un ejemplo de C. L. Stevenson, a quien considera como el expositor más importante de esta teoría. Stevenson afirma que la proposición "esto es bueno" significa aproximadamente lo mismo que "yo apruebo esto, hazlo tú también", con lo cual, en esta equivalencia se concentran tanto la función del juicio moral (entendido como una expresión de actitudes subjetivas de aquel que lo formula) como también el propósito de este tipo de juicio (o sea, el tratar de influir sobre las actitudes de aquel que escucha). Ahora bien, cuanto más verdadero sea el emotivismo, más seriamente dañado queda el lenguaje moral, pues al afirmar “esto es malo” no se está apelando a una norma impersonal y objetiva de valoración. Por lo tanto, para el emotivismo no hay, ni puede haber, justificación racional para las normas. No es posible influir en la conducta de los otros apelando a criterios de verdad objetivos, porque tales criterios no existen.


    A la luz de estas consideraciones, MacIntyre pretende descartar también la pretensión de alcance universal del emotivismo. Los principios del emotivismo filosófico no solamente pretenden afirmar cómo eran concebidas las proposiciones valorativas en un tiempo y lugar determinados. Su convicción más profunda radica en que toda discusión valorativa, al ser una mera contienda de preferencias subjetivas, fue, es y será racionalmente inacabable. Determinado género de desacuerdos morales no puede resolverse porque, en realidad, ningún desacuerdo moral puede resolverse en ninguna época. El emotivismo, señalan sus cultivadores, no es un rasgo contingente de la presente cultura sino un rasgo necesario de toda cultura.


    En contraposición, MacIntyre considera al emotivismo como una teoría nacida bajo condiciones históricas bien determinadas. En el siglo XVIII Hume incorporó elementos emotivistas a su teoría moral, pero recién en el S. XX esta concepción floreció como teoría independiente. En este sentido, sus postulados no constituyen una respuesta al lenguaje moral en cuanto tal, sino más bien una réplica al lenguaje moral propio de Inglaterra en los años posteriores al 1900. Más particularmente, el emotivismo se constituyó como una refutación a la teoría moral conocida con el nombre de intuicionismo cuyo progenitor fue G. E. Moore2; no por casualidad los más agudos fundadores del


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    1 Sobre el emotivismo ético puede consultarse la síntesis que Ramis Barceló (2012) realiza en su libro sobre MacIntyre (65- 71). Asimismo, remito al libro Ethical Emotivism específicamente dedicado al tema (Satris 1987).

    2 El filósofo inglés George E. Moore (1873-1958) fue autor de dos importantísimos libros de ética: Principia Ethica aparecido en Cambridge en 1903 (Cambridge University Press) y Ética publicado en Londres (Oxford University Press) en 1912. Del primero hay una edición española del año 1959 (UNAM) que cuenta con una segunda edición más reciente (UNAM 1997). Del segundo hay una edición actual en lengua española (Encuentro 2001).

    emotivismo, filósofos como F. P Ramsey, Duncan-Jones y C.L. Stevenson fueron discípulos de Moore.

    MacIntyre recuerda los tres postulados esenciales del intuicionismo de Moore:


  4. Lo bueno es el nombre de una propiedad simple e indefinible1. Moore habla de lo bueno como una propiedad no-natural. Así, las proposiciones que dicen “esto o aquello es bueno” son lo que Moore denominó intuiciones y, por lo tanto, no se pueden probar o refutar, pues no existe prueba ni razonamiento alguno que se pueda aducir en pro o en contra de ellas.

  5. Decir que una acción es justa equivale simplemente a sostener que, dadas las alternativas que se ofrecen, es la que de hecho produce o produjo el mayor bien; toda acción se valora exclusivamente con arreglos a sus consecuencias, comparadas estas con las consecuencias de otros cursos de acción alternativos. Por lo tanto, Moore era un utilitarista. De ello se sigue que ninguna acción es justa o injusta en sí misma y que cualquier cosa puede estar permitida bajo ciertas circunstancias.

  6. Los afectos personales y los goces estéticos son los mayores bienes que podemos imaginar. Así, por ejemplo, la amistad y la contemplación de lo bello en la naturaleza o en la obra de arte se convierten prácticamente en los únicos fines de toda acción humana, o quizá –habría que decir– en los únicos fines verdaderamente justificables.


Frente a la posiciones de Moore (tesis imperantes en la época y lugar en las que surgió la teoría emotivista), MacIntyre concluye que era totalmente predecible que un promulgador y defensor del emotivismo filosófico respondiese lo siguiente: “Moore y sus seguidores creen que están identificando la presencia de una propiedad no-natural a la que llaman lo bueno (primera nota fundamental de la posición ética de Moore) pero, en realidad, tal propiedad no existe y quienes la afirman no hacen otra cosa que expresar sus sentimientos y actitudes, disfrazando la expresión de sus preferencias y caprichos mediante una interpretación de su propio lenguaje y conducta que la revista de una objetividad que de hecho no posee”.


En última instancia, MacIntyre considera al emotivismo filosófico no tanto como una teoría del significado, sino más bien como una teoría del uso de las proposiciones valorativas. Esto también explica por qué el emotivismo no prevaleció en la filosofía moral analítica. En efecto, los filósofos analíticos siempre defendieron que la tarea central de la filosofía era la de descifrar el significado de las expresiones claves, y puesto que el emotivismo falla en tanto que teoría del significado de las expresiones morales, los filósofos analíticos rechazaron el emotivismo en líneas generales2.


3 Los modos emotivistas culturalmente dominantes

Después de este breve rodeo en torno a la interpretación del emotivismo como teoría filosófica, es necesario describir los aspectos fundamentales de los modos emotivistas presentes en nuestra cultura. Recuérdese que MacIntyre está convencido de que la mayor parte de las personas hoy piensan, hablan y actúan según parámetros emotivistas.

En primer lugar, es necesario destacar que, al menos generalmente, y aun cuando esto no sea asumido conscientemente como principio, la mayoría de las personas suele actualmente creer que todo juicio moral manifestado públicamente no es sino la expresión de un mero parecer subjetivo. Por ejemplo, cuando alguien dice abiertamente “esto está mal”, la mayor parte de quienes están presente responden, casi inmediatamente, “esto está mal para vos”, lo cual no deja de ser en cierta medida paradójico, pues se considera universalmente correcto sostener que no existen acciones buenas o malas en sentido absoluto; lo bueno o lo malo es “siempre” relativo a un sujeto, y esto solo en circunstancias


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1 Moore lo expresa del siguiente modo: “Pero, si entendemos la pregunta en este sentido, mi respuesta a ella puede parecer muy decepcionante. Si se me pregunta ‘¿qué es bueno?’, mi respuesta es que bueno es bueno, y ahí acaba el asunto. O, si se me pregunta ‘¿cómo hay que definir bueno?’, mi respuesta es que no puede definirse, y eso es todo lo que puedo decir acerca de esto” (Moore, 1959, 6).

2 Para una descripción más completa de lo propuesto en el conjunto de la síntesis Cfr. MacIntyre 2007, 11-22 [26-39].

determinadas. En otras palabras, lo que se considera hoy bueno, mañana puede ser considerado malo por la misma persona al modificarse los contextos.

Otra cuestión que se “transmitió” de la teoría emotivista a las actuales formas culturales1 reside en que la manifestación pública de un juicio valorativo se orienta principalmente a transformar los sentimientos y preferencias de los otros de manera tal que se “amolden” a los propios. La única realidad que distingue al discurso “moral” es la tentativa de una voluntad de poner de su lado las actitudes, sentimientos y preferencias de los demás. Se trata, por tanto, de una finalidad esencialmente manipuladora. El emotivismo entendido como forma de vida entraña dejar a un lado cualquier distinción entre relaciones sociales manipuladoras y no manipuladoras2. En este sentido, a fin de entender mejor las implicancias de esta distinción, puede “echarse mano” de algunos principios de la ética de Kant que pueden ser relacionados con el pensamiento emotivista. Para Kant, la diferencia entre una relación que no esté informada por la moral y otra que sí lo esté es, precisamente, la diferencia entre una relación en la cual cada persona trata a los otros como un medio para sus propios fines y otra en la que cada uno trata a los demás como fin en sí mismo (recuérdese la ya clásica segunda fórmula del imperativo categórico). MacIntyre lo describe de este modo:

Tratar a cualquiera como fin en sí mismo es ofrecerle lo que yo estimo buenas razones para actuar de una forma más que de otra, pero dejándole evaluar esas razones. Es no querer influir en otro excepto por razones que el otro juzgue buenas. Es apelar a criterios impersonales de validez que cada agente racional debe someter a su propio juicio. Por contra, tratar a alguien como un medio es intentar hacer de él o de ella un instrumento para mis propósitos aduciendo cualquier influencia o consideración que resulte de hecho eficaz en esta o aquella ocasión (MacIntyre 2007, 23-24 [41]).


En síntesis, una relación manipuladora es un tipo de vínculo no informado por la moral, en el cual se utiliza a los demás como medios para los propios fines. Contrariamente, en una relación no manipuladora –relación con carácter moral– se trata a los otros como fines en sí mismos. Por tanto, se les ofrece razones justificadas (criterios objetivos, impersonales, de acción) para que actúen de un modo y no de otro; además, se les brinda la posibilidad de que evalúen dichas razones a fin de que las sometan a su propio juicio.

Parte de estas formas manipuladoras se manifiestan en aquello que MacIntyre denomina personajes de la cultura emotivista. Esta idea refiere a determinados papeles sociales que constituyen una suerte de “encarnación” del emotivismo. Los personajes destacados por el autor son: el rico esteta, el gerente burocrático y el terapeuta. Pero antes de referirme a cada uno de ellos, es oportuno describir más detenidamente la teoría de los personajes.


MacIntyre propone una metáfora del ámbito del teatro para ensayar una caracterización del mundo social. Una tradición dramática se define por medio de un conjunto de personajes inmediatamente reconocibles por la audiencia. Estos personajes delimitan en parte las posibilidades del drama. A su vez, comprender los personajes significa poder interpretar la conducta de aquellos actores que los


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1 En realidad, como en toda relación susceptible de ser establecida entre un cuerpo de teoría y la praxis, pienso que aquí se da un vínculo netamente dialéctico: una teoría emotivista solo puede emerger en un determinado contexto social capaz de fecundarla. Complementariamente, la proliferación de un pensamiento ético de rasgos emotivistas engendrará, necesariamente, formas culturales y sujetos que piensen y actúen en armonía con sus parámetros.

2 La manipulación no racional no es algo exclusivo de la cultura emotivista. El autor menciona antecedentes históricos de este tipo de relación, cuyo principal paradigma sería la retórica sofista. Lo que puede resultar más curioso es que MacIntyre afirma que la retórica de Pericles tenía también un sesgo manipulador. Sostiene que su retórica era a la vez argumentativa y manipuladora. Partía de principios aceptados por el auditorio ateniense para llegar a las conclusiones queridas por el orador. Ahora bien, si era posible alcanzar deductivamente dicha conclusión a partir de aquellas premisas, entonces Pericles ponía de manifiesto cuáles eran los medios necesarios para pasar de los principios a la conclusión deseada. Pero si no era posible el paso deductivo de las premisas a la conclusión, entonces el orador manipulaba retóricamente (astutamente) al auditorio, haciendo lo que fuese necesario, por medio de la esperanza o el temor, para que el auditorio cambiase de convicciones. Pericles consigue que el auditorio lo escuche, incluso cuando dice cosas que los atenienses no querían escuchar (Cfr. MacIntyre, 1988, 56 [70]). Lo que me parece interesante es que esta opinión parecería ir un tanto en contra de la imagen aristotélica de Pericles como modelo de hombre prudente, fundamentalmente debido al hecho de que el phronimos argumenta siempre y necesariamente a partir de premisas verdaderas y jamás manipula la verdad en provecho propio (Cfr. EN 1140b 8 y Berti, 2008, 147-148).

representan. Paralelamente, los demás actores concretan sus papeles a partir de una referencia especial a estos personajes centrales. De modo análogo, ocurre algo similar con cierta clase de papeles sociales en las diferentes culturas. En este sentido, es de suma importancia reconocer cuáles son los papeles sociales que se constituyen en personajes, ya que estos imponen una cierta constricción moral sobre el carácter de las personas que los “habitan”. En el caso de un personaje, el papel y la personalidad se “funden”. MacIntyre llega a sostener que la singularidad de cada cultura se expresa, en gran medida, en lo específico de su “galería” de personajes. En tanto que representantes morales de su cultura, las convicciones metafísicas y morales de una sociedad adquieren “existencia corpórea” a través de los personajes (Cfr. MacIntyre, 2007, 27-28 [45-46]). En resumen:


Un personaje es objeto de consideración para los miembros de la cultura en general o para una fracción considerable de la misma. Les proporciona un ideal cultural y moral. En este caso es imperativo que papel y personalidad estén fundidos; es obligatorio que coincidan el tipo social y el tipo psicológico. El personaje moral legitima un modo de existencia social (MacIntyre, 2007, 29 [48]). Los personajes principales que “encarnan” el emotivismo poseen las siguientes características:


  1. El rico esteta: se trata de un personaje sobrado de recursos económicos (medios) que interpreta la realidad como una serie de oportunidades para su gozo; su mayor enemigo es el aburrimiento. Su cualidad más característica es la codicia, rasgo de carácter que se destaca en el mundo contemporáneo. Nuestro tiempo ha perdido de vista la noción de que el deseo indiscriminado de tener más, la pleonexia, deba considerarse un vicio (Cfr. MacIntyre, 2007, 137 [174]). Las múltiples personas que están a su servicio son percibidas como instrumentos para obtener todo aquello que, a cada momento y caprichosamente, se le antoje. Es sumamente interesante señalar que gran parte de las personas que viven según los parámetros de la presente cultura comparten, aunque más no sea con el anhelo y la fantasía, las actitudes de este personaje.

  1. El gerente burocrático: este personaje se encuentra inserto en el contexto de las instituciones públicas y privadas; posee una racionalidad eminentemente instrumental que consiste en ajustar, de manera eficaz, medios económicos a diferentes fines, generalmente determinados por los intereses del mercado. Esta es la tarea central del gerente burócrata. Las personas son para él meros “recursos” humanos. A propósito de la pericia gerencial MacIntyre señala lo siguiente:

    … hay fundamentos poderosos para rechazar la pretensión de que la eficacia sea un valor moralmente neutral. Porque el concepto íntegro de eficacia […] es inseparable de un modo de existencia humana en que la maquinación de los medios es principalmente y sobre todo la manipulación de los seres humanos… (MacIntyre 2007, 74 [101]).


  2. El terapeuta: su labor fundamental es colaborar con las personas para que se “liberen” de sus síntomas neuróticos, muchos de los cuales tienen su origen en la falta de sentido producida por la ausencia de una verdadera teleología que dote de coherencia y sentido de unidad al conjunto de la vida humana. A diferencia de lo que antiguamente hacía, por ejemplo, un sacerdote –qua personaje de otro contexto cultural– el terapeuta no aconseja sobre el bien humano. Por este motivo, la verdadera “liberación” contenida en su terapéutica se mostraría en el admitir que no existe otra orientación para la vida humana que aquella que cada uno desee otorgarle.


Aun cuando pueda discreparse con el autor acerca de la idoneidad de los personajes que propone; es decir, si bien puede disentirse respecto de si estos son, verdaderamente, los personajes más significativos de la presente cultura, considero filosóficamente relevante el esfuerzo de procurar identificar y describir, en cada circunstancia histórico-social, cuáles serían los personajes que singularmente la representan. Personalmente, pienso que existen también otros papeles sociales, tales como el representado por el futbolista, la modelo o el político exitosos, que hoy encarnan, de modo más preciso, los ideales humanos imperantes en estos tiempos. Muchos de los actores sociales, en especial los más jóvenes, suelen cifrar sus aspiraciones más profundas en el poder vivir como lo hacen estos “arquetipos”.

Llegado este punto, debe hacerse patente la siguiente convicción: para la cultura emotivista la razón no puede sino “callar” acerca de los fines que guían la conducta. Los bienes-fines son “creados” por decisiones humanas. De esta manera, un agente será más o menos racional sólo en la medida en que actúe de forma coherente con los fines que él mismo ha elegido. El conflicto entre bienes no puede ser “saldado” racionalmente y toda discusión moral es en sí misma inacabable. Esto hace inevitable el desacuerdo social, pero –y esto es algo que el autor destaca en varias ocasiones– dicha situación es dignificada en nuestra cultura con el nombre de pluralismo1. Bajo la máscara de una retórica pluralista se esconde la profundidad de nuestros conflictos morales (Cfr. MacIntyre 2007, 253 [310]).


Una consecuencia directa de este hecho se manifiesta, por ejemplo, en que el mundo emotivista está vacío de normas morales objetivas que gobiernen sobre los intercambios cotidianos entre las personas (aquello que tradicionalmente caía bajo el dominio de la justicia conmutativa). Cada sujeto, acostumbrado a percibirse como un agente autónomo, pretende interactuar con los otros siguiendo sus propios criterios de justicia. Aun cuando en el marco general de la ley positiva, los criterios que rigen los intercambios entre particulares suelen establecerse en la interacción misma. Además, dichas reglas tienen generalmente vigencia solo mientras resulte conveniente a los individuos que poseen mayores recursos y poder.


El emotivismo se asienta en la convicción de que no puede haber una manera racional de ordenar los bienes dentro de un esquema de vida, sino que hay muchas maneras alternativas de ordenarlos; en principio, pueden existir tantas formas diversas como individuos. Y no existe criterio racional alguno para la elección entre ellas. Según este relato, cada persona se enfrenta, siempre desde un punto de vista externo, a un conjunto de modos alternativos de ordenar los bienes. Como afirma MacIntyre, en ello se puede ver:

… un agudo contraste con la tradición moderna, que mantiene que la multiplicidad y heterogeneidad de los bienes humanos es tal que su búsqueda no puede reconciliarse en ningún orden moral único y que, en consecuencia, cualquier orden social que intente tal reconciliación o que fuerza la hegemonía de un conjunto de bienes sobre los demás se convertirá en una camisa de fuerza […] para la condición humana (MacIntyre 2007, 142 [181]).


Para la tradición de virtudes (Aristóteles y el Aquinate), la multiplicidad de bienes finitos particulares debe subordinarse y orientarse a la conquista del telos (bien supremo). Además, en la opinión tradicional, mi bien como hombre no se diferencia del bien de aquellos que comparten conmigo la comunidad humana. El propio bien no puede ser perseguido de una forma que antagonice con el bien de los semejantes2. En contraposición, el pensamiento contemporáneo llega a sostener que este modo de entender la vida semeja a una locura. La educación en la presente cultura se orienta a que cada ser humano llegue a ser ese tipo de persona a quien le parece normal que una variedad heterogénea de bienes se persiga –cada uno apropiado a su esfera– sin que exista un bien global que proporcione unidad a la totalidad de la vida. MacIntyre menciona un pasaje significativo de J. Rawls en el que se expresa, solapadamente, la convicción liberal que propugna la necesidad de establecer una separación radical entre la esfera de lo justo y el ámbito de lo bueno:

De nuevo, traigamos a colación otro pasaje de John Rawls: “El bien humano es heterogéneo porque las metas del ego son heterogéneas. Aunque subordinar todas nuestras metas a un solo fin no violente,


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1 Una concepción discrepante está representada por A. Cortina quien, a diferencia de MacIntyre, propugna una mirada valorativa del pluralismo moral. Al mismo tiempo, diferencia este posicionamiento de aquello que denomina politeísmo axiológico, el cual, es rechazado como algo incompatible con el desarrollo de la vida común. En efecto: “Si “politeísmo axiológico” significa que los ciudadanos de una sociedad que ha sufrido el proceso de modernización "creen" en distintas jerarquías de valores, y no pueden superar ese subjetivismo, es decir, que no pueden hacerlas intersubjetivas racionalmente, porque no hay argumentos que lo hagan posible, “pluralismo moral”significa, por el contrario, que los ciudadanos de esa sociedad que ha sufrido el proceso de modernización, comparten unos mínimos morales, aunque no compartan la misma concepción completa de vida buena” (Cortina, 1994, 50).

2 En cambio: “Para muchos pensadores de los siglos XVII y XVIII, sin embargo, la noción de un bien compartido por el hombre es una quimera aristotélica; cada hombre busca por naturaleza satisfacer sus propios deseos. Pero si es así, hay por lo menos fuertes razones para suponer que sobrevendría una anarquía mutuamente destructiva…” (MacIntyre 2007, 229 [281-282]).

estrictamente, los principios de la elección racional.no obstante nos llama la atención por irracional o casi como un acto de locura. El ego se desfigura.” (MacIntyre, 1988, 337 [321-322])1.


Como consecuencia directa de este posicionamiento cultural (el mundo emotivista está comprometido con que no haya ningún bien superior a los demás), ocurre que la vida humana se “desgaja” en un conjunto de esferas compartimentadas, cada una de ellas regida por sus propias normas y valores, dentro de las cuales se persigue un determinado bien particular. Así, la unidad de la vida humana –tan cara a la tradición clásica– se torna invisible. En nuestro tiempo, cada vida humana se fragmenta en una multiplicidad de segmentos. Esto impide a los hombres contemporáneos afrontar la vida como un todo, como una unidad con un telos adecuado. Se produce una tajante separación entre la persona y sus papeles sociales: el trabajo se separa del ocio, la vida privada de la pública, lo corporativo de lo personal, de tal manera que la vida termina por parecer una serie de episodios sin conexión (Cfr. MacIntyre, 2007, 204-205 [252-253]). Se trata de una compartimentación de la vida social que trae como consecuencia el hecho de que cada ámbito de la existencia tenga su propio conjunto de normas y valores. Así, las actividades de la vida doméstica se entienden en términos de un conjunto específico de normas y valores; las correspondientes a los diversos tipos de trabajos en empresas privadas se conciben según normas muy diferentes; los ámbitos de la política y de la burocracia gubernamental bajo los parámetros de otra escala valorativa, etc. Si bien existe cierto grado de solapamiento, las diferencias entre esas áreas compartimentadas son sorprendentes, y en cada una de ellas se dan procedimientos para la toma de decisiones completamente aislados de cualquier posibilidad de crítica realizada desde un punto de vista externo (Cfr. MacIntyre 2006, 182-183 [290-291]).


Esto último pone de manifiesto la teoría del yo implícita en el espíritu de este tiempo: al estar conformada la vida humana por una serie de acciones discretas que no llevan a ninguna parte, ni guardan orden alguno, se produce una suerte de “liquidación” del yo. El yo emotivista triunfó al desaparecer los límites proporcionados por una identidad social –en la que la persona no podía definirse con independencia de sus funciones y deberes comunitarios– y por un proyecto de vida orientado a un telos. Hoy se asiste a un yo liberado de las “supersticiones” de la teleología. Así, la vida humana tiene la forma que cada uno decida proyectarle con sus fantasías. El yo contemporáneo siempre puede poner en cuestión los rasgos sociales de su existencia. No existe para él responsabilidad moral alguna, salvo aquella que se ha asumido libremente. Un yo así concebido carece de aquel ámbito de relaciones sociales en lo que pueden ejercerse las virtudes. Qua legítimo heredero del modo de vida estético kierkegaardiano, el yo emotivista se encuentra “ahogado” en la inmediatez de su experiencia presente, sin criterio alguno para decidir, racionalmente, sobre la pertinencia moral de sus actuales –y muchas veces encontrados– sentimientos y preferencias. En relación a esto, MacIntyre afirmó algo que, con el tiempo, llegó a convertirse en una sentencia paradigmática: cuando se inventó el yo distintivamente moderno, lo que entonces se inventó fue el individuo (Cfr. MacIntyre 2007, 61 [86])2.


El mundo emotivista se sustenta en la apariencia, aun cuando en nuestras sociedades la apariencia tenga pretensiones de ser algo más que apariencia. Cada agente se esfuerza por alcanzar el éxito3 en obtener lo que quiere, y así el ámbito social se convierte en una especie de foro para la contienda entre voluntades, ya sean estas de personas, empresas o instituciones. Pero el éxito es más bien lo que pasa


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1 No se aclara la referencia bibliográfica de su cita pero hay que decir que el pasaje mencionado se encuentra en la obra Teoría de la justicia (Cfr. Rawls, 2006, 501). Asimismo, puede consultarse la reseña que el propio MacIntyre realizó de esta obra (Cfr. MacIntyre, 1972).

2 V. Camps coincide con MacIntyre al sostener que el individualismo constituye uno de los “frutos” más característicos de la modernidad; es una consecuencia de los logros y fracasos de la modernidad. Sin embargo, en su libro Paradojas del individualismo (1993) afirma que, junto a aquella forma de individualismo que es sinónimo de egoísmo y falta de interés por los otros, existe otra dimensión positiva de este comportamiento que no solamente es aceptable, sino que es la condición de posibilidad de un comportamiento ético. Se trata del individualismo que consiste en ejercer la autonomía y utilizarla correcta y dignamente. Camps destaca que MacIntyre se muestra pesimista frente a las posibilidades actuales de la virtud, debido a su convencimiento de que el individualismo liberal no puede sustentar valores comunes (Cfr. Camps, 1993, 51-52).

3 El autor contrapone esta mirada del éxito con la visión propia del pensamiento aristotélico. En el mundo aristotélico, el éxito no podía sino ser un bien secundario. Lo verdaderamente importante era aquello por lo cual se recibía el honor. Por este motivo, el emotivismo, al poner al éxito como un bien primario, “pretende” que la filosofía moral aristotélica es falsa (Cfr. MacIntyre, 2007, 117 [150]).

por éxito; es la opinión ajena donde se prospera o se fracasa en prosperar. De aquí la importancia de adquirir la “virtud” de saber presentarse ante la sociedad. En armonía con lo afirmado arriba, puede decirse que el yo emotivista está casi completamente “disuelto” en la presentación del yo. Para conducirse en la vida social moderna se necesitan no tanto virtudes como la apariencia de virtud1. El decoro, la elegancia y el encanto, muchas veces se utilizan como un disfraz moral para encubrir intenciones manipuladoras. El encanto –dice el autor– es la cualidad típicamente característica de quienes carecen de virtudes, o las fingen para conducirse en numerosas situaciones de la vida social. Una sociedad como la nuestra, en la que la competitividad se ha convertido en un rasgo dominante, sólo se reconoce a bienes tales como el éxito, el dinero o el poder. En consecuencia, aun cuando pueden abundar sus simulacros, cabe esperar una decadencia de las virtudes (Cfr. MacIntyre 2007, 242 [298]).

En conclusión, la mayor parte de las personas de este tiempo consideran que las notas afirmadas acerca de los modos emotivistas no constituyen una pérdida, sino más bien una ganancia de la cual hay que congratularse. En ellas se vislumbra la emergencia de un sujeto “libre de ataduras” (no seríamos ya “sujetos-sujetados”), es decir, de todas aquellas constricciones tradicionales, ideológicas e institucionales, que el mundo moderno fue rechazando desde el momento de su nacimiento. Sin embargo, cabe destacar una paradoja propia de la experiencia moral contemporánea: el hombre dejó de someterse a la moral tradicional para someterse a paradigmas estéticos, al consumismo masivo y a una burocracia privada y estatal que permanentemente lo aprisiona (Cfr. MacIntyre 2007, 34 [53]).


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1 MacIntyre está convencido de que la tradición de las virtudes exige una comprensión de la vida social: “… muy diferente de la que domina en la cultura del individualismo burocrático. Dentro de esa cultura, los conceptos de las virtudes devienen marginales y la tradición de las virtudes sólo sigue siendo central en las vidas de los grupos sociales cuya existencia se da al margen de la cultura central. Dentro de la cultura central del individualismo liberal o burocrático emergen nuevos conceptos de virtudes y se transforma el propio concepto de virtud” (MacIntyre, 2007, 225 [277]).

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