https://doi.org/10.34024/prometeica.2024.30.16289
TRAS LA HUELLA DEL MIGRANTE
NOTAS DECONSTRUCTIVAS PARA PENSAR UN CIERTO PASO
IN THE SEARCH OF MIGRANT'S TRACE
Deconstructive notes to think about a certain passing
ATRÁS DO TRAÇO DO MIGRANTE
Notas desconstrutivas para pensar um certo passo
(Universidad Católica del Maule, Chile)
(Universidad Católica del Maule, Chile)
Recibido: 01/02/2024
Aprobado: 04/06/2024
RESUMO
O presente trabalho se propõe a pensa a potencial relação entre a figura do migrante e a noção de traço em Jacques Derrida. No sentido proposto pelo filósofo, o traço desarticularia a figura do migrante como puro sujeito de deslocamento, mobilizando-o para uma espécie de impotência onde não haveria presença, nem tempo, muito menos passo. Isso implicaria, pensar no próprio traço, entregar-se à incomensurabilidade daquilo que não tem origem, começo ou percurso a ser traçado numa espécie de pré-história. Apesar deste não-poder, o rastro também nos permitiria intuir a indeterminação única e singular que abre o migrante à possibilidade da justiça, então, da desconstrução.
Palavras-chave: Derrida. desconstrução. o outro. não-passo. indeterminação.
ABSTRACT
The current work tries to think of the potential relationship between de figure of the migrant and Derrida’s notion of the trace. In this respect, the trace breaks up the figure of the migrant as a pure subject of the displacement by leading him/her to a sort of powerlessness in which there is neither presence nor time, much less a passing. This would imply, thinking in the trace itself, surrendering to the incommensurability of what has no origin, principle or route to be traveled in a sort of pre-history. Despite this no-power, the trace would also allow us to sense the unique and particular indeterminacy that opens up the migrant towards the possibility of justice and, therefore, of the deconstruction.
Keywords: Derrida. deconstruction. the other. no-passing. indetermination.
RESUMEN
El presente trabajo quisiera pensar la potencial relación entre la figura del migrante y la noción de huella en Jacques Derrida. En el sentido propuesto por el filósofo, la huella desarticularía la figura del migrante como un puro sujeto de desplazamiento, movilizándolo a una suerte de impotencia donde no habría ni presencia ni tiempo, menos aún un paso. Esto implicaría, pensando en la huella misma, entregarse a la inconmensurabilidad de lo que no tiene origen, principio o ruta para ser rastreada en una suerte de prehistoria. No obstante, este no-poder, la huella nos permitiría también intuir la única y singular indeterminación que abre al migrante hacia la posibilidad de la justicia, entonces, de la deconstrucción.
Palabras clave: Derrida. deconstrucción. el otro. no-paso. indeterminación.
Quisiéramos pensar la relación entre migrante y huella; la huella como noción derridiana y la indeterminación que le va adherida. De esta manera, creemos, tanto el migrante como su figura1 quedan desarticulados, comenzando a orbitar en la imposible posibilidad de dar el paso, como veremos.
Para dar cuenta de lo anterior, este texto se organiza en torno a cinco partes que pretenden pensar esta relación. En primer lugar, nos referiremos a la cuestión del por qué partir. En un segundo momento, abordaremos con mayor profundidad la noción de huella en Derrida y el movimiento de amar lo que se va. En tercer lugar, nos preguntaremos por aquel cierto paso del cual nos habla el filósofo y cómo afectaría a aquel o aquella que definimos como migrante. Un cuarto punto hará referencia a la deconstrucción como espacio de des-autorización para pensar la huella misma. Finalmente, y ensayando una conclusión, se tratará de comprender la huella como el otro, es decir, como ese paso posible/imposible donde el migrante nos deriva a la radical alteridad que implicaría un más allá.
Migrante y huella. Esta posible relación podría parecer, en principio, elemental, en el entendido que todo ser humano que se desplaza dejaría una huella física allí por donde camina, por donde pasa. Sin embargo, no se trata simplemente de la huella que se dibuja en la arena del desierto, de la que queda impresa en la nieve de los pasos cordilleranos, o de la que caligrafían, serpenteando, a modo de estela en el mar, las balsas repletas de seres humanos activados por la desesperación, y que prendan la vida por abandonar y llegar, por salir y entrar –doble movimiento que es al mismo tiempo, a la vez– en favor de una cierta promesa que, por lo general, es traicionada, «[…] nunca se está a la altura de una promesa, siempre se traiciona» (Derrida, 2000, 334).
No, no se trataría simplemente de los pasos, a veces, clandestinos marcados por los pies de quienes se desplazan de un punto a otro, sino de una sospecha siempre vigilante que sustrae al fenómeno del simple contexto, por más que éste esté implantado e históricamente referenciado. En este sentido, Jacques Derrida generaría «una textualidad general indiferenciada» (Culler, 1982, 149-150) lo que, dicho de otra forma, y siguiendo en esto a Culler, en la deconstrucción «[…] cada verdad esconde un secreto oscuro, existe sólo gracias a la fuerza de eso que es distinto; cada suposición (de la verdad) tiene su presuposición, algo que a la vez la posibilita y la imposibilita» (1982, 150).
1 Si bien Derrida habla de motivos más que de figuras de lo imposible, (entre los cuales encontramos a la hospitalidad, el perdón, el don, la herencia, la invención, la decisión y un largo etcétera.), entendemos que el migrante es inclasificable, no funciona como categoría únicamente asociada al desplazamiento; el migrante sería una figuración de lo imposible que abre a una dimensión ética e hiperbólica que impacta en el plano político, cultural e ideológico y que tiende a desarticular las convenciones sobre él. Sobre la noción de motivo y figura ver, particularmente, de Peretti, C. Herencias de Derrida. Isegorías, 32, p. 122 y nota aclaratoria en pie de página n° 7.
Quisiéramos apuntar, adentrándonos poco a poco en las infinitas bifurcaciones que ofrece la deconstrucción y parafraseando a Derrida en esta línea, a que nuestra comprensión del migrante no puede sino exigirnos un lenguaje que subvierta lo que es puramente relativo a la presencia y a lo que no difiere; un lenguaje otro que se compromete con la huella de la huella en un gesto hermenéutico infinito. En este punto, compartimos, nuestro decir «debe ser poético» (Derrida, 1998, 36).
Seguimos entonces, como es de suponer en un escrito filosófico, relevando una pregunta: ¿es que realmente el migrante al dar el paso, al cruzar primero su propia frontera para intentar atravesar, después, otra, la del lugar donde quiere llegar, deja una huella? Hablamos aquí de dar el paso, de soltar las amarras de un supuesto origen para aventurarse a un camino desconocido, de un viaje al centro de la nada, de ese momento único, singular e irrepetible, como lo escribe Derrida citando a Kierkegaard, en que «el instante de la decisión es una locura» (1994, 58). Un camino de la incertidumbre siempre radical de no saber qué es lo que espera; ahí donde, quizás, nada espera, solo la hostilidad y no la hospitalidad, o algo así como la hostipitalidad:
[…] nos hemos planteado una cierta cantidad de cuestiones –a partir pero también a propósito de las interpretaciones de Benveniste, principalmente a partir de las dos derivaciones latinas: el extranjero (hostis), recibido como huésped (hôte) o como enemigo. Hospitalidad, hostilidad, hostipitalidad. (Derrida y Dufourmantelle, 2000, 49).
Vale preguntarse en esta misma perspectiva, cuál sería esa pulsión que habita en el migrante que, antes de partir, despunta hacia una tierra imaginaria que en principio se vislumbra como promesa de acogida. Recordamos en este este sentido las palabras de Jacques Derrida sobre Hernando de Magallanes y la tragedia de su expedición:
En memoria de aquel para quien todo terminó tan mal, una vez el estrecho cruzado. Pobre Magallanes, me lo dices. Pues todavía las veo, las carabelas. Para escribirle desde muy lejos como si, prendido en el velamen y empujado hacia lo desconocido, a la punta de esa extremidad, como si alguien esperase al nuevo mesías, a saber un, ‘feliz-evento’: denominado el veredicto. (1998, 27)
Pobre Magallanes que habría tomado el camino hacia lo desconocido, disponiéndose a dar ese paso que no es sino la locura de un atrevimiento, de un ir sin saber dónde y qué se encontrará; quizás la muerte, el fin o la paciencia –«La muerte es la paciencia del tiempo» (Levinas, 1993, 16)– que no es más que la idea de un tiempo que se desboca en un devenir precipitado y loco, en ese arrojo que deja huella y que siempre será la huella de otra y en donde algo así como el origen, ese primer y fundamental paso, no se disemina más que en la intempestiva desgarradura de la decisión: «[…] un origen no asigna un fundamento sino en un mundo ya precipitado en el universal desfundamento» (Deleuze, 1968, 261).
Sin embargo, en ese salto a la nada siempre hay algo que afecta definitivamente el destino del migrante, que altera toda su existencia y que le implica vivir en otro mundo o, digámoslo así, «sobrevivir a la pérdida del mundo» (Crépon, 2019, 223). No obstante lo anterior, que conllevaría el desgarro, la fractura del yo, la ipseidad estremecida que se implica al momento de abandonarse a lo indeterminado, siempre, se cree, hay una fiesta en el centro de esa nada, algo carnavalesco que acogerá a quien se moviliza, independiente que sea la vida o la muerte aquello que le espera.
Nos preguntamos sobre la huella del migrante y junto a Borges «¿Qué arco habrá arrojado esta saeta que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?» (1975). En la –casi– imposible respuesta a estas preguntas podemos encontrar una ruta para insistir en la noción de huella, de imposible huella, en Jacques Derrida, sin olvidar que es del migrante de quien estamos hablando, de su destino y su errancia; quizás de su
«destinerrancia» (Derrida, 2001a, 42). Volveremos a esta idea más adelante.
Quisiéramos traer a este texto las palabras de Horacio Potel en una conferencia del año 2006 en Buenos Aires:
No hay un centro, ni un original que funde las repeticiones, no existe el antepasado primordial, el origen primigenio. No hay origen que pueda servir para identificar el original del suplemento, ni para dominar su diseminación. Lo que reemplaza al centro-origen es una prótesis, un parásito, un suplemento. (2008, 226)
¿Qué es lo que nos dice Potel, en la pista derridiana, cuando nos indica que no existe algo así como un origen que funde las repeticiones? Se piensa que no habría un punto de partida, una economía fundamental que aglutine al pasado, que condense un presente y que repercuta en un futuro dándole forma. El origen siempre remitirá a otro y es imposible rastrear su primer impulso. Si pudiéramos decirlo de otra forma, la existencia misma sería sin ascendencia ni descendencia, sin herencia de ningún tipo a la vista. Así, todo lo que podría entenderse como planificación al interior de la existencia propiamente tal, no es otra cosa más que una cierta in-ubicuidad trascendental de la que jamás podríamos escapar.
Nos recordamos en este punto de las palabras de Hélène Cixous:
Habiendo sido prometido de antemano, antes de él, él mismo no puede prometer, él puede solamente prometerse vivir en la fatalidad de la dislocación inaugural. De pensar sin fallar en los incesantes tormentos. De explorar los restos replegados y escondidos. (2003, 64)
¿Partió el migrante alguna vez? ¿existió una primera huella que repercutió en todo el resto de sus infinitos pasos y que lo movilizó a un destino particular? El migrante, en este sentido, no sería más que la diseminación permanente de un descarrilamiento sin partida, sin ahora y sin retorno –entendemos la diseminación como aquello que «[…] no se deja reconducir ni a un presente de origen simple […] ni a una presencia escatológica» (Derrida, 1972, 62)–, sin huella, pero siempre orbitando en torno a un suplemento. Podemos entonces aventurar, con Derrida, que la huella es un «[…] lugar muy particular, fuertemente circunscrito, al cual sin embargo no se podrá acceder más que por vías de otro tópico» (Derrida, 1976, 10-11).
Pero, por otro lado, e insistiendo en la necesidad del lenguaje poético del cual nos habla Jacques Derrida para pensar la huella, ésta siempre sería algo que me abandona, que se escinde de mí para hacerse de su propio camino. En el momento, por ejemplo, en que el migrante se entrega a lo indeterminado, al viaje magallánico que se descubre solamente en un destino desconocido, la huella deja su origen y nos revela su estructura fundamental. Esta separación del origen propiamente tal (que puede ser el yo mismo), es la huella de la huella y, al final de toda errancia, es lo que define a la huella misma. La huella es sin huella, difiere de sí, pero siempre, y tal como se da en toda la filosofía derridiana, es un a la vez; se adhiere a sí en un movimiento perpetuo y aporético. Derrida escribe al respecto:
Amo las cosas que no tienen necesidad de mí, las huellas que parten de mí. Y esta es la definición de la huella […] la huella es la definición de su estructura, es algo que parte de un origen pero que tan pronto se separa del origen queda como huella en la medida que es separada de lo trazado, del origen que deja huella. (2002, 22)
Ahora ¿cómo amar lo que me abandona en un mundo que nos enseña a imprimirle afecto únicamente a lo que parece quedarse en nosotros, a lo que nos es propio? En esta desconcertante forma de entender el amor, y que sería también lo que el migrante sabría sin poder objetivarlo, ya sea antes, durante y después de la huella intemporal que lo define, Jean-Luc Nancy nos arroja otra intensísima inquietud:
No tienes nada, no puedes tener ni retener nada, y ahí tienes aquello que necesitas saber y amar. He ahí lo que se puede saber sobre el amor. Ama aquello que te huye, ama al/la que se va. Ama el hecho de que se vaya. (2003, 74)
De esta manera, todo parece indicar que en el dejar ir, en el amor como lo que deja huella más allá del sí mismo, lo que hay es algo fundamental; una abstracta pero definitiva forma de comprender a la huella no como lo que marca, sino como lo que se fuga.
Insistiendo en las preguntas: ¿cómo dejar partir lo que nunca se irá y cómo amar esas huellas? Sería algo así, leído desde la aporética derridiana, como separarse de lo que siempre se quedará con nosotros, pero de una manera completamente diferente a como nos marcó la primera vez. Vivir con la huella, asumir
la cicatriz, pero desentenderse del origen de esa misma marca. No seríamos más que un conjunto desarticulado de huellas que nos movilizan y que pulsan por seguir. Se trataría, según Derrida, de amar lo que nos dejó una hendidura, de aferrarse incluso a ella, sin que por esto se organice el porvenir, desplegándose como el síntoma de un continuo que no habita en la propia existencia, y del cual, por cierto, no tendríamos idea ya que solo se dejaría intuir en el espacio de la más pura especulación. Entendemos que es solo en este universo de la aporía que la relación entre migrante y huella logra tener un sentido, por complejo, denso y sin lógica que parezca.
En esta perspectiva, y pensando ahora desde una cierta construcción de la palabra o el lenguaje, entendemos con Derrida que la huella es algo que jamás llega a constituirse, que no logra conformarse como disponible a la presencia, al tiempo, al mundo de las cosas dichas o de la inteligibilidad. En este sentido, la huella también tiene la potencia del espectro –o espíritu2– que asedia (hanter) lo constituido, dejándose intuir, pero siendo jamás precisada en un tiempo-espacio definido. El migrante y la huella en esta línea son dos fuerzas absolutamente heterogéneas que se encuentran en una misma trama; trama que se desliza en el escenario de la aporía que es irreductible al presente, pero en el que sin embargo ambos se deben, el uno a la otra, compartiendo un juego sonámbulo –ocupamos esta palabra para dar cuenta de la imposibilidad de distinguir si el tiempo del migrante es el de la vigilia o el sueño, si alguna vez realmente partió o todo es una metáfora borgeana en cuanto ficción de un acontecer sin nombre ni asentada en la historia: «la historia no es más que la entonación de algunas metáforas» (Borges, 2018, 636)– que los une y reúne en un principio de radical indeterminación. Citamos a Derrida:
Más allá de la división entre filosofía y literatura, puede perfilarse una huella que no sea todavía lenguaje, ni habla, ni escritura, ni signo, ni siquiera «lo propio del hombre». Ni presencia ni ausencia, más allá de la lógica binaria opositiva o dialéctica. (1984)
Ahora, y siempre pensando al migrante en y desde la deconstrucción, se nos permitiría decir que éste habitaría en una cadena de huellas. Sin embargo, esta cadena en la que se organizarían todas las diferencias, presentes y no-presentes, tangibles o fuera de toda objetivación, responde a una experiencia intermedia, a una suerte de interregno en que todo lo que puede ser, justamente, experimentado, se produce en otro tiempo y en otro espacio. No habría entonces, en el ecosistema existencial del migrante, la posibilidad de organizar su mundo. Su desplazamiento se convertiría tanto en presencia como ausencia; una suerte de contexto desorbitado y desfundado que, en sí mismo, es habilitado por la huella para favorecer (o no) su destino y su errancia, como decíamos anteriormente, su destinerrancia, lo que definiría, de alguna u otra forma, su ser-migrante.
En esta misma dirección y en vistas a lo que moviliza este trabajo, en el texto “Le facteur de la vérité”, contenido en La carte postale, Derrida se concentra en el seminario de Lacan «La lettre volée», en referencia al cuento de Poe. En este seminario, Lacan sostendrá que una carta siempre llega a destinación y que no existiría entonces posibilidad para su desvío. Esto implicaría que habría una obligación de que las leyes de lo fundacional siempre se ejecuten y que el destino original siempre sea alcanzado (cfr. 1980, 393-412). A esta idea de destino sin errancia, Derrida propone la de destinerrancia, la que puede ser entendida como «[…] la posibilidad que tiene un gesto de no llegar nunca a su destino, es la condición del movimiento de deseo que, de otro modo, moriría de antemano» (Derrida, 2001b, 42). Sin duda sumergirse en la noción vibrante de destinerrancia nos llevaría por otros senderos que merecerían otra reflexión en relación al migrante, lo que sería materia de exploración en textos porvenir.
Ahora, retomando y tal como lo escribe Derrida en De la gramatología, entendemos al migrante y su relación con la huella como
[…] una vivencia que no está en el mundo ni en «otro mundo», que no es más sonora que luminosa, ni está más en el tiempo que en el espacio, donde las diferencias aparecen entre los elementos o, más bien, los producen, los hacen surgir como tales y constituyen textos, cadenas y sistemas de huellas. Tales cadenas y
2 Derrida sostiene que espíritu y espectro no son lo mismo, sin embargo, hay algo que tienen en común y es, precisamente, lo que no sabemos. No sabríamos si esto en común existe y si se juega en algún tiempo, si remite a una esencia o algún tipo de saber del cual tampoco podemos saber algo (cfr. 1993, 25-26).
sistemas no pueden dibujarse sino en el tejido de esta huella o impronta. La diferencia inaudita entre lo que aparece y el aparecer (entre el «mundo» y lo «vivido») es la condición de todas las otras diferencias, de todas las otras huellas, y ella es ya una huella. (1967, 96)
Asumiendo, al interior del mismo camino despejado por la deconstrucción, otra pista para pensar al migrante y la huella, le hacemos frente a la siguiente frase: «De lo que va es de un cierto paso» (Il y va d’un certain pas) (Derrida, 1996a, 23). ¿Cuál es este cierto paso? Si todo paso implica un andar, y así, el dejar una huella ¿de qué nos habla Derrida en el momento de escribir sobre el cierto paso? Porque no se trataría de un paso en específico, o de cualquier paso, o del paso en el sentido genérico, sino de un cierto paso; uno indeterminado, quizás imposible, fuera de ruta, sin destino a la vista y en el caso de tenerlo, éste no sería más que lo in-destinado. Este cierto paso, que sería lo propio del migrante, nos lleva a la consideración de que no hay frontera que cruzar, límite que atravesar, sino que simplemente va, así, sin considerar el futuro. El paso que no atraviesa fronteras, que se resume en su única e irreductible singularidad es, al mismo tiempo, el paso que no se da pero que, no obstante, siempre se da, siendo todo a la vez, en un solo y gran gesto filosófico al interior de una cartografía infinitamente múltiple.
El único paso es aquel que no se da, y que, sin embargo, en esa imposibilidad de darse, encuentra toda su posibilidad. En este punto es necesario señalar que lo posible no sería lo contrario de lo imposible. Una reflexión sobre estas nociones que implique al mismo tiempo un llamado a la deconstrucción debería, radicalmente, evitar cualquier partición lógica del análisis. En Derrida lo posible y lo imposible parecen decir lo mismo. Habría, entre ellos, un vínculo esencial de realización que exilia toda consideración analítica de los conceptos (cfr. Derrida, 2001b). Así, el paso del migrante es un acontecimiento, es decir lo imposible que se trasluce en lo posible. Si el paso pasa, si ocurre, es en su total incalculabilidad, es imponderable y fuera de cualquier premeditación: «[…] es evidente que, si hay acontecimiento, es necesario que nunca sea predicho, programado, ni siquiera verdaderamente decidido» (Derrida, 2001b, 81).
Entonces la huella también va de un cierto paso, puesto que no hay una primigenia, es decir la llamada archihuella que determine todas las demás y potenciales huellas porvenir. De esta manera, no existiría el paso que marca, que se imprime o archiva en algún lugar-tiempo específico3. La huella, en este sentido, me precede y me procede, se disemina más allá de cualquier evento histórico o puntual. La huella se insiste en el migrante para desactivar la presencia del acto mismo de partir; se insiste para hacerle intuir que jamás dejó huella y que no puede reconocerse más que en la absoluta imponderabilidad del acontecimiento.
Sin embargo, es en un solo y mismo movimiento que el imposible acontecimiento de la huella se muestra como toda la posibilidad que el migrante tiene de desplazarse, incluso después de morir. «Yo puedo morir a cada instante, pero la huella sigue allí» (Derrida, 2002, 22). Puedo extinguirme, perder todo aliento, recuperarme en la nada y no responder al mundo de los vivos, pero la huella me sobre-vive4 y es más allá de la vida misma, aunque para saberlo sea imperativo, justamente, vivir. Decimos entonces que la huella es más allá de la vida y la muerte, y el ser del migrante, o si pudiéramos hablar de una cierta condición metafísica que se le adhiere, no va en este mundo ni en este tiempo, tampoco se calcula
3 La noción de archivo ha tenido un desarrollo muy relevante al interior de la filosofía derridiana, definiéndolo como una violencia creadora y fundadora y, además, como «Una obra que se sobrevive a su operación y a su operador supuestos […] una suerte de independencia o de autonomía archival y quasi maquinal (no digo maquinal, digo quasi maquinal), un poder de repetición, de repetibilidad, de iterabilidad, de substitución serial y protética» (Derrida, 2001c, 11). Nos interesa, en esta perspectiva, la potencial relación entre huella y archivo que, si bien parecieran querer indicar lo mismo, no lo son en sentido estricto. Será materia de futuros trabajos pensar esta tensión.
4 La sobrevida no es resurrección, no se trata de morir para volver a vivir, se trata de permanecer vivos en el corazón de la vida, dejando que la latencia de la muerte, que todo lo acaba, venga cuando el tiempo, definitivamente, se termine. Derrida escribe en relación a esta sobrevida que no es más que la celebración de la vida misma: «… uno mismo se espera (en) la muerte esperándose el uno al otro hasta la edad más avanzada en una vida que, de todos modos, habrá sido tan corta» (Derrida, 1996a, 123). Para profundizar: «Siempre me interesé por esa temática de la sobrevida, en la cual el sentido no se ajusta al vivir o al morir. Es originario: la vida es sobrevida. Sobrevivir en sentido corriente quiere decir continuar viviendo, pero también vivir tras la muerte…» (Derrida, 2006, 23-24).
en ningún futuro que responda a una correlación histórica particular. Partir, dejar huella, es todo y nada a la vez. Una decisión trascendental sin determinación de ningún orden.
Haciendo, lo que consideramos, un necesario paréntesis, nos preguntamos si puede la deconstrucción autorizarnos a escribir sobre el migrante y entenderlo como aquel que nunca dio el paso, el que nunca dejó huella. Frente a esto habría que decir, en primer lugar, que hablar de autoridad podría llevarnos a una contradicción ingenua, porque si algo pretende evitar y si contra algo se enfrenta la deconstrucción, es contra la autoridad misma, la tradición, la herencia como propiedad intransferible, aquello que se fija en certezas organizadas por un cierto logos:
Lo que se llama “deconstrucción” obedece indudablemente a una exigencia analítica, a la vez crítica y analítica. Se trata siempre de deshacer, desedimentar, descomponer, desconstituir los sedimentos, los artefactos, las presuposiciones, las instituciones. Y la insistencia sobre la desligazón, la disyunción o la disociación, el ser ‘out of join’, habría dicho Hamlet, sobre la irreductibilidad de la diferencia. (Derrida, 1996b, 41)
La deconstrucción, entonces, no podría autorizar, porque ella misma es des-autorización y transgresión dinámica, cultural, textual y gramatológica. Una suerte de permanecer (demeure)5 siempre a la contra, no anárquicamente, sino que al interior de una multiplicidad que se despliega y repliega sobre las bases de una dislocación de lo que se ha considerado cierto, de lo que ha monitoreado los significados y los significantes. ¿Puede entonces la palabra migrante –solamente la palabra, lo que indica o lo que le pretende expresar más allá de los contextos políticos, sociales o culturales– habitar en esta dislocación espacio-temporal que es la huella? ¿es el migrante, en este sentido, una contrapalabra?
Podríamos intentar –quizás solo intentar, nunca determinar: la deconstrucción no permitiría puntos finales, categorizaciones o diagnósticos; es una seguidilla interminable de puntos suspensivos que se unen y se diferencian en un espiral aporético para hacer circular lo que jamás podrá ser una conclusión: un concepto– responder a estas cuestiones con la siguiente cita de Derrida, la cual es parte del prólogo del libro de Cristina de Peretti Jacques Derrida. Texto y deconstrucción de 1989, en el que la huella, como imposibilidad de sistematización en torno a un origen, implica que para «pensar esta necesidad, era preciso “presentarla”, presentar lo impresentable dentro de una retórica, incluso dentro de una pedagogía, en cualquier caso dentro de una lengua que claramente pudiera convencer al lector sin traicionar aquello mismo que queda por pensar» (1989, 12-13).
Es inevitable, en esta perspectiva, asumir que el “gesto” deconstructivo no es pensable fuera de una historia determinada. De esta manera y por más que el pensamiento de Jacques Derrida esté siempre al límite de lo concebible (es decir que pareciera no congeniar con articulaciones filosóficas preestablecidas y que, en sí mismo, es un desplazamiento que empuja sin transar hacia la órbita de lo hiperbólico, de lo que está en un constante más allá), también se reconoce la urgencia de hacer de la filosofía algo inteligible. Eso significa, en el caso de la huella, por ejemplo, entregarse a la inconmensurabilidad de lo sin origen, sin principio, sin ruta para ser rastreada en una suerte de pre-historia.
Sin embargo, es solamente porque esta constatación de que lo imposible es posible y de que solo a través de lo imposible intuimos toda posibilidad, es que la filosofía no puede sino ser con lenguaje, aunque pretenda superarlo. El migrante que no deja huella, el que no supera siquiera el primer paso y que entonces está inhabilitado para cruzar cualquier frontera, se organiza en torno a esta huella especulativa
5 Nos referimos a la palabra francesa demeure para dar cuenta de la complejidad adherida a la deconstrucción en esta dirección. Demeure puede entenderse, al mismo tiempo, como una dimensión temporal y espacial, es decir como la demora y como el permanecer. También como espaciamiento y dilación, es decir, en un sentido derridiano, como una suerte de différance. Como bien lo explica Carlos Contreras Guala «La palabra demeure tiene un amplio espectro semántico, esto dificulta la traducción, si es que no la imposibilita. Por una parte, tenemos un sentido relacionado con lo temporal que remite al hecho de demorar, de tardar, es el sentido de la demora, del retraso. Por otra parte, está un sentido que podríamos relacionarlo con la espacialidad y que se refiere al lugar en que se habita, en que se reside, el lugar en que se vive: la morada, el domicilio, el hogar». (2008, 163)
que radicaría en otro lugar, pero, y como de alguna manera ya se ha explicado, es solo porque habita en ese otro lugar que puede dejar marca y responder a un impulso histórico al internalizar la potencia, la urgencia del tener que desplazarse. Para Derrida siempre lo incondicionado orbita lo condicionado, sin que por esto ninguno tenga que evaporarse. A la vuelta de todo análisis, devienen en una sola y misma cosa.
El poder del pensamiento de la huella cobra, de este modo, una importancia enorme. Por una parte, pone en cuestión —tacha— la idea misma de inicio (archia, origen) y de fin (teleología): lógica del proceso por el cual la metafísica cree poder dominar su lenguaje y sus propios límites y cuya quiebra implica que el problema del destino de la filosofía no resulta ya planteable en términos de comienzo sino de clausura. (de Peretti, 1989, 73)
Cobra gran importancia, a nuestro juicio, la idea de poder que transmite Cristina de Peretti en relación al pensamiento de la huella. Este poder radicaría en que la huella propiamente tal tensiona dos cardinalidades o puntos de referencia que han sido propias de la cultura occidental. Nos referimos al principio y al fin, a la partida y la llegada, al arranque y al destino. En esta dirección sabemos, tal como escribía Heidegger, en lo que es más fiel a la tradición a la que referimos, que la muerte es «la posibilidad más propia del Dasein» (2003, 282), es decir, existir no sería nada más que un trayecto con destinación única, sin bifurcaciones, y si hay tiempo es solo porque hay muerte; la muerte como la meta-certeza frente a la cual se estrellan todas las demás certezas posibles. Pues bien, la huella al no tener principio ni fin, parecería ir por arriba de esta impronta heideggeriana tan fundamental para la filosofía, desactivando con su singular no ubicuidad espacio-temporal la determinación del ser-ahí. Tal como lo señala de Peretti, el problema de la filosofía pasa a habitar ya no en la órbita de lo originario, sino de la clausura, y no se podría, al menos desde el pensamiento derridiano de la huella, ser densificado más que al interior de un descentramiento del Dasein; descentramiento respecto de la muerte y el tiempo.
Ahora, brevemente y en un sentido político, nos preguntamos si esta huella, como factor de verdad de la filosofía, la misma que se adhiere al migrante toda vez que se asume como sujeto de paso, de dar el paso
¿desestabiliza también a lo político? Si esto es así deberíamos señalar entonces que el migrante tiene una enorme fuerza deconstructiva, la cual tiende a desestabilizar la idea de pertenencia, a una nación en este caso, tensionando también la noción de ciudadanía e impulsando de esta manera la idea de una democracia que es promesa de hospitalidad e inclusión para todo aquel que quiera llegar a un país del que no es nativo. Tal como lo señala Jean-Luc Nancy: «Nada es más común a los miembros de una comunidad, en principio, que un mito, o un conjunto de mitos. El mito y la comunidad se definen, al menos en parte –pero también tal vez en su totalidad– mutuamente» (Nancy, 1983, 104). Probablemente esta, a nuestro juicio, importante problemática –que también se puede identificar desde la figura del migrante–, abriría igualmente la posibilidad para otro texto en el que se pudiera tratar con mayor precisión la relación entre la figura del migrante y la democracia. Nuestra intención aquí es otra.
Quisiéramos recurrir a esta cita de Rodolphe Gasché que nos propone otra mirada de la huella para pensarla junto al migrante:
La inscripción no significa la relación misma sino que, por el contrario, es la determinación de la constitución posicional de la relación de lo mismo y lo Otro, ya que demuestra que esta relación se refiere a algo que no puede ser planteado –la alteridad de lo Otro– pues la alteridad misma es la base la posibilidad de la auto posición. La inscripción, en este sentido, refiere a la irreductible referencia a lo Otro, anterior a un sujeto ya constituido que presuponga esta referencia (…) esto implica que la relación de la filosofía a sus Otros no puede ser la de la oposición. (1986, 158)
Pareciera que, en una cierta ruta levinasiana, Gasché indica que la huella no tiene relación consigo misma. Si hay algo así como un sentido inherente a la huella propiamente tal, es por fuera de ella, no remitente a origen alguno (como ya se ha dicho), sino que a una suerte de exterioridad que la excede y supera. Este exceso que emerge de la huella misma, es el otro, pero el otro entendido por fuera de toda
espesura temporal o presencial. La huella nos abre al otro, refiere al otro, nos conecta con el otro; y es solo porque habría la posibilidad de lo otro, de un potencial otro, que la huella alcanza algún tipo de significación o repercute como sentido.
La huella como marca, como inscripción o como archivo, impacta en un otro que aún no está constituido, que es sin referencia y el cual no posee cardinalidad alguna. El otro entonces abre a lo infinito, a lo indestinado y a ese tiempo y espacio que no posee ni principio ni fin; el otro que habita en la exterioridad absoluta de la presencia pero que, sin embargo, define todo lo que puede llegar a ser algo. Como sostiene Rocha:
[…] introducir al otro en nuestra identidad es introducir la alteridad en lo idéntico a sí, es poner a lo Otro en el núcleo de lo Mismo, es hacer imposible la identidad de cualquier sujeto (un yo individual o colectivo) consigo mismo, es renunciar a la identidad de sí para pasar a la diferencia consigo. (2010, 173)
La huella entonces es el otro sin más, que se recupera y se inscribe en el otro:
[…] no se trata de una diferencia constituida sino, previa a toda determinación de contenido, del movimiento puro que produce la diferencia. La huella (pura) es la diferencia. No depende de ninguna plenitud sensible, audible o visible, fónica o gráfica. Es, por el contrario, su condición. (Derrida, 1967, 92)
¿Cómo nos conecta todo esto con el migrante y su dar el paso? Creemos que el migrante que da el paso o no da el paso, es en sí mismo, un gesto de infinitud. En su necesidad de partir y en su pulsión por llegar, lo que se querella es lo otro, la incalculabilidad sensible pero no ejecutada de una alteridad siempre y para siempre en espera. La huella y el migrante en este sentido son una sola y misma cosa, es decir el camino incierto y nunca iniciado hacia la radicalidad y desconocida otredad. Aquí radica su fuerza metafísica más allá de la metafísica, su no constitución y su escape de toda indicación temporal o exigencia a ser, a estar, a favorecerse en una historia determinada.
Decimos de esta forma que el migrante es más allá de la migración, dejando huella sin dar el paso y desplazándose sin nunca haber partido porque él mismo es huella de la huella y, por lo tanto, sin origen reconocible. Esto debiera ser una apertura a la justicia y a la hospitalidad incondicional; apertura a un reconocimiento de la figura del migrante contemporáneo como la siempre potencial recepción de la alteridad radical en el centro de todas las consideraciones políticas actuales.
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