Debates


APOCALIPSIS: ¿CATÁSTROFE FINAL,

REVELACIÓN FINAL O CATÁSTROFE FINALMENTE REVELADORA?


Apocalypse: Final Catastrophe,

Final Revelation or Finally Revealing Catastrophe?


Miguel Candel

(Universidad de Barcelona, España)


Resumen

Como no todo el mundo sabe, ‘apocalipsis’ es un término griego que significa simplemente “revelación”. Ahora bien, al haber sido empleado, supuestamente, por el apóstol Juan como título de su alegórica descripción del llamado “fin del mundo”, la palabra en cuestión ha acabado significando precisamente eso: una catástrofe final que acaba con todo el orden existente. En este breve artículo pasamos revista a algunas de las visiones catastrofistas que circulan actualmente sobre el destino de la sociedad humana, visiones alentadas por una crisis multidimensional aparentemente sin salida.


Palabras clave: Apocalipsis | Catástrofe | Crisis | Cultura | Ecología |

Economía.


Abstract

As not everybody knows, ‘Apocalypse’ is a Greek word, whose meaning is just “revelation”. Nonetheless, the fact that John the Apostle apparently did use it as the title of his allegoric description of the “last days”, the word ‘Apocalypse’ got at last the meaning of a final catastrophe putting an end to the existing order of things as a whole. This very short paper passes briefly under review some of the current catastrophic visions about the destiny of human society, visions arising from a multidimensional crisis with no apparent way out.


Keywords: Apocalypse | Catastrophe | Crisis | Culture | Ecology | Economy.

Crisis ecológica


Los partidos llamados “verdes” o “ecologistas” la pusieron de moda allá por los años 70 del siglo XX. No porque antes no existiera, sino porque hasta la célebre crisis del petróleo de 1973 (provocada por la tercera guerra árabe-israelí y la subsiguiente decisión de la OPEP de no suministrar petróleo a los países que habían apoyado a Israel en dicha guerra, especialmente los Estados Unidos), no había conciencia del problema que representaba el inexorable agotamiento de los recursos naturales del planeta. El embargo petrolero de 1973, pues, constituyó una auténtica revelación de que ese problema existía.

A partir de entonces, de manera lenta pero imparable, la población mundial que había vivido en una relativa abundancia (no, por supuesto, los países pobres, que nunca habían conocido otra situación que no fuera la permanente escasez) se fue dando cuenta de que no sólo la vida individual, sino también la de la especie, tenía unos límites insalvables, que una catástrofe final ineluctable nos esperaba como última página de la historia. Lo único a lo que se podía aspirar era retrasar ese final lo más posible: mediante el ahorro de recursos y la optimización de su uso, fundamentalmente.

Claro que eso chocaba con los intereses económicos dominantes, para los que regía algo así como la “ley de la bicicleta”: si te paras o reduces mucho la velocidad, te caes. Es decir, si querías que tu negocio se mantuviera a flote en medio de la competencia general, no tenías más remedio que “crecer” más y más. Y la palabra crecimiento se convirtió en un mantra de signo opuesto al del agotamiento de los recursos. Tesis y antítesis que dieron paso a una engañosa síntesis: crecimiento sostenible. Engañosa, obviamente, porque crecimiento es sinónimo deromper continuamente los límitesanteriormente alcanzados, pero en un marco limitado, como estaba claro que era el planeta. Contradicción flagrante, pues, entre el sustantivo ‘crecimiento’ y el adjetivo ‘sostenible’ (a no ser que se entendiera ‘sostenible’ como una variante de ‘sostenido’, con lo que al crecimiento dejaban de ponérsele límites).

Cuando hoy se habla de que se ha alcanzado y superado el “pico” en la extracción de petróleo (las reservas conocidas son ya claramente inferiores al volumen de petróleo extraído), no se dice otra cosa sino que la principal fuente actual de energía tiene fecha de caducidad y su historia es la crónica de una muerte anunciada. La catástrofe final se perfila al fondo del escenario.

El recurso (no natural) al que recurren los defensores de la expansión constante del negocio es siempre el mismo: “nuevas tecnologías” de poderes taumatúrgicos que, como las manidas “armas secretas” de las que hablaba la propaganda nazi en 1944-1945 para mantener la esperanza en la victoria final de Alemania, son más imaginarias que reales y, en cualquier caso, nunca harán el milagro de que lo limitado pierda sus límites. De manera que la derrota final, no ya de Alemania, sino de la humanidad entera, parece estar cantada.


Crisis económica


La lógica del negocio antes mencionada es la que explica lo que casi todo el mundo entiende hoy cuando se habla de crisis: el desajuste entre las necesidades de la población y la capacidad para satisfacerlas. Claro que capacidad quizá no sea aquí el término más adecuado, a no ser que ensanchemos su significado hasta incluir en él el concepto de voluntad. Porque, claro, ya no se trata, como en el antiguo Egipto, de las sequías o inundaciones provocadas por las oscilaciones extremas del caudal de un río, ni de cualquier otro tipo de catástrofes naturales. Se trata de que la avaricia sin límites de unos cuantos miles impide el uso óptimo de los medios productivos y el reparto adecuado de los

bienes producidos en beneficio de la gran mayoría. Se trata de la pérdida de vista de un hecho evidente y de un cálculo matemático elemental: siempre moverán más el mercado cien rentas de un millón que una renta de cien millones. De manera que la concentración de riqueza en un número cada vez menor de manos, el crecimiento, esta vez, de la desigualdad, tiende inevitablemente a estrangular el consumo y, con él, el conjunto del sistema económico.

El economista francés Thomas Piketty lo ha demostrado de manera convincente en su ya célebre libro El capital en el siglo XXI. Pero no parece que se le haga mucho caso. Y los capitostes de la economía mundial siguen empecinados en forzar a poblaciones enteras a reducir su renta para pagar las deudas contraídas por grandes inversores a los que la codicia llevó a embarcarse en inversiones insensatas. Lo cual revela, una vez más, que lo que puede desarrollarse por sí mismo nunca dejará de hacerlo mientras no se le imponga desde fuera algún límite.

La diferencia entre este tipo de crisis y la anterior es que ésta es potencialmente reversible mientras los recursos mal empleados no se destruyan y puedan así emplearse de manera más útil socialmente. La crisis ecológica, en cambio, no permite la marcha atrás, sólo el aminoramiento de su velocidad.

Sin embargo, la novedad de los últimos tiempos es que, mientras se hacen intentos por frenar la crisis ecológica, apenas nada se hace por revertir las tendencias que han llevado a la crisis económica. Más aún, se insiste en reforzarlas con el peregrino argumento “homeopático” de que el remedio está justamente en la prolongación de la enfermedad…


Crisis cultural


Probablemente es esta última la que está en la raíz de las otras dos. Al menos si entendemos por cultura no únicamente el grado de instrucción y conocimientos de una población, sino también la estructura de las relaciones sociales que organizan su vida.

Pues bien, el más somero análisis de esas relaciones muestra que no cesan de perder densidad, de volverse líquidas y fluctuantes, como ha señalado el sociólogo Zygmunt Bauman (La cultura en el mundo de la modernidad líquida), a cambio de extenderse cada vez más en todas direcciones gracias al desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación.

Fruto de esa pérdida de solidez en las relaciones es la atomización social, el individualismo rampante y la consiguiente incapacidad de los colectivos para hacer frente a los abusos cometidos por grupos particulares, cuyo poder abusivo crece en proporción directa a la impotencia colectiva general.

Se revela así la verdadera cara de la llamada mundialización o globalización: la humanidad convertida en un gran cuerpo fofo, sin apenas esqueleto interno, que se sostiene de mala manera a fuerza de corsés externos impuestos ―¡cómo no!― por la lógica del negocio subyacente a las otras dos crisis. Mientras la familia tradicional se descompone en familias “nucleares” (que a su vez, como si estuvieran hechas de material radiactivo, se “desintegran” con pasmosa facilidad), mientras las grandes empresas dispersan a sus empleados en microempresas supuestamente independientes que forman con la empresa madre interminables cadenas de subcontratación, mientras los servicios públicos se privatizan y los funcionarios vitalicios se convierten en “agentes” temporales, mientras los utensilios que habían servido a varias generaciones dan paso a efímeros chismes de usar y tirar, un gigantesco Leviatán sin rostro se yergue ante la muchedumbre de liliputienses en que se ha ido convirtiendo la deshumanizada humanidad. No necesita gritar para darnos órdenes: nosotros mismos somos su voz, repitiendo como mantras las consignas del momento. Consignas cuya letra cambia de un día para otro. Porque lo que importa no es el texto, sino el contexto en que se dicta.

Y eso precisamente, esa adormecida indiferencia ante millones de pequeñas catástrofes cotidianas, ante la insulsa comedia humana, desprovista de todo clímax dramático justamente porque es un inmenso cúmulo de pequeños dramas, eso precisamente es la revelación del misterio de la vida, la catástrofe final a la que no vamos, sino en la que estamos y que, en realidad, no tiene fin. Una célebre película de Francis Ford Coppola lo expresó hace tiempo (1979) desde su mismo título:Apocalypse Now.