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TOMAR AL ZOMBI EN SERIO:

ESTADO DE NATURALEZA Y PESIMISMO CONTEMPORÁNEO1


Taking the Zombie Seriously:

State of Nature and Contemporary Pessimism


Maxime Coulombe

(Universidad Laval, Canadá)


Resumen

El presente trabajo busca observar las notas distintivas del cine de zombis, y de la imagen del apocalipsis que evoca, que pueden ofrecer a las ciencias sociales una aproximación metafórica que permita esclarecer diferentes aspectos de la sociedad contemporánea. Para ello el trabajo procede siguiendo la propuesta de Georges Balandier sobre la capacidad de la ciencia ficción para proyectar las condiciones actuales hacia futuros lejanos desde los que se pueda generar una perspectiva diferente para pensar nuestro presente.

La imagen de la humanidad devastada, principalmente representada a partir de espacios urbanos deshabitados como las imágenes de Londres en 28 Days Later, será incorporada a un análisis sobre la noción desublimede Kant y la problematización de la pulsión de muerte de Freud. Esto ofrecerá una aproximación al deseo de destrucción del sistema actual y de la coerción que genera sobre los individuos, que encuentra en la ficción de un mundo apocalíptico la sensación de libertad y una ruptura con el estado de pasividad que las instituciones imponen.


Palabras Clave: Cine | Sublime | Zombi | Apocalipsis | Pulsión de muerte.


Abstract

This paper seeks to observe the distinctive traits of the zombies' movies, and the image of apocalypse they evoke, which can offer to social sciences a metaphoric approach allowing to clarify different aspects of contemporary society. In order to do this, the paper follows Georges Balandier's proposal about the capacity of science fiction to project the current conditions into far futures from which one can generate a different perspective to think our present times.

The image of the devastated humanity, namely represented by uninhabited urban spaces as the images of London in28 Days Later, will be incorporated into an analysis of the notion of the sublime following Kant and the problematization of thedeath drivefollowing Freud. This will offer an approach to the desire of destruction of the present system and its coercion on individuals, which find in the fiction of an apocalyptic world, the feeling of freedom and the break with the state of passivity imposed by institutions.

Keywords: Cinema | Sublime | Zombie | Apocalypse | Death Drive.


  1. Traducido del francés por L. E. Misseri, revisión técnica de E. Aldegani.

    El objeto de ficción ofrece también a los espíritus curiosos una palanca para la interpretación, un modo de ponerse a ver el mundo que nos rodea. Y nosotros tenemos necesidad de eso. Nuestra época, incluso tan cerca de nosotros, se nos escapa. Ella está demasiado pegada a cada uno de nuestros gestos, en cada uno de nuestros pensamientos. Georges Balandier evocó bien esta dificultad al hacerla uno de los males mismos de la modernidad:


    La modernidad inquieta y fascina. […]. La crisis que se le ha imputado es desde el principio una crisis de la interpretación, los sistemas teóricos disponibles (los

    «grandes relatos», se dice) son usados o recusados, la retórica modernista FARDE la ignorancia o la incapacidad y contribuye poco a una desencriptación. El avance hacia lo desconocido debe ser aclarado, comienza por un desvío pedido prestado a las disciplinas que pueden contribuir allí2.


    También él propone por su parte diversosdesvíoscapaces de darnos un saliente para pensar nuestra época. Si su elección se detiene en la antropología, capaz de arrancarse del universo contemporáneo para observarlo a partir de una experiencia extranjera, otros caminos son posibles, como aquel de la ficción. Balandier escribió en otro lado a propósito de la ficción emancipadora que ella «proyecta imaginariamente el futuro, […] y proyecta unas formas ya allí, especialmente aquellas salidas de la potencia técnica y de los nuevos poderes, a fin de mostrar los desarrollos y los efectos a venir»3. Se nos hace necesario prolongar este camino y mostrar que la ficción, de modo general, y la imagen, de modo más específico, se revelan capaces de un tal desvío analítico.


    ***


    Si lo real no esta dado, sino está a interpretar, la ficción puede revelarse como un gran alivio. Y esto por dos razones complementarias y contradictorias. En principio porque, como todo objeto, ella está marcada y lleva la impronta de la mano que la ha fabricado; ella nos informa – para continuar la metáfora – sobre esta mano. Al igual que se puede interpretar la psyché de un artista por mirar sus telas, se puede interpretar una cultura, entonces más y más cerca una sociedad, observando el imaginario que ella ha producido. Es bien en esto que se hace el síntoma de esto que taladra la conciencia de nuestra época. La imagen – el cine, el videojuego – no es únicamente una ficción, un divertimento, es también la marca de una época, y en aquella el medio de un análisis. Ciertas imágenes, como ya lo notó Georges Didi-Huberman, tienen « la virtud – quizá la función – de conferir una plasticidad, intensidad o reducción de la intensidad, a las cosas más enfrentadas de la existencia y de la historia4». He aquí por qué al lado de un análisis del zombi como producto típicamente comercial de nuestra época,5, importa también tomarlo como un producto psíquico: así descubrimos algunas de las principales razones de su prodigiosa popularidad actual.

    Y al mismo tiempo, el objeto de ficción – el imaginario, con más razón –, por su naturaleza metafórica, nos puede ayudar a pensar nuestra época, porque está distante. El zombi lo ilustra de maravillas: si es hijo de nuestra cultura, es también una figura extrema y desplazada, y por eso entretenida, graciosa, divertida. El extremo, siendo así distante de nuestra cotidianeidad, chocante con nuestro imaginario, incluso nuestra sociedad, se

  2. Georges Balandier, Le Détour : pouvoir et modernité, Paris, Fayard, 1985, p. 15. 3Ibid. p. 15-16.

  1. Georges Didi-Huberman, L’Image survivante : histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, Paris, Éditions de Minuit, 2002, p. 183.

  2. Habrá que hacer un estudio del zombi en términos de la industria cultural según Adorno, véase The Culture Industry: Selected Essays on Mass Culture, Londres, Routledge, 2001.

ofrece en por lo tanto como un desvío para observarla.

Es necesario pensar que las lógicas de nuestra cultura no están ocultas en un rincón secreto del mundo que una investigación neutra y específica, arqueológica – la imagen foucaultiana marcó un hito – llegaría a descubrir. Más bien al contrario, en las ciencias del hombre, la verdad se elabora en el mismo gesto de investigación y no es anterior a él. El conocimiento sobre una sociedad dada no tiene una medida limitada, como un bloque masivo oculto tras las apariencias. Ella no puede ser alcanzada, tampoco, de una vez por todas. El conocimiento es el hecho de un proceso de estudio, de investigación, parcial y mil veces remitido sobre la profesión. En esto, es necesario más bien pensar de una manera ciertamente singular, pero prodigiosamente fecunda para aprehender este real, que se mantiene al choque de hipótesis singulares. A falta de una luz igual y cruda que devolviese todas las asperezas de lo real, sus límites y su organización general – el fantasma de la teoría perfecta –, necesitamos golpearla con hipótesis modestas pero capaces, como tantas chispas, de iluminar, al menos por un instante.

El zombi es una de estas singulares hipótesis. Permite por la extrañeza de su forma, por la distancia que parece conservar en lo real, de poner en valor algunos de sus aspectos. Lógica del desvío y del exotismo la ruptura se ofrece como palanca al pensamiento. Nos interesamos en un aspecto cada vez más central del cine de zombis que es necesario confrontar con nuestra época para intentar de entender su retorno, su omnipresencia hoy: el Apocalipsis.


***


Las escenas de Londres desierta, presentadas en 28 Days Later (Boyle, 2002) son de aquí en adelante célebres. Jim, el personaje principal, emerge de un coma de 28 días. Se despierta en un hospital que deja para encontrarse en las calles de una Londres despoblada. Aquí, un autobús volcado evoca algún accidente, allí el dinero de a montones en el medio de trapos, al sol, supone alguna partida precipitada, pero la causa de esto permanece invisible. Todo pasa como si la población, los hombres, hubieran partido. Jim, azorado, la boca abierta, raquítico, intenta organizar lo que ve. No podrá más que gritar, en los cruces de las calles, unos «Hello!?», esperando llamar la atención, provocar una reacción. Lo veremos atravesar el puente de Westminster, próximo al majestuoso Parlamento británico: sin un alma que viva. Lo mismo la London Eye, la Gran rueda de Londres, está detenida. Tanto el silencio como el vacío alimentan el malestar. Jim, como el viajero de las pinturas de Caspar David Friedrich, encarna la mirada del espectador y le permite identificarse en sus reacciones.

No sólo para Jim estas imágenes son chocantes: incluso para el espectador hastiado, son preocupantes. Ordinariamente caótico por su movimiento, Londres se calla. Los únicos sonidos provienen de las aves, de las gaviotas y palomas que se han reapropiado de la ciudad, y de los pasos arrastrados de Jim.

Desde el romanticismo, ruina y sublime son partes ligadas. Lo sublime de las ruinas románticas es melancólico, porque está fundado sobre la distancia irremediable que separa al viajero de las civilizaciones que construyeron estos monumentos ahora en ruina. Lo sublime tiene aquí la fuerza de los tiempos, trabajando todo, en la distancia que separa al espectador del momento de la construcción de los edificios, al sentimiento de jamás haber estado separado de sugrandeza. La imaginación, para emplear el vocabulario kantiano, tropieza al tomar la medida de tal grandeza y de aquello que fue así perdido. Este sublime es un asunto de duración y de totalidad desaparecida; es melancólico, porque está fundado sobre la idea, para el paseante romántico, que al regresar a la época de estos edificios, este último encuentra, en fin, el objeto de su deseo, aquella falta que lo entristece. La melancolía es trabajada por el fantasma de una totalidad perdida.

Es necesario admitir que, las ruinas de la ciudad post-apocalíptica, si son capaces de evocar un sentimiento de lo sublime, no son seguramente románticas. El interés, aquí, no está ni en el tiempo, ni en la totalidad perdida. La civilización que fue capaz de construir estos rascacielos y estas calles anchas e inmensas no nos fascina, porque se trata de la nuestra, y entonces… no estamos particularmente orgullosos de ella. Su sublime tiene a bien otra cosa.

Para comprenderlo, necesitamos regresar, un instante, a Kant.


***


El primero de noviembre de 1755, a las 9:40 de la mañana, un sismo de una magnitud estimada entre 8,3 y 8,5 sobre la escala de Richter se lleva entre 50.000 y 100.000 habitantes de Lisboa y deja la ciudad en ruinas. Kant, entonces un joven, estuvo completamente fascinado por el evento. Kant publica incluso, al año siguiente, una obra titulada Historia y descripción del terremoto del año 1755 y consideraciones sobre los terremotos observados desde algún tiempo (1756) en la cual intenta explica los sismos por la presencia de cavernas subterráneas llenas de gases calientes.

Separado del sismo por miles de kilómetros, Kant intenta, en sus años de juventud, de cernirlo científicamente, pero ahora se sabe que había tenido sobre el filósofo un efecto más bien profundo y determinante. Kant regresó a ese tema años más tarde y en una de sus obras más centrales.

En 1790, en La crítica del juicio, Kant formula su famoso concepto de lo sublime. Los años pasados borraron del texto las referencias directas al terremoto. Sin embargo, en la lectura, parece difícil no hacer de este drama el paradigma de lo sublime. Para Kant, lo sublime se mantiene en este momento donde la imaginación, incapaz de dar cuenta de la amplitud de un evento, es excedida. Emerge entonces un sentimiento de vértigo, de estupor. Un escalofrío. El placer negativo que sabe suscitar mantiene al sentimiento de estar confrontado a un fenómeno que excede toda medida y que provoca, en esto, desorden y confusión. Lo sublime violenta a la imaginación, que esto sea por un movimiento demasiado grande (lo que Kant llamó lo sublime dinámico) como en el caso de «nubes tormentosas se acumulan en el cielo», o de «huracanes sembrando la desolación 6», o por la medida de un fenómeno o de un objeto (lo sublime matemático), por ejemplo «el tamaño de las Pirámides» o el interior de «la basílica de San Pedro en Roma7». El ataque zombi regresa a ambos: la medida de la ciudad vacía y la fuerza de impresión de la fuerza que ha causado esto.

El sentimiento de lo sublime consiste en una reacción del cuerpo y del espíritu, una reacción que, naciendo en el espíritu y en su fracaso de medir el fenómeno que tiene ante sus ojos, da la fiebre. Se convendrá rápidamente que es una primera condición, esencial, para experimentar lo sublime: sentirse a salvo. Kant lo recordó:


Aquél que tiene miedo no puede hacer ningún juicio sobre lo sublime de la naturaleza […]. Huirá del espectáculo de un objeto que le inspira terror, y es imposible de hallar satisfacción en un terror realmente sentido8.


6Ibid., p. 203.

7Ibid., p. 192.

8Ibid., p. 203. Kant señaló en otra parte: «El saliente audaz de las rocas amenazantes, unas nubes tormentosas se acumulen el cielo y avanzan seguidas de relámpagos y de estruendos, unos volcanes en toda su violencia destructora, unos huracanes sembrando la desolación, el océano sin límites elevado en tempestad, la caída vertiginosa de un poderoso río, etc., reducen nuestra facultad de resistencia a una pequeñez insignificante comparada con su fuerza. Pero su espectáculo deviene más atractivo cuanto más aterrador, con la sola condición de que estemos a salvo […]» (p. 203).

¿Qué placer hay en observar la belleza de las llamas, si uno se encuentra en el medio de la hoguera? ¿Qué alegría ofrece la inmensidad del mar, si uno es perseguido por tiburones? No hay sublime sino cuando se está en una posición de observación.

Pero sobre todo… hay una segunda condición, también absolutamente esencial: no hay vértigo de lo sublime, de los escalofríos, que si este vértigo y estos escalofríos toman sentido y llegan a fortalecer una cierta visión del mundo. Es en virtud de un cierto romanticismo que el mar infinito nos encanta, es en virtud de una admiración por las formas de la naturaleza que las altas cimas nos agitan. El marino no está perpetuamente en el proceso de experimentar un sentimiento de lo sublime en el mar, el sherpa no encuentra quizá para nada sublime las nieves eternas del Everest. Kant escribe:


No se puede calificar de sublime al vasto océano levantado por tempestades. Su vista es odiosa, y, si ella debe conducir al espíritu a un sentimiento mismo sublime, es necesario que ya tenga en el espíritu unas ideas dado que éste debe ser incitado a dejar la sensibilidad para ocuparse de ideas cuya finalidad es superior9.


Lo inmensamente grande o la fuerza de la naturaleza no pueden hacerse sublimes más que en lo que esta grandeza o esta fuerza entran en resonancia con una cierta idea poseída por el sujeto.

En el sistema de pensamiento kantiano, lo sublime se mantiene, de manera un poco abstracta, en la alegría de realizar la potencia de la razón humana, su infinita capacidad de pensar lo real. Lo mismo tomando alguna distancia en relación al rol central que Kant le hace jugar a la razón y lo mismo en una perspectiva atea, la definición y la lógica de lo sublime kantiano tal como permanecen no se las puede validar más: lo sublime implica enlazar el estupor a un orden más grande y en el que puede tomar sentido. Recordemos: al final de una ascensión a una montaña, la inmensidad del mundo a nuestros pies nos mueve a alimentar una concepción del mundo donde ella tiene sentido, al menos mínimamente.

En esto, la destrucción de la civilización humana no es sublime más que porque ella sugiere una idea a menudoinarticuladaen el pensamiento, peroarticulada en nuestra época. Es en este fantasma paradójico que ahora se nos hace necesario dar vida.


***


Es necesario mirar a los niños realizarlo: rompemos voluntariamente una cosa por curiosidad o por frustración. Los filmes de zombis se sitúan precisamente en el cruce de estas dos fuentes, de estas dos voluntades. Dan vida a un miedo que se cierne en los medios de comunicación: el mundo está agonizando, nosotros somos los responsables de ello, los culpables.

El fin está próximo. No sólo alguna lectura incómoda del calendario maya anuncia el fin de los tiempos para 2012, sino más profundamente todavía no se cuentan más los discursos apocalípticos que se han establecido en la cultura occidental. Este sentimiento impulsa tanto los grandes dramas del siglo XX como el sentimiento, de parte del sujeto, de impotencia frente a las lógicas capitalistas que dominan y destruyen progresivamente el medio ambiente.

Esta inquietud y este pesimismo terminan por interferir en las temporalidades y nos dejan la impresión no solamente de que será demasiado tarde para corregir el tiro, sino que ya estaríamos en un tiempo post-apocalíptico: viviríamos en el medio de las ruinas de la civilización occidental, esperaríamos que el viento se lleve sus cenizas. De donde este sentimiento, gana progresivamente las conciencias y los medios de comunicación de un regreso al estado de naturaleza que restituye el necesario egoísmo, recentramiento sobre sí


9Ibid., p. 183.

y simple supervivencia. Este discurso, probablemente extremo y derrotista, se pega sin embargo perfectamente a la situación en la que los medios de comunicación no cesan de machacar. Es este estado de supervivencia precaria – pastiche de nuestra propia época – en el que los zombis vienen a destruir nuestra más grande alegría.

En el cine de zombis, los supervivientes, en el día de la epidemia, temen, tiemblan y se defienden de todo, de vivos y muertos. El tejido social se rompe, el dinero mismo pierde todo valor. La agricultura se detiene, las centrales eléctricas son abandonadas, sólo algunas radios emiten aún. Pero, ¿podemos confiar en los mensajes que transmiten? ¿Y si se trata de una trampa, buscando privar a los ingenuos de su comida, de sus armas y de sus medicamentos? El aprovisionamiento en esencia está desde hace mucho tiempo seco, las estaciones de servicio están en su mayor parte vacías. Se verán colonias de autos inmóviles, únicas huellas de estos sujetos que habían intentado dejar las ciudades.

Todo desconocido es un enemigo potencial, todo amigo un muerto-vivo en potencia. No quedan más que los miembros de su familia a los cuales mantener. Lo mismo un marido podrá bien, en caso de peligro, abandonar a su mujer. Sólo los vínculos de sangre permanecen, como fundados más allá de toda razón, como único vínculo afectivo, como refugio. Estas relaciones de sangre serán el verdadero lugar del compromiso, del riesgo. Uno se pude poner en peligro para salvar a un miembro de su familia, raramente por alguien más. De todos modos, las intenciones de los otros son siempre sombrías. Los gestos desinteresados parecerán indecentes. La donación, en un clima de penuria, parece un sacrificio, una forma de masoquismo. El gesto de un trastornado. Y más vale conservar cerca de sí todo lo que pueda tener valor: los protagonistas parecen como extraños sin hogar.

Mirando bien esto, el cine de zombis no hace más que poner en escena esta supervivencia precaria, muestra la aniquilación. El filme comienza o se despliega en un estado de naturaleza: pensemos en las escenas clásicas de Night of the Living Deadcuando los protagonistas se han atrincherado en una casa, aquellas de Dawn of the Dead donde algunos sobrevivientes se han atrincherado en el centro comercial, y casi todo el filme 28 Days Later. En todos estos casos, estos filmes ponen en escena una comunidad humana minada por reflejos de supervivencia: The Road, el más célebre de los filmes de zombis, es probablemente el más representativo de esta filiación. Toda la trama del filme está fundida sobre la interrogación del personaje principal: ¿si hemos arribado al fin de los tiempos, si estamos de regreso en el estado de naturaleza, por qué vivir aún? Los ataques de zombis, incluso de otros sobrevivientes, van irremediablemente a desestabilizar este equilibrio precario, y a llevar a la resolución de la historia.

Esta aniquilación nos desahoga al mostrarnos una salida fuera de una condición deprimente, figurada metafóricamente, pero tan evocadora. Nos desahoga al hacerse eco de nuestras propias inquietudes, nuestras propias olas de pesimismo y nuestro propio sentimiento de culpabilidad. La civilización destruida en la pantalla, por una horda de muertos-vivos, recuerda a este planeta moribundo que evocan un número de discursos ambientalistas o aún este planeta sobrepoblado que no sabrá alimentar a todas estas bocas. Los filmes de zombis ponen en escena el fin del mundo con el que nos amenazan los medios de comunicación, ellos ilustran el precipio al borde al cual llegaremos. Y la caída.

Cosa sorprendente, esta caída figurada nos alivia. Por un lado, ella evoca una punición percibida como merecida – los medios la sermonean. Pero al mismo tiempo, deseando esta punición que es amenazada, el hombre retoma un cierto control de su destino. Podría ser para asistir a su pérdida. Esta lógica tiene un nombre: el pesimismo.

El pesimismo no es más que otra palabra para la impotencia, y no podemos quedarnos mucho tiempo en la impotencia sin intentar escaparnos. Frente a una impotencia irremediable, buscamos tomar una postura simbólica que nos de nuevamente alguna influencia, aunque no sea más que de modo sacrificial. Extraña criatura el hombre

para que la realidad tenga menos importancia que el poder que el cree tener sobre ella. El sujeto enfermo se dirá que otros están peores que él10 ; este cuyo objeto de deseo se le escape tenderá a convencerse de que en el fondo, no lo quería. Otros, finalmente, cuando las otras soluciones habrán fallado, recurrirán a medios más preocupantes.

Freud formuló la hipótesis de que más allá del principio de placer, existe una pulsión de muerte. Esta aspiraba a traer de regreso al sujeto a un estado primero de indistinción. Sigmund Freud señaló:


Creemos que [el principio del placer] es provocado cada vez por una tensión displacentera y que toma una dirección tal que su resultado final coincide con una disminución de esta tensión […]11


La pulsión de muerte, más allá del principio del placer, lleva la lógica de este último a su punto de colapso: la muerte es el alivio último de toda tensión.

A menudo se ha interpretado ingenuamente este concepto al ver en él esencialmente un modo, para el sujeto, de desear su propia muerte. Y sin embargo, con tal lectura resulta difícil tomar el mismo texto de Freud: en efecto ¿cómo entender la repetición del sujeto sometido a un shock post-traumático a partir de esta definición de la pulsión de muerte?

¿Cómo comprender que Freud se refirió a un juego de niños para explicar estas imágenes repetitivas y obsesivas del sujeto traumatizado?

El nieto de Freud, dejado solo tras la partida de su madre, lanza una bobina de hilo a lo lejos, luego la trae de vuelta hacia él. De golpe, la madre ausente se ve simbolizada por una simple bobina de hilo: su partida y su regreso son así representadas por el niño, de repente director de escena. Él se ha inventado un medio de representar esta situación difícil, pero también ha hecho más: se ha dado los medios de recuperar el control, aunque más no fuera simbólicamente, de una situación dolorosa. Freud señaló: «Él era pasivo, gracias al evento; pero he aquí que al repetirlo, también desplazando lo que sea, como juego, él asume un rol activo12 ». Concluye de modo más general:


Llegando entonces a preguntarnos si el impulso a elaborar psíquicamente una experiencia impresionante y a asegurar plenamente su conservación sobre ella puede bien manifestarse de modo primario e independientemente del principio del placer13.


La pulsión de muerte, y la anorexia, como todo sujeto víctima de un shock post-traumático nos lo muestra, no implica la muerte, sino más simplemente un enfado del espíritu yendo hacia atrás de todo placer, incluso de toda voluntad de salvaguarda. La pulsión de muerte es llevada por la voluntad de encontrar, tal vez sobre un espacio ínfimo, un sentimiento de dominio, incluso de omnipotencia. En estos momentos, un obsesivo nos lo diría, esta voluntad de control entonces se pone por encima de todo el resto, ella aplasta todos los deseos, todo equilibrio.

La cultura, a su manera, es también cambiada por tal lógica y ofrece cada vez más medios paradójicos de intentar volver a hacer pie en esta época turbia donde se la buscaba hace tiempo en los caminos trillados. El sentimiento sublime ya nos había puesto sobre la pista de una voluntad, de un sueño de destrucción que nos parece como una resolución a las angustias del sujeto contemporáneo y al pesimismo mediático.

Dicho de otro modo, una parte de nosotros desea esta destrucción de la humanidad como un modo – metafórico – de recuperar el control sobre un fenómeno que nos es, en

  1. Ver sobre este tema el interesante estudio de Oliver James, Britain on the Couch : How keeping up with the Joneses has depressed us since 1950, Londres, Vermillon, 2010, p. 82-125.

  2. Sigmund Freud, «Au-delà du principe de plaisir», p. 49. 12Ibid., p. 60.

13Ibid., p. 61.

general, impuesto. El sueño del apocalipsis funciona como una pulsión de muerte no simplemente, implicando una destrucción de la humanidad, sino permitiendo desprenderse de una pasividad – social, política, etc. – impuesta. El fin de la humanidad sería nuestra revancha, no seríamos más la víctima, porque nosotros lo habríamos soñado, deseado, al menos imaginariamente. De golpe, esto nos podría desahogar: el filme del apocalipsis nos permite ver este fantasma. La ficción, allí, permite unarevancha imaginaria.