https://doi.org/10.34024/prometeica.2024.29.15913

 


LA SOCIEDAD ENFERMA


THE SICK SOCIETY


A SOCIEDADE DOENTE


Francisco Guzmán Marín

(Universidad Pedagógica Nacional, Mayotte)

crowthelastone@gmail.com

Recibido: 15/11/2023
Aprobado: 23/02/2024

 

“Puede llamarse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad…, contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se dirige directa y singularmente a él. Contemporáneo es aquel que recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.”


Giorgio Agamben (2011)


RESUMEN

La morbidez es el rasgo propio de la postmodernidad. La liberal y vanguardista sociedad postmoderna es una entidad enferma; mental, emocional, física y ambientalmente patológica. Paradójicamente, en la época que más se pondera, reclama, promueve y comercializa la felicidad en cuanto destino humano, los trastornos emocionales del padecer y el sufrimiento se han convertido en el habitus propio de la vida contemporánea; donde el acontecer social se resuelve en la patológica dialéctica de monstruos victimarios y víctimas ofendidas. Parafraseando a Galeano (De la Cruz, 2012), bien es posible sentenciar: »La neutralidad es imposible, somos monstruos o víctimas«.

Palabras clave: sociedad enferma. tribus bio-ideológicas. monstruos. victimismo. sociedad enojada.


ABSTRACT

Morbidity is the characteristic feature of postmodernity. The liberal and avant-garde postmodern society is a sick entity; mentally, emotionally, physically, and environmentally pathological. Paradoxically, at a time when happiness is most pondered, claimed, promoted and marketed as a human destiny, the emotional disorders of suffering and suffering have become the very habitus of contemporary life, where social events are resolved in the pathological dialectic of victimizing monsters and offended victims. Paraphrasing Galeano (De la Cruz, 2012), it is possible to sentence: »Neutrality is impossible, we are monsters or victims«.

Keywords: sick society. bio-ideological tribes. monsters. victimism. angry society.

RESUMO

A morbidade é a característica da pós-modernidade. A sociedade pós-moderna liberal e vanguardista é uma entidade doente; mental, emocional, física e ambientalmente patológico. Paradoxalmente, na época em que a felicidade como destino humano é mais considerada, exigida, promovida e comercializada, os distúrbios emocionais do sofrimento e do sofrimento tornaram-se o habitus da vida contemporânea; onde os acontecimentos sociais se resolvem na dialética patológica de monstros vitimizadores e vítimas ofendidas. Parafraseando Galeano (De la Cruz, 2012), é possível dizer: »A neutralidade é impossível, somos monstros ou vítimas«.

Palavras-chave: sociedade doente. tribos bioideológicas. monstros. vitimismo. sociedade irritada.


Problematización General

La morbidez es el rasgo propio de la postmodernidad. La liberal y vanguardista sociedad postmoderna es una entidad enferma; mental, emocional, física y ambientalmente patológica. Y no se trata de una simple metáfora socio-política para legitimar »el acceso a la regencia del sistema de dominio, su conservación y los objetivos históricos que se promueven desde tal emplazamiento«, parafraseando las reflexiones de Delich (1983), a propósito de las estrategias oficiales de redisciplinamiento social del gobierno argentino de la década de los años 70, en el siglo XX, sino, por el contrario, como el verdadero diagnóstico del estado crítico que guarda el ethos mismo de la desencantada vida contemporánea. El enfermizo trastorno infecta todos los órdenes de la existencia socioambiental en el siglo XXI, sin que se pretenda superar o sanar las diferentes afecciones históricas, antes bien, las múltiples fijaciones, trastornos, desviaciones, perturbaciones, etc., de todo tipo, son retroalimentadas, reforzadas y ensalzadas por las estrategias de lo “políticamente correcto” y las dinámicas públicas de la sociedad interconectada.

Los agraviados por el pasado atribuyen el malestar a las taras del desarrollo socio-civilizatorio: el heteropatriarcado, la conquista, la colonización, el esclavismo, la globalización, el neoliberalismo, etc., en función de lo cual pretenden refundar la historia humana, a golpe de la destrucción alegórica y física de las estructuras sociales y los símbolos tradicionales. En cuanto que los ofendidos por el prevaleciente “desorden social”, imputan las afecciones a los excesos derivados de la “progresista lucha” de aquellos: la pérdida de los valores socio-civilizatorios, la liberalidad moral, las amenazas contra la vida, el exceso de democracia y el debilitamiento de las instituciones históricas, entre otros; de ahí que demanden la instauración de un “poder fuerte” que contenga la preocupante degeneración de la sociedad actual. Por su parte, los desencantados críticos del presente acusan los trastornos generales a las propiedades económico-culturales que definen al postmoderno estrato contemporáneo, esto es: el hedonismo ortopédico, el consumismo anestésico, la explotación intensiva y la depredación de los recursos naturales, por mencionar sólo algunos de los factores más importantes al respecto. Y entre el agravio, la ofensa y el desencanto se constituye un ambiente enfermo que no sólo atenta contra los logros de la civilización occidental, sino que pone en riesgo la vida entera en el planeta.

Y aún antes de que las conquistas socio-culturales de la civilización occidental se expandan y arraiguen en el seno de todos los sistemas sociales del siglo XXI, tales como: el Estado de Derecho, la democracia, la libertad de pensamiento y expresión, la tolerancia ideológico-religiosa, el reconocimiento jurídico- político de la sociedad plural e intercultural, la industrialización, etc., merced a la acelerada velocidad de los tecnológicos dispositivos de transportación y comunicación de la aldea global, las afecciones biológicas y mentales rápidamente se convierten en pandemias o endemias mundiales; difíciles de controlar, imposibles de refrenar. Así, en la progresión del efecto mariposa, un nuevo virus es identificado en Wuhan, China, y bien pronto miles de muertos se convierten en morbosa estadística por el mundo entero, la paranoia se apodera de los gobiernos que apenas si atinan a dictar absurdas medidas de contención sanitaria, mientras las redes sociales desbordan de neuróticas imputaciones, teorías conspiracionistas y fake news, conformando una intrincada trama donde resulta demasiado complicado

distinguir la verdad de las ficciones, los hechos de la mitología hermenéutica, las alternativas de las reiteraciones históricas. Lo mismo sucede con los virus emocionales, apenas una hipersensibilidad de la corrección política se siente ofendida, en cualquier rincón del mundo, y de inmediato arden las indignadas redes sociales, con “expertas” opiniones de toda índole y en distintos niveles de descrédito.

El propio conocimiento racional que pretende ser el eje nuclear del devenir del proyecto socio- civilizatorio de Occidente, en cuanto paradigma del progreso histórico humano, también se encuentra infectado del incierto virus de la opinión común extendida. Sin embargo, no se trata de la δόξα (doxa), la “opinión verdadera”, conjetura fenoménica, factible antesala social de la ἐπιστήμη (epistḗmē), que reconoce Platón (1987, 1988a/b), sino, por el contrario, de la denominada postverdad que emana de la supremacía del discurso emocional, con la consecuente relativización de la veracidad y la banalización de la objetividad de los datos empíricos, según advierte Zarzalejos (2017). Aunque tampoco se refiere al viejo arte de la mentira política, la milenaria práctica de la clase dominante de hacer creer al pueblo falsedades saludables, a fin de tornarlo gobernable, como pretende Woldenberg (2020), más bien denota el desencantado debilitamiento de la razón, la verdad, el conocimiento y los hechos testables, en tanto facultad rectora del comportamiento humano, valor definitorio de las interacciones sociales, comprensión privilegiada del acontecer mundano y sustento esencial de las determinaciones político- económicas y jurídico-cognitivas, respectivamente.

No, la postverdad no representa una nueva forma de moda para etiquetar el antiguo arte de la mentira, como suponen Woldenberg (2020) y Berckemeyer (2017), puesto que, en sentido estricto, no se trata de ocultar, deformar o falsear la verdad en sí misma, sino más bien del predominio de la charlatanería (bullshit) generalizada, como fundamento de las decisiones y actuaciones sociales, donde la veracidad de los planteamientos tiene un carácter marginal, cuando no ocioso, frente al argumento emocional a que apela, invoca o declara, siguiendo las reflexiones de Frankfurt (2006). El que miente conoce la verdad, o al menos la intuye, por eso la tergiversa; pero, el charlatán que deriva en la disposición del opinólogo, funda su opinión en el convencimiento de su emoción y demanda la acrítica adhesión de quienes comulgan con el mismo convencido estado emocional, menospreciando la evidencia de los hechos y el valor concluyente de la veracidad.

Así, pues, en la banal era de la postverdad, la democrática sociedad del conocimiento que prometía disponer los saberes construidos por el pensamiento científico-disciplinario, al alcance de toda la población del mundo, ha devenido en la frívola sociedad de la opinión, como le denomina Carrillo Hernández (2019), infectada por el virus del algoritmo de la opinología. Las redes sociales y los propios medios masivos de comunicación son impulsados por la fuerza del algoritmo de la opinión viral, embozada de información; bajo cuya expansiva resonancia pública, suele traducirse en un factor emergente de decisiva influencia sociopolítica. El desarrollo de las TIC, más que contribuir al proceso de racionalización social, previsto por Weber (2004), con el predominio de las legioni di imbecilli, siguiendo las reflexiones de Eco (Nicoletti, 2015), han posibilitado la conformación del ecosistema digital, para la manifestación abierta y permanente de las emociones vehiculadas en la forma de la opinión. En la lógica de la postverdad, el conocimiento es equiparado con la opinión y el opinólogo — en cualquiera de sus modos de representación mediática: influencer, blogger, socialité, celebrity, comentarista, creador de contenido, etc.—, alcanza el mismo nivel que el científico, el docto y el erudito, entre otros.

El proceso del establecimiento del yo emocional como asunto público, en cuanto expresión sustantiva del despliegue de la personalidad y de la subjetividad libre, que trajo consigo el arraigo y expansión de la sociedad interconectada, a través de las redes sociales, en emergente convergencia con la manifiesta ausencia de capacidades para el análisis lógico, la insuficiente preparación en la construcción de argumentos formales y el escaso hábito de agenciarse de información pertinente con el recurso de los textos, en la gran mayoría de las legioni participantes de la Webósfera, propicia el que los opinólogos se atrincheren en la única posición que pueden sentir en tanto propia, esto es: su volátil emoción antes las cosas. En virtud de lo cual, sustituyen la reflexión racional por el denominado razonamiento emocional, es decir, la interpretación veritativa de los hechos de la realidad, mediante el patológico filtro de las

emociones que provocan; percibiendo, en consecuencia, »la racionalidad y la objetividad, impuestas por el dominio estructural, como una suerte de coacción, obstáculo y/o contención de la libertad de las subjetividades«. Así, entonces, la dictadura de la emoción que representa el fundamento de la opinión en red, constituye el régimen de la construcción social de saberes en la época de la postverdad y la locura colectiva, partiendo de los planteamientos de Hughes (2005), Illouz (2007), Han (2014), Murray (2020) y Kaiser (s/f).

El lenguaje tampoco escapa a la infección del virus de las opiniones lastradas de emociones sociales. En la actualidad, atrapado entre las presiones sociales del discurso políticamente correcto, la defensa de la propiedad “asexual”, “neutral” y “aséptica” del sistema léxico-sintáctico-gramatical que sostienen los especialistas de la lengua1 y la demanda de “sanear” la estructura lingüística de su tradicional carácter “sexista”, “patriarcal” y “machista” que plantean los activistas del lenguaje inclusivo, parece perder la economía enunciativa, la claridad comunicativa, el patrón fónico y el equilibrio semántico, entre otros rasgos, para irse convirtiendo en un auténtico galimatías, jerigonza, o jerga, como ya advierte Martínez García (Salas, 2009), donde el sentido esencial del mensaje transmitido es desplazado hacia una posición subsidiaria, marginal o secundaria. Resulta más importante, ahora, la identificación emocional con las presuntas formas “incluyentes” del enunciar, que los contenidos efectivos de la información comunicada. Entre otras múltiples condicionantes, el asunto ya no sólo radica en la legítima visibilización discursiva de la mujer, como reclaman los colectivos feministas, por el contrario, también se exige que el lenguaje trascienda este discriminatorio binarismo de género, con el objeto de satisfacer las necesidades del reconocimiento socio-jurídico de la amplia diversidad de identidades de género y orientación sexual, constitutivas de la comunidad LGBTTTIQ. Cierto, las grandes revoluciones históricas comienzan siempre con una profunda reforma del lenguaje, de acuerdo con Octavio Paz (2006), sin embargo, el emergente trueque de una vocal por la @, x, e o la dualidad a/o, no renueva o corrige la lengua, ni menos aún, revoluciona las prácticas sociales; tan sólo entusiasma egos lastimados, aunque tampoco los sana.

La sintomatología de la enfermedad socio-ambiental que padece el actual estrato histórico, es tan diversa como emociones sociales y desequilibrios de la biosfera ha generado el desencantamiento del mundo, previsto por Weber (1999), a efecto de la explotación intensiva de los recursos naturales, la instauración global del capitalismo salvaje, el desbordamiento de los principios democráticos de la esfera política hacia el resto de las prácticas culturales, la emergente propagación de las bio-ideologías, el incumplimiento de las utopías del proyecto socio-civilizatorio de la modernidad y la creciente disfuncionalidad de las instituciones tradicionales, entre otros fenómenos. Así, la camaleónica sociedad postmoderna asume las distintas disposiciones que le plantean sus inestables estados de ánimo, de donde se deriva: la infancia estresada (González y García, 1995), la adolescencia deprimida (OMS, 2021), las juventudes insatisfechas (Paz, 1968), el movimiento de los indignados (Klein, 2012), la sociedad del cansancio (Han, 2012), las sociedades enojadas (Resina, 2020; o el encabronamiento social, en el contundente lenguaje de Julio Hernández, autor de la columna Astillero [Rosiles, 2017]), la sociedad del miedo (Bude, 2017; Sánchez Barrilao, 2020) y la sociedad infantilizada (Llamazares, 2010), sólo por señalar algunas de las formaciones sociales más destacadas al respecto. Derruidas las alternativas socio-históricas con el estrepitoso derrumbe del Muro de Berlín y el emplazamiento del mundo unipolar, parece que la única posibilidad de las configuraciones sociales, sean la expresión de sus variables emociones. Paradójicamente, en la época que más se pondera, reclama, promueve y comercializa la felicidad en cuanto destino humano, los trastornos emocionales del padecer y el sufrimiento se han convertido en el habitus propio de la vida contemporánea; donde el acontecer social se resuelve en la patológica dialéctica de monstruos victimarios y víctimas ofendidas. Parafraseando a Galeano (De la Cruz, 2012), bien es posible sentenciar: »La neutralidad es imposible, somos monstruos o víctimas«.


1 Tales como Álvaro García Meseguer (2001), José Antonio Martínez García (Salas, 2009), Ignacio Bosque (2012), Concepción Company (Álvarez, 2018 y Mendoza, 2019) y la propia Real Academia Española (RAE, 2020), entre otros. “Las lenguas naturales son en sí mismas mecanismos asépticos”, según declara la RAE respecto de la diferencia existente entre sexismo lengua y sexismo de discurso (2020, p. 33).

El Rizoma del Monstruo de la Hidra de Lerna

Existen monstruos, por supuesto que sí; el hecho es del todo imposible de negar. La monstruosidad es apenas un modo posible del ser abierto que es el ser humano, como bien reconoce el humanismo renacentista. La humanidad puede “degradar” en brutales “seres bestiales”, de acuerdo con la prevención de Pico della Mirandola (2009). Real o ficticia, natural o cultural, descubierta o inventada, ingénita o producida, pauta o anomalía, la indiscutible presencia de los monstruos es un fenómeno transversal al contingente devenir de la historia humana, tanto en el ámbito religioso, mitológico, estético-artístico y sexual, como en la dimensión política, económica, científica y técnico-tecnológica. »Los monstruos se encuentran por todos los niveles de la existencia: de lo divino a lo mineral, de lo humano al animal«, parafraseando a Santiesteban (2000).

Históricamente, grosso modo, partiendo del enfoque general dispuesto por Foucault (2007a/b, 2010), es posible reconocer tres puntos de perspectiva para comprender el surgimiento imaginario-fáctico de la monstruosidad en el devenir de la vida humana, a saber: el jurídico-mítico donde el monstruo irrumpe a consecuencia de la impía ruptura del edicto divino, en cuanto agente de expiación del miasma que emana de la polis o como signo premonitorio del inexorable advenimiento de un nuevo orden existenciario; el jurídico-biológico donde el endriago adviene de la desviación o perversión de las leyes naturales, como producto de las mutaciones genéticas, de la indebida copulación consanguínea o del antinatural apareamiento entre diferentes especies; y el jurídico-moral donde el engendro se hace patente por la transgresión intencional de las normas sociales, debido a la déspota imposición, permanente o transitoria, de sus intereses particulares sobre el conjunto de la sociedad, situándose por encima o al margen del pacto que preserva la organización ético-política de ésta. Sintética expresión de la monstruosidad metafórica, fisiológica y conductual.

Pero, en cualquier caso, aun cuando recurrente en el mito, la mutación o el comportamiento, en sí misma, la monstruosidad no constituye un suceso común, sino más bien, un fenómeno excepcional en el ordinario acontecer de la disposición jurídica establecida por la divinidad, la naturaleza o la política, pues, en lo general, »la existencia es pobre de bestias«, parafraseando a Canguilhem (2006); por tanto, significa una determinada anomalía en los estándares del devenir “normal” de la vida, una cierta

»desviación estadística« de la “normalidad”, punto de vista que posibilita su emergente acoplamiento con el adjetivo de “anormal”, a través del uso científico-social, según parece reconocer el médico y filósofo francés (1971). Ligazón semántica que termina por confundirse, mezclarse e intercambiarse, convirtiendo al monstruo en un ser anormal. Y este carácter inusual le hace resistente a todo intento de clasificación, puesto que su propia anomalía, o “anormalidad”, dificulta su posible representación como persona, animal o divinidad, aunque suele encarnar los tres órdenes ontológicos al mismo tiempo, según propone Leñero (2019). Figura intersticial que irrumpe como antítesis del sistema jurídico instaurado y, paradójicamente, factor indispensable de su justificación y legitimidad, siguiendo el análisis de Torrano (2013, 2015); personaje liminar que hace patente la vigencia de la norma y, en tal lance, anticipa las probabilidades de nuevas formas de existencia.

En su grotesca presencia, el monstruo sintetiza la patencia de la alteridad radical, la exterioridad pura, y el desnudo reflejo de la manera en que el ser humano, las sociedades y las culturas fabulan sus límites, pulsiones, miedos y represiones, así como sus particulares formas de legibilidad y modos de ser, concertando los planteamientos de Santiesteban (2000), Vernant (2001) y Giorgi (2009) sobre el tema. El acto de situarse frente al endriago constituye la representación onto-histórica de la metáfora del horrorizado Dorian Gray, ante la terrible denuncia del oculto retrato que le evidencia. Fenómeno liminar, la monstruosidad revela e imputa, descubre y exhibe, esto es, devela las abiertas posibilidades de la existencia y delata las escondidas pasiones del propio ser. Si el Frankenstein resume el moderno optimismo científico y los profundos temores sociales que suscita, respecto de los terroríficos riesgos que este incontrolado poder comporta sobre las “naturales” disposiciones de la existencia, por su parte, el monstruo político compendia la contradictoria trascendencia de las estrategias disciplinarias de dominio, siguiendo las reflexiones de Foucault (2007a), Negri (2007), Filippo del Lucchese (2008, 2019), del Lucchese y Laurent Bove (2008), además de Torrano (2013, 2015).

Empero, mientras el monstruo político representa el Leviatán hobbesiano, aquel dios mortal que mediante el »terror es capaz de conformar las voluntades de todos« los miembros de una comunidad para establecer un determinado orden social, de acuerdo con las ideas del filósofo inglés (2005), y por ende, el análisis de la monstruosidad se centra en las estrategias de control y disciplinamiento del soberano, ya sea por imponer sus intereses particulares al conjunto de la sociedad, como reflexionan Foucault (2000a/b) y Torrano (2013, 2015), o bien, de manera complementaria, por “demonizar” los movimientos opositores, »los gigantes que se revelan«, a fin de destruirlos, someterlos o normalizarlos, según parecen coincidir Negri (2007), Lucchese (2008) y éste junto con Bove (2008); por el contrario, el monstruo biopolítico constituye la Hidra de Lerna, bestia policéfala que, también a través del horror, puede aprisionar a todos los agentes de una sociedad, incluyendo al propio gobernante, dentro de la vorágine moral de »una espiral de virtud imparable y ficticia corrección«, con el objeto expreso de instaurar una cierta disposición normativa, siguiendo las tesis de Malo Ocejo (2021), en función de lo cual, las tecnologías transversales de dominio se proponen universalizar los valores del tribalismo bio- ideológico y, a su vez, “monstruizar” a todos aquellos que de pensamiento, palabra o acto cuestionen o relativicen las conclusiones sociales de su justa indignación. El monstruo político somete irradiando sus propósitos sociohistóricos desde la superestructura al cuerpo social, de la administración pública a las interacciones colectivas, pero, el monstruo biopolítico coacciona de manera rizomática, es decir, desde las dinámicas comunitarias a las relaciones generales y de ahí a los aparatos de Estado, lo cual hace posible que el tradicional »dominado se torne dominante y dictatorial«, retomando la valoración de Liliane de Levy (2021).

El que monstruos erige para condenar moralmente el pensar, el discurso y el comportamiento de los “extraños” al tribalismo bio-ideológico, a su vez, es conminado a actuar de manera monstruosa, pues, ya desde el disponer la reprobatoria mirada del endriago, para transformar en inmoral bestia al otro, incluyendo a las variantes de su propio clan, en la misma baza emplaza un espejo donde se refleja su distorsionado rostro moralizante, partiendo de las advertencias de Nietzsche (2007) y Vernant (2001) sobre el tema. En efecto, la »gente más peligrosa, perversa y simple, además de insufrible, es aquella que está convencida de hacer el bien y troca en apostolado su irreductible y maniqueo combate contra el mal«, parafraseando a Parra (2021). De ahí que no, la tribal lucha bio-ideológica no contribuye a ampliar y consolidar los derechos civiles que abanderan su legitima causa, por el contrario, atentan de manera significativa contra las históricas conquistas de Occidente, respecto de la libertad de conciencia y pensamiento, el derecho jurídico, la democracia política y el respeto irrestricto a la vida, al imponer sistemas de dominio, coacción y exclusión social, más totalitarios y difíciles de combatir que los actuales regímenes políticos a subvertir. Cualquiera sea su fuente de procedencia, el soberano o la tribu bio- ideológica, en sentido estricto, la biopolítica »genera y administra poblaciones de monstruos con la finalidad manifiesta de constituir y preservar una determinada estructura de orden en la sociedad«, según parece asentar como premisa de análisis Guidotto (2007); aún más, en términos históricos, »la monstruosidad ha constituido un estratégico mecanismo de invectiva biopolítica, cuyo propósito nodal es justificar la marginación, el rechazo e, incluso, la muerte de ciertos sectores de la población que son considerados como un peligro biológico y, por tanto, político«, replanteando el corolario de Torrano (2015).

Si la grotesca faz del endriago refleja la íntima monstruosidad de quien con su horrorizada mirada le ha transformado en bestia, entonces, el monstruo biopolítico sólo refracta el patológico estado socio- cultural y político-económico que priva en la época contemporánea. Las emociones de permanente indignación, insatisfacción, ofensa, irritación y enojo, entre otras, constituyen la enfermiza proyección de los monstruos del siglo XXI, al delirio febril de la pandemia de hipermoralización, según le denomina Malo Ocejo (2021). Privada de la utopía que operó como humanística brújula del progresivo mejoramiento político-moral de los pueblos hasta la estrepitosa caída del Muro de Berlín; desencantada de las fallidas promesas del optimista racionalismo moderno; decepcionada de la incapacidad de las instituciones tradicionales para administrar las volubles emociones sociales y en el umbral de una profunda crisis socio-ambiental, cuyos indicadores y efectos ya se resienten, la sociedad postmoderna de la aldea global sólo dispone de evanescentes medios para descargar sus mórbidos estados emocionales, tales como: el consumismo anestésico, el hedonismo ortopédico, el gregarismo virtual

compensatorio, el reformismo revanchista y, desde luego, la histérica identificación y condena de todos los monstruos victimarios que han generado su injusta situación actual de víctima ultrajada. En cuanto el monolítico mundo del ”fin de la historia”, preconizado por Fukuyama (1992), carece de rápidas alternativas viables y sólo puede escindirse entre “indignos e indignados”, de acuerdo con Galeano (De la Cruz, 2012), por defecto, todo aquel que no sea reconocido en la indignante condición de víctima, es un victimario monstruo. Quien no se presente en cuanto »secularmente oprimido, sojuzgado, ofendido, agraviado y humillado, con toda seguridad pasa a convertirse, de inmediato, en miembro activo del deshonroso club de los “verdugos” y los “opresores”«, según reflexiona Javier Marías (2005).

A la hipermoralizada percepción de las tribus bio-ideológicas, la monstruosidad deja de ser un fenómeno excepcional, anómalo, anormal y/o signo anticipatorio de nuevos órdenes factibles de existencia, como se puede advertir con las metáforas míticas y las mutaciones genéticas, para devenir violencia cotidiana, normativa, normalizada y, al propio tiempo, anacrónico remanente de las injustas interacciones político- morales de un pasado patriarcal, esclavista, colonizante, expoliador y segregacionista que no se ha superado, por mencionar sólo algunos de sus perversos rasgos; en función de lo cual, constituye un auténtico lastre para alcanzar la igualdad sustantiva, la equidad social y la inclusión democrática. A despecho de Canguilhem (2006), la postmoderna existencia se ha tornado pletórica de monstruos, cuya terrorífica presencia obstaculiza el progreso político-moral de la sociedad. Por cuanto se ha erosionado del horizonte histórico, la certeza de un futurible social más justo, la resolución de las luchas ideológicas es una irreductible tarea del presente. De ahí, pues, que toda fuente de procedencia, factor, agente o condición de presumible crítica, ataque o violación de los tribales valores bio-ideológicos, ipso facto, debe ser denunciado, perseguido y sancionado con la mayor estridencia pública posible, sin importar la probable veracidad de los hechos o el respeto a cualquier forma de derecho. A la hipermoralidad le es correspondiente el doctrinario fanatismo biopolítico.

En este sentido, la historia se percibe como la monstruosa fuente de procedencia de la violencia fáctico- simbólica institucionalizada, crónica de »una sacra representación mitológica de culpables monstruos e inocentes víctimas«, replanteando la idea de Giglioli (2017), por eso deben ser derruidos los monumentos que glorifican la indignante época opresora; la genitalidad socio-cultural que deriva de la herencia genético-biológica, se advierte en cuanto dictadura bisexista que constriñe el libre desarrollo de la sexualidad personal, según denuncia la Teoría Queer; las lenguas, en su presunta “neutralidad”, representan dispositivos de significación que contribuyen a “naturalizar” la estructura de dominio vigente, al invisibilizar a los sectores tradicionalmente oprimidos y violentados; y la incidental pertenencia a una raza, clase social o género, por defecto, convierte al individuo en deliberado cómplice de un milenario pacto de sometimiento y abuso de los grupos vulnerables, como los afrodescendientes, el proletariado, las mujeres y los niños, verbigracia. La propia construcción de la “normalidad” no es más que un espurio sistema de generación del sentido sociocultural, que legitima la reproducción sistemática del discriminatorio y violento orden instaurado.

La biopolítica monstruosidad no representa el fundamento del hobbesiano homo homini lupus del que deba ser salvada la res pública, como pretende Torrano (2013), sino que la propia dinámica organizativo- estructural de la sociedad postmoderna ha devenido en monstruo total, bajo la hipermoralizada comprensión tribal. En cuanto herederos directos de una agresiva tradición opresora, las naciones “desarrolladas”, la raza blanca, el sistema heteropatriarcal, el género masculino, las élites socio- culturales, las personas cisgénero y los individuos de éxito, entre otras múltiples expresiones socio- históricas, por defecto, son copartícipes de la perpetuación del violento orden represivo que regula las interacciones humanas heredadas de la tradición histórica. Incluso, el reconocimiento de la bestialidad moral excede las márgenes de las relaciones socio-políticas de la polis y comprende, también, las formas naturales de reproducción en la fauna y de alimentación del ser humano, convirtiendo a las hembras en víctimas del abuso de los machos y al consumidor en “cómplice de la opresión animal”, según denuncian los antiespecistas transfeministas libertarios y ecologistas en coincidencia con grupos defensores de los derechos animales. Así, el monstruo biopolítico no es un potencial agresor, indicio de posible criminalidad, como se asocian estos dos rasgos hacia el siglo XVII o XVIII, de acuerdo con los estudios de Foucault (2007a), sino que constituye la indiscutible patencia de la violencia normalizada. »No existe

individuo de los sectores dominantes que no sea opresor, porque además de ser inherente a su origen, es incurable«, parafraseando la visión de DiAngelo (2021), respecto de la White Fragility.

Las múltiples cabezas de la biopolítica Hidra emanan de la patológica proyección de las distintas pasiones de inconformidad, frustración, enojo, desencanto, resentimiento, agravio, etc., en torno de las cuales se aglutinan las diversas tribus, sirviéndose del encorsetamiento de los principios bio-ideológicos, conforme a sus particulares visiones político-morales, con el objeto de dotarles de un cierto acento de racionalidad, a veces hasta los absurdos límites de la parodia. La desmesurada bestia policéfala aflora sus tiránicos rostros por cada resquicio de la vida contemporánea, el gran Leviatán resulta ya incapaz de administrar las volátiles emociones sociales y el sistema confesional más que sanar las subjetividades heridas, ha contribuido a potenciar las estridentes manifestaciones del público descontento.

Desvanecida la importancia demostrativa de los hechos y relativizada la intersubjetividad racional de la verdad, en cuanto fundamento del conocimiento social, el derecho y el orden legal, entre otros aspectos factibles, sólo resta el emocional criterio de las legioni di indignati, quienes, en el postmoderno mundo de la postverdad, se erigen a sí mismas como las legítimas “correctoras” del conocimiento socio- histórico y las exclusivas acusadoras, legisladores, fiscales, jueces, jurado y verdugos del monstruo biopolítico, sustentadas en el inapelable juicio de la opinión tribal. No hay posibilidad de debate, no puede haberla, pues, cualquier tipo de cuestionamiento a los argumentos y acciones de los indignados, representa una inmoral agresión a su histórica condición de subyugados y, por ende, tiende a revictimizarlos —»No se discute con los monstruos, sino que se les condena sin oírlos, aunque perezcan en el aquelarre del linchamiento tribal«, parafraseando a Rothbard (2019), a propósito de la posición de Martin Lutero sobre los herejes—; aún más, rechazar las equívocas o engañosas conclusiones de los falaces silogismos de la tribu bio-ideológica, significa negar, también, la veracidad y licitud de las premisas que originan su justa causa, como bien parece advertir Bosque (2012). »El identificar el principio bio-ideológico con el Bien moral, implica que oponerse a él se convierte, ipso facto, en maldad monstruosa«, reformulando el postulado de Miller (s/f).


La Sociedad del Victimismo

En cuanto correlato del victimario monstruo policéfalo, la ofendida sociedad del victimismo, según le denomina Kaiser (2020, s/f), se constituye por un complejo mosaico de pueblos, tribus, clanes y familias bio-ideológicas que, siempre al amparo de la emergencia socio-histórica, se asocian, enfrentan y compiten entre sí, por el reconocimiento comunitario-cultural y político-jurídico de su propia causa. Las diversas agrupaciones del sistema tribal se organizan en torno de la legítima lucha contra la perpetuación de la estructural desigualdad, segregación y violencia étnica, racial, migratoria, clase y género, entre otras más; pero, a su vez, estas distintas tendencias reivindicadoras se escinden en nuevas fuentes de movilización, como producto de la crítica a puritanismos tradicionales, al intersectarse con otras formas de inequidad social o en la atención de problemas coyunturales.

Allende los jacobinos principios doctrinarios que pueden propiciar la irreconciliable confrontación de las múltiples tribus bio-ideológicas, al grado de orientar hacia sus propios concomitantes las mismas tecnologías de control social que utiliza contra las opresivas cabezas de la Hidra, tales como el wokismo, cancelación, censura, boicot y, desde luego, la infamante estigmatización con el acrónimo escarlata de la monstruosidad biopolítica, en el fondo, todo el sistema tribal comparte la misma pulsión patológica de afirmación identitaria y gregarismo compensatorio, esto es: la victimización. En la postmoderna República de la Virtud, la víctima constituye la representación misma del héroe, por antonomasia. Emergencia socio-histórica que le dota de reconocimiento social, prestigio moral, inocencia connatural, impunidad e inimputabilidad jurídica, al propio tiempo que le convierte en solidaria acreedora de una histórica deuda y obligación indemnizatoria que los opresores, la sociedad y el Estado están conminados a sufragar permanente e indefinidamente, sintetizando los planteamientos de Bruckner (1996), Hughes (2005), Giglioli (2017), Hernández Marcos (2018), Kaiser (2020), Paniagua (2020) y Malo Ocejo

(2021).

Empero, antes de continuar con el análisis del postmoderno Heracles de la denominada cultura de la queja, cuya indignada imagen se refleja nítida en cada uno de los horrores de las múltiples miradas del policéfalo monstruo biopolítico, resulta fundamental deslindar la diferencia sustantiva de la víctima real que dimana de la histórica violencia genérica, focalizada o circunstancial, la cual tiene una existencia tangible, infortunio situado, afectación directa y demandas precisas, que básicamente suelen circunscribirse al »legítimo reconocimiento de su humanidad y derecho a ser, además del apoyo indispensable para superar el traumático trance experienciado, a fin de continuar con relativa “normalidad” su proyecto particular de vida, sin necesidad de prerrogativas, ni derogaciones«, como bien acota Bruckner (1996); respecto de la víctima metafórica que proviene de la impostada extensión socio-conceptual del emergente padecimiento de aquella y, por ende, detenta una presencia abstracto- sectorial, suceder trans-histórico, perjuicio inmanente y reclamos totalitarios que comprenden desde la reforma político-moral de los estados hasta la refundación de la historia humana, pasando, obviamente, por la sanción simbólico-penal de todos los agresores del pasado y del presente. La víctima real se asocia con la materialización de una tragedia excepcional, pero, la víctima metafórica asume el fenómeno del victimismo como una necesaria »fatalidad devenida de la histórica injusticia estructural, que determina el destino doliente para ciertos pueblos, razas, géneros y clases sociales«, entre otros sectores humanos, sintetizando las reflexiones al respecto, del ensayista francés (1996), Hernández Marcos (2018) y Malo Ocejo (2021).

El victimismo opera desde una mitológica máquina bio-ideológica fabricante de ofendidas víctimas y ofensores monstruos político-morales, siguiendo la analítica deriva del profesor universitario español (2018), en función de los roles asignados a los distintos agentes dentro de las interacciones humanas de la historia, la raza, el género y la clase social, sólo por mencionar algunos de los principales factores generales del fenómeno. En consecuencia, por defecto, la sola pertenencia o adhesión a los pueblos originarios, los afrodescendientes, las mujeres, las personas transgénero y los desposeídos, entre otros, hacen a la víctima metafórica, porque se asume heredera legítima del agravio histórico cometido en contra de las víctimas reales; mientras que el exclusivo hecho de corresponder o simpatizar con la sociedad occidental, la raza blanca, el sexo masculino, el cisgénero y/o los sectores privilegiados, hacen a los monstruos biopolíticos, dado que representan los legatarios directos de la injusticia estructural.

De facto, en la binaria hipermoralidad del sistema tribal, »cualquier posición, atributo o prerrogativa social, apreciada por el imaginario colectivo como un bien, ventaja o provecho, se considera algún tipo de privilegio especial, que tiende a la reproducción sistémica de una cierta forma de opresión, entre quienes carecen de tal cosa«, replanteando la premisa de Haidt (2018). Y a fin de no demeritar la presunta “superioridad moral” de la mítica representación teológica de la víctima, derivada del cristianismo, presentándose bajo la impostada figura del mártir autoproclamado, según le denomina Bruckner (1996), los victimistas ostentan las dolientes cicatrices emocionales que produce la patológica sobre- interpretación y consecuente magnificación de los trasfondos, límites e implicaciones biopolíticas de las microagresiones, de acuerdo con el crítico examen de Lukianoff y Haidt (2018). Así, la víctima metafórica convertida en legión, exhibe su abstracto ser tribal, lacerado por las indelebles huellas heredadas de la violencia padecida por las víctimas reales y las actuales heridas abiertas por la omnipresente recurrencia de las “normalizadas” microagresiones sociales.

Bruckner (1996) plantea que existen dos modos fundamentales de evadir la dificultad de ser y, por consecuencia, dos estrategias de irresponsabilidad bienaventurada, tales son: el infantilismo y la victimización, a quienes, merced de su secular divinización, la sociedad otorga la prerrogativa de subjetividad jurídica intocable, exenta de cualquier obligación y responsabilidad jurídico-moral, pero, al mismo tiempo, sujeto de absoluto derecho, retribución, reparación o indemnización, situándoles al nivel del soberano legibus solutus e, incluso, del propio Dios, siguiendo las reflexiones de Hernández Marcos (2018). Por cuanto controla la máquina mitológica que conforma su recriminante presencia socio-histórica, depurada por el sufrimiento, la víctima representa la inocencia sacra, libre de culpabilidad, incapaz de cometer el mal; en virtud de lo cual, carece de necesidad alguna de justificar su existencia, pensamiento y actuación, así como del deber de responder a nada. ¡El sueño de todo tipo de poder! Acorazada en su presunta superioridad político-moral, nadie puede juzgarla o criticarla, ante el

terrible anatema de revictimizarla. Sujeto jurídico que amerita resarcimiento, pero, nunca sujeto ético imputable de pecado, falta o fechoría, sintetizando los planteamientos de Giglioli (2017) y el universitario profesor español (2018).

La política identitaria tribal que constituye la organización y pronunciamiento atomizado por los distintos grupos de interés étnico, racial, género y clase, entre otros, con lo cual se pretende dotar de contenido real a la vanguardista lucha; y la interseccionalidad en cuanto conceptuación y reconocimiento de las identidades y vulnerabilidades particulares y colectivas, con el objeto de alcanzar una determinada posición dentro del sistema de justicia resultante, siempre en permanente redescubrimiento, representan los engranes básicos de la máquina hermenéutica con que se interpreta el mundo del victimismo. Estos mitológicos lentes de interpretación actúan como axiomas centrales del “progreso político-moral” y, por ello mismo, en cuanto dispositivos doctrinarios dirigidos a invalidar cualquier tipo de resistencia u oposición. En el maniqueo silogismo tribal, el desacuerdo con sus dudosas conclusiones, significa, a su vez, la negación de la injusticia estructural que sustenta sus premisas y, por consecuencia “lógica”, del “avance” socio-civilizatorio que abanderan.

Pero, el victimismo no sólo representa una tendencia tribal de base, que se extiende rizomáticamente por todos los sectores de la sociedad postmoderna y asciende hasta los máximos niveles de los aparatos de Estado —tales como las universidades, los tribunales, parlamentos y ministerios de gobierno, entre otros más—, sino que también opera en cuanto fuente de legitimación, gestión y preservación del liderazgo político, de acuerdo con el análisis reflexivo de Giglioli (2017). El líder victimista establece un afectivo pacto de identificación gregaria con sus partidarios, sustentado en el profundo resentimiento social contra los opresores tradicionales —el establishment en los Estados Unidos, la mafia de los poderes fácticos en México—, quienes han privado y continúan conculcando los legítimos derechos de los agraviados. En sentido estricto, no se trata de una nueva forma de mitificación del liderazgo, a la manera weberiana, sino más bien de una cierta estrategia política que permite, por un lado, la emergente aglutinación de las distintas tribus inconformes, indignadas e irritadas con la injusticia estructural prevaleciente, bajo el munus, compromiso y deber moral de fortalecer la presencia del líder; y por otro lado, conformar una sacrificada imagen pública que le posibilite eximirse de las obligaciones comunes, justificar la medianía o ineficiencia ejecutiva, y desde luego, culpabilizar al “abstracto enemigo” de cualquier inconsecuencia. Así, cualquier juicio adverso, crítica o reproche social a la personalidad ética o actos de gobierno del líder-víctima, sin importar su procedencia, de inmediato es desestimado por mala fe, resabio del pasado opresor, intención golpista, falta de respeto y/o complot de los corruptos expoliadores. Investido en la equivalente “superioridad” moral de las víctimas, el liderazgo victimista detenta la misma sagrada inocencia, incapacidad para hacer el mal, impunidad e inimputabilidad jurídico-política. A su vez, por cuanto proviene y pertenece a la tribu, le asiste el derecho del proteccionismo vengador que ampara a todos sus miembros.

El estrepitoso derrumbe de los grandes meta-relatos heredados de la tradición metafísica socio-histórica, el consecuente debilitamiento de las utópicas promesas político-morales modernas y el paulatino desplazamiento de la ilustrada cultura del mérito propio por la liberal cultura de la queja, desembocan sus afluentes en la postmoderna Era de las Víctimas y su correlativo mito etiológico del Imperio del Dolor, de la Religión del Lloriqueo Obligatorio, en cuyo seno se rinde culto a la debilidad afligida, sometiendo a los individuos, clanes, tribus y pueblos a una patológica espiral de victimismo competitivo, del primado del sufrimiento, donde cada cual intenta demostrar que es el más agraviado, indignado y enfurecido, la »más víctima de las víctimas«, es decir, que su particular padecer le convierte en la víctima suprema, el héroe del progreso de la justicia social, la aristocracia del dolor, según explican Bruckner (1996), Giglioli (2017), Hernández Marcos (2018) y Malo Ocejo (2021). Así, en la dialéctica del victimismo, la actuación y convivencia comunitaria se interpreta y pondera desde la emocional posición de la vulnerabilidad, el sufrimiento y la afrenta por cualquier clase de persona, declaración o circunstancia adversa, real o asumida, ante la cual es demandado un pronto resarcimiento de derogaciones y prerrogativas político-morales para la tribu, además de impostergables sanciones simbólico-procesales para el monstruo biopolítico, siguiendo al profesor universitario español (2018).

Dentro de este marco de »promoción del sufrimiento como fundamento de la dignidad humana y, por ende, del héroe global con el cual se incita constantemente a identificarse, esto es, la víctima«, parafraseando a Bruckner (1996), las redes sociales, en abierta confabulación con los distintos dispositivos de los mass media, no sólo tienden a maximizar, hasta la obscenidad, el acontecer de la violencia y las microagresiones, reales o presuntas, contra los tradicionales oprimidos, sino que se tornan inquisitoriales demandantes de las inaplazables reparaciones político-morales de los ultrajados, directos o herederos. Emplazados en la extrajurídica función de abiertos tribunales populares, instigan el sumario juicio de la desinformada muchedumbre, pero cuya maniquea opinión hacen valer por la avasallante fuerza del doctrinario pronunciamiento tribal; al propio tiempo que censuran, demeritan y/o restan importancia a cualquier posible defensa de los inculpados. En síntesis, la violencia estructural normalizada, el primado del dolor, la herencia del agravio y el certificado de incensurabilidad, representan los cuatro pilares básicos de la fanática fe del victimismo, siguiendo el análisis crítico de Giglioli (2017).

El principal residuo emocional del trauma psíquico padecido por la víctima, como producto de la injusta agresión infringida, es el latente temor que le invade la totalidad de la existencia, ante la fatal posibilidad de volver a experimentar y/o revivir de continuo la trágica experiencia que le significa, atribuye público prestigio y redime moralmente; de ahí, entonces, que la bio-ideológica República del Sufrimiento Redentor, crisol histórico donde se fragua la igualdad sustantiva, equidad social e inclusión democrática, deba cimentarse sobre la piadosa religión del miedo y el dolor depurativo, bajo la fanática fe de la corrección político-moral. Así, las múltiples cabezas de la terrible Hidra biopolítica se caracterizan por la amenazadora integración de la inquisitorial mirada de las inocentes víctimas y las feroces fauces de los agresores.


Prolegómeno de Conclusión

Si »la víctima es peligrosa porque daña a todos«, recuperando la visión de Hellinger (2014), a causa de dos inherentes acciones fundamentales, esto es: la conversión de los individuos, sociedades y aparatos de Estado en rehenes de la culpa moral de ser copartícipes, por colusión, omisión o indolencia, de la injusticia estructural que le agravia y el consecuente emplazamiento de estos agentes, como deudores obligados de su impostergable resarcimiento político; la cultura del victimismo, por su parte, representa el claro síntoma de una subjetividad enferma, incapaz de resistir y gestionar con mínima resiliencia, las adversidades y contrariedades de un mundo impertérrito a los deseos, intenciones y expectativas particulares; mientras que, de manera correlativa, la litigante sociedad de la queja constituye la patológica expresión de un narcisismo colectivo insatisfecho —e imposible de satisfacer— del actual sistema político-económico, que resulta incapaz de responder con celeridad y conveniencia a sus volubles exigencias; y el evangelio de la indignación evidencia la maniquea hipersensibilidad político- moral de una comunidad que se siente lastimada, ofendida u olvidada por el desarrollo socio-histórico, en razón de lo cual reacciona con exacerbada violencia ante cualquier calamidad.

La emergente confluencia del victimismo, la queja y la indignación social, conforma el thelos de los

»tiempos de locura colectiva« que reconoce Murray (2020), donde cualquier circunstancia, por mínima que sea, se convierte en detonante de los profundos rencores sociales sedimentados, reales o metafóricos, los cuales se desfogan con irracional y frenética agresión contra todo, sin ningún tipo de indulgencia o concesión, porque el objetivo final es eliminar del escenario al abstracto antagonista, donde el agente material embestido tan sólo constituye un medio de desahogo emocional.

En este mórbido contexto, aun cuando la pugna tribal bio-ideológica hace alarde manifiesto de los “progresistas” estandartes de la igualdad sustantiva, la equidad social y la inclusión democrática como principios rectores de su justa causa, cierto es que en la fría realidad de los hechos: la dogmática Metafísica Binaria de Oposición de los fundamentos, la inflexible coerción de los dispositivos de control social centrados en la administración virtual del miedo, la irreductibilidad de las posiciones político- morales y la evidente parcialidad de las prerrogativas y derogaciones socio-jurídicas exigidas, se orientan más bien hacia la reproducción de las tecnologías de dominio de los totalitarismos extremistas,

que a la consecución de tales metas socio-civilizatorias; por eso mismo, muchas de sus acciones resultan regresivas con respecto la histórica lucha por los derechos humanos, civiles y de género, que generaciones anteriores se esforzaron por alcanzar.

La rigidez de tales tendencias doctrinarias, incluso, propician exacerbados enfrentamientos socio- políticos entre las diversas tribus que, en esencia, aspiran a los mismos propósitos reformadores de las sociedades postmodernas, aunque desde distintas trincheras reivindicativas. »Las mayores atrocidades de la historia han sido cometidas por gente que pensaba estar haciendo el bien«, de acuerdo con Malo Ocejo (2021). En sentido estricto, no existe diferencia moral alguna entre el régimen político que sojuzga por odio, mediante la administración institucional del miedo, y el sistema tribal que somete por rencor histórico, a través de la gestión mediática del temor. Así, abanderando una justa causa, las tribus bio- ideológicas van empedrando el camino al infierno totalitarista de la corrección político-moral.


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