https://doi.org/10.34024/prometeica.2024.29.15868

 


CALABOZOS IDEOLÓGICOS Y DRAGONES COGNITIVOS

LAS CIENCIAS DEL COMPORTAMIENTO Y SU ROL EN LA CONCEPTUALIZACIÓN DE LA CRISIS CLIMÁTICA


MASMORRAS IDEOLÓGICAS E DRAGÕES COGNITIVOS

As ciências comportamentais e seu papel na conceituação da crise climática


IDEOLOGICAL DUNGEONS AND COGNITIVE DRAGONS

Behavioral sciences and their role in conceptualizing the climate crisis


Leonardo Bloise

(Universidad de Buenos Aires, Argentina)

leo.bloise@hotmail.com.ar


Carlos Arias Grandio

(Universidad Nacional de Córdoba, España)

carlosargr@gmail.com


Guillermo Folguera
(Universidad de Buenos Aires, Argentina)
guillefolguera@yahoo.com.ar

Recibido: 02/11/2023
Aprobado: 14/01/2024

 


RESUMEN

En los últimos años han aparecido publicaciones que intentan generar un marco para la aplicación de conocimientos neurocognitivos para la resolución de problemáticas sociales. Bajo el mote de “ciencias de comportamiento”, este campo de estudios que se presenta como profundamente interdisciplinario se propone aportar herramientas para resolver diversas problemáticas sociales, mediante la dilucidación de los mecanismos subyacentes a la conducta humana y su posterior operacionalización en forma de políticas públicas. Enfocamos nuestra mirada en ciertos aspectos epistemológicos e ideológicos que subyacen a estas iniciativas, en particular su conceptualización de la crisis climática como un problema a resolver mediante los avances de las ciencias cognitivas. Observamos, ejemplificamos y problematizamos una serie de premisas: la conducta del individuo como expresión terminal de un proceso “interno” en el cual el ambiente y por extensión lo “social” están subordinados en cuanto a su jerarquía explicativa; la simplificación de las problemáticas a resolver en términos de sesgos y limitaciones cognitivas, de modo tal que los objetivos de la intervención sean los comportamientos y decisiones de actores individuales; la apelación a la biología como sustento explicativo de los constructos psicológicos utilizados a través de narrativas adaptacionistas sobre el desarrollo de funcionalidades cognitivas innatas. Sostenemos que la generación y aplicación de los conocimientos en este tipo de iniciativas se inscribe en una línea ideológica marcada, según la cual las causas principales de la crisis climática no se

hallan en las dinámicas y contradicciones del sistema socioeconómico vigente, sino en las de los sistemas cognitivos individuales.

Palabras clave: ciencias del comportamiento. filosofía de las neurociencias. crisis ambiental.


RESUMO

Nos últimos anos, surgiram publicações que tentam gerar uma estrutura para a aplicação do conhecimento neurocognitivo na resolução de problemas sociais. Sob o nome de "ciências comportamentais", esse campo de estudos, que se apresenta como profundamente interdisciplinar, tem como objetivo fornecer ferramentas para resolver vários problemas sociais, elucidando os mecanismos subjacentes ao comportamento humano e sua posterior operacionalização na forma de políticas públicas. Concentramos nossa atenção em determinados aspectos epistemológicos e ideológicos subjacentes a essas iniciativas, em especial a conceituação da crise climática como um problema a ser resolvido por meio de avanços nas ciências cognitivas. Observamos, exemplificamos e problematizamos uma série de premissas: o comportamento do indivíduo como a expressão terminal de um processo "interno" no qual o ambiente e, por extensão, o "social" estão subordinados em termos de sua hierarquia explicativa; a simplificação dos problemas a serem resolvidos em termos de vieses e limitações cognitivas, de modo que os alvos da intervenção são os comportamentos e as decisões dos atores individuais; o apelo à biologia como suporte explicativo para as construções psicológicas usadas por meio de narrativas adaptacionistas sobre o desenvolvimento de funcionalidades cognitivas inatas. Argumentamos que a geração e a aplicação do conhecimento em tais iniciativas seguem uma forte linha ideológica, segundo a qual as principais causas da crise climática não se encontram na dinâmica e nas contradições do sistema socioeconômico existente, mas na dinâmica e nas contradições dos sistemas cognitivos individuais.

Palavras-chave: ciências do comportamento. filosofia da neurociência. crise ambiental.


ABSTRACT

In recent years, several publications have emerged that attempt to generate a framework for the application of neurocognitive knowledge to solve social problems. Under the moniker of "behavioral sciences", this field of studies, which presents itself as profoundly interdisciplinary, aims to provide tools to solve various social problems by elucidating the mechanisms underlying human behavior and their subsequent operationalization in the form of public policies. We focus our attention on certain epistemological and ideological aspects that underlie these initiatives, in particular their conceptualization of the climate crisis as a problem to be solved through advances in the cognitive sciences. We observe, exemplify and problematize a series of premises: the behavior of the individual as the terminal expression of an "internal" process in which the environment and by extension the "social" are subordinated in terms of their explanatory hierarchy; the simplification of the problems to be solved in terms of cognitive biases and limitations, so that the objectives of the intervention are the behaviors and decisions of individual actors; the appeal to biology as explanatory support for the psychological constructs used through adaptationist narratives on the development of innate cognitive functionalities. We maintain that the generation and application of knowledge in this kind of initiatives is inscribed in a sharp ideological line, according to which the main causes of the climate crisis are not to be found in the dynamics and contradictions of the current socioeconomic system, but in those of individual cognitive systems.

Keywords: behavioral sciences. philosophy of neuroscience. environmental crisis.

Introducción

En los últimos años, han surgido publicaciones que buscan establecer un marco para aplicar los llamados “insights”1 neurocognitivos en la resolución de problemas socioeconómicos y ambientales. Por ejemplo, se han abordado cuestiones como la promoción de hábitos alimentarios saludables y el ahorro energético (Dolan et al., 2012; Banco Mundial, 2014). Este enfoque se enmarca en lo que se conoce como "ciencias del comportamiento," un campo de estudios interdisciplinarios que se basa principalmente en la psicología cognitiva y la neurociencia social. Su objetivo principal es proporcionar herramientas para comprender los mecanismos subyacentes de la conducta humana y diseñar intervenciones a nivel social mediante políticas públicas.

Los primeros avances surgieron en el campo de la economía conductual, especialmente en investigaciones relacionadas con sesgos cognitivos observados en experimentos de toma de decisiones económicas. Estos sesgos desafiaban las expectativas del modelo económico neoclásico, que asume un individuo racional que busca maximizar su utilidad. La identificación de estos sesgos en entornos experimentales llevó a investigaciones que intentaron descubrir sus causas, primero a nivel de constructos psicológicos funcionales y luego, con el avance de la tecnología, a nivel de interacciones entre áreas cerebrales. Además, estas investigaciones se expandieron más allá del ámbito económico hacia disciplinas como la neuroética (que explora los correlatos cognitivos y neurofisiológicos de juicios y decisiones morales) (Greene, 2015) y la neuropolítica (que analiza las decisiones electorales y la formación de perspectivas ideológicas) (Zmigrod, 2021).

Recientemente, ha habido un impulso para integrar y utilizar los "insights" de las ciencias del comportamiento en la lucha contra la crisis climática. Dos volúmenes especiales, publicados en Current Opinion in Psychology y Current Opinion in Behavioral Sciences (abreviados como COP y COBS), presentan enfoques interdisciplinarios destinados a desarrollar modelos de comportamiento humano en respuesta a la crisis climática y diseñar intervenciones más eficaces (van der Linden y Weber, 2022).

Nuestro objetivo es utilizar estos volúmenes como base para analizar aspectos conceptuales y biopolíticos subyacentes a estas iniciativas. Nos preguntamos cómo definen el "comportamiento" como objeto de estudio y área de intervención, y también cómo conciben la "crisis climática" como un problema que puede abordarse mediante intervenciones conductuales. Nuestros objetivos coinciden con otros artículos y proyectos que buscan cuestionar la incipiente "agenda de cambio conductual”, entendida como una manifestación de la creación y justificación de dispositivos de gobierno en las sociedades occidentales por parte de ciertas disciplinas científicas (Rose y Abi-Rached, 2013). Argumentamos que su aparición y consolidación no se deben tanto a avances en la cantidad y sofisticación de las evidencias empíricas y conocimientos objetivos que aportan, sino más bien a la promoción de ciertos "estilos de pensamiento" que se expresan en dispositivos y tecnologías intelectuales de subjetivación (prácticas institucionalizadas, discursos cotidianos y expertos, formación de disciplinas científicas autorizadas). Estos estilos de pensamiento influyen en cómo las personas se comprenden a sí mismas y, en consecuencia, en cómo pueden ser gobernadas, entendiendo el gobierno como la gestión de la conducta de las poblaciones por parte de los Estados a través de procesos biopolíticos (Rose, 2012).

En la Sección 1, se detalla cómo se define y se aplica la idea de comportamiento al abordar cuestiones medioambientales. Esto se basa en la revisión de los volúmenes de COP y COBS previamente mencionados, así como otras publicaciones influyentes. En la Sección 2, se presentan perspectivas críticas de diversas fuentes, incluyendo reflexiones filosóficas conceptuales, análisis sociohistóricos y


1 Elegimos mantener el término en su idioma original ya que la traducción más literal como “conocimientos” no captura ciertas particularidades detectadas al analizar su uso. Brevemente, en este contexto “insight” se refiere a cierto saber derivado de un tipo de experimento particular, típico de las ciencias cognitivas. Este tipo de experimento está orientado a establecer relaciones causales lineales mediante el registro de indicadores de conducta de individuos promediados bajo la lógica de la estadística inferencial, siendo los “insights” el conjunto de resultados que se ofrecen y publicitan como base para el desarrollo de intervenciones a nivel poblacional. En la Sección 3 se presentarán algunas características adicionales de los hechos experimentales que se producen y a partir de los cuales se justifican las intervenciones.

genealógicos. Estas perspectivas cuestionan los supuestos centrales que subyacen al desarrollo de las ciencias del comportamiento y sus propuestas de intervención. La Sección 3 explora cómo la noción de naturaleza humana, tal como se plantea en estas disciplinas, lleva a abordar la crisis climática como una versión a escala global del dilema de los bienes comunes. Se argumenta que esta perspectiva se basa en la agregación de acciones individuales realizadas por sujetos que se consideran fundamentalmente egoístas. Finalmente, en la Sección 4, se resumen las principales conclusiones derivadas del trabajo y se plantean posibles direcciones para futuras reflexiones.


Sección 1

Una de las perspectivas preponderantes en las ciencias del comportamiento respecto a la inacción frente a la crisis climática es aquella que propone explicarla en base a la existencia de una serie de “barreras” cognitivas y/o psicológicas, generadas por aspectos inherentes a la funcionalidad de los sistemas cognitivos humanos, tanto en un nivel psicológico como neurofisiológico.

El primer intento exhaustivo de descripción y clasificación de estas “barreras” proviene de una publicación en la revista American Psychologist, titulada “The Dragons of Inaction: Psychological Barriers That Limit Climate Change Mitigation and Adaptation”. Gifford argumenta que existen siete clases de barreras que impiden el cambio de comportamiento hacia hábitos llamados “proambientales”: cognición limitada sobre el problema, visiones ideológicas del mundo que tienden a excluir actitudes y comportamientos proambientales, comparaciones con otras personas de importancia, costos hundidos e inercia conductual, descrédito hacia expertos y autoridades, riesgos percibidos del cambio, y cambio de comportamiento positivo pero inadecuado (Gifford, 2011). Se asume que cada una de estas clases encuentra su explicación en el funcionamiento de alguno o varios mecanismos psicológicos/cognitivos, cuyo output conductual adaptado a un entorno ancestral determinado ya no es apropiado a los problemas actuales de la especie:

“El cerebro humano no ha evolucionado mucho en miles de años. En la época en que alcanzó su desarrollo físico actual, antes del desarrollo de la agricultura, nuestros antepasados se preocupaban principalmente por su grupo inmediato, los peligros inmediatos, los recursos explotables y el tiempo presente. Ninguno de esos factores es naturalmente consistente con la preocupación, en el siglo XXI, por el cambio climático global, que es lento, por lo general distante, y no está relacionado con el bienestar presente de nosotros mismos y de nuestros seres queridos” (Gifford 2011, p. 291).


Considerando esto como punto de partida, Gifford clasifica diversas barreras psicológicas que incluyen numerosos sesgos y conductas contraintuitivas, en su mayoría derivados de investigaciones clásicas sobre la toma de decisiones económicas (Kahneman, 2003). Algunos ejemplos de estas conductas sesgadas incluyen el descuento sistemático de beneficios futuros en favor de la gratificación inmediata, el sesgo de proximidad que limita la consideración de peligros ambientales a gran escala, y el sesgo de familiaridad y pertenencia que fomenta la creación y perpetuación de grupos basados en ideologías negacionistas.

La preferencia por beneficios personales a corto plazo en lugar del bienestar colectivo a largo plazo ha sido objeto de varios experimentos que intentaron relacionar la toma de decisiones en situaciones ficticias de laboratorio con la vida cotidiana. Estos estudios se centran en situaciones en las que los objetivos "proambientales" requieren coordinación y cooperación en detrimento de los beneficios individuales inmediatos (Milinksi et al., 2008; Jacquet et al., 2013). Un procedimiento típico en estos casos implica la simulación de circunstancias de "riesgo colectivo" en las que un grupo de personas contribuye a un fondo común y, si se alcanza una suma predeterminada, cada individuo recibe una recompensa adicional en función de los recursos que haya conservado para sí. Es importante destacar que el término "simulación" se refiere al hecho de que estos experimentos se realizan en un entorno de investigación con restricciones en las actitudes y respuestas de los sujetos experimentales. A lo largo de este artículo, veremos que estas limitaciones suelen ser ignoradas, y se hace referencia a una "naturaleza humana" fundamentalmente estática y universal.

Los investigadores observaron que cuando las recompensas no se expresaban en términos de beneficios monetarios individuales inmediatos, sino que se destinaban a inversiones para reducir el riesgo ambiental en las generaciones futuras, la conducta altruista de los sujetos disminuía significativamente. Los autores han propuesto posibles explicaciones que nuevamente se basan en una condición ancestral determinada evolutivamente y en el funcionamiento de mecanismos neurocognitivos que generan patrones de conducta. La referencia a las funciones cognitivas ancestrales es evidente en uno de los artículos que abre el primer volumen de Nature Human Behavior:

“Las pruebas que sustentan la existencia de barreras cognitivas a las decisiones parecen preocupantes, en parte porque nuestra forma natural de tomar decisiones evolucionó en una época en que los riesgos y los problemas eran locales y tenían horizontes temporales cortos. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos y consumidores son bienintencionados; pocos quieren hacer imposible que las generaciones futuras habiten nuestro planeta. El problema es que otras metas más próximas en distancia y en tiempo se interponen en el paso de las intenciones a la acción (Weber, 2017, p. 2).


Este primer hilo conductor también aparece en el volumen especial de COPS, esta vez en uno de los artículos destacados. En “The evolutionary psychology of climate change behaviors: Insights and applications” se presentan en forma resumida algunos de los supuestos y aseveraciones de la psicología evolucionista, y ejemplos de la utilidad de su marco para explicar ciertos patrones conductuales y proveer posibilidades de intervención (Palomo-Velez y van Vugt, 2021). Se la presenta como aquella disciplina que recupera los saberes de la biología evolutiva y los aplica al discernimiento de las causas y formas del comportamiento humano. En un sentido general, la psicología evolucionista puede entenderse como el estudio del efecto del cambio evolutivo en el desarrollo psicológico (Tooby y Cosmides, 1992). A grandes rasgos, la psicología evolucionista propone explicar el comportamiento actual en términos de adaptaciones cognitivas específicas que son producto de los éxitos reproductivos diferenciales de nuestros antepasados homínidos. Es explícitamente adaptacionista porque explica el desarrollo humano intentando construir las supuestas características de diseño de dominio específico de la mente y, a continuación, realizar ingeniería inversa para identificar a las presiones evolutivas que las habrían seleccionado. Aunque los planteamientos de la psicología evolutiva no suelen hipotetizar vínculos específicos entre determinados conjuntos de genes y las adaptaciones de un fenotipo conductual determinado, sí lo conciben como algo especificado de forma innata, como resultado de la selección positiva que actúa sobre los portadores genéticos de dicho fenotipo. En este marco, se asume que las conductas humanas están en última instancia orientadas a la supervivencia y la reproducción, es decir al aumento del fitness; mientras que la variabilidad de las conductas posibles está restringida por la estructura de los módulos mentales/cognitivos, instanciados en la fisiología cerebral y bajo control genético. Se abre así la posibilidad de relacionar formas de conducta generalizadas con modelos de la genética del comportamiento para lograr explicar las causas aparentemente subyacentes de dicha conducta, y luego diseñar intervenciones que aprovechen esa tendencia en lugar de ir en contra de la “naturaleza humana”:

“Sin embargo, aunque reducir las emisiones pueda parecer racional desde una perspectiva colectiva, pedirle a la gente que deje de hacer lo que le beneficia es sumamente difícil. Los estudios evolucionistas sugieren que quizá debamos hacer justo lo contrario: aprovechar el egoísmo de las personas para motivarlas a actuar a favor del medio ambiente. La teoría del fitness inclusivo, también conocida como teoría de la selección por parentesco, postula que los seres humanos están predispuestos a garantizar la supervivencia y replicación de los genes que comparten con sus parientes. Por tanto, es probable que los individuos cooperen más con aquellos que comparten más de su composición genética. En términos de motivación para la acción proambiental, esto sugiere que las personas cambiarán su comportamiento si sus intereses genéticos a largo plazo están en juego (Palomo-Velez y van Vugt 2021, p. 55).


Ejemplos de este tipo han aparecido en múltiples publicaciones a lo largo de los años (Penn, 2003; van Vugt et al., 2014; Li et al., 2017), siempre bajo la idea central de que tanto las conductas ambientalmente perjudiciales como la forma de contrarrestarlas deben entenderse a la luz del “desfasaje evolutivo” generado por el cambio abrupto del conjunto de inputs del entorno que no pueden ser procesados de forma correcta por los mecanismos cognitivos adaptados al entorno ancestral (Li et al., 2017).

La otra subdisciplina que nutre la literatura concerniente al cambio conductual como herramienta para enfrentar la crisis ambiental es el de la economía conductual o neuroeconomía. En esta línea comienza la descripción de la editorial de COBS sobre las “barreras cognitivas”:

“El término "racionalidad acotada" se refiere al hecho de que los seres humanos tienen una capacidad cognitiva limitada. Mientras que el "homo economicus" puede ser un agente racional perfecto en su capacidad de atender, almacenar y recuperar toda la información relevante a la hora de tomar una decisión, el "homo sapien" está limitado en su capacidad de absorber información y, por tanto, utiliza atajos adaptativos” (van der Linden y Weber, 2021).


Aquí los autores se refieren a un marco teórico particular para explicar el proceso de toma de decisiones por parte del ser humano, proveniente de la psicología cognitiva y conocido generalmente como sistema de procesamiento dual. La versión específica de este sistema tomada como canónica en este documento es aquella desarrollada por Kahneman (2003) y colaboradores. Según esta versión, el ser humano posee dos sistemas de pensamiento, que se diferencian en la manera en que procesan e interpretan los inputs de la estimulación externa con el fin de producir uno o más outputs, ya sean éstos representaciones mentales que puedan encadenarse y procesarse en formas más complejas, o respuestas conductuales de algún tipo. El sistema 1, al cual se le asocia la etiqueta de “automático”, se relaciona con respuestas intuitivas de asociación rápida y de poco uso de recursos cognitivos, mientras que el sistema 2, “deliberativo”, se relaciona con respuestas más lentas basadas en el razonamiento y la consideración deliberada de los factores contextuales relevantes al problema, con un uso intensivo de recursos cognitivos. Los sesgos se definen como errores sistemáticos en la toma de decisiones en contextos experimentales en los cuáles las respuestas de los sujetos se alejan de la respuesta lógica racional esperada al problema. La categorización de estos sesgos en la respuesta, observados mayoritariamente en preparaciones experimentales de juegos económicos, fue el punto de partida para el desarrollo de la economía conductual. Esta área de investigación se funda con el objetivo de contraponerse y superar las limitaciones de la concepción del sujeto de la teoría económica clásica, el Homo economicus (Kahneman, 2003; Camerer, 2013; Dolan, 2012). Este supuesto agente racional toma decisiones en el ámbito social y económico con el objetivo de maximizar sus utilidades, asumiendo una capacidad de cálculo y acceso a la información relevante ilimitados. En base a la construcción de una taxonomía de sesgos cognitivos sistemáticos, se desarrolla un modelo de la estructura mental humana mediante el cual se pretende explicar las anomalías y desviaciones observadas experimentalmente, con el fin de corregir y actualizar el modelo del Homo economicus. La neuroeconomía, por su parte, pretende complementar y sostener este marco a partir de la identificación de los correlatos cerebrales de los sesgos cognitivos observados experimentalmente. En el volumen de COBS, se hace hincapié en las posibilidades que puede abrir el enfoque de la “neuroeconomía ambiental”:

“Los métodos neuroeconómicos, que combinan experimentos conductuales con imágenes cerebrales, pueden ofrecer una perspectiva importante para quienes deseen comprender mejor los mecanismos subyacentes a la toma de decisiones individuales y colectivas en torno al cambio climático. Muchos de los factores relevantes para evaluar el riesgo del cambio climático han sido estudiados por este campo, desde nuestra evaluación de costes y beneficios temporalmente distantes hasta nuestro comportamiento en contextos de acción colectiva.” (Sawe y Chawla, 2021).


Por ejemplo, se mencionan trabajos en los que este enfoque habría resultado exitoso para establecer la efectividad de determinados tipos de comunicación y marketing, al poder predecir las decisiones de consumo promedio de grupos experimentales a partir de neuroimágenes de determinadas áreas cerebrales asociadas a los circuitos de recompensa y aversión (Karmakar y Yoon, 2016; Genevsky et al., 2017, Genevsky y Yoon, 2022). Luego, se propone utilizarlos para evaluar si la estrategia de comunicación respecto a la crisis climática debería enfocarse en los aspectos negativos del problema o en cambio dar un mensaje esperanzador, ya que ambos tipos de estímulo podrían tener un efecto diferencial en la motivación afectiva y por ende en las acciones individuales (Sawe y Chawla 2021, p. 148-149). En líneas similares, un artículo en el volumen de COP propone “utilizar procesos cognitivos conocidos y fundamentados en la neurociencia cognitiva para evaluar hipótesis específicas de la literatura medioambiental” y como ejemplo de posibles preguntas se menciona “cómo las representaciones del cambio climático que inducen miedo provocan un distanciamiento motivacional

como función defensiva o si las imágenes de soluciones climáticas reducen la percepción de la urgencia del cambio climático” (Wang y van der Berg 2021, p. 127). Entonces, la lógica operando aquí sería en primer lugar la identificación de los supuestos sesgos cognitivos en el ámbito de interés y los sistemas o módulos cognitivos involucrados, y luego la correlación con áreas cerebrales asociadas a determinados tipos de procesamiento emocional o de generación de respuestas conductuales. Armados con esta información, las intervenciones para modificar las conductas podrían ajustarse para corresponderse mejor con el funcionamiento de los sistemas neurocognitivos.

Habiendo visto cómo se presentan las disciplinas psicológicas y neurocientíficas preponderantes en las propuestas de intervención de las ciencias del comportamiento en la crisis climática, resumimos entonces algunos puntos centrales que comparten:

Estas generalidades no son propias o exclusivas de las subdisciplinas ni de las iniciativas presentadas aquí, sino que corresponden a una serie de conceptualizaciones heredadas durante el desarrollo de las ciencias enfocadas en el estudio de la conducta y la mente. En la sección siguiente, presentaremos una serie de perspectivas críticas a esta tradición disciplinar, tanto conceptuales como genealógicas.


Sección 2

La apelación al término “ciencias del comportamiento” alude en forma implícita a un supuesto fundamental: que entre las disciplinas consideradas bajo esta categorización (psicología cognitiva, psicología social, neurociencias cognitivas, neuroeconomía, etc) existe algún consenso sobre qué es el comportamiento en tanto objeto de análisis científico. Sería difícil no convencerse de esto si uno considera que, luego de inaugurar a los 90’ como la “Década del Cerebro”, el congreso estadounidense hizo posteriormente algo similar, cuando en el año 2000 se pronunció el inicio de la “Década del Comportamiento” con el objetivo de “centrarse en los conocimientos de las ciencias sociales y del comportamiento y destacar cómo la investigación sobre el comportamiento puede contribuir a afrontar los retos más importantes de la sociedad” (Rose, 2021). A pesar de la aparente certeza sobre el objeto de las ciencias del comportamiento que uno podría intuir si se queda en el ámbito de las clasificaciones burocráticas, eran los mismos actores involucrados en las disciplinas pertinentes los que advertían sobre una proliferación excesiva de caracterizaciones y teorías del comportamiento:

“Sin embargo, no utilizamos un lenguaje coherente -tendemos a no llamar al comportamiento "comportamiento"- sino que utilizamos diversas etiquetas que se refieren a formas y contextos específicos, por ejemplo, fumar, hacer dieta, hacer ejercicio, caminar, utilizar preservativos, dormir, abandonar, participar, asimilar, adherirse, retrasar, derivar, recetar, tomar medicación, someterse a una prueba de cribado/genética, implementación, afrontar, buscar ayuda, apoyo social, práctica basada en la evidencia, absentismo, dolor, discapacidad/limitaciones físicas, actividades de la vida diaria, participación en actividades sociales, uso de sustancias, etc. Aunque precisas en sí mismas, estas etiquetas pueden no atraer

los beneficios de utilizar la etiqueta "comportamiento", tanto para comunicarnos con nuestro mercado potencial como para aprovechar los conocimientos que ofrecen las teorías del comportamiento” (Johnston y Dixon, 2008).


Las etiquetas utilizadas por las autoras para ejemplificar la variedad de aquello a lo que podemos referirnos con “comportamiento” se encuentran dentro de la esfera de la práctica médica y la relación profesional-paciente, ya que es justamente el ámbito de la gestión de la salud aquel al que inicialmente se apuntó como posible beneficiario de las iniciativas de cambio conductual. Es a ese ámbito al que se refieren cuando hablan de “mercado potencial” en el que los conocimientos de la psicología (entendida aquí como psicología cognitiva) podrían tener un rol. Lo que proponen es aunar esfuerzos en clasificar y categorizar a los comportamientos humanos en distintas situaciones bajo algún tipo de criterio que permita asistir al desarrollo y selección de las teorías más adecuadas para explicar sus mecanismos determinantes o subyacentes, análogamente a la creación de la tabla periódica en Química, la clasificación taxonómica Linneana en Biología, y la determinación nosológica de enfermedades en Medicina (Johnston y Dixon, 2008, p. 512). Es decir, estas categorizaciones permitirían discernir mejor qué teorías de las disponibles se acercan a dilucidar las supuestas causas internas de los comportamientos, ya sea en términos de funciones mentales, de mecanismos neurofisiológicos, o de combinaciones de ambos. Ribes-Iñesta (2004), basándose en trabajos de Wittgenstein (1953) y Ryle (1967), traza una genealogía del uso y transformación del término “comportamiento” y se detiene especialmente en una confusión que surge al intentar tomar como insumo para una ciencia del comportamiento a los términos que usamos cotidianamente para referirnos a la vida mental:

“En primer lugar, se supone que, dado que los términos mentales se expresan como verbos y sustantivos, deben corresponder a entidades, estructuras, acciones o actividades; en segundo lugar, dado que los términos mentales no pueden reducirse ostensiblemente a acciones, movimientos o "comportamientos" concretos, se deduce que dichos términos y expresiones no se refieren a lo que se observa directamente. Las acciones y movimientos corporales pueden señalarse, pero las actividades y procesos mentales no pueden identificarse de este modo” (Ribes-Iñesta, 2004, p. 61).


Para ilustrar el primer error, se nos sugiere que contrastemos la diferencia entre “comer” y “pensar”. Mientras que en el primer caso nos referimos a un conjunto de actividades particulares y específicas que per se delimitan el uso apropiado del verbo, como la masticación y la deglución, en el segundo caso no hay una actividad o conjunto de actividades observables concretas que sean el referente específico del uso del verbo, si bien el “pensar” incluye la realización de ciertas actividades. Trabajar bajo ese error es lo que lleva a asumir que si esas actividades supuestamente referidas por los términos mentales no son observables es porque se encuentran ocultas hacia el “interior” de los organismos, en forma de mecanismos cognitivos y neurofisiológicos específicos a cada verbo de tipo mental. Casi al pasar, Ribes- Iñesta nos advierte de la lógica expansiva inherente a operar bajo este error categorial, cuando menciona que “esta característica de los verbos no es exclusiva de los términos mentales "técnicos". Muchos verbos ordinarios implican acciones, pero no describen acciones concretas (por ejemplo, "amar", "convencer", "esperar", "preferir", "elegir", "decidir", etc.); tales términos constituyen una reserva potencial para nombrar nuevos procesos mentales” (Ribes-Iñesta, 2004, p. 62). Es notable que los tres últimos ejemplos mencionados como parte de la “reserva potencial” son especialmente relevantes para las ciencias del comportamiento al momento de indagar en las problemáticas sociales: preguntas respecto a las decisiones y juicios morales (Greene, 2015), a las elecciones políticas e ideológicas (Zmigrod, 2021), y a las preferencias económicas y de consumo (Camerer, 2013; Glimcher, 2004).

Lo que pretendemos es clarificar que “comportamiento” es un término que pertenece a nuestro lenguaje ordinario y que lo usamos principalmente para referirnos de forma abstracta a la manera de actuar de una persona. La explicación del comportamiento de una persona no equivale a describir sus movimientos, ya sean entendidos como acciones de sus sistemas motores observables directamente, o bien como acciones de sus sistemas cognitivos o neurológicos. Podemos ver y describir la acción de alguien en un contexto, pero no estamos viendo su comportamiento, ya que este término forma parte de una manera abstracta de hablar o de referirse a sus acciones circunstanciadas y a las consecuencias de las mismas. Esta confusión conceptual es uno de los pilares sobre los cuales se sostiene la concepción de sujeto o agente que estas disciplinas ayudan a producir y articular. Para ilustrar el punto anterior, nos

referimos a un estudio en el que se han identificado una serie de tipos o paradigmas de formulación del objeto de conocimiento que se han desarrollado a lo largo del tiempo en las distintas psicologías, que se diferencian en las definiciones y las relaciones que proponen entre los conceptos asociados a las palabras mundo, cuerpo, mente, cerebro, y conducta. Esta diferenciación en la formulación actúa en dos niveles. Primero, en el nivel de definición misma de los fenómenos empíricos que constituyen al objeto psicológico, es decir que cada paradigma asume un compromiso ontológico específico acerca de las dimensiones biológica, psicológica, y social. Segundo, en el nivel de la identificación y enumeración de las propiedades analizables de dicho objeto psicológico, es decir un compromiso epistemológico. De entre toda la lista de paradigmas presentados, destacamos al denominado como cerebro-mente-mundo:

En este paradigma la interacción fundamental se da entre el cerebro y la mente. La mente es concebida en el cuerpo, aunque no como una estructura material. Regularmente, se considera que la mente es una función del cerebro transformada en experiencia. El mundo actúa sobre el cuerpo y a través de él sobre el cerebro. El cerebro a su vez actúa sobre el mundo siempre de manera mediada, ya sea por el cuerpo, ya sea por la mente. La mente solo es afectada directamente por el cerebro” (Ribes-Iñesta, 2000, pp. 375-377).


Aquí se enfatiza la escisión entre los fenómenos mentales, puramente internos al individuo y definidos en relación sólo con la actividad cerebral y no entendidos como parte de la actividad de un organismo completo. Generalmente, las teorías y discursos provenientes de la psicología cognitiva pueden enmarcarse en este paradigma, en donde los fenómenos de interés son las operaciones computacionales realizadas sobre las representaciones mentales. El input de estas operaciones es la información proveniente de los sentidos y el output es el comportamiento de respuesta, posterior al procesamiento de la información codificada en las representaciones. Se considera a la mente como instanciada y definida causalmente por el cerebro, y su reconocimiento como soporte material pone límites a las interpretaciones posibles del funcionamiento de lo mental (Yin, 2020). Es en este paradigma que la confusión conceptual respecto a la naturaleza del comportamiento se cristaliza: pasa a ser entendido como el conjunto de outputs generados a partir del procesamiento de los inputs por parte del cerebro en forma indirecta a través de la mente, entendida como el conjunto de las funciones cognitivas. Bajo esta lógica es que aparece el sesgo cognitivo como relevante en términos explicativos y como foco de intervención, ya que es lo que abre la posibilidad de “calibrar” los inputs para obtener los outputs deseados.

Una de las cuestiones en la que nos interesa profundizar es en las condiciones de posibilidad que permiten el establecimiento y la propagación de este particular marco conceptual respecto al sujeto humano y su comportamiento como base para el desarrollo de políticas públicas. El sociólogo y filósofo Nikolas Rose ha desarrollado una línea de trabajo en este sentido, en la que propone explorar la íntima relación que existió y existe entre las disciplinas psicológicas y las formas de gobierno de los Estados liberales modernos (Rose, 2022 (1992)). Según Rose, para poder comprender la expansión del dominio de lo “psi”2 en el ámbito de las artes de gobierno, es necesario conceptualizarlo no como algo análogo en estructura a las ciencias biológicas o físicas, sino como una expertise:

"Utilizo este término para referirme a un tipo particular de autoridad social, desplegado característicamente en torno a problemas, ejerciendo una cierta mirada diagnóstica, sostenida en un reclamo por la verdad, afirmando la eficacia técnica y reconociendo virtudes éticas humanas" (Rose, 2022 (1992), p. 134).


Desde la perspectiva de la expertise, lo que hay no es un único marco teórico y metodológico homogéneo que se traduzca y aplique a la resolución de problemáticas externas, sino una amalgama de saberes y técnicas que constituyen un “saber-hacer” cuya legitimación e institucionalización está ligada no a resolver problemáticas ya dadas, sino a constituirlas en primer lugar como algo abordable por las técnicas y conceptos de la propia expertise. Lo que Rose nos indica con esto es que “las ideas psicológicas deberían ser vistas menos como “modos de pensar” que como “técnicas intelectuales”, como maneras de hacer el mundo pensable y practicable de cierto modo” (Rose 2022 (1992), p. 130). En lo que nos


2 En esta categoría el autor engloba a diversas escuelas psicológicas e incluso neurocientíficas, entendiendo que comparten un núcleo conceptual similar al que discutimos anteriormente y son desplegadas con fines similares. Además, no limita la categoría al conjunto de disciplinas entendidas como instituciones académicas, sino que incluye a la circulación y el uso de los conocimientos y discursos “psi” en el ámbito social e institucional extracientífico.

ocupa, el mundo pensable y practicable es el de las poblaciones humanas, entendidas como agregaciones de individuos con un espacio psicológico interior (mental, cerebral, o una ponderación de ambos), cuyas disposiciones conductuales son calculables, medibles, explicables e influenciables en la medida que se comprendan los mecanismos internos mentales y fisiológicos que producen la conducta como output en base a inputs ambientales. Es de esta forma, como técnica intelectual que permite articular una “naturaleza humana” y a la vez intervenir sobre ella que, según Rose, lo “psi” se ha diseminado he infiltrado en los dominios de los gestores de la conducta.

Si evaluamos lo visto sobre las propuestas de las ciencias del comportamiento en base a esta perspectiva, nos encontramos con que detrás de las alusiones a lo novedoso y potencialmente superador del enfoque, de lo que se trata es de una continuación de la dinámica de lo psi como una expertise que permite justificar acciones de gobierno mediante la alusión a la mencionada “naturaleza humana”, a la que a su mundo interior psicológico se le empalman las teorizaciones y conceptos de la biología evolutiva y la neurofisiología. Para Rose, no hay todavía una mutación conceptual como la que se dio en el proceso de colonización por parte de lo “psi” en las prácticas de gestión de gobierno, sino que nos encontramos más bien ante una actualización del vocabulario con el que se articula esa noción de “naturaleza humana” (Abi-Rached y Rose, 2013; Rose, 2014). Sin embargo, esa actualización no es simplemente terminológica, sino que acompaña a un cambio en el entendimiento de las relaciones entre la mente, el cerebro y la conducta como objetos de estudio, bautizada como “mirada neuromolecular”. Esta mirada consiste en un doble proceso de separación: la primera es entre el cerebro y sus mecanismos fisiológicos y el sujeto como organismo completo, que ahora pasa a ser el intermediario con el exterior del núcleo causal cerebral; la segunda es hacia dentro del organismo del propio sujeto, que “se considera ahora diseccionable, reducible a rasgos, comportamientos, células, genes, procesos cerebrales (como la visión o la conciencia), a elementos atómicos: partes neuromoleculares que pueden "diseccionarse" y estudiarse por separado del todo” (Abi-Rached y Rose, 2010, p. 24). Para ver con mayor claridad estas operaciones de separación, podemos tomar como ejemplo al enfoque neuroeconómico, cuyos métodos supuestamente “pueden examinar simultáneamente la heterogeneidad en la toma de decisiones medioambientales a nivel individual, evaluar los mecanismos neuronales que impulsan el comportamiento a nivel agregado o poblacional y predecir la toma de decisiones a nivel de mercado” (Sawe y Chawla, 2021). La separación del cerebro como agente causal del resto del organismo puede verse en la alusión a los mecanismos neurales impulsores, y la reducción a partes aparece en la alusión a la toma de decisiones medioambientales individuales como un objeto de estudio discreto. Puede entreverse aquí como la confusión conceptual que marcamos anteriormente es una herramienta fundamental en este proceso, ya que es lo que permite que los comportamientos sean concebidos como el mismo tipo de “cosa” que las otras que conforman la lista de Rose, y por ende potencialmente indagables por las mismas disciplinas y reducibles a ellas. Con todo, esto no significa ni que el dominio de lo “psi” ni la “mirada neuromolecular” totalizan el discurso respecto a las formas de entender lo psicológico o lo conductual, aunque sí tienen un rol preponderante en la elaboración y justificación de acciones de gobierno. En la sección siguiente recuperamos una reflexión desde la psicología social crítica sobre cómo el enfoque de las ciencias del comportamiento configura los problemas ambientales de una forma empobrecida y contraproducente.


Sección 3

Entonces, ¿qué tipo de problema representa la crisis climática para las ciencias del comportamiento? A través de los diferentes artículos mencionados, se hace evidente que la "tragedia de los bienes comunes" (Hardin, 1968) es una referencia casi obligatoria. Según esta perspectiva, en un escenario en el que múltiples actores tienen acceso a un recurso común, se genera una inevitable tensión entre las tendencias egoístas naturales de explotar ese recurso de manera individual y la necesidad colectiva de regular la explotación para evitar el agotamiento del recurso.

En su crítica a las estrategias de cambio conductual "proambiental," Rathzel y Uzzell (2019) resaltan cómo este concepto influye en el diseño experimental que sirve de base para las conclusiones sobre las

tendencias a corto plazo del comportamiento humano. En particular, los autores analizan un influyente estudio de Gifford et al. (1997), que sentó muchas de las bases metodológicas para futuras investigaciones en ciencias del comportamiento relacionadas con cuestiones ambientales. En dicho estudio, los participantes se organizaban en grupos de seis personas, ubicados uno al lado del otro pero separados por pantallas y se les prohibía comunicarse durante la sesión experimental. Cada participante tenía una computadora frente a ellos, en la que se mostraba una serie de puntos que representaban "recursos" como árboles o peces, a los cuales todos tenían acceso. El objetivo era acumular la mayor cantidad de puntos posible para uno mismo, al mismo tiempo que se evitaba que el contador general llegara a cero. Rathzel y Uzzell subrayan la notable restricción presente en esta configuración experimental:

“En el diseño experimental que han establecido los autores, los participantes (al igual que los actores de una sociedad de mercado capitalista) no pueden aprender nada sobre cómo están utilizando el recurso, ya que sus propios actos no les proporcionan la retroalimentación necesaria. [...] Lo que se supone que es "común" está en realidad controlado por un líder, que está "en el juego" pero "no es del juego", que coloca a la gente en una posición o relación específica pero que no puede ser controlado, por ejemplo, expulsado por los participantes. El acuerdo experimental es una situación en la que no son posibles ni la cooperación ni la participación democrática” (2019, p. 1381-1382).


Los autores denominan al sujeto que se ve limitado en su capacidad de actuación en estas situaciones experimentales como el "individuo deprivado". ¿De qué se le priva? Principalmente, se le priva de sus relaciones sociales en tres aspectos específicos: en primer lugar, se elimina la posibilidad de establecer relaciones horizontales entre los participantes; en segundo lugar, se suprime la capacidad de influir, negociar o revertir las relaciones jerárquicas representadas por el experimentador; por último, se excluye la opción del control colectivo sobre el recurso compartido, lo cual no está dentro de las posibilidades de comportamiento del diseño experimental (2019, p. 1383).

Desde la perspectiva de los autores, lo que se observa en este contexto es una simplificación, en escala reducida, de las condiciones socioeconómicas y las dinámicas de poder que limitan las opciones de acción y las orientan hacia el egoísmo. Paradojalmente, los participantes del experimento tienden a actuar de manera cooperativa, pero en sus informes posteriores subestiman las capacidades cooperativas de los demás participantes, asumiendo un mayor grado de egoísmo general del que se observó en la práctica. Esto refuerza lo que se discutió en la sección anterior, donde se identifica cómo los enfoques psicológicos actúan como tecnologías intelectuales para la producción y perpetuación de ciertas subjetividades. Estos enfoques configuran procedimientos experimentales basados en nociones predominantes y, paradójicamente, terminan reforzando esas mismas nociones como conclusiones. De hecho, los propios participantes ya tenían incorporada la idea del comportamiento "esperado" en ese tipo de circunstancias.

Esta perspectiva sobre cómo un marco teórico psicológico influye en la formación de la subjetividad y en la gestión de la conducta parece estar presente en el análisis de Rathzel y Uzzell, aunque expresada de manera diferente:

“Por mucho que se elaboren y se hagan más complejos estos modelos y teorías del comportamiento individual, nos quedamos con la imagen de un individuo egoísta en el centro al que se añaden cada vez más "factores" influyentes. Esta conceptualización no es casual, ya que el objetivo de estas teorías y modelos es encontrar estrategias para cambiar la forma en que se comportan los individuos. [...] las estrategias de comportamiento que se basan en individuos deprivados, que dan prioridad a su enriquecimiento inmediato, perpetúan y refuerzan estas tendencias. Enseñan a la gente -una vez más- que sólo se debe actuar si se recibe un incentivo o bajo la presión de la coacción, o para encajar en una comunidad, o según las instrucciones de alguien en el poder. (2019, p. 1386).


Contrastemos lo aquí señalado con el comentario que hicimos en la Introducción respecto a mantener el término “insight” en lugar de traducirlo directamente como “conocimiento” o “saber”. El análisis de Rathzel y Uzzell ilumina un aspecto clave de esta distinción: el “insight” en este contexto aparece como resultado de una interpretación que asume que los hechos experimentales reproducen las condiciones “naturales” necesarias del fenómeno que se dice estudiar, y por lo tanto el “insight” derivado de esos

hechos no tendría en principio límites a su aplicabilidad. Desde la perspectiva de las ciencias del comportamiento y sus subdisciplinas, o al menos según lo presentado en los volúmenes de COP y COBS que hemos analizado, las crisis ambientales se ven principalmente como variantes de la "tragedia de los bienes comunes." Esto implica un conflicto entre la tendencia natural y en gran medida uniforme de los individuos a consumir recursos para mejorar su éxito reproductivo y la tendencia a la cooperación impulsada por factores sociales externos. El problema se agrava simplemente por la agregación de estas tendencias naturales individuales, y su inevitabilidad solo puede ser contrarrestada mediante técnicas de comunicación y manipulación que se asemejan más al marketing que a la acción estatal tradicional (Dolan, 2012; Thaler y Sustein, 2009). Este enfoque excluye la posibilidad de una reestructuración radical de las jerarquías sociales y los sistemas de producción, ya que la lógica del mercado se considera inherente al repertorio natural, tanto biológico como psicológico, de los individuos humanos. Si las relaciones sociales existentes se consideran naturales, entonces cualquier cambio radical en ellas carecería de sentido, ya que simplemente se reconfigurarían con el tiempo. La escala del desarrollo sociohistórico, que está influenciada por dinámicas políticas y económicas, se reduce a la escala de comportamientos individuales estáticos, considerados como determinados por la evolución. Desde esta perspectiva, podríamos decir que la crisis climática global se convierte en un problema de gestión de las mentes y cerebros individuales. Sin embargo, esta exclusión o simplificación de las escalas relevantes para la comprensión y mitigación de la crisis climática no se limita solo al aspecto del comportamiento humano. Parece ser parte de un fenómeno más amplio y se refleja en la conceptualización general del problema por parte de organismos intergubernamentales como el IPCC, que, como recordamos, participó como promotor y editor de los volúmenes de COP y COBS que hemos examinado. Un artículo reciente de Francese y Folguera (2023) analizó cómo el IPCC estructura el cambio climático en términos de las escalas y niveles priorizados para su análisis. Los autores destacan un punto de diversidad y disputa importante en la conceptualización del cambio climático como un problema socioambiental, que se relaciona con su estructuración jerárquica:

“Dado un conjunto de ítems (sean entidades, propiedades, relaciones, eventos, procesos o ítems pertenecientes a cualquier categoría lógico-ontológica) de diferentes tipos, tal conjunto se organiza jerárquicamente cuando los diferentes tipos de ítems del conjunto pertenecen a diferentes niveles de una jerarquía. Hay diferentes tipos de jerarquías. Una de las más conocidas son las denominadas jerarquías composicionales que establecen la relación “parte-todo” entre ítems de diferentes niveles (Salthe, 2002). Este tipo de jerarquía se trata, entonces, de estructuras mereológicas, donde los ítems del nivel más “macro” están compuestos por los ítems de los niveles más “micro”” (2023, p. 76).


Si bien las tesis ontológicas que subyacen a la organización de una jerarquía de escalas/niveles pueden ser diversas, los autores destacan que en las ciencias naturales, las jerarquías composicionales suelen estar asociadas a supuestos de tipo reduccionistas, según los cuales se busca que los fenómenos o teorías asociados a un nivel sean explicados en términos de fenómenos y teorías de otro nivel, convirtiendo las relaciones interniveles en relaciones de causa y efecto, en las cuales uno de los niveles involucrados obtiene un privilegio causal y explicativo por sobre el otro:

“Un análisis de los escritos del IPCC permite a su vez reconocer las escalas-niveles inferiores, dimensiones regionales y locales, entendidos estos a partir de su tamaño asociado a los modelos climáticos. Dado el menor peso otorgado a dichos niveles resulta pertinente ver su vínculo con el modo en que efectivamente es configurado el cambio climático desde el propio IPCC y la exacerbación no sólo del aspecto global, sino en cuanto a la prevalencia de las causas, entre las cuales se señala principalmente a los gases de efectos invernadero. Esta acentuación de una única gran causa, parece también asumir diferentes formas de reduccionismo, en donde quizás la más evidente sea la de una reducción explicativa” (2023, p. 85).


Los autores identifican una jerarquización en las escalas, teniendo la global una prevalencia mucho mayor respecto a escalas regionales o locales. Notablemente, observan que esta lógica es reproducida en ciertos proyectos de mitigación (como las plantaciones forestales en Chile y Argentina, o la reciente aprobación del trigo HB4 resistente a la sequía) en la medida en que permite desplazar a la pregunta respecto a los impactos regionales y locales del desarrollo de dichos proyectos. A esta apelación a una única causa se le suma una “pretensión homogeneizadora” y ambas “actúan de manera conjunta para proveer una solución tecnológica al cambio climático” (Francese y Folguera 2023, p.86). La configuración del problema como una cuestión de escala global con una única variable relevante para su

mitigación (en este caso las emisiones de CO2) permite presentar como razonable su abordaje por desarrollos tecnológicos que gestionen la circulación de tales emisiones. Este análisis puede trasladarse a las explicaciones de la actividad humana como responsable del aumento de las emisiones y la aparición de la crisis en primer lugar. En este caso, la escala relevante es la de la decisión individual, y particularmente la configuración de dicha escala correspondiente al marco teórico de las llamadas ciencias del comportamiento. Dada esta jerarquización, lo que aparece como adecuado y razonable es la gestión de las decisiones de consumo de la población, entendida como una agregación de individuos psicológicamente homogéneos. Se colocan las causas del comportamiento cortoplacista y anti-ambiental dentro de una cierta noción de “naturaleza humana”, universalizada por procesos evolutivos y anidada en el funcionamiento de los sistemas cognitivos internos. El problema aquí no es en sí la exclusión de otros niveles o escalas, ya que en tal caso esos niveles podrían aparecer y ser considerados pero en forma relativa o subsidiaria a la primacía explicativa del nivel neurocognitivo individual, como efectos de agregación; la cuestión radica más bien en la tendencia a configurar relaciones de tipo reductivo, lo cual no es contrarrestado necesariamente con la alusión a otras escalas o niveles de complejidad. La inclusión de niveles de análisis per se no implica modificar la lógica reductiva, si al momento de traccionar recursos para intentar resolver problemáticas, las causas se adscriben a un único nivel que se convierte en homogéneo a términos prácticos. Esto implica que la consideración de los niveles explicativos tanto en lo teórico como en lo práctico no responde únicamente a valores epistémicos “internos” propios de la lógica de justificación empírica o científica, sino que también incluye valores socioeconómicos y políticos (Gomez, 2014, Longino, 1996). En particular, la caracterización de las causas humanas de la crisis climática y ambiental en términos de falencias y desfasajes cognitivos individuales y propios de la biología de la especie se complementan bien con soluciones que apuestan a la responsabilidad de consumo individual, mientras que obturan la posibilidad de cuestionamiento de las dinámicas y relaciones de producción.


Sección 4

A lo largo de este trabajo nos preguntamos sobre las implicancias de los desarrollos de las ciencias del comportamiento para la resolución o mitigación de la crisis climática, con un enfoque crítico respecto a la conceptualización del ser humano como agente de decisión y lo que ello implica para la construcción de la problemática ambiental. Detrás de la etiqueta de “ciencias del comportamiento” aparecen supuestos y producciones derivadas de, entre otras, dos subdisciplinas, la psicología evolucionista y la neuroeconomía. Entre sus puntos en común, destacamos la caracterización de la conducta como el output de una serie de procesos internos, siendo la mente/cerebro el eje explicativo. En consecuencia, las relaciones de acople organismo/entorno pasan a un segundo plano en la jerarquía explicativa, ya que la unidad ontológica a partir de la cuál se construye el objeto de estudio es aquella conformada por el sistema nervioso y sus auxiliares sensomotores.

Refiriendo a los estudios de Nikolas Rose, entre otros, consideramos que estamos frente a un caso de profundización y actualización de la influencia de la expertise “psi” en las artes de gobierno de las sociedades occidentales capitalistas modernas, que incorporan y complementan al lenguaje psicológico términos y teorías derivados de la biología evolutiva y de la neurobiología. En este movimiento se refuerza la narrativa de que las variables relevantes para la resolución de las crisis socioeconómicas y en este caso también ambientales son aquellas que permiten alterar o guiar las conductas de los individuos, en tanto y en cuanto dichas conductas son entendidas no como parte de un complejo proceso de co-construcción entre la esfera organísmica (biológica) e individual (psicológica) y la esfera social (sociocultural y económica), sino como un epifenómeno, la expresión final de una serie de procesos y mecanismos internos de la mente/cerebro. Nos encontramos, nuevamente siguiendo a Rose, con un proceso de subjetivación, en el que aquella noción de “individuos deprivados” es operacionalizada y generalizada, de forma tal que se abre un espacio de posibilidades para la elaboración y ejecución de determinado tipo de política pública, avalada por el discurso científico que coproduce y perpetúa esas determinadas formas de pensar a los sujetos humanos. Una ciencia del comportamiento humano que coloca las causas de los procesos sociales, económicos y culturales en el funcionamiento de la

arquitectura de la mente/cerebro se complementa con una visión hegemónica que sistemáticamente propone soluciones individuales en términos de decisiones de consumo.

Esto nos lleva a poner el foco sobre la estructuración jerárquica tanto de los fenómenos complejos que hacen a la crisis ambiental como de sus mecanismos causales y por ende el tipo de soluciones que es posible articular. Lo que observamos a lo largo de este trabajo es que en todos los casos esa estructuración supone una elección activa, no es algo que se corresponde pasivamente a una estructura dada per se en el mundo natural o social en forma de mera referencia. Considerar a las limitaciones cognitivas de la mente humana individual como principal causa y espacio de intervención en la crisis ambiental es, según nuestra postura, ante todo una decisión política, arraigada en una serie de presupuestos ontológicos de tipo esencialista respecto a la cuestión de la “naturaleza humana”. Esos presupuestos son luego codificados en un lenguaje científico y vestidos con ropajes académicos, en este caso bajo el paraguas de las “ciencias del comportamiento” y asumidos como parte de aquellas verdades descubiertas por el método científico y el trabajo interdisciplinario. Ante la adopción y reproducción irreflexiva de estos conceptos, promovemos una explicitación de los valores no epistémicos (morales, políticos, socioeconómicos) que moldean desde su origen a la indagación científica, más aún cuando se trata de proyectos de investigación que se enfocan desde un principio en el diseño e implementación de políticas públicas. Las ciencias no informan a la política de forma unidireccional y desinteresada, sino que son moldeadas por los contextos sociales, políticos y económicos en las que se desarrollan, como cualquier actividad humana.


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