Artículos - Dosier


https://doi.org/10.34024/prometeica.2023.26.14773

 

 

ESA MUDEZ DE LOS LIBROS

THAT MUTENESS OF THE BOOKS

ESSA MUDEZ DOS LIVROS


Dardo Scavino
(Université de Pau et des Pays de l’Adour, France)
scavino.dardo@gmail.com


Recibido: 25/01/2023
Aprobado: 27/02/2023


 

RESUMEN

Además de considerar a la metafísica como una “rama de la literatura fantástica”, Borges fue desarrollando su propia filosofía a lo largo de sus ensayos, sus poemas y sus cuentos. Y lo hizo discretamente, atribuyéndoles sus tesis a otros autores. Jaime Rest habló alguna vez del nominalismo del escritor argentino, pero en este nominalismo Borges introdujo una orientación hermenéutica y semiótica que lo emparenta con dos de sus contemporáneos: Martin Heidegger y Claude Lévi-Strauss.

Palabras clave: filosofía. nominalismo. hermenéutica. semiología.


ABSTRACT

In addition to considering metaphysics as a "branch of fantastic literature," Borges developed his own philosophy throughout his essays, poems, and stories. And he did it discreetly, attributing his thesis to other authors. Jaime Rest once spoke of the nominalism of the Argentine writer, but in this nominalism, Borges introduced a hermeneutical and semiotic orientation that related him to two of his contemporaries: Martin Heidegger and Claude Lévi-Strauss.

Keywords: philosophy. nominalism. hermeneutics. semiology.


RESUMO

Além de considerar a metafísica como um "ramo da literatura fantástica", Borges desenvolveu sua própria filosofia ao longo de seus ensaios, poemas e contos. E o fez discretamente, atribuindo suas teses a outros autores. Jaime Rest já falou do nominalismo do escritor argentino, mas, neste nominalismo, Borges introduziu uma orientação hermenêutica e semiótica que o relacionou a dois de seus contemporâneos: Martin Heidegger e Claude Lévi-Strauss.

Palavras-chave: filosofia. nominalismo. hermenêutica. semiologia.

  1. Introducción

    El Diccionario de la Real Academia define la palabra plagio como el acto de “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. Y aunque resulte difícil saber con precisión a qué está haciendo referencia con el adjetivo sustancial, podemos conjeturar que no se trata sólo de copiar literalmente los textos de otros sino también sus ideas. Alguien puede apropiarse las ideas de alguien sin reproducir sus textos. Pero como lo demostró Borges con su “Pierre Menard, autor del Quijote”, también puede copiar literalmente un texto de otro y plantear ideas diferentes. Y esto, curiosamente, por el hecho mismo de “dar el texto como propio”, es decir, por el hecho de situarlo en coordenadas históricas alejadas del original. Bastó con que Pierre Menard estampara su firma al pie de algunos fragmentos del Quijote, para que su significación se modificara: esos fragmentos dejarían de ser leídos como textos de un soldado español del siglo XVII para pasar a ser leídos como textos de un intelectual francés del siglo XX. Dos textos homónimos no son necesariamente sinónimos, ni dos textos sinónimos, homónimos.


    Borges recurrió muchas veces a las ideas de filósofos, teólogos y hasta matemáticos para escribir textos propios: “La Biblioteca de Babel” se inspira en el atomismo de Leucipo; “El jardín de senderos que se bifurcan”, en la teoría de los mundos posibles de Leibniz; “Tema del Traidor y del Héroe”, en la armonía preestablecida del mismo autor alemán; “El Aleph”, en los números transfinitos de Georg Cantor; “Esse est percipi”, en el idealismo de Berkeley, y así sucesivamente. Pero el argentino también utilizó textos ajenos para exponer, a la inversa, ideas propias, como si una “divina modestia” le impidiera atribuirse su autoría. Del mismo modo que Menard repetía literalmente algunos pasajes del Quijote, pero esta repetición ponía en evidencia sus diferencias con Cervantes, Borges repite los textos de varios filósofos o teólogos y revela de esta manera su diferencia con ellos. Y así como la “versión” del francés nos permite comprender que era contemporáneo de Friedrich Nietzsche y William James, las glosas que Borges propuso de algunos filósofos del pasado nos permiten comprender que fue un contemporáneo de pensadores como Heidegger o Lévi-Strauss.


  2. El río de Heráclito

    La “cita predilecta” de Borges (2012: 9) pertenece a Heráclito de Éfeso: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”. Para su autor, se trataba de una ilustración acuática de un principio de su pensamiento: “Todo fluye”. Heráclito sugería que no hay nada permanente, o por lo menos así solía entenderlo la tradición filosófica que no cesó de contraponerlo a Parménides de Elea. Pero si conocemos ese fragmento, se debe a que Aristóteles lo recogió en el Libro Gama de su Metafísica, donde recordaba que un discípulo de Heráclito, el ateniense Cratilo, le reprochaba a su maestro el complemento “dos veces”: “él estimaba que no podíamos hacerlo ni siquiera una vez” (Aristóteles, 1987: 143). Aristóteles citaba este fragmento con el propósito de contestar las consecuencias escépticas de la filosofía heracliteana: “La entidad que cambia, cuando cambia, les da a estos filósofos una razón para descreer de su existencia” (Ibid.). Si todo cambia, si nada permanece, no podemos hablar de nada. Y por eso Cratilo había optado por callarse y se contentaba con responder “moviendo el dedo” (Ibid.). Desde la perspectiva de Aristóteles, estos pensadores no se daban cuenta de que si decían que “algo cambia”, estaban presuponiendo que la cosa, aunque cambiara, seguía siendo la misma: de otro modo, ni siquiera habrían podido decir que cambia. Lo invariable no es solamente lo opuesto de lo variable sino también la condición para que podamos hablar de sus variaciones.


    Cuando decimos que “Sócrates envejeció”, estamos presuponiendo que sigue siendo el mismo que en otro tiempo fue joven porque, si no fuera así, ni siquiera podríamos decir que envejeció. Sin este presupuesto, el Sócrates joven y el viejo, el sano y el enfermo, el vivo y el muerto, serían personas distintas que solo compartirían, por casualidad, el mismo nombre. Es lo que pensaban, de hecho, los filósofos megáricos: Sócrates no puede envejecer porque si dejara de ser joven, dejaría de ser el mismo Sócrates. Es lo que pensaría también Funes, el megárico oriental, a quien le parecía abusivo llamar con el mismo nombre al perro visto de frente y al perro visto de costado. Desde la perspectiva megárica

    había un Sócrates joven y otro viejo, uno vivo y otro muerto, uno visto de frente y otro visto de costado. Y por eso todo cambio era ilusorio: solo había profusión de entidades diferentes e inmutables.

    Entre los partidarios de Heráclito (todo cambia) y Parménides (nada cambia), Aristóteles escogió una tercera vía: Sócrates seguía siendo el mismo, y no otro, a pesar de sus alteraciones, de modo que podía envejecer, enfermarse y hasta morir sin dejar de ser quien era. A eso que sigue siendo lo mismo a pesar de las variaciones lo llamó “substancia”, y a las variaciones, “accidentes”. Para los realistas medievales, esta substancia no era algo material, dado que la materia se alteraba. Su naturaleza sólo podía ser espiritual. Así, cuando Francisco de Quevedo escribe los poemas de su Heráclito cristiano, también piensa que “todo fluye” o, más precisamente, que todo acaba por arruinarse como los muros de Roma. Pero cuando piensa que “todo fluye”, solo incluye en este “todo” a los seres materiales, no a los espirituales. Su Heráclito era cristiano: lo real, lo permanente, era, para Quevedo, lo espiritual o lo divino. Y por eso su más célebre soneto, “Amor constante más allá de la muerte”, concluye diciendo a propósito de sus “médulas”: “Polvo serán, más polvo enamorado” (1996: 480). El español oponía la materia degradable y el espíritu inmarcesible.


    A estos realistas, los nominalistas les replicarían que esa presunta substancia imperecedera es, en realidad, un flatus vocis (Panaccio, 2012): no solo porque no existe, y el nombre carece de referente, sino también porque aquello que sigue siendo lo mismo a pesar de sus variaciones, eso que nos permite contar la historia de las alteraciones de Sócrates, es el propio flatus vocis. Se trata de un nombre vacío porque el contenido, lo que se dice sobre Sócrates, no se encuentra en el nombre mismo sino en la diversidad de predicados. Cuando a lo largo de un discurso o un relato repetimos el nombre Sócrates, cuando contamos cómo envejeció, se enfermó o se murió, suponemos que nos referimos a un solo y mismo individuo. Los nombres o los pronombres no se refieren a ninguna de las cualidades de la cosa sino a la “cosa misma”, es decir, a la cosa que sigue siendo la misma a pesar de sus mudanzas.


    Los nominalistas introducen así dos novedades: la substancia es un presupuesto del discurso y, como consecuencia, un presupuesto de alguien. Alguien está poniendo allí, debajo de los cambios accidentales, esa substancia constante más allá de la muerte, y de cualquier alteración, y está haciéndolo por el mero hecho de hablar acerca de algo o de alguien. La substancia es espiritual, sí, pero no se trata de un espíritu divino sino humano. Los hablantes y los oyentes, los autores y los lectores empiezan a asumir a partir de ese momento un protagonismo ignorado por el realismo medieval. Para este, las cosas tenían una substancia independientemente de si alguien las estaba pensando o no. Porque si las cosas no tuvieran esa substancia fija e inmutable, no podríamos hablar de ellas ni, como consecuencia, pensarlas. El nominalismo invirtió esta relación: es porque la pensamos, o porque discurrimos sobre ellas, que las cosas siguen siendo las mismas, o que Roma, a pesar de sus metamorfosis y sus ruinas, sigue siendo la misma Roma. Quevedo tenía razón: “A Roma misma en Roma no la hallas” (1996: 244), dado que esa mismidad no se percibe en ningún lado. La Roma imperecedera, la Roma eterna, no se encuentra en sus murallas, por más sólidas que sean. Pero tampoco, respondería un nominalista, en algún “quieto arquetipo” celestial. Roma sigue siendo la misma porque nosotros, los hablantes, utilizamos el mismo nombre y porque describimos sus mutaciones como si le hubiesen sucedido a una sola y misma ciudad desde los tiempos de Rómulo.


    La clave del nominalismo se encuentra en ese “como si”: la substancia es una ficción del lenguaje, pero una ficción imprescindible en el momento de hablar de las mudanzas de algo. El nominalismo preparó así la revolución copernicana de la filosofía: lo inmutable, lo imperecedero, lo eterno más allá de las variaciones accidentales, es un presupuesto de esas criaturas perecederas que somos los seres humanos. Hume y Kant son los herederos de esta revolución: para el escocés, la substancia es un producto de nuestra imaginación; para el prusiano, una categoría de nuestro entendimiento. Para ambos, ponemos esa substancia allí porque no la percibimos cuando observamos las cosas. Y como ambos piensan que no existe algo que no afecte nuestros sentidos, la substancia no existe. Hacemos como si existiera, para llegar a hablar acerca de algo porque cualquier discurso está constituido por frases con sujeto y predicado. Podríamos decir, por supuesto, envejeció, se enfermó o se murió pero estos verbos no constituirían ni un discurso ni un relato. Para que estos existan, tenemos que suponer que remiten a un solo y mismo sujeto: Sócrates. Pero esto tiene que suponerlo a la vez el hablante y el

    oyente: el lenguaje, con sus nombres, se vuelve aquí fundamental. Sin él, no compartiríamos esa ficción. Presuponemos que se trata del mismo Sócrates porque todos lo llamamos así, porque todos hacemos como si, debajo de esas cualidades cambiantes, y por el hecho de referirnos a él con un solo y mismo nombre, hubiese siempre un solo y mismo individuo. Aunque nuestro relato cuente la historia de un individuo real, debe presuponer, para existir, esa ficción de mismidad. ¿Podríamos decir, con Jaime Rest (2009), que Borges era un nominalista?

    Conocemos la respuesta del propio Borges en “De las alegorías a la novela” (1996b): la modernidad es el vasto triunfo del nominalismo sobre el realismo medieval, lo que significa que lo real, para nosotros, no son las substancias espirituales, presuntamente eternas o inmutables, sino los muy visibles y tangibles seres individuales y cambiantes, a quienes seguimos llamando con un solo y mismo nombre como sucede con Roma. Para los realistas medievales, al contrario, esa materia sensible carecía de realidad porque formaba parte de la vanitas mundana. Lo real era lo inteligible. Todo aquello que los realistas medievales situaban en el cielo de las ideas o del pensamiento divino, desde las esencias metafísicas a los valores morales, se encuentra, para nosotros, en los lenguajes humanos. Ya no nos preguntamos qué es la justicia, el amor o el ser, porque esto supondría que en el pensamiento divino se encuentran esos “quietos arquetipos” y que estamos en condiciones de elevarnos hasta ellos para encontrar definiciones universales y necesarias acerca de cualquier cosa. Nos preguntamos más bien qué significan los vocablos justicia, amor o ser, y sabemos que estas definiciones lingüísticas, humanas y hasta populares, no cesan de variar con el paso de los años y con los cambios de lugar: los pueblos no tienen las mismas concepciones de la justicia, del amor y del ser, e incluso un mismo pueblo alberga posiciones muy disímiles acerca de esas cuestiones. El nominalismo sustituyó, por un lado, la substancia por el nombre y, por el otro, la definición de la cosa (su esencia) por la definición de esos nombres (sus significaciones).


  3. Lectura fluida

    Como lo planteó Rest, y como lo sugirió Umberto Eco, Borges fue un nominalista, a la manera Guillermo de Ockham. “En el nombre rosa”, es verdad, “está la rosa” y “todo el Nilo en la palabra Nilo” (Borges 1996a: 129), pero no por las razones que Platón invoca en el Cratilo, donde suponía que los sonidos de las palabras estaban secretamente vinculados con las cosas que nombraban, sino porque, gracias al nombre, la rosa sigue siendo la misma flor desde su brote hasta su marchitamiento y el Nilo sigue siendo el mismo río a pesar del discurrir continuo de sus aguas. En la época moderna, no obstante, el conjunto de los nominalistas es tan amplio que no nos dice mucho sobre Borges. Habría que determinar qué posición defendió en el interior del conjunto, y para eso tendríamos que regresar a su interpretación singular de la sentencia de Heráclito.


    A lo largo de su obra, Borges repitió en varias oportunidades que el río de este filósofo era una metáfora del libro aunque no haya en esta sentencia, ni entre los otros fragmentos de Heráclito, nada que justifique semejante interpretación. Pero Borges se apropia esta cita así y la convierte en el centro de su metafísica. “Cada vez que leemos un libro”, dice, “el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra”, y esta alteración tiene lugar a fortiori entre distintos lectores: el Hamlet leído por Coleridge, Goethe o Bradley no es la misma obra de teatro (1996d: 205), como sucede con el Martín Fierro leído por Leopoldo Lugones, Ricardo Rojas y Ezequiel Martínez Estrada. Como cualquier otra entidad del universo, nosotros también cambiamos, solía recordar Borges, de modo que cuando nos zambullimos de nuevo en la lectura de algún texto, lo interpretamos de otro modo. Borges señalaría algunos años más tarde que según Juan Escoto Erígena las Escrituras encerraban “un número infinito de sentidos” comparable “con los tornasoles del plumaje del pavo real” (1996c: 247), y algo similar habría planteado un misterioso “cabalista español”: Dios había redactado la Biblia “para cada uno de los hombres de Israel”, por lo que había “tantas Biblias como lectores de la Biblia” (Ibid.). “Cabe pensar que estas dos sentencias”, agrega, “la del plumaje tornasolado del pavo real de Escoto Erígena, y la de tantas Escrituras como lectores del cabalista español, son dos pruebas, de la imaginación celta la primera y de la imaginación oriental la segunda”, pero, aun así, son exactas “no sólo en lo referente a la Escritura sino en lo referente a cualquier libro digno de ser releído” (Ibid.).

    Una biblioteca, en efecto, es como “un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus hechizados” que “despiertan cuando los llamamos”. “Mientras no abrimos un libro” escribe parafraseando a Emerson, “ese libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas”, pero “cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético” (2012: 9). Hasta para un mismo lector este libro cambia, “ya que cambiamos, ya que somos (para volver a mi cita predilecta) el río de Heráclito, quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el de mañana”. “Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto”. Y por eso, concluye Borges, “también el texto es el cambiante río de Heráclito” (Ibid.). Esto no significa, por supuesto, que cada lector cambie las palabras o las frases en su aspecto gráfico, o eventualmente sonoro, eso que Saussure hubiese llamado el plano del significante. El cambio se producía en el plano del significado.


    En un artículo de 1937 dedicado a unos ensayos de Paul Valéry –en el que anticipó brevemente el argumento de “Pierre Menard”–, Borges explicó el fenómeno de la fugacidad del sentido a propósito de un verso de Cervantes: “¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!” El verbo espantar era sinónimo de asombrar en el siglo XVII y de asustar en el XX, de manera que este verso había conocido una mudanza comparable a la del río de Heráclito. El significante seguía siendo el mismo; su significado, no. Había homonimia, pero no sinonimia. Borges suponía incluso en aquella escueta reseña sobre los cursos del francés que “el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto” (1996d: 454), apreciación, y provocación, que va a repetir dos años más tarde a propósito del Quijote de Menard. Poco importa, sin embargo, que estos textos se hayan mejorado o no: lo importante es que siguen siendo los mismos y otros. Así, en un pasaje del Vathek, aquella novela gótica del orientalista William Beckford, alguien le vende a un califa una cimitarra ornada con caracteres exóticos que un día significan “soy la menor maravilla de una región donde todo es maravilloso y digno del mayor príncipe de la tierra”, y al día siguiente “Ay de quien temerariamente aspira a saber lo que debería ignorar” (1996b: 133). No había ninguna magia en los caracteres de la cimitarra: solo mudaban sus significaciones.


    No sabemos a qué se refería Heráclito exactamente con la metáfora del río, pero a partir de Aristóteles, la metafísica occidental extrajo de esta sentencia una escisión entre lo permanente y lo cambiante: la substancia y los accidentes, el nombre y los predicados, aquello de lo que hablamos y lo que decimos sobre él. Para Borges, en cambio, la sentencia de Heráclito alude a la diferencia entre el símbolo y su interpretación o entre significante y significado. A esto se refiere incluso cuando sostiene que Kafka “creó” a sus precursores. No está insinuando, por supuesto, que los textos de Melville o de Hawthorne sufrieron una alteración gráfica sobrenatural después de la publicación de La metamorfosis y El proceso. Está sugiriendo que después de haber leído esos textos, interpretamos Bartleby o Wakefield de manera diferente. Dentro del nominalismo general, Borges introduce una orientación semiótica: sustituye la distinción entre nombre y predicado por la diferencia entre significante y significado. A la fugacidad de la materia, los nominalistas le oponían la permanencia del nombre. A la fugacidad de la significación, Borges le opone la permanencia del significante. Para los nominalistas, el problema era la relación del nombre con su referente; para Borges, la relación del nombre con sus intérpretes.


    De esto se infiere que “la obra que perdura”, la obra que atraviesa las diferentes épocas históricas, “es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y también un mapa del mundo” (1996b: 92). Borges estaba haciendo alusión así a Pablo de Tarso, quien se había vuelto “judío con los judíos”, “débil con los débiles” y “todo para todos, para salvarlos a todos” durante sus periplos evangélicos (1 Corintios 9, 22). Aunque disientan entre sí a la hora de interpretar la correspondencia paulina, las diferentes iglesias cristianas se ven reflejadas en ella y consultan esas epístolas como si fueran un mapa infalible para orientarse en la vida. Borges va a encontrar esta misma idea en una carta de Bernard Shaw: “Yo comprendo todo y a todos y soy nada y soy nadie” (1996b: 153). “De esa nada”, comentaba, “tan comparable a la de Dios antes de crear el mundo, tan comparable a la divinidad primordial que otro irlandés, Juan Escoto Erígena, llamó Nihil”, “Bernard Shaw edujo casi innumerables personas, o dramatis personae” (Ibid.). Algo semejante había planteado un biógrafo de William Shakespeare: el dramaturgo inglés también “se parecía a todos los hombres, salvo en lo de parecerse a todos los hombres” porque “íntimamente no

    era nada, pero era todo lo que son los demás, o lo que pueden ser” (Borges, 1996b: 141). Como el Dios de la teología negativa, la obra de Shakespeare albergaba todas las variantes de la humanidad porque todas las variantes de la humanidad se veían reflejadas en el espejo de su obra.


    Del mismo modo que Borges convertía la sentencia de Heráclito en una metáfora de los textos, convierte la teología negativa de Dionisio Areopagita o Escoto Erígena en una teoría del significante: un significante puede significar muchas cosas porque, por sí mismo, no significa nada muy preciso. De un significante sólo podemos asegurar que significa algo: está por verse qué exactamente. Ninguna interpretación agota las significaciones de un “símbolo”, declaraba en 1937 a propósito de las “parábolas” de H.G. Wells. El argentino las compara con el célebre acertijo que Sófocles le atribuyó a la Esfinge: “¿Cuál es el animal que tiene cuatro pies en el alba, dos al mediodía, y tres en la tarde?” Percibimos inmediatamente que la solución, “el hombre”, “es inferior al mágico animal que deja entrever la pregunta y a la asimilación del hombre a ese monstruo y de setenta años a un día y del bastón de los ancianos a un tercer pie” (1996a: 325). Algo similar sucedía en “La secta del Fénix”, ese cuento en el que Borges narra la historia de una extraña cofradía adepta a un ritual secreto que le permite perpetuarse: a medida que avanzamos en la lectura, nos damos cuenta de que la secta es la humanidad, y la ceremonia furtiva, el coito, pero esta solución es igualmente inferior a la enigmática liturgia que nos propone aquel cuento.


    En abierta oposición con el ultraísta que había sido, y para quien la creación de metáforas y símbolos caracterizaba a los poetas, el Borges de la madurez entiende que “el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado”, pero “esas contadas invenciones pueden ser todo para todos, como el Apóstol” (1996b: 185). En sus años mozos, Borges se representaba la metáfora como la sustitución de un significante por otro, y pensaba que el lector debía “adivinar” cuál era el significante suplantado. Las poesías y los cuentos tenían, o debía tener, la estructura de un acertijo. Más tarde, pensará que cualquier significante puede convertirse en metáfora si los lectores presuponen que está sustituyendo a otro, silenciado. Borges suplanta el enigma por la plasticidad: primero pensaba que los autores inventaban esas adivinanzas sucintas que serían las metáforas; luego entenderá que las inventan los lectores.


  4. Una literatura inagotable

    Pero Borges no ignoraba que, con su vindicación de los equívocos de la escritura, y con su defensa de la “plasticidad” del significante, estaba entrometiéndose en un antiguo debate de la filosofía europea. Hacia el final del Fedro, Sócrates había narrado “una fábula egipcia contra la escritura” y comparado a las letras “con figuras pintadas ‘que parecen vivas, pero no contestan una palabra a las preguntas que les hacen’” (1996b: 111). El argentino conjetura entonces que Platón inventó el diálogo filosófico “para atenuar o eliminar” esa “mudez de los libros” (1996d: 198), aunque siguió desconfiando de esas “figuras pintadas” susceptibles de caer en manos de lectores que las tergiversen o malinterpreten. Borges mismo suponía que, por su carácter escrito, cualquier libro mantiene un “diálogo infinito” con sus diversos lectores. Aunque sean mudas, aquellas “figuras pintadas” responden las preguntas de los distintos lectores porque las respuestas son los “ecos” de los diversos intérpretes. Así, las palabras amica silentia lunae “significaban ahora la luna íntima, silenciosa y luciente”, pero aludían en la Eneida al “interlunio, la oscuridad que permitió a los griegos entrar en la ciudad de Troya” (1996b: 151). Cuando Homero hablaba del “vinoso mar” (Borges 2012: 15), estaba reproduciendo un epíteto habitual en ese entonces, pero a nosotros nos suena como una audaz metáfora ultraísta. La literatura “no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es” (1996b: 151). Ese “diálogo infinito” no es sino una variante de aquella “infinita y plástica ambigüedad” de la escritura. Borges estimaba incluso que si hubiese logrado saber cómo habrían de leer sus textos en el año dos mil, “sabría cómo será la literatura del año dos mil” (Ibid., 152). El libro mismo es el libro mudo. Cuando empieza a hablar, no cesa de diferir de sí, a la manera del río.


    Jugando con la ambivalencia del verbo francés entendre (oír y entender), Derrida insistiría en denunciar el fonocentrismo de la metafísica occidental: esta supone que, cuando oímos a alguien,

    entendemos directamente lo que dice. A estar con él, este fonocentrismo se remontaría al mencionado Fedro de Platón, y habría persistido en la metafísica occidental, a tal punto que esta vindicación de la voz sobre la escritura no sería sino la metafísica misma (Derrida, 1972). Pero más que oponer la ambigüedad de la escritura y la precisión de la oralidad, Platón oponía el autor el ausente y el presente: este se encontraba en condiciones de responder a las diversas preguntas para evitar la tergiversación de su palabra. “Huérfana” de su autor, le explica Sócrates a Fedro, la “mudez de la escritura” se prestaba a los equívocos más extravagantes. Y por eso, dice Borges, Platón trató de conjurar estas derivas imitando, cuando escribía, los diálogos de su maestro.


    No deja de resultar curioso, en este aspecto, que un pensador como Jacques Rancière haya recurrido a ese mismo pasaje del Fedro para convertir a Borges en un heredero de Platón, y que invocara nada menos que “Pierre Menard, autor del Quijote” para corroborar este aserto (1998: 111). El autor de La palabra muda pareciera confundir a un autor que, a la manera de Poe, controla minuciosamente cada elemento de su texto, con un autor que, a la manera de Platón, trata de fijar la significación de sus términos para evitar tergiversaciones. Gracias al meticuloso trabajo de Daniel Balderston (2021) con los manuscritos de Borges, sabemos que el argentino trataba de no dejar ningún detalle al azar durante la redacción de sus cuentos y sus poemas. Sabemos también que, como cualquier filósofo, Platón ponía un especial empeño en definir sus conceptos y que el artificio de sus diálogos servía en buena medida para justificar la precisión de estas definiciones. Pero Borges entendía que el minucioso control de la construcción poética o narrativa se efectuaba, entre otras cosas, para favorecer sus indefiniciones. Para él, la voz no debía controlar la escritura sino al revés: a cualquier autor le bastaba con lanzar su escritura al mundo y esas “pinturas mudas” van a ponerse a parlotear. A él no le preocupan las posibles tergiversaciones debido a que no hay una significación originaria: en el origen no hay un significado fijo, o un concepto, sino un significante “plástico”.


    Así, Nathaniel Hawthorne nos habla de una “grieta” que es “la boca del Infierno ‘con vagos monstruos y con caras atroces’ y también el horror esencial de la vida humana y también el Tiempo, que devora estatuas y ejércitos, y también la Eternidad, que encierra los tiempos”. “Es un símbolo múltiple”, nos explica Borges, “un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles”, como el Tiempo y la Eternidad. “Para la razón, para el entendimiento lógico, esta variedad de valores puede constituir un escándalo, no así para los sueños que tienen un álgebra singular y secreta, y en cuyo ambiguo territorio una cosa puede ser muchas” (1996b: 63). Por eso Borges lamentaba que Hawthorne hubiese “dañado” algunas de sus narraciones con “el deseo puritano de hacer de cada imaginación una fábula”, error estético que “lo inducía a agregarles moralidades y a veces a falsearlas y deformarlas” (Ibid., 62). En un apunte de 1836, el norteamericano imagina el argumento de una serpiente alojada en el estómago de un hombre y alimentada por él a pesar de los tormentos que le inflige. Habría bastado con presentar muy llanamente esta idea y Hawthorne nos hubiese ofrecido un relato formidable. Pero agobiado por la gravosa moral de sus ancestros puritanos, el norteamericano se sintió obligado a “revelar” la significación de la parábola: “Podría ser un emblema de la envidia o de otra malvada pasión” (Ibid., 68). “En Hawthorne”, comenta Borges, “siempre la visión germinal era verdadera; lo falso, lo eventualmente falso, son las moralidades que agregaba en el último párrafo o los personajes que ideaba, que armaba, para representarla” (Ibid., 72). Un texto es verdadero, desde la perspectiva borgesiana, cuando, al revés de lo que pretendía Platón, no conjura la “plasticidad” del significante sino que la favorece, y por eso no hay que confundir en sus textos lo misterioso y lo plástico: un misterio puede resolverse, como en la novela policial, después de una minuciosa interpretación de los indicios; la plasticidad del significante no nos revela tanto lo que pensaba su autor como lo que pensaban sus intérpretes.


    Borges, como se sabe, era un aficionado de los relatos policiales en el estilo de Poe o Chesterton, porque esta literatura ilustraba un principio mallarmeano que el argentino defendió en un ensayo de 1932: “El arte narrativo y la magia”. En literatura, declaraba, hay que callar el tema del poema o la narración y sugerirlo a través de figuras para proporcionarle al lector el placer de adivinarlo. La literatura era un sofisticado acertijo. Es por este motivo que algunos años más tarde, en “El pudor en la historia”, Borges celebra un texto de Snorri Sturluson en el que el historiador islandés contaba cómo el rey Harald de Inglaterra se las arregló para amenazar solapadamente a su adversario noruego: en lugar

    de decirle que lo mataría, le anuncia la cesión de “seis pies de tierra inglesa y, como es alto, uno más” (Ibid., 163). Sabemos que el tema de “El jardín de senderos que se bifurcan” es el tiempo porque Ts’ui Pên había omitido sistemáticamente esta palabra y la había remplazado por metáforas y paráfrasis, como lo haría Borges con el coito en “La Secta del Fénix”. Con el paso de los años, este ideal se modificó: ya no se trataría de escribir un texto para que un puñado de lectores, más avezados que otros, adivinara la solución sino un texto en el que cada lector la imaginara y ninguna fuera más acertada que otra. Cualquier texto literario debía ser “un símbolo múltiple”, “un símbolo capaz de muchos valores, acaso incompatibles”. Cualquier texto literario debía parecerse a un sueño.


  5. Los ecos de un nombre


    En su “Historia de los ecos de un nombre”, Borges reconstruyó el largo periplo de uno de esos significantes “plásticos”: Soy el que soy. “El sentencioso nombre de Dios, el nombre que, a despecho de constar de muchas palabras, es más impenetrable y más firme que los que constan de una sola, creció y reverberó por los siglos” (1996b: 19). La conjunción “más impenetrable y más firme” resume perfectamente la idea: la permanencia de un significante es directamente proporcional a su opacidad: oscuro, incomprensible, susceptible de múltiples interpretaciones, es una especie de “espejo enigmático” en el sentido de San Pablo (Scavino, 2013). La “firmeza” de un significante −la misma que los realistas medievales le atribuían a la substancia imperecedera− depende de su hermetismo. Aunque se trata de una simulación del hermetismo: ese significante no tiene un significado oculto; no tiene ninguno en particular y puede, como consecuencia, asumir muchos. William Shakespeare, por ejemplo, introduce en una comedia “a un soldado fanfarrón y cobarde, a un miles gloriosus que ha logrado, a favor de una estratagema, ser ascendido a capitán” (1996b: 21). La trampa se descubre, el soldado es degradado públicamente “y entonces Shakespeare interviene y le pone en la boca palabras que reflejan, como en un espejo caído, aquellas otras que la divinidad dijo en la montaña: Ya no seré capitán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir” (Ibid.). Gracias a estas palabras, el soldado deja bruscamente “de ser un personaje convencional de la farsa cómica y es un hombre y todos los hombres”. Estas mismas palabras reaparecen en los últimos días de Jonathan Swift, cuando, enfermo de cuerpo y alma, repite “Soy lo que soy, soy lo que soy”. Borges conjetura entonces que Swift sentía que estas palabras significaban “Seré una desventura, pero soy” o “Soy una parte del universo, tan inevitable y necesaria como las otras” o incluso “Soy lo que Dios quiere que sea, lo que me han hecho las leyes universales, y acaso Ser es ser todo”. El significante “soy el que soy” es, como consecuencia, uno de aquellos “símbolos múltiples”, capaces “de muchos valores, acaso incompatibles” (Ibid., 22).


    Borges propone entonces que la historia universal sea entendida como “la historia de unas cuantas metáforas”, a la manera de la famosa “esfera de Pascal” (1996b: 16). Esta esfera también tuvo sus diversos “ecos”: el ser de Parménides, la divinidad de Platón, el universo de Bruno y la naturaleza en Pascal. La infinitud de esta esfera equivalía a la “rotura de las bóvedas estelares” en los textos del sacerdote italiano, pero setenta años después, en los fragmentarios Pensamientos del jansenista francés, “no quedaba un reflejo de ese fervor y los hombres se sintieron perdidos en el tiempo y el espacio” (Ibid., 17). Pascal no interpreta esa esfera infinita como la metáfora de una liberación del hombre del “mundo cerrado” medieval sino como la figura de “un laberinto y un abismo” (Ibid., 18) que lo dejan desamparado en un “universo infinito” donde el cielo ha dejado de estar “arriba” y el infierno “abajo”. Cada una de las interpretaciones de aquella “esfera” era el “eco de un nombre” que nos legó ese reservorio de significantes que es el archivo o la biblioteca, vale decir, el pasado.


    La historia del pensamiento o de la cultura no es la invención de nuevas metáforas, como pensaba el joven colaborador de Proa o Martín Fierro, sino la historia de las nuevas interpretaciones de algunas viejas figuras: “Empezaré la historia de las letras americanas con la historia de una metáfora; mejor dicho, con algunos ejemplos de esa metáfora” (Ibid., 58). Se trata, en este caso, de la comparación del sueño con un teatro, y los primeros ejemplos que Borges evoca no provienen de los escritos de autores americanos sino de dos españoles: el “Sueño de la muerte” de Francisco de Quevedo y “Varia imaginación” de Luis de Góngora:

    El sueño, autor de representaciones, en su teatro sobre el viento armado,

    sombras suele vestir de bulto bello. (Ibid.)


    Las historias de un significante “ambiguo” o “plástico” pueden extenderse incluso hasta relatos enteros. En “Diálogos del asceta y el rey”, Borges recuerda la anécdota, seguramente ficticia, de la desdeñosa respuesta de Heráclito a la invitación del rey Darío. Esta historia se parece como dos gotas de agua al relato del encuentro entre Alejandro de Macedonia y Diógenes el Cínico recogida en las Vidas de los grandes filósofos por Diógenes Laercio, y el argentino la compara con una novela hindú, Preguntas de Milinda, donde aparecía una escena similar cuyos protagonistas eran el asceta que no tiene nada y el poderoso que lo tiene todo (“el cero”, comenta Borges, y “el infinito”). La misma historia se repite en China entre el emperador y un sacerdote budista, o en Noruega, entre el rey Olaf Tryggvason, recientemente convertido al cristianismo, y un viejo músico que le cuenta la historia de la muerte del dios Odín. “Fuera de su virtud”, concluía Borges, “que puede ser mayor o menor, los textos anteriores, diseminados en el tiempo y en el espacio, sugieren la posibilidad de una morfología (para usar la palabra de Goethe) o ciencia de las formas fundamentales” (Ibid., 303). Estas formas, que Vladimir Propp había estudiado apenas unos años antes en la Universidad de Leningrado, le permitían conjeturar a Borges que existe una reducida cantidad de metáforas cuyas significaciones cambian con el paso de los años, y el desplazamiento de un pueblo a otro, pero también un reducido número de fábulas cuyos protagonistas varían. El mismo principio que pareciera fundamentar la metafísica borgeana aparece en este artículo: un mismo símbolo, o un mismo relato, y una multiplicidad de variaciones.


    A esos significantes “plásticos” Lévi-Strauss los había llamado, por esos años, “flotantes” y son los mismos que cualquier filósofo pretende conjurar cuando define sus conceptos (el significante “flota”, justamente, sobre las cambiantes aguas de los significados). El significante flotante es “una simple forma o, más exactamente, un símbolo en estado puro y, como consecuencia, susceptible de verse cargado con cualquier contenido simbólico”, y es “la servidumbre de todo pensamiento finito (pero también la promesa de todo arte, de toda poesía, de toda invención mítica y estética)” (Lévi-Strauss 1950: XLIX-L). Borges comparaba esos significantes con la divinidad de la teología negativa; Lévi- Strauss los compararía con el mana sagrado de las culturas polinesias. El Nihil de Escoto Erígena era, para el argentino, una metáfora de estos significantes plásticos; el mana sería, para el etnólogo, un significante “con valor simbólico cero” (Ibid.). Borges aseguró incluso en “El culto de los libros” que, para nosotros, estos se volvieron “sagrados” y por eso consideramos su quema como un intolerable sacrilegio: no tanto por la esfumación del objeto de papel, como por el peligro de extinción de una singularidad significante. Parafraseando una vez más a Emerson, podría decirse que el sacrilegio no consiste en quemar el volumen cerrado sino en privar a los lectores del libro abierto.


    Estos significantes que la filosofía siempre buscó domesticar constituyen el alimento predilecto de los textos literarios: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares”, escribía el argentino, “quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá el hecho estético” (1996b: 15). Borges repite esta reflexión a propósito de la llanura convertida en significante: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo”, escribe en “El fin”, nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos, pero es intraducible como una música…” (1996: 544). “He sospechado a veces que el significado”, explicaba en una de sus conferencias, es “algo que se le añade al poema” porque “sentimos la belleza de un poema antes incluso de empezar a pensar en el significado”, como ocurre con “Las dos rosas rojas de la luna” (Two red roses across the moon) en un poema de William Morris: “Hay versos que, evidentemente, son hermosos y no tienen sentido”, proseguía Borges. “Podríamos decir que en este caso el significado es la imagen ofrecida por las palabras; pero para mí, por lo menos, no existe una imagen clara” (Ibid.). Algo similar podría decirse a propósito de aquel verso de Góngora, “sombras suele vestir de bulto bello”: este nos fascina antes de comprender la significación precisa de la frase

    (como planteaba Borges a propósito de aquel verso de Cervantes, aquí también el cambio de la significación del sustantivo sombras contribuyó a mejorar los versos: para un lector del siglo XVII se trataba de espectros, dado que estaba refiriéndose a las imágenes oníricas; para un lector contemporáneo, se trataría más bien de tinieblas, interpretación que vuelve menos trivial la imagen). Pero más allá del significado, diría Borges, “existe el placer de las palabras, y del ritmo de las palabras evidentemente, de la música de las palabras”. Esta belleza no se encuentra solamente en el ritmo y los sonidos sino en aquella “inminencia de una revelación” que podemos encontrar en los “espejos enigmáticos” de San Pablo o en la historia del unitario Pedro Salvadores: “Como todas las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que estamos a punto de comprender” (1996b: 373).


    La diferencia entre la mismidad del significante y la variedad de significados, o entre la mudez de los libros y sus diversas lecturas, puede parecer escandalosa “para la razón, para el entendimiento lógico” característicos de la filosofía y la ciencia. Borges llega a esta conclusión, no obstante, a través de argumentos filosóficos: hay un pensamiento onírico o poético en el que una cosa puede ser a la vez la misma y otra, pero este pensamiento no existiría sin aquella diferencia entre significante y significado. Como ocurría, desde la perspectiva de Freud, con el “doble sentido antitético” de las “palabras primitivas”, un mismo significante puede asumir significados opuestos (Freud 1978: 143). Cuando la razón y el entendimiento lógico tratan de evitar los malentendidos y las tergiversaciones a través de sus definiciones precisas de los términos, están tratando de expulsar de su polis a los poetas y los soñadores. Alguien podría replicarnos con la propia reflexión de Borges sobre Quevedo: se trataba de un poeta y por eso “juzgarlo un filósofo, un teólogo” sería “un error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido” (1996d: 134). Solo que, a diferencia del español, Borges no cesó de teorizar esa “ambigüedad” de la palabra poética, de modo que tenemos dos Borges: uno que teoriza sobre esta ambigüedad y que, como filósofo, trata de definir sus conceptos y de multiplicar los ejemplos con el propósito de evitar malentendidos; el otro que, como poeta, alienta la “plástica” ambigüedad de la escritura y asocia la literatura con los “símbolos múltiples” susceptibles “de “muchos valores, acaso incompatibles”, como sucede en los sueños.


  6. El gabinete mágico

    La diferencia entre el significante y los significados explica también otro de los grandes tópicos del pensamiento borgesiano: la idea de un pasado creado retroactivamente. Esta idea se encontraba ya en “Fundación mitológica de Buenos Aires”, y Borges solía explicarla recordando el capítulo IX de The Analysis of Mind en el que Bertrand Russell propuso el experimentum mentis de un planeta “creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que ‘recuerda’ un pasado ilusorio” (1996a: 520). Borges volvería a evocarla en un pasaje de “Tlön Uqbar, Orbis Tertius” a propósito de los hrönir, esos objetos que los individuos creen hallar y que en realidad “crean”, o ponen allí, con sus mentes: “La metódica elaboración de hrönir (dice el Onceno Tomo) ha prestado servicios prodigiosos a los arqueólogos. Ha permitido interrogar y hasta modificar el pasado, que ahora no es menos plástico y menos dócil que el porvenir” (Ibid., 524). Esta “plasticidad” del pasado se parece a la “plasticidad” de los escritos susceptibles de muchas interpretaciones. Y no es casual que así sea: para Borges, como para cualquier historiador, el pasado se conserva en un archivo compuesto de documentos tan “plásticos”, tan “púdicos” o tan “mudos” como cualquier otra escritura. De modo que un documento histórico también es “un espejo que declara los rasgos del lector y también un mapa del mundo” (1996b: 92).


    En “La otra muerte”, Borges imaginaba que Dios había modificado el pasado de Pedro Damián, un militar que se había acobardado en la batalla de Masoller y al que todos terminan recordando como un valiente en el momento de su muerte. Borges se había inspirado en un teólogo mencionado por Dante en su Comedia, Piero Damiani, quien aseguraba que Dios, por su omnipotencia, poseía la capacidad de transformar el pasado (1996a: 690). Pero recordaba también a P.H. Gosse, quien, con el propósito de conciliar creacionismo y darwinismo, no tuvo mejor idea que proponer un Dios creador, al mismo tiempo, de Adán y de las diversas especies que precedieron a ese primer homo sapiens. Recordó

    igualmente a Oscar Wilde para quien “arrepentirse es modificar el pasado” (1996b: 85) y, en repetidas oportunidades, al idealista George Berkeley para quien ese pasado puede llegar a ser un sueño que estamos teniendo ahora. Pero estas especulaciones metafísicas, que le suministraron argumentos para sus relatos fantásticos, solo pierden su significación sobrenatural cuando aluden al universo de la escritura: Wakefield o Bartleby son, para nosotros, dos hrönir inducidos por la lectura de Kafka, mientras que en el Martín Fierro Lugones, Rojas y Martínez Estrada encontraron hrönir diferentes. La historia no es solamente la sucesión de actos y pensamientos humanos que dejan trazas escritas: es también la sucesión de interpretaciones de esas trazas, interpretaciones que no cesan de “modificar el pasado” a la manera de Kafka.


    Hay historia porque la mudez de los significantes, o de las huellas dejadas por las acciones y pensamientos humanos, son susceptibles de muchas interpretaciones. Si esas trazas abandonaran sus reticencias, si dijeran todo sin callar nada, no habría necesidad de interpretarlas, y los historiadores se limitarían a exponer los documentos del pasado. Hay historia, en consecuencia, por el mismo motivo que hay literatura: porque los significantes, lacónicos, silencian sus significados. Hay historia porque el pasado perdura en los escritos y porque esos escritos y ese pasado no cesan de metamorfosearse con las diversas lecturas. Hay historia, en definitiva, por el mismo motivo que hay sueños en donde una cosa puede ser la misma y otra, o donde un mismo significante puede contener significaciones disímiles (y algo de este onirismo pareciera insinuarse en el vocablo hrönir de Tlön). Si la historia se parece al río de Heráclito, no se debe solamente a que las épocas cambian sino también a que cambia ese pasado presuntamente inexorable. Una vez más, Borges reinterpreta los textos de Damiani, Berkeley y Russell acerca de la alteración del pasado, y los convierte en teorías de la interpretación o de la creación retrospectiva de precursores. ¿Y no sería finalmente lo que él mismo hizo con su “cita predilecta”? Borges también creó a sus precursores y entre ellos se encuentra Heráclito de Éfeso, apodado el Oscuro.


    Por eso no habría que confundir el heraclitismo de los significantes con el atomismo de las letras. Bastaría con recordar, para ello, la sesgada polémica de Borges con el científico alemán Kurd Lasswitz. Este había calculado, recordémoslo, las dimensiones de una biblioteca que registrara “todas las variaciones de los veintitantos símbolos ortográficos” (Ibid., 151). En el prólogo de Ficciones (1996a: 446), el argentino reconoció que había escrito “La biblioteca de Babel” después de haber leído “La biblioteca universal” del matemático alemán, pero recordó también que ambos se habían inspirado en el atomista Leucipo de Mileto. Como ocurría con Heráclito, conocemos las ideas de este filósofo jónico a través de las citas de otros pensadores. Aristóteles, una vez más, evocó una analogía propuesta por Leucipo en su tratado Acerca de la generación y la corrupción: del mismo modo que “las tragedias y las comedias” estaban compuestas “por las mismas letras” (Aristóteles 1987: 143), los diversos entes del universo estaban compuestos por las múltiples combinaciones de los mismos átomos. Cuatro siglos más tarde, Lucrecio retomaría la analogía de Leucipo para afirmar en De rerum natura que esos “cuerpos comunes a todas las cosas” eran “como las letras [elementa] de las palabras”: del mismo modo “que en mis versos ves diseminadas letras comunes a muchas palabras”, le explicaba a su lector, esos corpúsculos indivisibles son “comunes a muchas cosas” (1962: 28). La línea entre lo invariable y lo variable pasaba para los atomistas por la diferencia entre los átomos y sus compuestos, es decir, entre los indivisibles y los divisibles. Como no podían dividirse ni, como consecuencia, descomponerse, los átomos eran unidades materiales imperecederas o eternas, mientras que los cuerpos visibles y divisibles que esos corpúsculos componían no cesaban de armarse y desarmarse. La flor traída del futuro por el protagonista de The Time Machine, explicaba Borges, estaba compuesta por átomos que “ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún” (1996b: 22), y nada impediría que algún día esos mismos átomos volvieran a encontrarse para componer la misma flor. Algo semejante ocurre con los libros. Una máquina que combinara al azar las letras del español podría producir, después de un número desmesurado de intentos, el Quijote. Esta novela aparecería, como se dice, de vuelta, y a esto se refiere Borges cuando rememora la vieja idea del eterno retorno de lo mismo.


    Tanto Lasswitz como Borges destacaban, aun así, el hecho de que la mayoría de los libros de esa “biblioteca universal” no significaban nada en absoluto, como ocurría con la mera sucesión de letras

    del alfabeto o con las variaciones del orden de las letras de un generador de anagramas. Solo en algunos casos, muy raros, esas letras se combinan de manera que nosotros, sus lectores, reconocemos en ellas segmentos significantes, por la sencilla razón de que las letras no son, de por sí, significantes. A diferencia de los significantes, justamente, las letras no se traducen. Cuando pasamos de un alfabeto a otro, se transliteran. Las letras se mantienen idénticas a sí mismas sin importar en qué lugar de una combinación se las coloque (en AB y en BA la A y B siguen siendo las mismas letras). Las significaciones de los signos lingüísticos, por el contrario, cambian en función de sus posiciones: por mencionar solo algunas ocurrencias, el sonido /a/ significa “femenino” al final del adjetivo roja, “tercera persona del singular” al final del verbo canta, “negación” al principio de adjetivos como amoral o asocial, pero también “verbalización” en casos como acobardar o aleccionar.


    Cuando ideó su idioma analítico, John Wilkins se vio obligado a atribuir significaciones precisas a las letras del alfabeto latino y lo hizo teniendo en cuenta sus posiciones en una secuencia. Como explica Borges, a quería decir animal, ab mamífero, abo carnívoro, etc. (1996b: 103). Para que asumieran ese valor, Wilkins tuvo que proponer una tabla de equivalencias, y para que su idioma fuera universal, esas equivalencias tenían que ser aceptadas por la totalidad de los humanos y mantenerse inmutables a lo largo de los siglos. En las lenguas naturales, en cambio, este diccionario no cesa de variar, como ocurrió, sin ir más lejos, con el vocablo espantar. A diferencia de las letras, los significantes nunca son idénticos a sí mismos: aun cuando pronunciemos esas letras y las hagamos, como consecuencia, hablar, no nos dicen lo que significan. Las letras pertenecen, para Borges, al dominio de las identidades. Los significantes, al dominio de las equivalencias. La combinatoria de letras ABCD es idéntica a la combinatoria ABCD y difiere de XYZA, aunque la letra A siga siendo, en ambos casos, la misma, como ocurre con el átomo de oxígeno en la composición de la molécula de agua (H2O) o de dióxido de carbono (CO2). Esta identidad de las letras no se modifica con el paso de los siglos. El significante espantar, en cambio, equivalía a asombrar en los poemas de Cervantes, y a asustar en nuestros días. Las letras se repiten como lo mismo; los significantes se repiten como lo diferente. Si Pierre Menard hubiese querido escribir un Quijote que significase lo mismo que el Quijote de Cervantes, tendría que haber escrito otro texto, es decir, una combinatoria de letras totalmente diferente, y Borges sugiere que tendría que haber hablado de “estaciones de aprovisionamiento de nafta” en lugar de ventas y tabernas (Ibid., 54). La sentencia de Heráclito es una metáfora adecuada acerca de la significación de los libros, pero no acerca de las combinaciones de letras: el agua de ese río es siempre la misma porque, entre dos zambullidas, la molécula de agua sigue estando compuesta por la misma combinatoria de átomos, es decir, H2O. Y por eso la imagen de la reencarnación pitagórica o budista, a la que recurre Borges en un ensayo sobre el vínculo entre el poeta Omar Khayyán y su traductor inglés, Edward FitzGerald, alude a este “tránsito del alma por muchos cuerpos” (Ibid., 82) y no corresponde a la repetición de una misma combinatoria de letras o de átomos sino a una equivalencia de las significaciones: una traducción repite lo que dice un texto, pero lo hace en otros términos.


    Cuando Borges asegura que la literatura “no es agotable, por la suficiente razón de que un solo libro no lo es”, y a que una “literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída” (1996b: 151), está poniendo en entredicho la perspectiva atomista: una composición de letras puede repetirse, pero esta repetición no va a generar la misma obra porque esta no depende solamente de la combinación de caracteres sino también, y sobre todo, de las diferentes interpretaciones. La biblioteca, para él, no es la combinatoria de átomos de Lasswitz sino el “gabinete mágico” de Emerson. Lo inmutable, para los atomistas, eran los átomos, y lo mutable sus combinaciones; lo inmutable, para Borges, son los significantes y lo mutable sus significados. La flor de Wells va a marchitarse irreversiblemente, y este marchitamiento tan lamentado por los poetas no sería, desde la perspectiva de Leucipo y Lucrecio, sino la descomposición de esa efímera coalición de átomos. Pero los propios átomos no se marchitan. Y tampoco los significantes, aunque sean composiciones de letras. El significante flor va a perdurar aunque algún día el español se convierta en lengua muerta. Sus significaciones, por el contrario, no van a cesar de variar. ¿Se trata del órgano sexual de una planta? ¿De la élite de un país? ¿De su juventud? ¿De un elogio o una galantería? Algo similar podría decirse de los libros. Estos pueden destruirse, por supuesto, pero los copistas, los

    bibliotecarios o los editores van a perpetuar, pública o clandestinamente, la mismidad de esos

    significantes −la mismidad “sagrada” de esos significantes− para que sus lecturas sigan variando.


  7. Conclusión


La metafísica de cualquier autor se reconoce sobre todo por la división que establece entre lo mismo y lo diferente, lo inmutable y lo mutable, lo permanente y lo variable, lo perdurable y lo fugaz. Para los realistas medievales, esta línea pasaba entre la substancia y los accidentes; para los nominalistas, entre el nombre y sus predicados; para los atomistas, entre los átomos y sus compuestos; para Borges, entre los textos y sus interpretaciones. Pero Borges empieza a defender estas posiciones hacia finales de los años treinta. Porque antes, cuando promovía el nacionalismo y el antiguo culto del coraje, cuando estaba fascinado con los cuchilleros suburbanos, su metafísica no era todavía esa. Los poetas griegos ya sabían que los héroes no eran inmortales porque poseían un alma (la psychē no era, para ellos, una entidad inmaterial sino un soplo que partía con el estertor postrero). Se volvían inmortales porque los pueblos seguían contando sus hazañas muchos siglos después de que sus cuerpos se descompusieran o sus átomos se separaran. El héroe se volvía inmortal porque gracias a los cantos que contaban sus hazañas, alcanzaba la “gloria imperecedera”. La tenue línea metafísica pasaba, para el joven Borges, entre la palabra y la materia. Es el motivo por el cual, algunos años más tarde, en su poema sobre el tango, escribió acerca de los cuchilleros del pasado:


Esa ráfaga, el tango, esa diablura, Los atareados años desafía;

Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura Menos que la liviana melodía…

Aunque concluyera diciendo:


…que sólo es tiempo. El tango crea un turbio Pasado irreal que de algún modo es cierto,

El recuerdo imposible de haber muerto

Peleando, en una esquina del suburbio. (1996b: 357)


Estos versos resumen, después de todo, el argumento de “El Sur”: el joven letrado que, fascinado con la literatura gauchesca, quería morir en un duelo de puñales mientras atardecía en la llanura y terminaría muriendo (supuestamente) en una cama de hospital del centro de la ciudad mientras soñaba ese duelo. En “El Sur”, Borges pondría en entredicho ese culto del coraje estrechamente vinculado con el nacionalismo lugoniano y el “criollismo algo voluntario” de sus años juveniles, ese mismo culto que las huestes de Hitler y Mussolini habían revivido para terminar precipitando a la humanidad en la guerra más letal que conoció. Con este culto, Borges se deshizo igualmente de la escisión entre la inmortalidad poética y la mortalidad corporal. La gauchesca y el tango “crearon” el “turbio pasado irreal” de los argentinos, es decir, un pasado soñado por los lectores de esa poesía o los oyentes de esas letras. No hay un pasado que perduró gracias a esos textos. Hay un pasado creado retrospectivamente por los lectores o auditores de esos textos.


Estas poesías y canciones van a perdurar, pero sus interpretaciones no van a cesar de transformarse. Borges nos advierte: somos finitos porque poseemos un cuerpo mortal y porque nuestras interpretaciones nos sitúan, como a Menard, en un lugar y una época. El cuerpo de Borges no pereció en 1938 cuando, después de haberse golpeado la cabeza con la arista de un postigo, una septicemia lo postró durante semanas en un hospital porteño. Su “criollismo algo voluntario”, sí. Y esta manera de entender la finitud emparenta al argentino con la filosofía de su contemporáneo alemán, Martin Heidegger, para quien el Dasein, el “ser-en-el-mundo”, era una interpretación precisa de la realidad. Si algo caracteriza a una buena parte de la filosofía del siglo XX es que los sujetos son, antes que nada, intérpretes e intérpretes situados en un mundo histórico. Borges puede citar a Platón, a Spinoza, a

Leibniz o a Berkeley, pero su filosofía pertenece al siglo XX y, de muchas maneras, no cesó de pensar esta finitud.

Un intérprete, no obstante, es alguien que también habla o escribe, y desde el momento en que lo hace, desde el momento que les ofrece sus interpretaciones a los demás, se expone a las interpretaciones ajenas sin posibilidad alguna de objetarlas. Nuestras interpretaciones son finitas pero nuestros decires infinitos, sobre todo si los futuros intérpretes no cesan de atribuirles las significaciones más dispares. Borges alcanzó ese estatuto que él mismo le atribuía a San Pablo, Shakespeare o Cervantes: pocas obras, en efecto, se han convertido en el centro de un catálogo bibliográfico tan descomunal, pocas han merecido una cantidad tan extensa de comentarios, exégesis y glosas. Si “la obra que perdura”, “es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad”, si “es todo para todos, como el Apóstol”, si “es un espejo que declara los rasgos del lector y también un mapa del mundo”, no cabe la menor duda de que la obra de Borges alcanzó esa inmortalidad.


Referencias


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