https://doi.org/10.34024/prometeica.2023.27.14593


AUTOCONTENCIÓN Y HUMANIDAD FRONTERIZA

LA PROPUESTA DE RIECHMANN CONTRA EL CONSUMO DESMEDIDO Y UNA HUMANIDAD EN FUGA


SELF-RESTRAINT AND BORDER HUMANITY

Riechmann's proposal against excessive consumption and a humanity in fugue


AUTOCONTENÇÃO E HUMANIDADE FRONTEIRIÇA

A proposta de Riechmann contra o consumo excessivo e uma humanidade em fuga


Pehuén Barzola Elizagaray

(CONICET Mendoza, Argentina)

pehuen.be@gmail.com


Ofelia Agoglia (Instituto Interdisciplinario de Ciencias Básicas, UNCUYO/CONICET, Facultad de Ciencias Agrarias, UNCUYO, Argentina)

ofeagoglia@gmail.com


Camilo Arcos

(Instituto Interdisciplinario de Ciencias Básicas, UNCUYO/CONICET, Argentina)

camiloarcos29@gmail.com


Mariela Gelman

(Instituto Interdisciplinario de Ciencias Básicas, UNCUYO/CONICET, Argentina)

marielagelman@gmail.com


Recibido: 14/11/2022

Aprobado: 01/06/2023


RESUMEN

La saturación ecológica del planeta a la que hemos llegado hace insostenible el actual modo de vida de la humanidad, por lo que es necesario tomar medidas drásticas para reinsertar nuestras prácticas dentro de los límites biofísicos que nos impone. Para ello, es necesario hacer frente a dos tendencias de nuestra sociedad, que en la obra de Jorge Riechmann se desarrollan como: consumo desmedido y humanidad en fuga. Contra éstas, el autor propone la autocontención –una ética de la suficiencia– y el desarrollo de una humanidad fronteriza. El diálogo entre esta teoría y otros autores de la corriente crítica nos permite desentrañar las características de la sociedad actual que causan estas tendencias autodestructivas, como así también los principios filosóficos que sustentan la propuesta del autor. Consideramos que la humanidad fronteriza que propone Riechmann no debe fabricarse desde cero, en cambio, puede encontrarse en los márgenes de la civilización occidental, donde los modos de vida se han desarrollado históricamente dentro de los límites biofísicos que impone su ambiente. Nos referimos a países del sur global, culturas ancestrales y campesinas, que son menospreciadas por el pensamiento dominante de la modernidad tardía, muchas veces bajo

el mote de barbarie, y que, no obstante, cumplen con los principios éticos desarrollados en este trabajo.

Palabras clave: ética. alteridad. crisis ambiental. epicureísmo. barbarie.


ABSTRACT

The ecological saturation of the planet has rendered humanity's current way of life unsustainable, needing drastic measures to reinsert our practices within the biophysical limits it imposes on us. To do so, we must confront two societal trends identified by Jorge Riechmann as excessive consumption and humanity in fugue. In response, the author proposes self-restraint –an ethic of sufficiency– and the development of a frontier humanity. The dialogue between this theory and other authors of the critical current allows us to unravel the characteristics of today's society that cause these self-destructive tendencies, as well as the philosophical principles that support the author's proposal. We believe that the frontier humanity proposed by Riechmann can be found on the margins of Western civilization, where ways of life have historically developed within the biophysical limits imposed by their environment. We are referring to countries in the global south, ancestral and peasant cultures that are reviled by the dominant thinking of late modernity, often dubbed as barbaric, but which fulfill the ethical principles developed in this work.


Keywords: ethics. alterity. environmental crisis. epicureanism. barbarism.


RESUMO

A saturação ecológica do planeta a que chegamos torna insustentável o atual modo de vida da humanidade, por isso é necessário tomar medidas drásticas para reinserir nossas práticas dentro dos limites biofísicos que ela nos impõe. Para isso, é preciso enfrentar duas tendências em nossa sociedade, que na obra de Jorge Riechmann são desenvolvidas como: consumo excessivo e humanidade em fuga. Contra estes, o autor propõe a autocontenção –uma ética de suficiência– e o desenvolvimento de uma humanidade fronteiriça. O diálogo entre essa teoria e outros autores da corrente crítica nos permite desvendar as características da sociedade atual que causam essas tendências autodestrutivas, bem como os princípios filosóficos que sustentam a proposta do autor. Acreditamos que a humanidade fronteiriça proposta por Riechmann não deve ser fabricada a partir do zero, em vez disso, pode ser encontrada nas margens da civilização ocidental, onde os modos de vida se desenvolveram historicamente dentro dos limites biofísicos impostos por seu ambiente. Referimo-nos a países do sul global, culturas ancestrais e camponesas, que são desprezados pelo pensamento dominante da modernidade tardia, muitas vezes sob o apelido de barbárie, e que, no entanto, cumprem os princípios éticos desenvolvidos neste trabalho.


Palavras-chave: ética. alteridade. crise ambiental. epicureanismo. barbárie.


Introducción


Uno de los problemas inéditos que presenta la actual crisis socioambiental –que se puede concebir como crisis de la civilización occidental (Riechmann, 2004)– con respecto a otros momentos en la historia de la modernidad es que nuestra sociedad ha traspasado los límites biofísicos del planeta. Las consecuencias de todas nuestras acciones, individuales o colectivas, se ven magnificadas por la escala global en que hoy se manifiestan. El cúmulo de estas acciones, cuyo impacto individual se podría considerar nimio, genera hoy consecuencias ecológicas de mayor alcance espacial y temporal que en cualquier fase anterior de la historia humana (Riechmann, 2014: 47).

El modelo de desarrollo predominante, sobre todo desde principios del siglo XX, ha crecido hasta llenar el mundo (saturarlo biofísicamente). Ya no hay un “afuera”, han desaparecido las externalidades, por lo que se requiere un nuevo modelo de producción y consumo en el que el aumento del bienestar humano venga de la mano del decrecimiento material. Por su parte, la ética asociada al modelo de convivencia y aspiraciones sociales para una vida buena también debe recibir un tratamiento distinto ante las condiciones y límites que impone esta época.

En un artículo de 2005, el pensador ecosocialista madrileño Jorge Riechmann se enfrenta a este problema de haber llenado el mundo y propone la biomímesis para superar la crisis ambiental y el colapso de nuestro sistema con los límites del planeta. Esta categoría comprende el rediseño de la tecnosfera actual, desfasada de la biosfera, para reinsertarla dentro de sus límites biofísicos. Hacia el final del artículo introduce la autolimitación (o autocontención) como “clave inexcusable del desarrollo sostenible” (2005: 117) y como fundamento ético de cualquier propuesta viable de una nueva sociedad. El autor abordará esta última categoría en múltiples obras a lo largo de los años subsiguientes.


Las formulaciones éticas tradicionales se tornan insuficientes cuando nuestras acciones se consideran, no sólo en relación a un prójimo (próximo) que se manifiesta cercano, concreto, visible o congénere, sino a diversos Otros que muchas veces son invisibles –o invisibilizados–, lejanos en el espacio, abstractos, pertenecientes a generaciones futuras o a otras especies. Por tanto, se vuelve necesaria la que Riechmann llama moral de larga distancia o de largo alcance: espacial, social, temporal y específico (2016, cap. 6). El cambio hacia una comunidad moral ampliada amerita necesariamente cambios en los valores sociales.


En este trabajo abordamos esta cuestión a través de la categoría de autocontención que desarrolla el autor. Para ello, partimos de dos rupturas necesarias contra los valores dominantes en la sociedad actual: el consumo desmedido y la humanidad en fuga de su propia mortalidad.

Establecemos un diálogo entre Riechmann y otros pensadores de la corriente crítica que nos permite desentrañar las claves filosóficas de su propuesta ética y esclarecer los principios que rigen el cambio profundo que necesitamos en la subjetividad colectiva actual. Finalmente, presentamos la idea de que la humanidad fronteriza que propone el autor no debe buscarse mediante un diseño conceptual construido desde la centralidad de la sociedad tardomoderna, sino que puede encontrarse en sus márgenes, concebidos históricamente en occidente como sociedades o movimientos encarnados en la barbarie.


Límites internos y externos al sistema


Jürgen Habermas explicaba en 1973 que, desde mediados del siglo XX, el sistema mundial del capitalismo tardío había desplazado sus límites hasta tropezar con barreras de capacidad, tanto respecto de la naturaleza exterior del planeta como de la interior de la sociedad/humanidad. Sin embargo, “mientras que la perturbación del equilibrio ecológico indica el grado de explotación de los recursos naturales, para los límites de saturación de los sistemas de personalidad no existe una señal unívoca” (Habermas, 1999: 83). La integración de la naturaleza interior no tropieza con límites absolutos como sí lo hace la apropiación de la naturaleza exterior, por lo que el estudio de la misma se vuelve más intrincado.


Con relación a este choque con los límites exteriores, Riechmann plantea que es necesaria una reconversión cualitativa del sistema, que vaya de la producción de valores de cambio a valores de uso, en el mismo sentido que Marx, Habermas, Sacristán y tantos otros lo habían hecho. Aborda esto a través de categorías como biomímesis, ecosocialismo descalzo y gestión generalizada de la demanda.


Un sistema productivo sustentable no se puede basar en una mera sustitución de materiales tradicionales por otros hechos con tecnologías verdes, o de energías fósiles por energías renovables, si no se modifican los patrones de consumo de recursos.

[Las energías renovables] podrán proporcionar lo suficiente para cubrir las necesidades básicas de la enorme población humana actual, usando mucha menos energía primaria que hoy en día y reorganizando radicalmente nuestros sistemas socioeconómicos; pero no pueden garantizar el sobreconsumo energético al que los combustibles fósiles nos malacostumbraron. (Riechmann, 2018: 88)


En este sentido, una alternativa posible es una “contracción económica de emergencia” (ídem: 89), que se consigue generalizando los criterios económico-sociales de gestión de la demanda a “todos los demás ámbitos donde surgen problemas de recursos, contaminación o escala excesiva de la actividad humana” (Riechmann, 2014: 79), apuntando a una humanidad más austera pero más igualitaria, con lo cual el decrecimiento no puede ser uniforme sino sectorizado.


Pero el problema es que la estrategia actual de innovación para incremento de la oferta, como motivadora del consumo, está basada en una concepción ontológica según la cual el único modo de ser felices es consumiendo: no soy sino lo que tengo. La sobresaturación de los sentidos que genera una oferta virtualmente infinita y un ritmo cada vez más vertiginoso de circulación de mercancías constituye, también, una especie de salvapantallas contra nuestra mortalidad.


Por ello, hacia los límites internos, se hace necesario subvertir esa ontología en una del cuidado y el enriquecimiento espiritual –antes que el material–, de la mano de una redistribución del goce que reduzca las desigualdades sociales.

No hay forma de reducir drásticamente nuestro impacto sobre la biosfera, al mismo tiempo que aseguramos las condiciones favorables a una vida buena para cada ser humano, sin actuar profundamente sobre nuestra socialidad básica, desarrollándola y enriqueciéndola. Por eso el desarrollo sostenible, si nos lo tomamos de verdad en serio, implica antes que nada la exigencia de reinventar lo colectivo. (Riechmann, 2005: 117)


Si bien principios como el de ecoeficiencia o precaución pueden ayudar en el aspecto técnico, la clave ineludible del desarrollo sostenible pasa por la reconstrucción de los valores. En el siglo XXI –el Siglo de la Gran Prueba, como lo denomina Riechmann (2017)– existe ya en el mundo una cantidad tal de bienes materiales e inmateriales que supera las necesidades totales de la población. Es decir, la demanda total está excedida por los bienes y servicios que debieran satisfacerla. No obstante, existe una gran brecha entre quienes viven en la opulencia, sin carestía y quienes no tienen acceso a satisfactores básicos. Según el reporte global de desigualdad, los ingresos promedio del 10% más rico del planeta son casi 40 veces mayores que los del 50% más pobre (Chancel et al., 2022).


La espantosa tragedia de nuestra época es que hoy existen mejores condiciones que nunca para que todos y todas (…) puedan vivir una vida buena y, sin embargo, la mayoría se ve excluida de ella, y los niveles de desigualdad social –aberrantes e históricamente inauditos– siguen creciendo cada vez más. (Riechmann, 2014: 297-298)


El hecho de contar con bienes y servicios suficientes, y con los medios y las tecnologías necesarias para hacerlos llegar a todas las personas, y que, así y todo, se extiendan por el mundo el hambre y la miseria, constituye para Riechmann el principal rasgo de la inmoralidad de nuestro tiempo. Frente a este escenario, el cambio de paradigma es un imperativo urgente e irrecusable.

Una parte de esta incomodidad moral se manifiesta en la subjetividad actual con la conciencia creciente sobre la crisis ambiental. El sujeto que nace en el seno de dicha crisis se siente permanentemente responsable de ella, sin ser culpable individual, aunque sí lo seamos colectivamente. Pero la exacerbación de la individualidad en la modernidad tardía lleva a que se busquen modificaciones en la conducta cotidiana como alicientes de dicho sentimiento de la culpabilidad. Y se traslada la responsabilidad de las corporaciones o Estados a los individuos, omitiendo las soluciones colectivas de reestructuración social y política.


Desde la corriente de pensamiento ambiental crítico, en la que contamos a la obra de Riechmann (Agoglia, 2011), la sustentabilidad no puede consistir en la exportación de insustentabilidad. No basta con que una sociedad sea ecológicamente sostenible, debe ser también humanamente habitable y socialmente justa. En ese contexto, la pregunta ¿cuánto es suficiente? resulta capital para construir una

nueva moralidad en la que el decrecimiento se establezca como requisito sine qua non. Abordaremos su propuesta para la adecuación del sujeto contemporáneo a los límites internos que el actual sistema ha forzado a partir de las siguientes rupturas:


  1. Contra el consumo desmedido

  2. Contra la ilusión de invulnerabilidad


Ambas están íntimamente ligadas y, para superarlas, Riechmann propone algunos principios rectores que resume en su rescate del epicureísmo, a la vez que busca sacar nuevamente a la luz lo mortal y vulnerable de nuestra existencia. Recupera la comunidad e interdependencia como contraposición al individualismo y la competitividad.


Primera ruptura: contra el consumo desmedido


Siguiendo el camino abierto por Nicholas Georgescu-Roegen en los ’70, Riechmann entiende que es fundamental analizar los sistemas socioeconómicos teniendo en cuenta su metabolismo. Una economía puede ser cada vez más ecoeficiente y a la vez más insostenible (Riechmann, 2014, cap. 4). Por ello, es necesario medir sus intercambios absolutos de materia y energía más que su eficiencia relativa de uso, a fin de evaluar si es sustentable o no en términos de entropía.


Para Riechmann, en las transiciones socioecológicas que la humanidad enfrentó en el pasado –de la caza- recolección a la agricultura, de ésta a la industrialización, y a la economía financiera y de plataformas– la sustentabilidad del nuevo sistema ha implicado siempre un aumento significativo y descoordinado en la explotación de recursos naturales (energía y materiales), es decir, de los metabolismos socioeconómicos. Lo complejo de la transición actual es que necesitamos exactamente lo contrario: una reducción drástica, urgente y planificada (Carpintero y Riechmann, 2013).

En el metabolismo de los seres vivos, se logra mantener el equilibrio interno produciendo y expulsando entropía al entorno. Mientras más acelerado sea este metabolismo, mayor entropía se acumula en el ambiente y más difícil es para el individuo mantenerse funcional, hasta que finalmente alcanza el equilibrio termodinámico con su entorno y muere. En términos de nuestra sociedad global, podemos entender que “nuestro modo de vivir, de consumir, de comportarnos, decide la velocidad del proceso entrópico, la rapidez con que se disipa la energía útil y, en último análisis, el periodo de supervivencia de la especie humana” (Riechmann, 2004: 214). Una vez que la energía útil en que se basa nuestro actual sistema socioeconómico se disipe, éste implosionará irreversiblemente.


Un ejemplo representativo lo constituye el consumo de combustibles fósiles del que depende nuestro sistema económico, productivo y social. Su formación ha llevado miles de millones de años de transformación biológica de elementos inorgánicos, incorporándolos a su estructura; degradación de la materia orgánica, y reducción química de los restos bajo condiciones de elevada presión y temperatura. Y apenas en dos siglos de industrialización, hemos consumido la mayor parte de las reservas accesibles. La mitad del consumo total de combustibles durante toda la historia de la humanidad ocurrió sólo desde 1990 hasta el presente (Riechmann, 2019, cap. 1) y durante el siglo XX consumimos 10 veces más energía que durante todo el milenio anterior. La irreversibilidad del proceso entrópico se entiende aún más cuando consideramos que la cantidad de combustibles fósiles que consumimos globalmente en un solo día equivale a 7.000 años de acumulación fotosintética (King y Slesser, 2006 en Riechmann, ídem).


En esta aceleración consiste el desarrollo moderno, cuyos valores se radicalizan en la modernidad “líquida” (Bauman, 2004) o “tardía” (Wallerstein, 1991). Y esta vorágine que ha ido modificando nuestro tecnosistema ha afectado también la conformación de nuestra subjetividad.


Para abordar esto desde la perspectiva de la construcción de dicha subjetividad, conviene recordar la concepción aristotélica de los momentos de la vida humana, cuando distingue entre aquellos regidos por la necesidad, que nos conmina al trabajo (ασχολια: a-skholia), y los regidos por el ocio (σχολη: skhole),

durante los cuales se persigue lo bello y noble, que forman parte de la esencia humana y nos conducen a –o consisten en– la felicidad o vida buena (εὐδαιμονία: eudaimonia).

La actualidad, regida por una perpetua necesidad de trabajo impide el placer de la vida buena al rechazar el ocio como fin o condición deseable. Los tiempos de la modernidad presentan características propias que llevan a su aceleración hasta la instantaneidad y a su linealización, en contraposición a los tiempos cíclicos de los procesos naturales y las sociedades agrícolas. Tras desarrollar esto y sus consecuencias sobre la subjetividad actual de consumo desmedido, abordamos la propuesta ética de Riechmann sobre la desaceleración y la suficiencia como caminos necesarios.


El tiempo instantáneo

Zygmunt Bauman define a la modernidad, entre otras cosas, como la historia del tiempo. La historia de cómo el tiempo se fue acelerando para dominar el espacio –desde la invención de la máquina de vapor hasta el internet– en la búsqueda frenética por incrementar la velocidad de producción y reproducción del capital. E indica que, en la actualidad tardomoderna (líquida), esa búsqueda alcanza su radicalización absoluta: la instantaneidad. Esta aceleración del capitalismo global se relaciona directamente con la productividad y su repercusión en la subjetividad sigue un derrotero parecido. Pasamos de la satisfacción de necesidades a partir de bienes o servicios, a la construcción del deseo para incrementar el consumo. Pero si bien la gratificación de los deseos construidos es efímera, sus huellas son durables y, mientras duran, no se buscan nuevas gratificaciones. Desde el punto de vista del consumo, esa durabilidad hipoteca “las posibilidades de las gratificaciones de mañana” (Bauman, 2004: 137). Es por ello que consecutivamente el deseo fue reemplazado por su radicalización: el anhelo, que se liberándose del “principio del placer” y eleva la demanda del consumidor al nivel de las nuevas ofertas (ídem, cap. 2). En el anhelo la gratificación no dura, puesto que el consumo es casual, espontáneo y vacío. En este sentido, el capitalismo se vuelve un “enemigo declarado de la felicidad” por una necesidad intrínseca de evitar la saturación de la demanda que pondría en riesgo la acumulación de capital (Riechmann, 2014: 308). Ésta necesita una organización de la insatisfacción, que se vuelve su producción más importante.


El filósofo surcoreano/germano Byung-Chul Han retoma los planteos de Bauman y analiza la sociedad del rendimiento del siglo XXI. Siguiendo a Weber1, considera que los orígenes de la ética dominante del consumo se encuentran en la doctrina protestante del siglo XVI, que postula la salvación a través del trabajo y la acumulación de bienes; luego secularizada y exportada al resto del mundo con el imperialismo británico. Esta herencia lleva a priorizar la acción sobre el descanso, tendencia que va creciendo a medida que avanza la modernidad (Han, 2015, cap. 12). En contraste a lo pensado por Aristóteles, el tiempo del trabajo, gobernado por la necesidad, se transforma en lo “esperable” desde el deber-ser, ya no (en el presente) porque salva nuestra alma, sino porque permite la realización del ser a través del tener. Y el tiempo del ocio, en el que para el griego se manifestaban las características esenciales de lo humano, es concebido como una “pérdida de tiempo”, una dilación de la acción tendiente a obtener medios para la satisfacción de anhelos.


Han retoma la concepción de instantaneidad de Bauman, en tanto que inmediatez, y le incorpora otro sentido que pone el foco en la falta de duración. El tiempo instantáneo en que vivimos, lo es en tanto que se encuentra disuelto en instantes o puntos inconexos entre medio de los cuales hay vacío. Un tiempo de puntos genera la necesidad compulsiva de suprimir o acortar los intervalos vacíos (Han, 2015), pero simultáneamente impide alcanzar una continuidad, conseguir una duración de los momentos llenos. Porque se ha desestimado la posibilidad de una vida contemplativa, del ocio como algo deseable, de los “tiempos lentos del ser” que añoraba Pier Paolo Pasolini: “las costumbres repetidas hasta el infinito, las relaciones duraderas y absolutas, las despedidas desgarradoras, los pasmosos regresos a un mundo que no ha cambiado” (1981: 149). Esta duración propia de los tiempos lentos del ser o tiempos con aroma


1 Max Weber, La ética protestante y el espíritu de capitalismo, 1905.

de Han (2015) es enemiga de la instantaneidad y ha dejado de ser un valor para convertirse en un defecto (Bauman, 2004: 137).

A diferencia de lo que ocurría con el deseo, la satisfacción del anhelo no resulta un acto placentero o feliz, sino compulsivo que genera primero ansiedad y luego culpa. Se produce una aceleración “cada vez más histérica de la sucesión de acontecimientos o fragmentos, que se extiende a todos los ámbitos de la vida” (Han, 2015: 37). La acción necesaria se vuelve una entidad cada vez más extensa y va cubriendo los vacíos intermedios. Y el ocio, que para Aristóteles era central, queda relegado a mero intervalo entre acciones.


Tiempo lineal

Además de rápidos e inconexos, los tiempos de la modernidad industrial son eminentemente lineales. Los “procesos lineales que rigen en la tecnosfera industrial chocan violentamente contra los procesos cíclicos que prevalecen en la biosfera” (Riechmann, 2014: 72). Al sustituir la luz natural por artificial, los procesos naturales por mecánicos, la energía proveniente de cursos de agua, el viento o el sol, por energía eléctrica o fósil, etc.; nos hemos alejado cada vez más de las esperas necesarias y los tiempos cíclicos que caracterizaban, por ejemplo, a las sociedades agrícolas. A su vez, la lógica lineal de la modernidad industrial se traslada a la organización de procesos socioeconómicos de tipo insumo- producto-residuo, producción-comercialización-consumo, sujeto-objeto-conocimiento, tesis-antítesis- síntesis, en las que se funda la subjetividad occidental del progreso/desarrollo.


La racionalidad subyacente a los tiempos lineales supone la existencia de sumideros, la producción de residuos es una característica intrínseca de los procesos industriales modernos, que los externaliza y deposita en un arbitrario “afuera” del sistema. Es decir, descansa en el supuesto previo a la manifestación de la crisis ambiental, de vivir un “mundo vacío” con recursos inagotables y territorios vírgenes. Presupuesto fundamental de la lógica liberal del progreso indefinido, la cual ya no tiene asidero en el mundo actual, en que los límites y la finitud de la naturaleza se imponen: ya no hay afuera, en cada paso que doy siempre me encuentro con el Otro y lo afecto (Riechmann, 2004: 9).


Ética de la suficiencia


Este modo en que se conforma la subjetividad actual justifica la propuesta de Riechmann sobre la limitación de los deseos (anhelos) como clave de su ética. Para romper con la voracidad de los tiempos actuales es necesaria una reelaboración de los mismos, a partir de una ética de la suficiencia que rescata de los principios de vida buena epicúreos.


Para el filósofo de Samos, “todo gozo es cosa buena, por ser de una naturaleza afín a la nuestra, pero, sin embargo, no cualquiera es aceptable” (2012: 90). Entre los deseos, sigue diciendo Epicuro, hay algunos que son necesarios –para la felicidad, para la vida y para el bienestar del cuerpo–, otros son naturales y otros vanos: “los gustos sencillos producen igual satisfacción que un tren de vida suntuoso, siempre y cuando sea eliminado absolutamente todo lo que hace sufrir por falta de aquello” (ídem). En este sentido, a fin de aspirar a una vida buena, una vez garantizada la satisfacción de necesidades fundamentales debieran cultivarse las relaciones sociales y el crecimiento espiritual antes que el material, ya que son fuente de infelicidad tanto el temor –a la muerte, por ejemplo– como el deseo ilimitado y vano.


Para ello, Riechmann (2014) propone “reducir selectivamente la complejidad técnica y aumentar la complejidad social” (p. 318), reivindicando las tres enseñanzas o reglas fundamentales para la buena vida: frugalidad no represiva, cultivo de la amistad y aventura interior. Satisfacción de necesidades básicas, relaciones sociales, interdependencia, contemplación, conocimiento y arte. La buena vida, el buen vínculo, se oponen “a la autofrustrante acumulación bulímica de experiencias de consumo que no permiten un verdadero disfrute” (Riechmann, 2014: 323). Consignas de este pensamiento podrían ser

“menos trasiego de materiales y energía, y más comunicación humana. Menos automóviles y más erotismo. Menos turismo y más música en vivo. Menos segundas residencias y más poesía” (ídem).

En resumen, podemos decir que el avance de la modernidad ha ido acelerando los tiempos de producción y consumo a fin de satisfacer el crecimiento económico capitalista, para lo cual ha requerido de una subjetividad que no consuma para satisfacer sus necesidades, sino por una compulsión a hacerlo. Ya que las necesidades básicas son finitas, pero el anhelo no conoce límites y se impone como una necesidad que motoriza las acciones relacionadas al trabajo y la producción de valor. Pero esto trae aparejado un incremento exponencial del metabolismo social y la entropía de nuestro sistema que nos precipita al colapso termodinámico. A fin de revertir este camino es necesario el desarrollo de objetivos de desarrollo frugales materialmente, y asociados al ocio: vida en comunidad, espiritualidad, intelectualidad, arte, erotismo. Sin embargo, veremos que esta evolución de nuestra subjetividad moderna responde además a un movimiento de huida, a un miedo fundamental acerca de nuestra propia mortalidad. Un miedo por el que nos disociamos de nuestra realidad trágica, pero que se vuelve a poner en evidencia ineluctablemente con la emergencia de la crisis ambiental.


Segunda ruptura: contra la ilusión de invulnerabilidad

La modernidad industrial encuentra su herramienta más poderosa en la construcción de tecnologías que facilitan el desarrollo, en principio, y que terminan por motivarlo y justificarlo. Se impone hasta tal punto que desde mediados del siglo XX se alcanza un imperativo tecnológico que da forma a lo que conocemos como tecnociencia (Agoglia, 2011, cap. 2). Por ello, frente a la crisis ambiental, sectores mayoritarios confían ciegamente en que algún invento nuevo traerá las soluciones necesarias y, por ende, ello no haría necesario modificar radicalmente nuestros modos de vida. Esta esperanza utópica en la tecnología es llamada por Riechmann (2004) tecnoentusiasmo.


Bajo esta concepción, se argumenta que todas las crisis de la modernidad han sido superadas gracias a desarrollos tecnocientíficos inesperados que surgieron en el momento indicado (por ejemplo, la energía nuclear, la revolución verde, los OGM o las energías renovables). No obstante, dicha esperanza utópica oculta el hecho de que estos desarrollos vienen de la mano del incremento en la intensidad de los impactos sobre los recursos naturales. El tecnoentusiasmo socava las bases sobre las que se sustenta la vida a la que debe salvar, y desde diversas corrientes del pensamiento crítico se ha denunciado esta contradicción desde hace más de medio siglo.


El ser humano cegado por el espejismo de la tecnología, ha olvidado las verdades que están en la base de su existencia. Y así, mientras llega a la luna gracias a la cibernética, la nueva metalurgia, combustibles poderosos, la electrónica y una serie de conocimientos teóricos fabulosos, mata el oxígeno que respira, el agua que bebe, y el suelo que le da de comer y eleva la temperatura permanente del medio ambiente sin medir sus consecuencias biológicas. (Perón, 21 de febrero de 1972)


Como mencionamos, las transiciones entre regímenes socioecológicos pasadas se saldaron a costa la intensificación del consumo de recursos naturales y de generación de residuos per cápita. Pero ante la crisis actual, el salto o transición hacia la sostenibilidad implica una disminución radical de dichos regímenes socio-metabólicos (Carpintero y Riechmann, 2013).


El Siglo de la Gran Prueba nos sitúa en una encrucijada: a medida que se profundiza la crisis y dilatamos las acciones necesarias, disponemos de menos posibilidades y recursos para enfrentarla exitosamente. La dificultad para involucrarnos de lleno en ellas encomendándonos al desarrollo tecnocientífico que, figuramos ilusamente, nos hace invulnerables está relacionada con una humanidad que huye de sus condicionamientos y límites naturales, de su mortalidad, de su dependencia, de su materialidad, etc.


Una humanidad en fuga

La negación a aceptar la inminencia del colapso ambiental se manifiesta como un modo de existencia inauténtica colectiva (en un sentido heideggeriano). Riechmann describe la huida hacia adelante, como un desentendernos del presente angustioso, apostando a una solución que llegará en el futuro (Riechmann 2004, cap. 1) de la mano de la tecnología. La vecindad de la muerte engendra en la sociedad un terror potencialmente debilitante, que es gestionado a través del desarrollo y el mantenimiento de cosmovisiones culturales que la minimizan, al conferirle valor y significado a la posteridad (Riechmann, 2017, cap. 4). Pero la inercia de maquillar nuestra vulnerabilidad ha generado una hybris transhumanista que hoy nos precipita, adormecidos, hacia esa muerte negada. Riechmann sostiene que la prueba definitiva de la calidad de nuestra cosmología será la clase de vida que produzca y, por ende, debemos buscar sus fundamentos entre aquellas que muestren resultados vivificantes y diversificantes.


Las formas de negación o huida hacia adelante en este Siglo de la Gran Prueba se manifiestan principalmente desde los siguientes campos (Riechmann, 2004: 42-43):



Básicamente, el impulso es abandonar la condición humana ya sea hacia lo extraterrestre o lo transhumano. El principio protestante de salvación espiritual a través del trabajo, que dominó los comienzos la modernidad, muta hacia el de salvación material a través de la tecnociencia. Se huye del verdadero problema y la gran responsabilidad de nuestra época, eludiendo la decisión de qué tipo de sistema histórico construir para sobrevivir a la crisis socioambiental.


La comunidad científica se hace eco de la mentalidad de esta época y se aboca a estos campos de huida. Riechmann califica esta disposición antropófuga de la ciencia como una “masturbación mental de nuestros pensadores y científicos” (Riechmann, 2004: 46). Hay enormes presupuestos destinados a encontrar vida en otros planetas, dentro de nuestro sistema solar e incluso fuera de él, porque consciente o inconscientemente se figura más factible trasladar la humanidad a Marte que volver a hacer habitable la Tierra retrotrayendo el nivel de consumo y degradación ambiental.


Sin embargo, estas ilusiones tecnoentusiastas que quienes se dedican a la literatura de ciencia ficción pueden permitirse, no deberían ocupar las mentes ni los recursos del sector científico. En todo caso, la imaginación debería estar puesta en crear nuevas técnicas para hacer la vida buena y deseable en la Tierra.


Otro aspecto, que se investiga ya desde mediados del siglo XX, son las formas de modificar genéticamente distintos aspectos del metabolismo, la anatomía y la fisiología humana. Por ejemplo, darnos la capacidad de digerir celulosa o quitinas, ver en la oscuridad, ecolocalizar, vivir bajo el agua o convertirnos en máquinas de guerra más potentes (Riechmann, 2004: 43-44). También se incursiona en la fusión de nuestra forma de vida basada en el carbono con las basadas en el silicio: las humanidades cyborg. Pero no en los términos sociológicos que refiere Donna Haraway (1991), sino literalmente “perfeccionando” un cuerpo humano percibido como deficiente y perecedero.


Por último, el traslado de las relaciones sociales hacia la red digital opera generando la ilusión de que es posible prescindir de la presencialidad y del contacto físico, carnal, así como de la materialidad (como si los sistemas digitales no poseyeran una base material concreta). En el curso del giro digital característico de nuestro siglo, abandonamos definitivamente el orden de lo terreno, que consta de muros, límites y fortalezas, por un nuevo orden digital que es flexible, ingrávido y fluido: no susceptible de

impresiones ni marcas duraderas (Han, 2014a, cap. 10). Todo lo deficiente del mundo analógico puede ser “perfeccionado” en el digital que, al extinguir tanto el devenir como el envejecimiento, se halla en conexión con otra forma de vida en la que no existe la facticidad de los cuerpos, la decadencia del tiempo ni la muerte.

Todos estos aspectos descritos comparten la característica de anular las metáforas de la modernidad, eliminando la distancia poética de quienes describieron sus contradicciones en el pasado, para hacerlas prosaicas, literales. Cuando Carlyle afirmaba que “los hombres se han vuelto mecánicos en su cabeza y en su corazón tanto como en sus manos” (1829: 4), hacía referencia a que ya no se perseguía la perfección interna, espiritual, sino por combinaciones, disposiciones y mecanismos externos. Pero hoy eso se busca realizar literalmente: suplementos mecánicos, cibernéticos o genéticos que reemplazan nuestra biología “imperfecta”. Cuando Heidegger explicaba en 1954 que en la estructura de emplazamiento donde se desarrolla la técnica las personas perdíamos nuestra esencia para pasar a ser meros instrumentos de la producción (Heidegger, 1994, cap. 1), significaba que nuestra existencia auténtica se anula en el proceso productivo que nos aliena. Pero hoy somos pensados por una parte de la industria como herramientas perfectibles tecnológicamente para mejor servir a la producción.


Como complemento a estas huidas hacia adelante, Riechmann se detiene en otra conducta antropófuga que va en sentido contrario. La huida hacia las bestias (animal pre-humano) se extiende desde ciertos integrismos ecologistas hasta el ala “primitivista” del anarquismo (Riechmann, 2004, cap. 1). Estas corrientes preconizan un retorno a los estadios previos de hominización, según la creencia de que la cultura no es sino una alienación de lo natural y que el lenguaje mismo es una corrupción de nuestro estado de naturaleza auténtico. Pero esa nostalgia de la vida animal ¿adónde conduce?

Situar la Edad de Oro en un pasado inalcanzable por definición me parece reaccionario. Se trata de un ejemplo más –me temo– de la loca idealización de lo que nos queda lejos, lo más lejos posible, de manera que nuestro pensamiento desiderativo no tiene por qué arriesgarse en el contraste con la realidad –que suele ser doloroso.


(…) Si alguien propone de verdad una regresión semejante, lo primero que tendría que hacer es aventurar una respuesta a la pregunta: ¿qué hacemos con los aproximadamente 5.900 millones de seres humanos que sobran –teniendo en cuenta la capacidad de carga de los ecosistemas– en el mundo feliz pre-neolítico al que queremos llegar? (Riechmann, 2004: 40-41)


En todos los casos, la humanidad en fuga opta por el adormilamiento de los sentidos, que prefieren obnubilarse con soluciones irreales o de corto plazo para evitar hacerse cargo de una realidad dolorosa. Asumir la propia mortalidad, o nuestra inminente extinción colectiva, es el primer paso para comenzar los cambios que necesitamos en la construcción de subjetividad. Ni ángeles, ni máquinas, ni bestias: debemos encontrar la forma de rehumanizar nuestros objetivos colectivos. Reconocer nuestra condición nos permitirá encontrar, en las fronteras de la sociedad, una nueva humanidad a la que aspirar colectivamente.


El camino de desocultamiento


El riesgo que supone la crisis ecológica se debe a dos características de la modernidad tardía: la velocidad y la globalización. Un sistema se vuelve insostenible si “a) se acelera demasiado y no tiene tiempo de seleccionar las adaptaciones más viables y b) se globaliza demasiado, es decir, se vuelve incapaz de fracasar en algunas de sus partes sobreviviendo en otras, y se lo juega todo a una sola carta” (Riechmann, 2004: 216).


Pero estos aspectos tienen una consecuencia aún más profunda en términos de la construcción de subjetividad. Cuando la técnica se vuelve centro de la vida, las personas quedan subsumidas a una mera existencia encadenada a su estructura de emplazamiento (Heidegger, 2003, cap. 56). Este abandono nos deja sin fundamento esencial y ante un perpetuo comenzar desarraigado que se ve acrecentado a través del progreso. Ante esto, la dificultad del camino de redescubrimiento, de rehumanización de la vida, no

radica sólo en desandar el abandono, sino en que éste se encuentra oculto, encubierto. Para Heidegger, ese ocultamiento está dado por tres características predominantes de la sociedad moderna (ídem, cap. 58): a) el cálculo, el imperio del dato, no como mera reflexión sino como ley fundamental de comportamiento, que reemplaza al pensar, en sentido profundo, y al sentir –éstos dos, aspectos humanos, mientras que aquél es propio de las computadoras: no admite paradojas, ni da lugar al deseo o a la creatividad; b) la rapidez, el no resistir la tranquilidad del oculto crecer y de la espera, el reemplazo del camino por el hipervínculo y de la duración por los tiempos puntuales, y c) el surgir de lo masivo, que traído al siglo XXI se puede entender en el marco de la globalización digital: pasar de lo nacional a lo global, de la política a la administración basada en estadísticas y big data.


Estas tres características que identificaba Heidegger a comienzos del siglo XX, se encuentran radicalizadas en la sociedad globalizada del siglo XXI. Por ello, el paso de una humanidad en fuga a una nueva humanidad es arduo. Implica iluminar, primero, para luego poder desandar el camino hacia una reconstrucción de la subjetividad y los valores que definan un nuevo sujeto histórico.

El ontologismo moderno que define al sujeto actual se funda, entre otras cosas, en la idea de libertad individual, absoluta e incuestionada, del Yo. A través del avance hacia la modernidad tardía, esta libertad se restringe hasta manifestarse estrictamente como libertad de consumo (Bauman, 2004). La cual ya no es viable a largo plazo, pues se ve limitada (coartada) externamente por la finitud biofísica del planeta.

El objetivo de una nueva humanidad, a la que Riechmann denomina humanidad fronteriza, debería ser, entonces, la recuperación del ocio como límite externo al trabajo (no como mero descanso entre las horas productivas, sino como objetivo en sí mismo). Un volver a regocijarse en los lentos tiempos del ser de Pasolini, pero también, fundamentalmente, en el ser-con-el-otro.

Para Riechmann “reducir el impacto ambiental asociado con el consumo, a la vez que se mantiene e incluso aumenta la calidad de vida, exige reinventar lo colectivo: reconstruir aspectos básicos de la socialidad humana” (2014: 278). En el redescubrir de lo colectivo como esencia de la humanidad, la individualidad se ve limitada por la interdependencia y la búsqueda del bien común. Así, la libertad individual –y con ella la libertad de consumo– no es absoluta e incuestionada como el Ser esencial de occidente, sino que responde a una previa responsabilidad por el Otro (en sentido levinasiano), siendo éste, hombre, mujer o disidencia; humano o no humano; contemporáneo o porvenir.


La humanidad fronteriza

En la humanidad fronteriza la libertad del sujeto queda circunscrita, limitada: el sujeto cartesiano da paso a un sujeto autolimitado que busca su realización dentro de los márgenes que la realidad compleja y trágica le permite. Deja la expansión material en pos del desarrollo espiritual y comunitario.


Lejos de desear convertirse en un “espíritu puro”, ángel o máquina, el ser humano fronterizo reafirma su ahí, se sabe cuerpo y se sabe animal, se sabe consciencia e inconsciente, se sabe anclado en el tiempo y el espacio, se sabe finito. Corporalidad, vulnerabilidad, dependencia, contingencia y mortalidad son rasgos de la específica finitud de lo humano. (Riechmann, 2004: 69)


Identificamos cuatro factores fundamentales que limitan ética y ontológicamente al sujeto fronterizo: a) la aceptación de su mortalidad, b) el Otro y el bien común, c) la finitud del ambiente, y d) la entropía y el principio de precaución. Para concluir con el presente trabajo, desarrollaremos los primeros dos puntos, asociados específicamente a la subjetividad de la humanidad fronteriza y su posibilidad de convivencia sin dominación.


Asumir la propia mortalidad

La posibilidad de muerte impone límites al accionar humano y acota la libertad (Han, 2012, cap. 4). Reconocer esa finitud de nuestra existencia nos permite luego reconocer la finitud del mundo y respetar los límites que éste impone a nuestras acciones.


Al distraerse de la muerte y vivir inmersa en una negación de consumismo desaforado, el sujeto no vive en la plenitud de sus posibilidades, como parece creer, sino que vive excediéndolas al punto que precipita su acontecer y el de los demás. Negar la muerte es negar también la necesidad de estar-con-los-otros (Heidegger, 1997, cap. 2.1), en cambio, asumirla como condición insuperable permite comprender también el co-estar y el poder-ser de los demás.


La huida de la muerte es, en cierta forma, la huida del dolor. En la sociedad actual, la espera por los grandes placeres –que resulta angustiosa–, el sufrimiento y la pasión dejan paso a meros sentimientos agradables y a excitaciones sin consecuencias y sin espera, regidos por el cálculo y la inmediatez carente de aroma (Han, 2015, cap. 5). Se positivizan las experiencias vitales y las relaciones con el mundo, y hasta el amor es domesticado como mera fórmula de consumo sin responsabilidades duraderas. En este contexto, incluso la sexualidad está dictada por el rendimiento, y el riesgoso deseo del Otro es suplantado por la cómoda inmanencia de lo igual (Han, 2014b, cap. 3). Esto vuelve a la humanidad invulnerable a las sensaciones profundas y carnales, y semejante al esclavo hegeliano: resigna la vida buena en pos de una supervivencia sin dolores, sin riesgos.


Desde esta concepción, la trágica condición de mortalidad es la que permite el amor. La condición del mundo –de la hermosura del mundo– es precisamente el carácter perentorio de las cosas, y el amor y el disfrute son posibles en tanto que somos mortales y sufrimos esa mortalidad. Quien se insensibiliza o adormece frente al dolor, pierde también la capacidad de sentir el amor y percibir la imperfecta belleza del mundo.


En algunos ejemplos de la filosofía y la literatura se pueden encontrar ilustraciones de este pensamiento. En 1912 Miguel de Unamuno recomendaba: “no hay que darse opio, sino ponerse vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres” (2003: 244). Arthur Schopenhauer sentenciaba lacónico en 1850 que “la manera más segura de no llegar a ser muy infeliz es no querer ser muy feliz” (2012: 10). En 1831, Honoré de Balzac describía a un hombre “sin placeres por no tener ya ilusiones, y sin dolor por no tener ya placeres”:


Uno de esos modernos Tántalos, que viven al margen de todos los goces de su siglo, uno de esos avaros sin tesoro, que juegan puestas imaginarias; un como loco cuerdo, que se consolaba de sus miserias, acariciando una quimera. (1980: 11)


Es en este sentido que Riechmann considera necesario acercarse al dolor para conectar con lo sagrado de la existencia. Lo que la hace a la vez trágica, pues no puede sino serlo la condición del ser vivo que es consciente del carácter universal del sufrimiento y de la irrevocabilidad de la muerte. No se trata aquí de un fomento de la morbosidad, sino un intento de revertir la anestesia de los sentidos a través del cálculo, la mercantilización y el consumo. Referenciando el poema El Ánfora de Eugenio Montejo, dice que “el cuerpo que puede ser amado es el cuerpo mortal, henchido con el tiempo dentro, el cuerpo que vive de aquello mismo que poco a poco lo deteriora y destruye. No aceptar este límite es renunciar a lo humano” (Riechmann, 2004: 70).


No hay un sentido secreto del mundo, no hay un Creador escondido que pudiera redimirnos del dolor y de la muerte, el fondo del universo es caos y no cosmos; y, sin embargo, desde la fragilidad e invalidez humana, podemos dar sentido a la aventura de nuestra existencia, podemos proponernos atenuar el sufrimiento evitable y podemos hacer brillar la luz de la comunidad. (Riechmann, 2017: 150)


De esta cita se desprende que el objetivo de esta re-humanización tampoco está puesto sobre el placer como objetivo último del individuo. La humanidad fronteriza no busca hedonísticamente el placer como objetivo en sí mismo de un individuo, sino la comunión con los demás: el bien común. “Las lágrimas son, tal vez, eso. Desfallecimiento del ser cayendo en la humanidad, que no ha sido juzgada digna de retener la atención de los filósofos” (Levinas, 2017: 13).

Democracia fronteriza


Complementando lo anterior, cabe aclarar que no basta con asumir la mortalidad, si ello no lleva aparejada una renuncia a la dominación, tanto de las personas como de la naturaleza. Asumirnos mortales para enfrentar nuestra extinción sólo podrá salvarnos si reemplazamos las relaciones de competencia por las de cooperación y las de dominación por las de interconexión. Este sentimiento puede constituir una suerte de espiritualidad social que armonice con el principio de aventura interior epicúreo.


Destruida la ilusión de una historia hegeliana, de leyes universales y necesarias, lo único que puede salvar el avance de la sociedad es un deseo de una comunidad humana justa, movido por una ética de compasión y respeto por el Otro (Riechmann, 2017, cap. 5).

Sólo quien se autolimita puede concebir la otredad y convivir con ella sin que la expansión ilimitada de su propia libertad individual la absorba o destruya. Esta idea se opone radicalmente a la ilusión de omnipotencia del Yo que considera la libertad del individuo originaria y absolutamente inalienable. Para Levinas la vulnerabilidad del Otro me pide explicaciones, cuestiona mi libertad obligándome a justificarme, a responder ante todo a mi responsabilidad, con lo cual mi acción espontánea ya no se asume libre (Levinas, 2002, cap. 1.3).

De acuerdo a Cornelius Castoriadis, la democracia es esencialmente el régimen de la autolimitación, ya que a falta de un poder superior y absoluto “somos nosotros quienes debemos encontrar las leyes que hemos de adoptar; los límites no están trazados de antemano, la hybris es siempre posible” (en Riechmann, 2004: 156-157). Por lo tanto, la democracia libera a la vez que limita, al “hacer libres a los ciudadanos para permitirles establecer, individual y colectivamente, sus propios límites” (Riechmann, 2004: 157).

El problema del pensamiento democrático futuro está en resolvernos a dar cabida en su paisaje a la comunidad, sin distraer la atención de los valores supremos del individuo; acentuando sobre sus esencias espirituales, pero con las esperanzas puestas en el bien común. (pgfo. XXI)


Hay una libertad irrespetuosa ante el interés común, enemiga natural del bien social. No vigoriza al yo sino en la medida que niega al nosotros, y ni siquiera se es útil a sí misma para proyectar sobre su actividad una noble calificación. (Perón, marzo de 1949, pgfo. XIV)


Y agrega, como desafío, el deber de difundir la justicia y la posibilidad de alcanzar el placer, pero “no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el camino” (pgfo. XI).


Excurso: humanidad fronteriza y barbarie


Finalmente, queremos dejar esbozada una discusión conceptual que surge al leer la obra de Riechmann desde un punto de vista latinoamericano. No consideramos pertinente profundizar en esta discusión en el presente trabajo, sino en cuanto se refiere a la definición de la humanidad fronteriza riechmaniana.

La dicotomía civilización-barbarie ha estado presente durante milenios en la construcción de la racionalidad de occidente. La expansión moderna al resto del mundo se realizó a través de un mecanismo sistemático de civilizar territorios conquistados y colonizados. En algunos de sus textos, Riechmann propone resignificar esta dicotomía, asignando al capitalismo el término barbarie, por su voracidad al arrasar el mundo; quedando la civilización circunscrita al “reconocimiento recíproco de nuestra humanidad, que pugna por abrirse paso a través de los siglos, en contra de las maquinarias terribles de la guerra, el patriarcado, la dominación y la explotación” (2017: 181).


No secundamos esta reconceptualización. Por un lado, da por sentada la bondad de la civilización en detrimento de la barbarie. Por otro lado, deja de lado la carga histórico-valorativa de esta dicotomía en tanto que herramienta de imposición de un discurso universal occidental sobre los territorios y sujetos

subalternizados. Pero, sobre todo, desperdicia el potencial disruptivo de la barbarie en el monólogo de la civilización.

Es necesario recordar que el término barbarie surge como exónimo peyorativo para definir o tematizar lo “exterior” o “desconocido” como indeseable e inferior, por el Yo universal de la civilización. Desde ella, específicamente la moderna (europea o norteamericana), se ha relatado el mundo, se ha ordenado estableciendo jerarquías y decidiendo sobre lo moral y lo inmoral, lo verdadero y lo falso, lo lícito e ilícito, lo adecuado y lo censurable, lo deseable y lo deleznable.


En este sentido, la barbarie constituye la potencial ruptura exterior a este relato, a estas categorizaciones y a estas jerarquías, que resignifica a través de su presencia el sistema ordenado de la modernidad. Contrariamente a lo que dicta el sentido común sobre este término: desorden, irracionalidad, incultura y violencia; la barbarie está constituida por órdenes, culturas y tematizaciones del mundo, sólo que exógenas y realizadas desde un lenguaje que no es el propio de la modernidad.


Desde Latinoamérica resulta interesante la posición que busca reivindicar a la barbarie, afirmando que desde ella han emergido los procesos más interesantes de transición hacia relaciones de mayor justicia social y ambiental (Agoglia, 2020). En esta región (al igual que ocurrió en Asia y África), la corriente civilizatoria decimonónica impuso una estructura de apropiación desigual de los recursos naturales y explotación social, con la consigna clara de arrasar con toda forma de barbarie. Hecho que se repite en distintas etapas del siglo XX y XXI bajo diversas modalidades. En este estigma se incluyeron, a lo largo de la historia, tanto a los sectores sistemáticamente despojados de sus condiciones materiales de reproducción social y ambiental, como así también


a todas aquellas vertientes políticas y corrientes ideológicas que, desde el periodo independentista en adelante, hayan propuesto un tipo de organización social, política y económica, sostenido sobre un modelo de distribución más equitativo, que trastocara los intereses de la burguesía nacional concentrada en torno a la extracción primaria. (Agoglia, 2020: 132).


Desde esta perspectiva, en términos levinasianos podemos afirmar que la barbarie es el Otro de la civilización: cuando ésta cree haberla comprendido, contenido, ella se escapa y la desborda. Entendida así, la emergencia de la barbarie semeja a la visión del rostro del Otro levinasiano, que “está presente en su negación a ser contenido” (Levinas, 2002: 207) y que “destruye en todo momento y desborda la imagen plástica que él me deja, la idea a mi medida y a la medida de su ideatum: la idea adecuada” (p. 74).


Consideramos que la humanidad fronteriza se acerca más a una humanidad bárbara, absolutamente exterior, desde la cual –sólo desde la cual– es posible trascender la civilización (occidental y moderna) que ha generado la crisis ambiental y social actual.

Siguiendo esta reflexión, si realmente se pretende que los países “civilizados” trasciendan la humanidad tecnoentusiasta y consumista, deben buscar ejemplos a seguir en los países y los movimientos históricamente nominados bárbaros. Particularmente, considerando que son éstos los que, aún hoy, cuando se han rebasado todos los límites biofísicos del planeta, continúan circunscritos dentro de los suyos propios y subsidian la bulimia consumista de los más desarrollados.


Conclusiones


Immanuel Wallerstein afirma que una crisis de sistema es


aquella circunstancia extraordinaria en la que un sistema histórico evoluciona a tal punto, que los efectos acumulativos de sus contradicciones internas hacen imposible la “resolución” de sus dilemas con simples “ajustes” en sus patrones institucionales existentes. Una crisis es una situación en la que el colapso evidente del sistema histórico existente es inminente y que, por lo tanto, presenta a quienes se encuentran dentro, con una elección fundamental: qué tipo de sistema histórico nuevo construir o crear. (1991: 104)

Frente a la actual crisis socioambiental, advertimos que estamos ante una consecuencia lógica de las contradicciones internas de la modernidad capitalista, la cual lleva a una expansión sobre el medio natural, fundada en ilusiones como la infinitud del ambiente y la posibilidad del progreso ilimitado, la omnipotencia del sujeto occidental y su tecnociencia. El sistema se ha expandido hasta chocar con los límites externos del planeta, pero también los límites internos del sujeto moderno han sido violentados. Si bien esto último es más difícil de determinar, las corrientes críticas aportan herramientas teóricas útiles para estudiar sus consecuencias, dilucidar sus causas profundas y proponer alternativas concretas para revertirlos.


En sus últimas obras, Riechmann (2019) deja manifiesto que para él el colapso ambiental resulta ya inevitable, y que lo mejor que podemos hacer es empezar a construir la sociedad para ese mundo que sobrevendrá con el agotamiento del petróleo. De manera que la contracción económica de emergencia vendrá más temprano que tarde, ya sea de manera planificada o caótica (y, por ende, más destructiva). Según esta perspectiva deberemos reinsertarnos dentro de los límites de la biosfera forzosamente o perecer, para lo que será necesaria una ética de la suficiencia que abogue por una reducción material de las economías, menores metabolismos socioproductivos y una mayor complejidad del desarrollo espiritual y la interdependencia. El retorno a las relaciones cara-a-cara con los demás y a lo local como principal ámbito de desarrollo de las relaciones sociales.


Ello implica un decrecimiento material del consumo, pero un retorno a la materialidad de la vida, a las relaciones corpóreas e interpersonales. El retorno a lo carnal implica aquello que no está mediado digital y financieramente en el mundo globalizado. Se trata de una reducción radical de los intercambios metabólicos a fin de contrarrestar el intensivo incremento entrópico de nuestros sistemas. Para ello, debemos volver a sincronizarnos con los tiempos cíclicos y lentos de lo natural, cuyos sistemas se desarrollan en fútil resistencia a la segunda ley termodinámica.

La propuesta de una humanidad fronteriza de Riechmann se basa en un delicado ajuste entre movimientos parcialmente contradictorios, a saber: debemos aprender a morir para saber vivir, retornar a la materialidad (previo decrecimiento) para crecer espiritual y socialmente, y defender la libertad de autolimitarnos.

Esta humanidad, es una tal que asume su carnalidad, su erotismo, su contingencia, su mortalidad, su vulnerabilidad y su interdependencia interna y externa. La crisis ambiental nos llama a actuar éticamente y convivir con los demás seres, de los que nos alimentamos y abrigamos, pero que a la vez dependen de nosotros, de nuestras acciones y de nuestro propio cuerpo.

Este mundo hace un reclamo sobre nosotros, sobre nuestra propia carne, sobre la carne que siempre se sustenta haciendo que otros pasen hambre, sobre la carne que apetece y, eventualmente, satisface el hambre de otro. (…) Nuestros esfuerzos por ser justos no pueden abstraerse de la intimidad concreta de tales encuentros y eventos ni de las particularidades históricas y materiales en que surgen, pues es precisamente en la proximidad, en el cara-a-cara, carne-a-carne, frontera-a-frontera, que la política animal [o podríamos decir ambiental] nos llama a la justicia. (Halls, 2012: 65)


En fin, que esta humanidad fronteriza, objetivo de una filosofía y ética humanistas, ecosocialistas y ecofeministas, está compuesta por gente que no quiere viajar a Marte, ni la transustanciación al silicio, que se identifica y construye en lo colectivo: en el vínculo afectivo que sólo es posible con el cariño del tiempo compartido, la intimidad que se genera con lo duradero (lo no instantáneo). “Hablamos de criaturas vulnerables con sus propias motivaciones, preferencias, valores, ideas, pálpitos y sueños; con sus traumas, sus incoherencias, sus secretos, sus conjeturas y sus anhelos de felicidad” (Riechmann, 2004: 53). Hablamos –agregamos nosotros– de una suerte de cronopios ecologistas y feministas.


Pero que no se cometa el error de pensar que es preciso inventar una nueva humanidad. Es posible encontrarla en las fronteras de la sociedad global. Si se reflexiona sobre las características que le atribuye Riechmann, la humanidad fronteriza habita su otredad en los barrios marginales y las subculturas de las

grandes urbes, en las culturas, políticas y filosofías ecosistémicas2 bárbaras del Sur global, en las comunidades de pueblos originarios y campesinas de todo el mundo, o se remonta en la historia cuando rescatamos (recordamos) los saberes ancestrales olvidados. La imaginación que se requiere hoy no es, pues, para inventar algo nuevo, ideal, sino para dirigir la mirada donde antes no se veía más que “lo indeseable”. Encontrar aquellas realidades que permanecen ocultas por la masificación, el cálculo y la rapidez del modelo de dominación cultural y ampliar su alcance al resto del mundo. Consiste en aprender a mirar distinto el mundo en que vivimos y los Otros con quienes lo compartimos.


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2 Aquellas que, al día de hoy, se encuentran circunscritas dentro de su propio espacio ambiental, es decir cuya huella ambiental es menor que la biocapacidad de su territorio. Se establece por oposición a las culturas biosféricas, que explotan los recursos de otros países para sustentar su actual nivel de consumo y contaminación, y que, por ende, tienen un mayor nivel de responsabilidad por la crisis ambiental (Riechmann, 2014: 217 y ss.).

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