Artículos


https://doi.org/10.34024/prometeica.2023.26.14326

 

 


KANT Y LA TERCERA CRÍTICA

¿UNA ESTÉTICA EN CONFLICTO?


KANT AND THE THIRD CRITIQUE

An esthetics in conflict?


KANT E A TERCEIRA CRÍTICA

Uma estética em conflito?


Leopoldo Tillería Aqueveque
(Instituto Profesional INACAP,

Universidad Bernardo O'Higgins, Chile)
leopoldo.tilleria@inacapmail.cl


Recibido: 12/09/2022
Aprobado: 28/02/2023


RESUMEN

El artículo pretende desmontar una vieja contienda habida en la tercera Crítica entre una estética y una filosofía del arte. Tal contienda mostraría a la de Kant como una estética en conflicto. Cual Jano bifronte, el filósofo de Königsberg presentará en la última Crítica una Crítica de la facultad de juzgar estética que va y viene entre una estética filosófica y una metafísica del arte, y que terminará convirtiéndose en una propedéutica para las filosofías del arte del Romanticismo. A partir de la crítica de Derrida a lo colosal kantiano — comentario que permitiría conjeturar la presencia en la primera parte de la tercera Crítica de un olvidado arte sublime—, se plantea como hipótesis la posibilidad de una inacabada y obscura arquitectónica de la Crítica de la facultad de juzgar estética, donde la condición bastarda de lo sublime evidenciaría una cuestión no deducida trascendentalmente, pero sí experimentada por nuestras facultades del conocer, esto es, una conmoción suprasensible determinada por una suerte de principio de contra-finalidad. De este modo, el problema de lo sublime, cuya expresión de lo colosal está lejos de calificar como un caso del mundo del arte, revelaría al Kant de la tercera Crítica preso en el conflicto aparentemente irresoluble entre razón y sentimiento.


Palabras clave: arte. colosal. estética. naturaleza. sublimidad.


ABSTRACT


The article aims to dismantle an old dispute in the third Critique between an aesthetics and a philosophy of art. Such a dispute would show Kant’s aesthetics as an aesthetics in conflict. Like a two-faced Janus, the philosopher from Königsberg will present in the last Critique a Critique of the faculty of aesthetic judgment that goes back and forth between a philosophical aesthetics and a metaphysics of art, and that will end up becoming a

propaedeutic for the philosophies of art of Romanticism. Based on Derrida’s critique of the Kantian colossal —a comment that would allow us to conjecture the presence in the first part of the third Critique of a forgotten sublime art—, we hypothesize the possibility of an unfinished and obscure architecture of the Critique of the faculty of aesthetic judgment, where the bastard condition of the sublime would evidence a question not deduced transcendentally, but experienced by our faculties of knowing, that is, a suprasensible shock determined by a sort of principle of counter-finality. Thus, the problem of the sublime, whose expression of the colossal is far from qualifying as a case of the world of art, would reveal the Kant of the third Critique imprisoned in an apparently irresolvable conflict between reason and feeling.


Keywords: art. colossal. aesthetics. nature. sublimity.


RESUMO

O artigo visa desmantelar uma longa disputa na terceira Crítica entre uma estética e uma filosofia de arte. Tal disputa mostraria a estética de Kant como uma estética em conflito. Como um Janus de duas faces, o filósofo de Königsberg apresentará na última Crítica uma Crítica da faculdade de julgamento estético que vai e vem entre uma estética filosófica e uma metafísica da arte, e que acabará se tornando uma propedêutica para as filosofias da arte do Romantismo. Com base na crítica de Derrida ao colossal Kantian —um comentário que nos permitiria conjeturar a presença na primeira parte da terceira Crítica de uma arte sublime esquecida— colocamos a hipótese da possibilidade de uma arquitetura inacabada e obscura da Crítica da faculdade de julgamento estético, onde a condição bastarda do sublime evidenciaria uma questão não deduzida transcendentalmente, mas experimentada por nossas faculdades de saber, ou seja, um choque suprasensível determinado por uma espécie de princípio de contra-finalismo. Assim, o problema do sublime, cuja expressão do colossal está longe de ser qualificada como um caso do mundo da arte, revelaria o Kant da terceira Crítica preso em um conflito aparentemente irresolúvel entre razão e sentimento.


Palavras-chave: arte. colossal. estética. natureza. sublimidade.


Introducción

No debiera ser sorpresa plantear la problematicidad con que se presenta la teoría estética kantiana en la tercera Crítica, el lugar privilegiado en que, en principio, el filósofo prusiano expone los fundamentos de su comentada «crítica del gusto», según la famosa carta a Reinhold de 1787. Los problemas son varios

—numerosos, diría yo—, y se extienden desde la discutida universalidad y normatividad del juicio estético hasta la dificultad de establecer una única arquitectónica para la Crítica de la facultad de juzgar estética (si es que no para toda la tercera Crítica). Por si fuera poco, surgen entremedio otras dificultades: las suspicacias respecto de la idea de juego con que en el juicio de belleza se presenta la relación entre las facultades de conocer, la aparición intempestiva del genio en el apartado del arte y la extrañísima relación de isotensión que permeará la Analítica de lo sublime (Fernández, 2020: 23). En fin, una colección de dimes y diretes entre Kant y la estética, o, dicho más problemáticamente aún, entre Kant y la propia filosofía del arte. En otras palabras, una virtual estética en conflicto.


Como encuadre inicial, quisiera recurrir al filósofo estadounidense George Dickie (2003), para quien en la Crítica de la facultad de juzgar (CJ) Kant habría invertido de lugar a la crítica estética y la crítica teleológica: “La tarea de exponer la teoría global de la tercera Crítica es como la tarea a la que se enfrenta un paleontólogo al tratar de ensamblar el esqueleto de un animal prehistórico cuyos restos fosilizados se hallan diseminados sobre una amplia zona” (167). La observación de Dickie abre otra arista a los numerosos cuestionamientos que se han dejado caer sobre la estética kantiana, sobre todo porque el americano pone énfasis en la necesidad de una teoría de la finalidad previa a la deducción de los juicios

de gusto, lo que en buenas cuentas significa lo siguiente: primero, que la estética de Kant sería en realidad una estética teleológica, y, segundo, y por lo mismo, que la CJ estaría organizada literalmente al revés.

El objetivo de este trabajo es aproximarse a desmontar la vieja contienda habida en la tercera Crítica entre una estética y una filosofía del arte, y demostrar cómo tal contienda revelaría a la estética de Kant en realidad como una estética en conflicto. Al respecto, se plantea como hipótesis central la existencia de una inacabada y obscura arquitectónica de la Crítica de la facultad de juzgar estética, donde la condición bastarda de lo sublime evidenciaría una cuestión no deducida trascendentalmente, pero sí experimentada por nuestras facultades del conocer, esto es, una conmoción suprasensible determinada por una suerte de principio de contra-finalidad.


A efectos de demostrar esta hipótesis, el artículo se halla dividido en dos grandes apartados. En el primero, y con un guiño a Trottein, discutiré si en la primera parte de la tercera Crítica sería más propio hablar de una estética filosófica o, más bien, de una filosofía del arte. En el segundo apartado, propondré una reconsideración de lo sublime kantiano y de su controversial relación con el arte, a partir, por un lado, de algunas observaciones hechas por el propio Kant en la Crítica de la facultad de juzgar estética, y, por otro, de la exégesis de lo colosal desarrollada por Jacques Derrida en La verdad en pintura. Por último, las conclusiones pretenden exponer el lugar aparentemente decisivo de lo sublime colosal en esta virtual estética en conflicto, donde lo colosal estaría bastante lejos de calificar como un mero caso del mundo del arte.


¿Estética o filosofía del arte?


Hay una larga discusión en la tradición sobre si lo que expone Kant en la CJ es una estética o si, por el contrario, se trataría de una mera o pura filosofía del arte. El problema es de data mayor, de modo que en este trabajo nos conformaremos con sugerir que el proyecto de Kant respondería casi con seguridad a la idea de superar por la vía de la propia crítica la canónica scientia cognitionis sensitivae de Baumgarten, en particular sus pretensiones de “[…] reducir la consideración crítica de lo bello a principios racionales y en elevar al rango de ciencia las reglas de dicha consideración crítica” (Kant, 1998: 66).


Todo esto, sin embargo, con el resultado de la presentación de una estética bastante a mal traer, subsumida en la estructura teleológica del mundo (Dickie, 2003: 166) y con una teoría del arte incorporada con “fórceps” por el filósofo regiomontano. Como sea, la influencia directa —y mayor— de Kant parece no haber sido el “destacado crítico Baumgarten”, sino la filosofía liberal de Christian Wolff, por quien Kant sintió en vida una gran admiración. De hecho, si se mira con detención el sistema kantiano, podría decirse sin mayores complejos que su intención principal es la de elaborar una crítica sistemática sobre la capacidad de la razón que pudiera detener la devastadora fuerza escéptica de las dudas abiertas por Hume en el panorama de la filosofía moderna (Piulats, 2012). Casi lo mismo que puede hallarse en las bases de la doctrina wolffiana: “Representa [Wolff] ante todo un primer eje para centrar la solución del problema epistemológico fundamental: prescribe que la instancia suprema ante la que han de ser resueltos los problemas y contradicciones que aparezcan en el campo del conocimiento, no puede ser enajenada a la razón” (Arana, 1979: 11).


En “pugna” con las pretensiones baumgartenianas de que esta ars pulcre cogitandi adquiera rango de ciencia superior, Kant hará asomo de su intención de establecer una especie de metafísica estética, mientras se debate entre la indagación de una crítica del gusto y una deducción de principios trascendentales para la sensibilidad. Nuestro filósofo hará hincapié en la falta de tratamiento de la estética de Baumgarten y elaborará, precisamente a propósito de la diferencia entre “estética” y “crítica del gusto”, su famosa distinción entre esfera de la investigación psicológica y esfera de la investigación trascendental, “[…] las dos cuestiones sistemáticamente (y no solo cronológicamente) anteriores al planteo de la cuestión del juicio tal como aparece tratado en la tercera Crítica” (Kobau, 1999: 78). Así es que en este momento de madurez de la filosofía de Kant lo esencial es la extremadamente problemática disyuntiva entre sujeto y objeto como topos del juicio estético puro.

Como es sabido, y a contrapelo de las teorías estéticas de la época, Kant se decidirá finalmente por la subjetividad. En cualquier caso, considerando esta irreductibilidad de lo trascendental a lo psicológico, nadie podría, como dice Fenner (2020), acusar a Kant de ser un psicólogo disfrazado de filósofo:


Kant’s exploration of the subjective was never amenable to reduction to empirical inspection or formation. But with that in mind, Kant’s exploration of aesthetic judgment certainly had elements that might properly be called psychological […]. For Kant, however, the normativity of correct aesthetic judgment that he sought could not befound through empirical inquiry, despite the fact that the British Taste Theory tradition, and perhaps even Hume himself, seemed headed in that trajectory.The normativity he sought could only be grounded, in his eyes, on truths that were universal to all subjectivity as subjectivit [La exploración de Kant de lo subjetivo nunca fue susceptible de reducirse a una inspección o formación empírica. Pero teniendo esto en cuenta, la exploración de Kant del juicio estético tenía ciertamente elementos que podrían llamarse propiamente psicológicos […]. Para Kant, sin embargo, la normatividad del juicio estético correcto que buscaba no podía encontrarse a través de la investigación empírica, a pesar de que la tradición británica de la teoría del gusto, y tal vez incluso el propio Hume, parecían encaminarse en esa trayectoria. La normatividad que buscaba sólo podía ser fundada, a sus ojos, en verdades que eran universales a toda subjetividad como subjetividad] (136).


Sin embargo, Kant se verá atrapado, por una parte, por la promesa de determinación de una cierta normatividad para el juicio de gusto fundada en el sujeto, y, por otra, por una demanda, como quien dijera, de corte más cultural o político para dar cabida en su estética filosófica nada menos que a la esfera del arte, a estas alturas el “convidado de piedra” de su crítica estética. Al respecto, Kobau (1999) pondrá de relieve el interés de los idealistas en la correspondiente subdefinición espiritualista de filosofía del arte, en el sentido de que para estos lo crucial sería una filosofía del arte que se mantenga estrechamente ligada al mundo de lo sensible, ligazón que tendría matices axiológicos y prácticos decisivos para cada una de las filosofías inmanentistas del espíritu (90).


De manera que, y tal como observa Trottein (1998), Kant se ve jalonado en la CJ, de un lado, por una teoría de lo bello, y, de otro, por una metafísica del arte: “[…] d’une part la perspective initiale et indéfiniment renaissante, celle de l’esthétique, de la simple réflexion et du jeu, et d’autre part la perspective finale, proprement téléologique et déterminante, du système métaphysique, de la raison, théorique ou pratique” [por una parte la perspectiva inicial e indefinidamente renaciente, la de la estética, la simple reflexión y el juego, y por otra parte la perspectiva final, propiamente teleológica y determinante, del sistema metafísico, de la razón, teórica o práctica] (671). Según el francés, lo fundamental es el método llevado a cabo por Kant, quien parece optar por un cruce indefinido y hasta cierto punto rocambolesco entre ambas perspectivas teóricas. Es decir, la cuestión no sería tanto identificarlas bien para priorizarlas mejor (lo que ya se hace por sí solo en la perspectiva global), sino más bien comprender el tejido estético mismo respecto del cual el movimiento del texto parece no dejar de alejarse en una dimensión precisamente más metafísica.


Como insiste Trottein (1998), es evidente que la estética kantiana no puede reducirse a una filosofía del arte, pues si lo hiciera

[…] on ne voit guère comment elle échapperait à l’opposition de l’oeuvre et des parerga, des arts majeurs et des arts mineurs, des beaux-arts et des arts décoratifs. Elle aurait affaire à des chefs-d’oeuvre dans leurs cadres dorés, qu’elle ne manquerait assurément pas de recommander à notre assentiment [[…] es difícil ver cómo podría escapar a la oposición de la obra y los parerga, las artes mayores y las menores, las bellas artes y las artes decorativas. Se trataría de obras maestras en sus marcos dorados, que ciertamente no dejaría de recomendar para nuestro asentimiento] (667).


Esto es de suyo problemático si lo que se quiere sostener es la tesis de una metafísica del arte fundada en una mínima normatividad del gusto artístico o de producción de la obra. No obstante, la idea contraria, que pudiera constatar la presencia de una estética, así sin más, tampoco aparece justificada por ningún lado. No se trata, entonces, de un asunto sólo de estilo o referido a una cierta metodología de la deducción, sino, para decirlo en el propio lenguaje de Wolff, de una cierta insuficiencia en el propio corazón de la estética filosófica que parte por la imposibilidad de hallar en la CJ algo siquiera cercano a una teoría del arte o a una estética de la obra.

De forma que frente a un problema radicalmente estético como el de la fundamentación trascendental del gusto, Kant presentará una Crítica de la facultad de juzgar estética que va y viene entre una estética y una metafísica del arte, metafísica que a su vez y para complicar aún más las cosas, y como se ha insinuado, fluctuará entre una normatividad práctica y una determinación teleológica. En efecto, la primera parte de la CJ se desarrolla, desde su perspectiva estética inaugural, en dirección a una perspectiva metafísica de una sumisión cada vez más completa a la razón práctica, donde el gusto termina por ser encasillado en el § 60, sin más, como una facultad de enjuiciamiento de la sensibilización de las ideas morales (Trottein, 1998: 671). Y esto, en medio de la depuración de una definición completa de lo bello que resulta francamente exasperante: “De jugement simplement réfléchissant, échappant à toute détermination, le jugement esthétique se charge progressivement de détermination, il devient jugement déterminant en même temps que réfléchissant; bref il devient téléologique” [De un juicio meramente reflexivo, que escapa a toda determinación, el juicio estético asume gradualmente la tarea de la determinación, se convierte en determinante además de reflexivo; en definitiva, se convierte en teleológico] (Trottein, 1998: 671-672).


Dice Kant en el § 59, en algo parecido a una determinación práctica del juicio de gusto:


Pues bien, digo que lo bello es el símbolo del bien ético; y también que sólo place bajo esta consideración (una relación que le es natural a cada uno y que también le atribuye cada cual a los demás como deber), pretendiendo el asentimiento de cada uno de los demás, siendo allí consciente el ánimo, a la vez, de un cierto ennoblecimiento y elevación por sobre la mera receptividad de un placer por impresiones de los sentidos y estimando el valor de otros también según una máxima semejante de su facultad de juzgar (Kant, 1992: 259 A 258 primera versión alemana).


De este modo, el proyecto de justificación de una estética posbaumgarteniana como la de Kant tropieza con escollos tanto externos como internos. Externos, por cuanto desde el punto de vista analítico/deductivo la Crítica de la facultad de juzgar estética parece reflejar la intención de metodizar, por analogía con la dialéctica, un discurso exotérico y práctico, es decir, sugerir una especie de arte de los discursos (Kobau, 1999: 93); e internos, en el sentido de que, a la postre, Kant no sabe qué hacer con la sensibilidad: primero, la excluye por la vía de derecho de toda relación con lo bello, y, luego, la encaja en la esfera de lo sublime haciéndola escapar del libre juego entre imaginación y entendimiento, pero asegurándose de que lo sublime no pueda estar contenido en ninguna forma sensible y que únicamente pueda referirse a las ideas de la razón (Saint Girons, 2015). En efecto, afirma Kant (1992) en la Analítica de lo sublime:


Pero precisamente porque en nuestra imaginación reside una tendencia a la progresión hacia lo infinito, y en nuestra razón, una pretensión de absoluta totalidad como idea real, esa misma inadecuación de nuestra facultad de estimación de magnitudes de las cosas del mundo sensorial para esta idea es lo que despierta el sentimiento de una facultad suprasensible en nosotros; y es el uso que de modo natural hace la facultad de juzgar de ciertos objetos en pro del último (sentimiento) y no, en cambio, el objeto de los sentidos, lo que es absolutamente grande, y ante él, todo otro uso es pequeño (164 A 84-85).


Tal contubernio en el corazón de la arquitectónica estética de Kant —representado en el pasaje anterior por el eufemismo de Kant de no hablar derechamente de sensibilidad, sino de “facultad de estimación de magnitudes de las cosas del mundo sensorial”—, no se logra comprender a cabalidad si no se atiende al lugar especial de la propia facultad de juzgar en el proyecto filosófico del regiomontano. Por cierto, este giro en cuanto a las pretensiones finales que tiene la última Crítica, expresado, como sabemos, en el abandono de la idea inicial de proveer una crítica del gusto y en su inclinación por una justificación trascendental de nuestras vicisitudes del ánimo, revela al Kant de la CJ preso de una contradicción aparentemente irresoluble entre razón y sentimiento.


¿Pero, no es de eso acaso de lo que trata la CJ? ¿De cómo la razón debe retorcerse sobre sí misma para evitar caer en antinomias que provean predicados del tipo: “yo conozco determinados (o indeterminados) sentimientos”, o “yo debo realizar determinadas acciones sensibles o placenteras”? ¿Y todos estos enjuiciamientos, además, siempre gobernados por la razón y garantizados por esa ficción mental llamada principio trascendental?

Amoroso (1998) lo plantea con encomiable detalle:


Dans le nouveau sens, l’adjectif ästhetisch est utilisé par Kant surtout avec les substantifs Urteil («jugement») et Urteilskraft («capacité de juger»). Ceci nous amène à comprendre les conditions qui permettent à Kant ce changement. On peut le résumer ainsi: en premier, les jugements esthétiques sont nommés ainsi parce qu’ils relèvent du sentiment, et non de la sensibilité. (Dans ce sens Kant va jusqu'à parler ailleurs d’une Ästhetik der reinen praktischen Vernunft, Ak. V 90, et d’une Ästhetik der Sitten, Ak. VI 406). Mais le renvoi au sentiment ne suffit pas, parce que cette faculté ne peut pas juger (pas plus que la sensibilité). Donc, en second lieu, la doctrine de ces jugements peut être une vraie science seulement si l’on peut la construire comme une critique trascendantale concernant una faculté supérieure de connaître (supérieure parce que dotée de quelques principes a priori). Cette faculté ne peus pas être le sentiment, qui n’est même pas une faculté de connaître. Ella sera par contre la Urteilskraft, la capacité de juger, qui a un principe a priori, bien que très, énigmatique, qui lui est propre [En el nuevo sentido, Kant utiliza el adjetivo ästhetisch especialmente con los sustantivos Urteil («juicio») y Urteilskraft («capacidad de juzgar»). Esto nos lleva a comprender las condiciones que permiten a Kant este cambio. Se puede resumir así: primero, los juicios estéticos se denominan así porque están relacionados con el sentimiento, y no con la sensibilidad. (En este sentido, Kant llega a hablar en otra parte de una Ästhetik der reinen praktischen Vernunft, Ak. V 90, y de una Ästhetik der Sitten, Ak. VI 406). Pero no basta la referencia al sentimiento, porque esta facultad no puede juzgar (como tampoco la sensibilidad). Así, en segundo lugar, la doctrina de estos juicios sólo puede ser una verdadera ciencia si puede construirse como una crítica trascendental de una facultad superior de conocer (superior porque está dotada de unos principios a priori). Esta facultad no puede ser sentir, que ni siquiera es una facultad de conocer. Ella, por el contrario, será la Urteilskraft, la capacidad de juzgar, que tiene un principio a priori, aunque muy enigmático, que le es propio] (704-705).


Ahora, la posibilidad de constatar una filosofía del arte en la primera parte de la CJ queda, pues, bastante en entredicho, sobre todo, como se ha planteado, por su insuficiencia teórica palmaria. Por un lado, se podría suponer la existencia de una cierta filosofía del arte fundada en lo sublime (i.e. la posibilidad de corroborar “lo sublime arquitectónico” del § 26); sin embargo, en toda la Crítica de la facultad de juzgar estética no hay una sola palabra sobre este asunto. Por otro lado, deliberadamente o no, la propia nomenclatura de Kant hace desaparecer al arte de la pulchritudo vaga, mostrándolo, por ejemplo, en el famoso § 45 virtualmente como una amalgama indiscernible al lado de la naturaleza. Dice ahí el filósofo alemán: “Bella era la naturaleza cuando a la vez tenía viso de arte; y el arte sólo puede ser llamado bello cuando somos conscientes de que es arte y, sin embargo, nos ofrece viso de naturaleza” (Kant, 1992: 216 A 177). Este espejearse de la naturaleza en el arte y viceversa, permitirá afirmar a Trottein (1998): “Soit en effet, l’art s’identifie et se confond avec la nature, et il disparaît en tant qu’art; soit il tombe du côté de la beauté adhérente, c’est-à-dire de la perfection, par conséquent en dehors du territoire de la beauté à proprement parler” [O, de hecho, el arte se identifica y se funde con la naturaleza y desaparece como arte; o cae del lado de la belleza adherente, es decir, de la perfección, por tanto, fuera del territorio de la belleza propiamente dicha] (672).


Lo que debiésemos conceder es que a partir del § 45 la referencia al arte en la Crítica de la facultad de juzgar estética parece torcer el tratamiento que previamente Kant ha dado al enjuiciamiento de lo bello. Conceptos como perfección, ideas estéticas, fin, genio y academia, hacen del arte bello prácticamente un “polizón” respecto de lo que hasta ahora el filósofo prusiano había deducido como lo bello natural. Su exégesis del arte bello es lo suficientemente engorrosa como para no despertar fundadas suspicacias en cuanto a cómo la pulchritudo vaga efectivamente podría cristalizar en algún producto artístico (acotemos, creado por el ser humano). Como ha insistido Kant, el enjuiciamiento de lo bello no puede poner como fundamento un concepto del objeto que suscita nuestra aprobación (en cuanto al gusto), de donde el filósofo parece haber caído en una encrucijada irreversible entre belleza y regla.


En efecto, el enjuiciamiento del arte bello sería contrario a derecho por la sencilla razón de que todo arte, según el propio Kant (1992) ha dicho, “[…] supone reglas, por cuyo establecimiento viene primeramente a ser representado como posible un producto, si ha de ser llamado artístico” (217 A 179). Sin embargo, unas líneas después, parece entregar la garantía argumentativa destinada a resolver esta antinomia:


“[…] el arte bello debe dar aspectos de naturaleza, aunque, por cierto, se esté consciente de que es arte. Y como naturaleza aparece un producto de arte al ser acertada, con toda puntualidad, la conveniencia respecto de reglas, únicas según las cuales puede el producto llegar a ser eso que debe ser; pero sin penosa prolijidad,

sin que la forma académica transluzca; esto es, sin mostrar la menor huella de que la regla haya estado en la mira del artista, poniéndole trabas a sus fuerzas de ánimo (Kant, 1992: 216 A 178).


No es necesario detallar que la solución que plantea Kant (1992) a la antinomia del gusto consiste en el invento de la figura del genio, el que parece estar dotado de una genética ultra poderosa que hace posible la conexión entre el arte y la propia naturaleza a través una facultad del ser humano que, paradójicamente, representa a la naturaleza dando la regla al arte en el sujeto, pero a condición de que se trate de un “[…] talento de producir aquello para lo cual no se puede dar ninguna regla determinada” (217 A 182).


No obstante, esta “ontologización” del arte no debiera confundirse con la posibilidad de hallar en la CJ alguna clase de filosofía del arte. La observación de Lima (2014) es de la mayor lucidez, en cuanto a que ratifica que la presentación kantiana del arte fungiría como una suerte de propedéutica para las filosofías del arte del Romanticismo: “A abertura para essa outra dimensão é algo sobre o que Kant somente esboça esparsa e fragmentariamente ensaios para sua problematização, o que, porém, a filosofia do período romântico irá levar às últimas (e extremistas) consequências” [La apertura a esta otra dimensión es algo sobre lo que Kant solo esboza escasa y fragmentariamente ensayos para su problematización, que, sin embargo, la filosofía del período romántico llevará hasta sus últimas (y extremas) consecuencias] (12).


Analítica de lo colosal


Pues bien, desde el punto de vista de una correlación de las fuerzas en choque en la teoría estética de la CJ, vale decir, de lo bello y lo sublime, Kant ha sido majadero en decir que sólo la esfera de lo bello requiere el compromiso del principio trascendental de finalidad. En lo sublime, en cambio, parece darse un conflicto sorprendente y en varias aristas. No es del caso referirme a todas ellas, pero me conformaré con observar que el problema de lo sublime radica, en primer lugar, en su condición, como quien dice, “antinatura” en la Crítica de la facultad de juzgar estética, manteniendo una relación problemática no sólo respecto de lo bello sino también respecto del principio de finalidad y la propia teología. Incluso hay quienes, como Basile (2019), llegan a ver en lo sublime el «parásito» de Kant. O como el mismo Rogozinski (2016), quien observa en la presentación de lo sublime kantiano un trato privilegiado a propósito del lugar intermedio que esta conmoción ocuparía entre el asco y la belleza (139-140).


Sugeriré, pues, que la Analítica de lo sublime representa por antonomasia el lugar de disyunción entre el arte y la naturaleza, entre el facere y el agere kantianos. Para ello, me centraré en la crítica de Derrida al concepto de lo colosal expuesta en La verdad en pintura, crítica en la que la noción de inadecuación, es decir, lo sublime kantiano por definición, parece recortarse, en la expresión derridiana, como la

«subjetividad del coloso». Lo sublime, de este modo, contendría un espesor estético inescudriñable aun para el propio Kant.

En base a una justificación estética donde primaría la interacción autodestructiva entre sensualidad y significado (Librett, 2012), Derrida centra su exégesis casi exclusivamente en lo sublime matemático, dejando lo sublime dinámico, sobre el final de su texto, extrañamente como una especie de anécdota menor. La explicación sólo puede suponerse, y en ese afán de dar con una razón plausible quisiera creer que Derrida se enfoca en la crítica de lo colosal justamente porque lo colosal se deriva de su contraste con la idea de hombre, pero, más todavía, con la de arte, a diferencia de lo sublime dinámico que parece sólo resolverse en un problemático concepto de resistencia. Lo colosal, siguiendo este razonamiento, “igualaría armas” con la idea de finalidad que Kant incrusta en lo bello. Tiene que ver con una noción de enormidad, mas no de tamaño, con una dimensión de la erección, de lo que se levanta (Derrida, 2001: 128). Retengamos lo siguiente: que lo colosal se erige a partir de las ideas de hombre y de arte. Volveré sobre esto enseguida, porque en esto último, en la confrontación de lo colosal con el arte, yace, en mi opinión, una abertura no resuelta por Kant en la Analítica de lo sublime.


Lo colosal supone una sobre-elevación de nuestro espíritu, pero una sobre-elevación que va más allá de nosotros mismos. Equivale al concepto casi impresentable de lo «casi demasiado grande». Derrida lo interpreta como aquella ruptura incluso del mismo límite de lo más elevado, ruptura que carece de un

quantum definido que pudiera servir, en cierto modo, como cortapisa de lo inmenso. El terreno preferente de lo colosal, argumenta el filósofo de origen argelino, parafraseando a su vez a Kant, es la naturaleza. Es en este mundo donde, por así decir, brota lo inconmensurable, lo que sobre-eleva las fuerzas de nuestro ánimo. Sin embargo, no se trata de la naturaleza, así sin más. De hecho, no es en la naturaleza cuyo concepto contiene ya un fin determinado donde surgirá lo colosal.


¿Qué es lo que suscita entonces la presentación de este concepto técnicamente impresentable? Desde ya, ni la naturaleza finalizada ni el mismo arte: “Ni el objeto natural que tiene una destinación determinable ni el objeto de arte (la columna) pueden, por consiguiente, dar una idea de la sobre- elevación sublime” (Derrida, 2001: 130). Derrida verá el lugar primordial de lo colosal únicamente en la naturaleza bruta, justo donde no es posible ni el arte bello ni la comparecencia del objeto natural finalizado.


Kant (1992) lo expone en el § 26:


En cambio [a diferencia de lo monstruoso], se denomina colosal a la mera presentación de un concepto, que es casi demasiado grande para cualquier representación (que linda con lo relativamente portentoso); es que el fin de la presentación de un concepto es dificultado por el hecho de ser la intuición del objeto casi demasiado grande para nuestra facultad de aprehensión (166-167 A 88).


Para luego entregar los consabidos ejemplos de una naturaleza que determina ese respeto subrepticio de lo sublime por sus objetos:


¿Quién llamaría, en efecto, sublimes a las informes masas montañosas, amontonadas unas sobre otras en salvaje desorden, con sus pirámides de hielo, o al lóbrego mar embravecido, etc.? Mas el ánimo se siente elevado en su propio enjuiciamiento cuando, al abandonarse, en la contemplación de aquellas cosas, sin consideración de su forma, a la imaginación (…), halla, empero, que todo el poderío de la imaginación es inadecuado a las ideas de esta (Kant, 1992: 169-170 A 94).


De modo que la sobre-elevación se anuncia directamente en la naturaleza bruta, en una naturaleza que ningún contorno final o formal puede enmarcar, acabar o definir en su talla: “Esta naturaleza bruta sobre la cual habría que «mostrar» (aufzeigen) la sobre-elevación sublime será bruta porque no ofrecerá ningún

«atractivo» (Reiz) y no provocará ninguna emoción de temor ante un peligro. Pero deberá implicar

«grandezas», […] que sin embargo desafían la medida […] y no se prestan a ninguna manipulación finita” (Derrida, 2001: 132). Tales grandezas precisamente deben abrir las puertas al infinito, puesto que lo infinito es consustancial a lo colosal.

El propio principio de finalidad, tan caro a lo bello, se muestra contrario a lo colosal, puesto que presuponer un fin (en la naturaleza o en el arte) es predisponer el objeto (el caballo, el jardín, las columnas) con vistas a un acuerdo con nuestra facultad de juzgar. Más bien se trata de «lo contrario», de algo parecido a una contrariedad irreductible. Lo colosal contraría el juego de las facultades de conocer, y contraría, en particular, la síntesis entre la aprehensión y la comprensión, provocando que la primera pueda ir sin dificultad al infinito y que la segunda no pueda seguirla producto de su finitud. Dice Kant (1992) en el § 23: “[…] lo que despierta en nosotros, sin raciocinar sutilmente, sólo en la aprehensión, el sentimiento de lo sublime, podrá aparecer ciertamente contrario a fin en su forma para nuestra facultad de juzgar, no conforme a nuestra facultad de presentación y, por decir así, violentador de la imaginación, aunque sólo para ser juzgado como algo tanto más sublime” (159 A 76).


Esta contrariedad, este contra-fin, está lejos del sin fin de la finalidad sin fin de lo bello. Lo cardinal respecto de lo colosal resulta ser entonces la violencia de lo contrario: “Pero en lo relativo a la facultad de juzgar, lo sublime natural, el que sigue siendo privilegiado por este análisis de lo colosal, parece formalmente contrario a un fin (zweckwidrig), inadecuado y sin conveniencia, inapropiado para nuestra facultad de representación” (Derrida, 2001: 137). Como lo colosal esquiva la finalidad, a cambio de establecer algo así como un principio de contrariedad (placer/displacer, aprehensión/comprensión, sensibilidad/razón, etc.), con mayor razón le es ajena la esfera del arte, especialmente si el arte, como ha decretado Kant (1992), “[…] tiene siempre el propósito determinado de producir algo” (216 A 180). De esta laya, habría una contrariedad esencial entre el arte y lo sublime. Sostiene Derrida (2001): “La

habilidad del artista humano actúa en ellas con vistas a un fin, determina, define, informa […]. Pero lo sublime, si existe, no lo hace sino desbordando […]. No hay, entonces, buen ejemplo, ejemplo

«conveniente» de sublime en los productos del arte humano” (130). Acota más adelante: “Ni el objeto natural que tiene una destinación determinable ni el objeto del arte (la columna) pueden, por consiguiente, dar una idea de la sobre-elevación sublime” (Derrida, 2001: 130). Y el arte no la puede dar porque sus objetos salen de las manos del hombre, cuya medida, pues, conservan.

Pero si Kant, primero, y Derrida, después, han corroborado esta cesura entre el arte y lo colosal, fundada en la inadecuación del propio fin respecto de “lo colosal en erección” (Derrida, 2001: 140), ¿cómo entender entonces las referencias paradigmáticas que ambos hacen al arte arquitectónico como manifestación de lo sublime? ¿Puede el arte ser parte de esa “naturaleza bruta” que hace un rato el propio Derrida catalogó como la única esfera posible para despertar en nosotros esta rara conmoción? ¿O es una dimensión fenoménica calificada por Kant, como quien dijera, a última hora para demostrar esta “sublimidad pétrea”, como la llama Derrida, y así equiparar el binomio naturaleza/arte de la Analítica de lo bello?


Observemos los archiconocidos ejemplos del § 26:


De aquí puede apreciarse: […] que no se debe acercar uno mucho a las pirámides, como tampoco estar muy alejado de ellas, para ser cogido por la emoción total de su magnitud. Pues si es lo último, las partes que son aprehendidas (sus piedras superpuestas) son representadas sólo oscuramente y su representación no hace ningún efecto en el juicio estético del sujeto. Y si es lo primero, necesita el ojo algún tiempo para completar la aprehensión desde la base hasta la cima; en esta, sin embargo, las primeras se extinguen antes de que la imaginación haya acogido las últimas […]. Exactamente lo mismo puede bastar para explicar el estupor o esa especie de perplejidad que, como se cuenta, asalta al espectador que por primera vez entre a la iglesia de San Pedro en Roma. En efecto, hay aquí un sentimiento de inadecuación de su imaginación para presentar la idea de un todo; en esto alcanza la imaginación su máximum y, en el afán por ampliarlo, vuelve a sumirse en sí misma, siendo transportada por ello, sin embargo, a una complacencia emotiva (Kant, 1992: 166 A 86).


Escribe Derrida (2001) sobre el caso de las pirámides: “De muy lejos, la aprehensión de las piedras solo da lugar a una representación oscura sin efecto sobre el juicio estético del sujeto. De muy cerca, […] exige tiempo para cumplirse de la base hasta la cúspide; las primeras percepciones se «desvanecen» antes de que la imaginación alcance las últimas y «la comprensión nunca es completa»” (149). Y acto seguido sobre el ejemplo de la iglesia de Roma: “Es lo que sucede —otro lugar de piedra con el nombre de Pedro, y es la Iglesia— cuando el espectador entra por primera vez en la iglesia de San Pedro en Roma. Está «desorientado» o poseído por el «estupor». Se diría que está casi pasmado <médusé>: hace poco le ocurría afuera, ahora le ocurre adentro de la cripta pétrea” (Derrida, 2001: 150).


En suma: ¿puede o no el arte dar lugar a lo sublime? Por lo visto sí. Empero, Derrida pasa por alto esta evidente paradoja del mismo modo como parece haberlo hecho también el propio Kant. Es más, Derrida (2001) citará un pasaje del mismo § 26 que parece decisivo para suponer una cierta fenomenología del arte asociada a lo sublime:


[…] no se debe mostrar lo sublime en productos del arte (por ejemplo, edificios, columnas, etc.) en los cuales una finalidad humana determina tanto la forma como la dimensión, […] sino en la naturaleza bruta (y en ella a condición de que no implique ninguna atracción ni algo emocionante proveniente de un peligro real), siempre y cuando sólo contenga un gran tamaño (150)1.


Si, por un lado, como asegura Kant, no puede haber arte sublime en productos como “edificios, columnas, etc.”, y, por otro, sólo puede haberlo (donde el “sino”, en la cita, debiera traducirse por “exclusivamente”) en la naturaleza bruta, siempre y cuando, además de tener que esquivar el atractivo y el terror, sólo contenga un gran tamaño; entonces, la única posibilidad que queda (que justifique en cierto modo los ejemplos de las pirámides y de la iglesia de Roma) es que sólo “pueden ser sublimes” los productos arquitectónicos de “gran tamaño”. Por tanto, para confirmar la tesis de una “arquitectura sublime”, lo determinante es la constatación de lo colosal de la obra (su “gran tamaño”) y no la factura


1 La cursiva es mía.

arquitectónica del producto, si lo decisivo en el arte arquitectónico, según el § 51, es “un cierto uso del objeto artístico, a lo cual son limitadas, como a su condición, las ideas estéticas” (Kant, 1992: 230 A 208).


Y esto es así porque no se trata, nolens volens, de la belleza arquitectónica sino de su potencial sublimidad. De modo que, parafraseando la conocida analogía del § 45, pudiésemos llegar a decir que: sublime era la naturaleza cuando a la vez tenía viso de arte; y el arte sólo puede ser llamado sublime cuando somos conscientes de que es arte y, sin embargo, nos ofrece viso de naturaleza.


Nada parece cambiar, salvo que, y esta es una cuestión que tiene que ver con las dificultades internas de la propia metafísica kantiana del arte, finalmente se esté en presencia, como lo deja translucir Shapshay (2020), de dos tipos distintos de sublimidades (siguiendo el mismo patrón de la Analítica de lo bello): de una sublimidad, por así decir, adherente y de una sublimidad libre: “So long as the pyramids and St. Peter’s cathedral are appreciated for their formal qualities alone (in this case, their overwhelming scale, which makes them from a certain vantage point seem formless or contra-purposive for our cognitive faculties), they can arguably be numbered among ‘free sublimities’ along with vast and/or overwhelming natural environments” [En la medida en que las pirámides y la catedral de San Pedro se aprecian sólo por sus cualidades formales (en este caso, su escala abrumadora, que las hace parecer, desde cierto punto de vista, sin forma o contrapuestas a nuestras facultades cognitivas), pueden contarse entre las “sublimidades libres” junto con los vastos y/o abrumadores entornos naturales] (212-213).


Puesta así, esta condición bastarda de lo sublime podría llegar a explicarse sólo si atendemos a la posibilidad de una cierta renuncia del principio de finalidad en el corazón de la estética kantiana. Esta virtual blasfemia doctrinaria, sin embargo, parece tener una explicación paradójicamente trascendental en las propias palabras de Kant.

Si el filósofo de ojos azules ha dicho en otro lugar que la Crítica de la facultad de juzgar estética es la “propedéutica de toda filosofía”, esta enigmática observación podría tener que ver perfectamente con que, puesto que lo colosal, y con ello, la idea de lo sublime no pueden explicarse a partir de una deducción del principio de finalidad, lo que habría entonces en la segunda parte de la Crítica de la facultad de juzgar estética sería una cuestión no deducida trascendentalmente, pero sí experimentada por nuestras facultades del conocer, una conmoción suprasensible determinada por una suerte de principio del contra-fin o de contra-finalidad.


Quiérase o no, esta vistosa contradicción (no ajena, por lo demás, a buena parte de la arquitectónica de la CJ) podría explicarse doctrinariamente según lo expuesto por el propio Kant, en cuanto a que el principio de finalidad no sería más que un principio formal que regula el orden de los objetos de la naturaleza y del arte. Es decir, una estructura subjetiva y a priori que conecta bajo el concepto de sistema las formas bellas de la naturaleza con nuestras propias facultades de conocimiento. Como en lo sublime no se requiere ningún tipo de deducción fundada en la forma del objeto (a decir verdad, ningún tipo de deducción, pues, dice Kant, basta la sola exposición de los juicios sobre lo sublime para dar garantía de su legitimidad), todo indica que el problema de lo sublime —cuya expresión de lo colosal, como acabamos de ver, está lejos de calificar como un caso del mundo del arte— se inscribiría justo en el corazón del conflicto teórico y metódico que parece cruzar de punta a rabo a la Crítica de la facultad de juzgar estética, la guardia de corps de la tercera Crítica.


Como afirma Garroni (1998), para referirse a esta problematicidad de la facultad de juzgar:


[…] elle n’este pas simplement une faculté nouvelle, en tant que fournie dans la troisième Critique de son prope principe, et destinée à être ajoutée aux autres, déjà connues, encore moins pour donner une justification ad hoc des jugements esthétiques et des pseudo-jugements téléologiques, mais elle est plutôt l’issue d’une mise-en-question du problème même des facultés [[…] ella no es simplemente una facultad nueva, en cuanto se refiere la tercera Crítica a su propio principio, que pretende añadirse a los otros, ya conocidos, menos aún para dar una justificación ad hoc de los juicios estéticos y pseudojuicios teleológicos, sino más bien el resultado de un cuestionamiento del problema mismo de las facultades] (319).

Conclusiones


El carácter de la estética kantiana parece, a la luz de lo expuesto, incontrastablemente inacabado. No sólo porque lo que muestra el filósofo alemán en la primera parte de la tercera Crítica es una especie de superposición entre una lógica tradicional y una estética propiamente tal, sino porque la propia Crítica de la facultad de juzgar estética nunca logra presentar una necesaria homologación metódica entre las esferas sensible y cognitiva. Ni hablar de una posible justificación de una filosofía del arte, intento que no solamente queda a medio camino producto de la inexistencia de una mínima sistematicidad teórica, sino porque la misma idea de arte se funde conflictivamente con la idea de una naturaleza omniabarcadora.


Echando mano a un copioso laberinto de definiciones, ejemplos y contraejemplos no exento de contradicciones, Kant logra tejer una estética filosófica que intenta trabar una relación metafísica con un concepto de naturaleza que parece ser equivalente al propio infinito. Una naturaleza que unas veces funciona como el propio entorno agreste que determina la conmoción de lo sublime, y otras, en las que se transmuta en la noción ontológica de mundo, por ejemplo, cuando es el propio sujeto el que extrae de sí mismo esa misteriosa fuerza llamada genio para dar la regla al arte. Por último, una naturaleza que también debe convertirse en arte (o al menos aparentarlo) para ser digna de cierta belleza, y, según el parafraseo que proponemos más arriba, también para ser tenida por sublime.


Las falencias teóricas de la Crítica de la facultad de juzgar estética han revelado que lo colosal, y, con ello, lo sublime —el bastardo de la estética kantiana—, no pueden explicarse a partir de una simple deducción del principio de finalidad, sino a partir de la experimentación de una conmoción suprasensible determinada por una suerte de principio de contra-finalidad. Justo en mitad de este conflicto, y mediante una desconstrucción absolutamente esteticista, Derrida transformará la antinomia arte/naturaleza de la Analítica de lo sublime en una paradoja del juicio estético puro, restituyendo el arte, precisamente mediante el concepto indeterminado de lo colosal, a un lugar ultra-problemático del mundo suprasensible. Persiguiendo los límites del formalismo kantiano, Derrida ha dicho que, aunque lo sublime colosal no les compete ni al arte ni a la cultura, sin embargo, no tiene nada de natural; pero, además, que la talla de lo colosal no es ni cultura ni naturaleza, pero a la vez es la una y es la otra. Negación y, a la vez, afirmación, paradoja sobre paradoja, la del francés sobre la del regiomontano. Visos de una estética en conflicto que termina resultando crítica consigo misma, mientras una arquitectónica más segura de la Crítica de la facultad de juzgar estética continúa esperando las condiciones de su posibilidad.


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