https://doi.org/10.34024/prometeica.2022.25.12238


ANTROPOCENTRISMO Y NATURALEZA

UNA TENSIÓN ESTÉTICA EN WALTER BENJAMIN Y THEODOR ADORNO


ANTHROPOCENTRISM AND NATURE

An aesthetic tension on Walter Benjamin and Theodor Adorno


ANTROPOCENTRISMO E NATUREZA

Uma tensão estética em Walter Benjamin e Theodor Adorno


María Rita Moreno

(CONICET Mendoza - Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales, Argentina)

xmariaritamoreno@gmail.com


Recibido: 27/08/2021

Aprobado: 26/10/2021


RESUMEN

Este artículo sostiene que, a partir del contraste tácito entre obra de arte y naturaleza, Walter Benjamin y Theodor Adorno exploran una estética en la que el proceder antropocéntrico y subjetivista asociado al desencantamiento del mundo retrocede. El propósito del texto, entonces, consiste en articular diversos elementos provenientes de las filosofías de ambos pensadores para configurar un montaje conceptual que evidencie un tratamiento de la relación entre el objeto artístico y el natural, relación que fundamenta la potencia de la experiencia estética como enclave crítico de la razón moderna. A tal fin, en primer lugar, se indica la determinación antropocéntrica de la razón moderna y la especificidad que cobra el objeto artístico en relación a ella. Luego, se señala la remisión de la experiencia estética al objeto natural. Finalmente, se explica la dinámica entre objeto artístico y naturaleza, ampliando su noción. Así, se espera explicitar algunas de las discusiones en relación a la tensión arte-naturaleza a partir de las cuales Adorno y Benjamin buscan desmontar las aporías del antropocentrismo racional.


Palabras clave: sujeto. objeto. naturaleza. Walter Benjamin. Theodor Adorno.


ABSTRACT


This article argues that, based on the tacit contrast between work of art and nature, Walter Benjamin and Theodor Adorno explore an aesthetic in which the anthropocentric and subjectivist procedure associated with the disenchantment of the world recedes. The purpose of the text, then, is to articulate various elements from the philosophies of both thinkers to configure a conceptual montage that evidences a treatment of the relationship between the artistic object and the natural one, a relationship that underpins the power of the aesthetic experience as a critical enclave of modern reason. To this end, in first place, we indicate the anthropocentric determination of modern reason and the specificity that the artistic object takes in relation to it. Then, we point out the remission of the aesthetic experience to the natural object. Finally, we explain the dynamics between artistic object and nature, expanding its notion. Thus, it is expected to make explicit some of the discussions in relation

to the art-nature tension from which Adorno and Benjamin seek to dismantle the aporias of rational anthropocentrism.

Keywords: subject. object. nature. Walter Benjamin. Theodor Adorno.


RESUMO

Este artigo argumenta que, a partir do contraste tácito entre obra de arte e natureza, Walter Benjamin e Theodor Adorno exploram uma estética em que retrocede o procedimento antropocêntrico e subjetivista associado ao desencanto do mundo. O objetivo do texto, então, é articular vários elementos das filosofias de ambos os pensadores para configurar uma montagem conceitual que evidencie um tratamento da relação entre o objeto artístico e o natural, uma relação que sustenta a força da experiência estética como um enclave crítico da razão moderna. Para tanto, em primeiro lugar, indicamos a determinação antropocêntrica da razão moderna e a especificidade que o objeto artístico assume em relação a ela. Em seguida, apontamos a remissão da experiência estética ao objeto natural. Por fim, explicamos a dinâmica entre objeto artístico e natureza, ampliando sua noção. Assim, espera-se explicitar algumas das discussões em relação à tensão arte-natureza a partir da qual Adorno e Benjamin buscam desmontar as aporias do antropocentrismo racional.


Palavras-chave: sujeito. objeto. natureza. Walter Benjamin. Theodor Adorno.


Introducción


En La ciencia como vocación Max Weber indica que el sentido de la creciente racionalización moderna consiste en saber que “no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión” (1979: 200). Esta exclusión del aspecto mágico es, esencialmente, el significado del desencantamiento del mundo. En la medida en que cercena la experiencia mimética, la racionalización del mundo operada a través “de uno de los mayores instrumentos del conocimiento científico, el concepto” (Weber, 1979: 203) ha conducido a una determinada relación de los sujetos modernos con la naturaleza; la distinción entre «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu» da cuenta de ello.


Años más tarde, Walter Benjamin y Theodor W. Adorno elaboran una Teoría Crítica que señala cómo la creciente racionalización consecuente del desencantamiento del mundo redunda en la inconsistencia de la razón misma. “Una crisis general de la experiencia atraviesa toda la Modernidad” (Vedda, 2016: 309): las primeras décadas del siglo XX cristalizan la inestabilidad implicada en la fluctuación entre rupturas y continuidades (Jameson, 2004: 39), propia de una lógica signada por los términos en los que se produce el desencantamiento del mundo, el desgarramiento cifrado en las configuraciones «sujeto» y

«objeto». Al mismo tiempo, la decadencia cultural de ese mundo explicitada en obras señeras1acuña en uno de sus pliegues el deterioro de los lazos racionales con la verdad-objetividad.


Es que, en tanto que la racionalización definitoria de la modernidad se basa en el cálculo, “puede descubrirse en la estructura de la relación mercantil el prototipo de todas las formas de objetividad y todas las correspondientes formas de subjetividad que se dan en la sociedad burguesa” (Lukács, 2013: 187). Dicho de otro modo, el desencantamiento del mundo supone que la “descomposición del objeto de la producción significa al mismo tiempo y necesariamente el desgarramiento de su sujeto” (Lukács, 2013: 194). Por eso, Benjamin y Adorno indican que ese desencantamiento se presenta como un despliegue que engendra no solamente la creciente fragmentación de la experiencia, sino, en la misma medida, la constitución de una subjetividad signada por la violencia de la razón: ésta, luego de propiciar el dominio de la naturaleza, decanta en el autodominio del sujeto moderno (Schwarzböck, 2008: 52).


1 La decadencia de Occidente (Spengler, 1918), El malestar en la cultura (Freud, 1920), por ejemplo.

Así, mientras que Hegel enunció que “el espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento” (2015: 24), Benjamin y Adorno se preguntan si en el marco de la modernidad tardía puede aún conquistarse la verdad y cómo; su Teoría Crítica se cuestiona dónde logra la razón situarse en el más absoluto desgarramiento que la constituye y la distancia, sistemáticamente, de sí misma y de la objetividad. Para responder interrogantes de este calibre acuden a una esfera diferenciada dentro del proceso de disgregación de las sociedades modernas, la del arte. Esto porque, en primer lugar, ya en la década del ‘30 se detectan cambios radicales en el ámbito artístico asociados a la reconfiguración profunda del cambio social patente en Europa (Echeverría, 2010: 138). Pero, además, si el desencantamiento del mundo supone una creciente fragmentación de las esferas sociales, el arte se manifiesta a principios del siglo XX como un espacio donde aparece el fundamento teórico de la cesura crítica de la modernidad (Kambas, 2015: 871).


En ese sentido, las disquisiciones estéticas de Benjamin y Adorno sugieren que la forma moderna del arte condensa las complejas aristas emanadas del desencantamiento del mundo. La obra de arte, tal como se expresa en las primeras décadas del siglo XX, ofrece una muestra privilegiada del cisma sujeto-objeto porque contiene la historia de la que emana tal escisión. Ahora bien, justo porque las estéticas adorniana y benjaminiana no responden a una ontología de lo bello sino a un abordaje histórico-dialéctico de la belleza involucrada en el objeto artístico, es posible rastrear en ellas una incidencia preminente de la naturaleza: la belleza artística representa un tropo fértil para el abordaje de la desarticulación sujeto- objeto en tanto que sostiene una relación más o menos tácita con la dimensión natural.


Sin duda, existen diferencias entre los análisis que uno y otro pensador realizan al respecto. Sin embargo, más allá de las particularidades que singularizan sus perspectivas, pueden identificarse algunos complejos problemáticos comunes, ya que, tal como expresa Fredric Jameson, los sistemas parciales que representan las filosofías de Benjamin y Adorno “se complementan entre sí, de modo tal que sus aparentes incongruencias se disuelven en una síntesis dialéctica más amplia” (2016: 225). ¿Cuáles son los nudos a partir de los que puede leerse tal complemento? Dado que para ambos pensadores “arte y filosofía coinciden en el problema de la representación de la verdad” (Steiner, 2014: 276), un aspecto en que las filosofías de Adorno y Benjamin convergen es su pronunciamiento contra el antropocentrismo de la razón moderna.


En esa dirección, sus estéticas pueden comprenderse como un fuerte intento de llevar a cabo la preminencia del objeto por sobre el sujeto: este artículo sostiene que Walter Benjamin y Theodor Adorno desarrollan abordajes de la objetividad artística moderna a partir de su contraste con la objetividad natural y, desde allí, abren una experiencia donde el enclave antropocéntrico y subjetivista retrocede y suspende la dinámica regular de su proceder. En ese sentido, nuestro propósito consiste en articular diversos elementos provenientes de las filosofías de uno y otro pensador y configurar con ellos un montaje conceptual que evidencie cierto tratamiento de la relación entre el objeto artístico y el natural, relación que fundamenta la potencia de la experiencia estética como enclave crítico. A tal fin, en primer lugar, indicamos la determinación antropocéntrica de la razón moderna y, seguidamente, la especificidad que cobra el objeto artístico en relación a ella. Luego, señalamos la remisión de la experiencia estética al objeto natural. Finalmente, explicamos la dinámica entre objeto artístico, naturaleza e historia. De esta manera, esperamos explicitar discusiones más o menos tácitas en relación a la tensión arte-naturaleza, discusiones a partir de las cuales Adorno y Benjamin procuran desarticular el antropocentrismo racional configurador del desencantamiento del mundo.


Antropocentrismo y violencia subjetivista

Para explicar la particular determinación del antropocentrismo de la racionalidad moderna, resulta apropiado partir del concepto de Ilustración. Según se afirma en Dialéctica de la Ilustración, “la Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento progresivo, ha perseguido desde siempre el objetivo de quitar a los hombres el miedo [Angst] y convertirlos en señores” (Adorno y Horkheimer,

2007: 19). Esta definición recoge la vinculación al señorío que imprimió en el concepto Kant2 y lo liga con el miedo. Así, aunque Kant había relacionado minoridad y cobardía, Horkheimer y Adorno anudan ese miedo sentimiento silvestre, «natural» con la potencia señorial de la Ilustración la conquista civilizada de una humanidad alejada de la inmediatez animal: fue precisamente porque los hombres temieron que necesitaron convertirse en señores.

Adorno y Horkheimer afirman una situación fundacional en la que la naturaleza, un caos inconmensurable e indiferenciado, constituye desde tiempos primitivos “el peligro absoluto” (2007: 45). De esta manera, Ilustración es el programa sistemático requerido merced al miedo provocado por el carácter indómito e informe de ese todo natural avasallante; la maniobra por antonomasia de desencantamiento del mundo dirigida a la despotenciación de las energías naturales. El concepto de Ilustración “no está empleado en su significación histórica, sino como metáfora del pensamiento racional” (Robles, 2016: 32); indica un desplegarse de la razón moderna como una “progresiva separación entre lenguaje discursivo y lenguaje mimético”3 (Jarvis, 1998: 26). Es decir, desencantar el mundo implica operar la disyunción dialéctica sujeto-objeto mediante la instrumentalización de una racionalidad que, para afirmarse, necesita separarse de su objeto (Jarvis, 1998: 26).


Consecuentemente, la escisión sujeto-objeto resultante del desencantamiento del mundo codificado como Ilustración resulta la estrategia destinada a mermar los poderes de la naturaleza; el hombre se instituye como sujeto para abandonar un todo caótico, constituido desde ese entonces en una objetividad enfrentada a él. Subjetivarse supone:


un acto de violencia que les sobreviene por igual a los hombres y a la naturaleza, una violencia mediante la cual «lo humano» se autoconstituye al destacarse y «desprenderse», al trascender lo que a partir de ahí resulta ser «lo otro» (Echeverría, 2010: 46-47).


Merced a esa violencia [Gewalt] originaria, la subjetividad queda fundada en oposición al poder [Gewalt] de una naturaleza concebida como otredad objetiva. La oposición entre ambos extremos se zanja mediante una racionalidad instrumentalizada cuyo fin es afirmar al sujeto en esa lucha de poderes: el antropocentrismo consiste en establecer la preminencia subjetiva desencantando los poderes del caos natural al subsumirlo al esquema cósmico de su razón.


El sujeto supera su temor estatuyéndose como señor de la naturaleza, empero, en el vaivén dialéctico de una subjetividad que se sabe con poder de dominio, aparece la autoconciencia que advierte que el goce de dominar el objeto va acompañado necesariamente de un nuevo miedo, el causado por la conciencia del riesgo de ser sometido al mismo dominio que él es capaz de ejecutar. No obstante, el sujeto insiste en la instrumentalización racional, pues “con ese pasaje de la naturaleza a la cultura, el hombre elige el mal menor: abandona la barbarie porque el miedo a la muerte es más fuerte que el deseo de ser feliz de manera irrestricta” (Schwarzböck, 2008: 49).


Ahora bien, ¿cómo se produce ese acto de “trans-naturalización” (Echeverría, 2010: 48), ese pasaje de la naturaleza a la cultura? Benjamin explica su dirección en Sobre el programa de una filosofía venidera. En el marco de su evaluación de la praxis filosófica de principios de siglo XX, Benjamin establece que la violencia racional se define por la preminencia unilateral y determinante de lo que conoce sobre lo conocido:


si Kant y los neokantianos superaron la naturaleza-objeto de la cosa como origen de las impresiones, no sucede lo mismo con la naturaleza-sujeto de la conciencia cognitiva, que aún hay que eliminar (…). No puede ponerse en duda que (…) un Yo corpóreo e individual que recibe las impresiones mediante los sentidos y que, en base a ellas forma sus representaciones, tiene el papel preponderante, aunque sea


2 Para Kant, Ilustración “significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo” (2010a: 319). Tal responsabilidad tiene una formulación que remite inversamente al temor: “pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tantos hombres continúan siendo con gusto menores de edad durante toda su vida” (2010a: 319).

3 Traducción de “the progressive separation of discursive from mimetic language”.

sublimadamente. Pero esta concepción es mitología, y en lo que respecta a su contenido de verdad, no es más valiosa que toda otra mitología del conocimiento (Benjamin, 2001: 78-79).


Esta preminencia alude la estructura causante de las aporías de la racionalidad moderna: según el filósofo, el programa de una filosofía del porvenir debe asumir que “la naturaleza-sujeto de la conciencia cognitiva [Subjekt-Natur des erkennenden Bewußt], [es algo] que aún hay que eliminar [eliminieren]” (Benjamin 2001: 78) porque tal subjetivismo “no es más que un rudimento metafísico en la teoría del conocimiento; un pedazo de esa «experiencia» chata de esos siglos que se filtró en la teoría del conocimiento” (Benjamin, 2001: 78).


Si se tiene en cuenta que “no existe evento o cosa, tanto en la naturaleza viva como inanimada, que no tenga, de alguna forma, participación en el lenguaje [an der Sprache teilhätte]” (Benjamin, 2001: 59), el subjetivismo racional implica el silenciamiento del ser lingüístico de cada cosa al privilegiar exclusivamente las determinaciones del sujeto. Éste es un acto con “hondas consecuencias sobre la naturaleza y sobre la relación entre ésta y el hombre” (Vedda, 2016: 314) porque identifica al acto racional con el de una mutilación violenta4: Benjamin establece que la violencia específica de la racionalidad subjetivista se fundamenta en la “super-determinación [überbenannt/ Überbenennung]” (Benjamin, 2001: 73) de la objetividad.


Super-determinar significa, de acuerdo a la exposición benjaminiana, no solo no escuchar el lenguaje objetivo, sino negarlo, condenarlo al duelo causado por el “abandono de las cosas [Abkehr von den Dingen]” (Benjamin, 2001: 72). La objetividad permanece desconocida en tanto que innombrada ya que “es la intrusión de una subjetividad arbitraria, caracterizada como el mal, lo que vuelve a la naturaleza antes objetiva en triste y muda” (Vedda, 2012: 9). Mientras que el sujeto juzga racionalmente, la naturaleza deviene triste [Traurigkeit der Natur] (Benjamin, 1991: 155); la autorreferencia subjetivista la enmudece [stumm] (Benjamin, 1991: 154) dado que invisibiliza su lenguaje. De esta manera, según Benjamin, la atmósfera de la modernidad se define por la “violencia subjetivista (…) justificada a partir de una teoría del conocimiento antropomórfica” (Vedda, 2012: 10). Por lo tanto, en lugar de fundarse en la objetividad que pretende conocer, el sujeto “usurpa entonces el lugar de lo absolutamente independiente, que él no es: en la pretensión de su independencia se anuncia el tirano” (Adorno, 2009: 148).


Adorno especifica la configuración de esa super-determinación subjetivista, causa del sufrimiento silencioso de la naturaleza. Conforme a la exposición de Dialéctica negativa, ese “sufrimiento es objetividad [Leiden ist Objektivität] que pesa sobre el sujeto” (Adorno 2005: 28) merced a la “autarquía del concepto” (Adorno, 2005: 23) y su forma. Es decir, la objetividad deviene sufriente porque la super- determinación supone la igualación inmediata de pensar e identificar: “Denken heißt identifizieren” (Adorno, 1966: 15). Puesto que la razón procede conforme a la lógica de la identidad decanta, necesariamente, en la exclusión del lenguaje objetivo.


¿Cómo? El proceso de objetivación implicado en el desencantamiento racional del mundo se mueve a dos tiempos: por un lado, incluye; por otro, expulsa. La razón, instrumento señorial del sujeto sobre la naturaleza, objetiva todo aquello susceptible de ser incorporado al esquema conceptual de la identidad, mientras que “todo lo que no se adecue a éste, todo lo cualitativamente distinto [alles qualitativ Verschiedene], recibe el marchamo de la contradicción [Widerspruchs]” (Adorno, 2005: 17). De modo tal que aquello adecuable a la forma abstracta y universal del concepto el instrumento del conocimiento científico, según Weber puede ser elaborado racionalmente; pero, consecuentemente, las particularidades diferenciales que rehúyen la congruencia conceptual son relegadas a lo irracional. Pensar supone de suyo no solo conceptualizar lo identificable, sino, en la misma medida, negar lo contradictorio: su proceder “es un «tachar», un «excluir» [ein Ausklammern]” (Adorno, 2012: 71). En


4 El desarrollo benjaminiano de la violencia [Gewalt] constituye por sí mismo un tópico complejo y densamente desarrollado, que excede y se distancia del propósito que aquí perseguimos. Para un tratamiento minucioso de este aspecto, puede consultarse AUTOR, TÍTULO [se omiten los datos para no interferir en la evaluación ciega].

esta dinámica de inclusiones y exclusiones, el lenguaje natural cataloga, en cuanto opuesto a la razón subjetiva, como contradicción e irracionalidad.

En otras palabras, el acto de objetivación afianza “el subjetivismo radicalizado [radikalisierte Subjektivismus]” (Adorno, 2012: 71) al reforzar “el absolutismo lógico [logische Absolutismus]” (Adorno, 2012: 71): la super-determinación subjetivista opera como hipóstasis lógica [Hypostasierung der reinen Logik] (Adorno, 1990: 76). El antropocentrismo de la razón moderna establece, entonces, que la objetividad natural puede ser incorporada solo “como lo que «resta», después de haber sustraído los gastos del proceso de producción” (Adorno, 2012: 71): la naturaleza atávica, caótica, informe es, en cambio, desechada y desoída. La única objetividad admitida por la razón subjetivista es aquella «super- determinable»: la objetividad producida a imagen y semejanza de los esquemas lógicos de la subjetividad, constituida como mera apariencia de una otredad.


En síntesis: el objeto natural es reemplazado por la forma de la subjetividad racional. De esta manera, la razón moderna asegura el dominio subjetivo al consolidar el absolutismo antropocéntrico de la lógica racional. Por el acto de super-determinación subjetivista, la razón desencanta la naturaleza y clasifica la objetividad en dos esferas, la de lo racional-idéntico y la de lo irracional-vestigial (lo sobrante desechado que, a causa de eso, sufre). Por eso, ambos pensadores buscan una “experiencia auténtica [la cual] debe satisfacer una condición: de ser aún utilizable una vez librado de todas las vestiduras del sujeto” (Benjamin, 2001: 79).


Objeto estético

Frente al antropocentrismo, Benjamin y Adorno afirman “la primacía de lo cósico sobre lo personal” (Benjamin, 2012: 231), la “libertad hacia el objeto” (Adorno, 2013: 163; 2005: 37). Así, a pesar de la diagramación subjetivista de la razón y de la consecuente modulación sufriente de la naturaleza objetivada, ambos inquieren la posibilidad de una filosofía venidera5, actualizadora de la praxis filosófica6 en la convicción de que “la necesidad de prestar voz al sufrimiento [Leiden] es condición de toda verdad [Wahrheit]” (Adorno, 2005: 28). En efecto, si el desencantamiento del mundo engendra la producción de sujetos enfrentados a objetos mediante la violencia racional, la Teoría Crítica procura, consecuentemente, apropiarse de ese desgarramiento sujeto-objeto en la peculiaridad de una determinada objetividad moderna: la obra de arte.


Benjamin y Adorno encuentran en la experiencia estética suscitada por la objetividad artística una instancia en la que “sujeto y objeto, idea y naturaleza, razón y experiencia sensual [están] interrelacionados sin que ninguno de los dos polos predomine” (Buck-Morss, 2011: 302). ¿Qué singulariza al objeto estético moderno? El desencantamiento de las fuerzas naturales atado al despliegue del capital ha configurado mercantilmente los objetos; cuya esencia se halla atravesada por el fetichismo de la mercancía. Los objetos modernos aparecen impregnados de:


sutilezas metafísicas y de resabios teológicos. (…) El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo (…) la forma mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo en que esa forma cobra cuerpo, no tiene absolutamente nada ver con su carácter físico ni con las relaciones materiales que de este carácter se derivan (Marx, 1959: 36-38).


Así pues, en el marco del proceso capitalista determinante de la experiencia moderna, una porción de la naturaleza existe como un objeto social de intercambio cuya concreción se haya enrarecida. El objeto, para tener realidad social es decir, como bien/producto refuncionaliza su pertenencia a la naturaleza de la cual proviene: su existencia concreta y natural se subordina a su existencia abstracta y



5 Tal como Benjamin desarrolla en Para el programa de una filosofía venidera (1918).

6 Problema planteado por Adorno en La actualidad de la filosofía (1931).

derivada. Esta contradicción constituye el carácter fantasmagórico7 del objeto mercancía, el hecho de que en cuanto mercancía pueda perder “la «naturalidad» de su presencia y volverse una realidad molesta y extraña porque es una materia que debe existir socialmente en dos modos simultáneos y que sin embargo se excluyen o repelen mutuamente” (Echeverría, 1986: 81).

Semejante contradicción entre su esencia y su apariencia social hace del objeto uno de los espacios en que la dialéctica moderna eclosiona nítidamente. La objetividad estética comparte con el resto de los objetos esta constitución dual, pero la muestra de una manera especial, ella explicita en su apariencia la actividad social que materializa. Por eso, debido al requerimiento experiencial exigido por la obra de arte y como contrapartida del proceso de modernización consistente en la disgregación institucionalizada de diversas esferas de lo real, “en la orientación del sujeto hacia lo bello en el arte, la dialéctica de la Ilustración hace experiencia de sí misma de forma reflexiva” (Prestifilippo, 2017: 86).


“Según Benjamin [y lo mismo puede afirmarse de Adorno], esta experiencia estética de la objetividad del objeto artístico consiste (…) en una relación con el mundo completamente autónoma” (Echeverría, 2010: 139). Concretamente, la especial autonomía del objeto artístico dentro del proceso de diferenciación racional anida en que, por un lado, la obra de arte ha conseguido independizarse progresivamente de su función parasitaria en el rito (Benjamin, 2015: 35); por otro y, en consecuencia, el objeto artístico logra vincularse con el resto de las esferas expresando sui generis la dinámica social (Benjamin, 2005: 397 [K 2, 5])8. En la modernidad el objeto artístico se autonomiza porque se emancipa “de fines extraartísticos socialmente preestablecidos, sean estos de índole política, religiosa, moral o instructiva” (Wellmer, 2013: 235); autonomización que implica un concepto de arte como esfera de validez per se, cuyo núcleo de verdad no se mide según los parámetros de lo bueno o lo útil (característicos de la instrumentalización de la racionalidad subjetivista). La obra de arte se define como un objeto diferente del resto de los objetos modernos porque se configura como un ser antitético respecto de lo empírico: “es la antítesis social de la sociedad [die gesellschaftliche Antithesis zur Gesellschaft]” (Adorno, 2004: 18). Es decir, participa de la realidad social de un modo único en tanto que todos sus antagonismos irresueltos retornan en las obras de arte como los problemas inmanentes de su configuración9.

No obstante, precisamente porque el objeto artístico extrae su autonomía del despliegue racionalista asociado al desencantamiento del mundo, esa misma autonomía solo puede ser comprendida en su objetividad histórica, o sea, como hecho social. La contradicción antitética del objeto estético, es decir, su autonomía negativa respecto del todo social es triple: el objeto artístico es negativo en primer lugar porque es autónomo, es una esfera de validez excepcional; segundo, es negativo en tanto que crítico (en tanto que se opone críticamente a la realidad empírica); por último, es negativo en la medida en que trasciende toda normatividad estética encontrada (Wellmer, 2013: 234).


La autonomía del objeto artístico así establecida explica su carácter monadológico (Benjamin, 2012: 66; 2006: 261 y Adorno, 2004: 15; 2005: 24): cada obra de arte es comprendida en su historicidad inmanente como gozando de la misma esencia que la de la dinámica social exterior, aunque de manera divergente. El objeto artístico, mónada y producto histórico moderno, se parece a la dinámica social de la que surge, pero sin imitarla linealmente. “El materialista histórico se acerca a un objeto histórico solo y únicamente cuando éste se le enfrenta como mónada” (Benjamin, 2006: 261) porque la interpretación de una obra goza de la potencia analítica del todo del cual emerge. Cada objeto artístico es objetivación de contenido


7 “Lo que aquí reviste, a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida entre los mismos hombres” (Marx, 1959: 36-38). El carácter fantasmagórico de los objetos resulta de especial interés para Benjamin en el proyecto de los Pasajes. Para un estudio específico de este aspecto, puede consultarse: AUTOR, TÍTULO [se omiten los datos para preservar la evaluación ciega].

8 Para Benjamin como para Adorno la obra de arte no refleja mecánicamente la estructura social, sino que constituye una esfera de validez que se comporta como el “entramado expresivo” (Benjamin, 2005: 462 [N 1 a, 6]).

9 Resuena la búsqueda lukacsiana sobre la forma expresada en Teoría de la novela e Historia y conciencia de clase, análisis que forma

parte del panorama teórico con el que dialogan Benjamin y Adorno. En el primer texto, por ejemplo, se enuncia que “los problemas de la forma de la novela son aquí el reflejo de un mundo que se ha desintegrado” (Lukács, 2010: 13-14).

histórico, pero no de manera recta, sino que la mónada muestra el funcionamiento de la totalidad en la pequeñez de un fragmento.

El contenido de la obra de arte es historia; ésta, en cuanto mónada, no aparece mediante la temática ni el nexo efectual: la materia histórica cristaliza más bien en la experiencia que propicia. Y, puesto que el fragmento monadológico permite invertir la relación totalidad-fragmento (Reyes Mate, 2006: 269), posibilita, en la misma medida, subvertir la preminencia subjetivista de la racionalidad antropocéntrica. En la experiencia artística la perspectiva monadológica permite juzgar el todo desde el punto de vista del fragmento. Por eso cada obra de arte promueve una experiencia donde el objeto asume el protagonismo.


El desafío objetual al subjetivismo antropocéntrico surge de la condición triple de su autonomía negativa: su antítesis monadológica constituye un reto a la razón antropocéntrica porque rehúye a ser identificado, conceptualizado, super-determinado. Así, la objetualidad estética moderna profana y se burla de la objetividad que el sujeto ha construido para afirmar su dominio y suspender su temor a la naturaleza. Por eso, la dimensión natural encuentra en el arte la expresión mimética de su poder. Lo reprimido y despreciado por el antropocentrismo vuelve como negatividad constitutiva en el objeto artístico. La oscuridad que toda obra le presenta a la razón subjetivista no es otra cosa que la oscuridad acechante de lo negado por esa misma racionalidad antropocéntrica: a la violencia de su identidad subsumidora, el arte le contesta con la irreverencia de lo indescifrable.


El objeto artístico reivindica la mímesis como experiencia opuesta a la de la super-determinación; “el arte es mímesis espiritualizada, esto es, transformada y objetivada mediante racionalidad” (Wellmer, 1993: 18). De esta manera, cada obra de arte revierte con su apariencia el desdoblamiento supuesto en el despliegue de la modernidad, hace de su apariencia estética el dominio de lo sufriente y, dado que el sufrimiento es la condición de expresión de la verdad, lo verdadero esencial asume el talante apariencial con que le es dado persistir.


Sin embargo, “si la verdad que contiene la obra de arte quedara encerrada en el momento de la experiencia estética, se perdería, y la experiencia estética sería una nadería” (Wellmer, 1993: 19). De ahí que las obras de arte por sí mismas tampoco logren mostrar el sufrimiento en su patencia. Ellas necesitan la filosofía para desplegar su sentido; o sea, cada obra de arte, para aparecer en el mundo en cuanto expresión violenta del sufrimiento precisa de la interpretación filosófica. En consecuencia, tanto en la estética adorniana como en la benjaminiana, la inconmensurabilidad sujeto-objeto representa no solo el límite de la razón antropocéntrica, sino aún más y al mismo tiempo, el resquicio desde donde combatir la disposición subjetivista de la razón. Por lo tanto, sus elaboraciones en torno al objeto estético se iluminan con las correspondientes al objeto natural. En esa dirección, se torna preciso remitir el modo en que en las estéticas benjaminiana y adorniana se diagrama tal cuestión.


Objeto natural

El desencantamiento del mundo alude a la erradicación del animismo y la autoafirmación de la racionalidad subjetivista mediante un marcado antropocentrismo: la humanidad deja de ser parte integral y asimilada de la naturaleza y se separa de ella con afán de subyugar su inconmensurabilidad atemorizante. Esto reactualiza el sentido de la conceptualización hegeliana de la naturaleza y el mandato que de ella emana: si “la Naturaleza ha sido determinada como la idea en la forma del ser-otro [Anderssein]” (Hegel, 2004: 154 [§247]),

la Naturaleza, por tanto, considerada con respecto a su existencia determinada, por la cual es precisamente Naturaleza, no debe ser divinizada, ni hay que considerar y aducir el sol, la luna, los animales, las plantas, etc.… como obra de Dios, con preferencia a los hechos y cosas humanas (Hegel, 2004: 154 [§248]).


En función de este concepto de naturaleza, Hegel excluye expresamente la belleza natural de sus lecciones de estética. Establece, en cambio, que el objeto específico de esos estudios es lo bello en el

arte. Para Hegel, “la belleza que resulta del arte es superior a la naturaleza; porque ha nacido del espíritu, que la ha engendrado dos veces” (2008: 75): dado que el espíritu es el ser verdadero que en sí comprende todo, la belleza no es una cualidad que descanse en sí misma, sino que lo bello es tal solo en tanto que participe del espíritu: “la belleza natural no aparece sino como un reflejo de la belleza del espíritu” (Hegel, 2008: 76).


Claro que el filósofo no afirma la ausencia total del despliegue de la Idea en el momento de la naturaleza. Al contrario, señala que la naturaleza, en su inmediatez, es un momento de la Idea y es en cierto sentido bella porque “lo bello, hemos dicho, es la idea, no la idea abstracta, anterior a su manifestación o no realizada; es la idea concreta o realizada, inseparable de la forma” (Hegel, 2008: 116). Es decir, en virtud de su inmediatez, lo bello natural no es bello para sí mismo ni producido por sí mismo; más bien, la belleza que se le adjudica es una belleza no atravesada por el espíritu subjetivo y, en ese sentido, no atravesada por la espiritualización. Esto es, “la belleza natural es todavía enteramente exterior, no tiene conciencia de sí; no es bella sino para la inteligencia que la ve y la contempla” (Hegel, 2008: 120). Si se tiene en cuenta que el objetivo de la estética hegeliana consiste en determinar los momentos de lo bello en sí mismos y no en cuanto efectos sobre una conciencia afectada esto es, más allá de la tensión sujeto-objeto, lo bello natural supone un grado inferior respecto de lo bello artístico. Consecuentemente, establece como punto de partida la reflexión acerca de lo bello artístico porque ella recoge y perfecciona la reflexión en torno a lo bello natural.


Como se ve, desde el punto de vista hegeliano el concepto de lo bello con el que ha de trabajar la estética es el concepto que se supera a sí mismo cuando su momento de exterioridad se convierte, a través del arte, en algo interior a sí mismo. Hegel asume el desdoblamiento sujeto-objeto en la estética, pero sin hacer hincapié en las limitaciones del espíritu. Por eso, para una filosofía que busca hacer una crítica de la razón subjetivista, “en la arrogancia del espíritu frente a lo que no es espíritu, también se esconde, una vez más, un momento de limitación de esta filosofía” (Adorno, 2013: 91).

Consecuentemente, la Teoría Crítica ubica el quid de lo estético en la puesta en cuestión del antropocentrismo; de allí que la crítica del subjetivismo racional efectuada por Benjamin y Adorno se resuelva como “programa estético” (Steiner, 2014: 241) en la medida en que, precisamente, no reproduce la violencia “empeñada en impulsar una reducción ad hominem de todo el universo material” (Vedda, 2012: 10). Lo silenciado por la super-determinación subjetivista de la naturaleza encuentra el resquicio de su expresión gracias a la apariencia estética porque la obra de arte le arrebata a la subjetividad el escenario principal: “el verdadero lenguaje del arte es mudo” (Adorno, 2004: 154) porque rechaza el lenguaje super-determinante de la racionalidad subjetivista.


Así, la libertad hacia el objeto se consolida cuando al sujeto, en lugar de dominar, le es dado suspender, esperar: “lo que la experiencia estética opone a la ejecución de la identificación no es otra cosa que su procesualización; la experiencia estética niega algo únicamente aplazándolo infinitamente” (Menke, 2011: 46). La experiencia suscitada por un objeto estético desactiva la violencia implicada en la determinación unilineal del sujeto precisamente porque el objeto artístico remite negativamente a su anverso tácito, el objeto natural. Concretamente, se trata de efectuar una crítica de la razón enfatizando lo otro de la razón: lo ateorético, lo privado de conceptos [Begriffslosen]; es decir, abriendo con conceptos lo que el concepto mismo rechaza, “cambiar esta dirección de la conceptualidad, volverla hacia lo no-idéntico, es el gozne de la dialéctica negativa” (Adorno, 2005: 23).


Si “es de la mayor importancia sistemática que una cierta no-síntesis de un par de conceptos conduzca a otro, porque entre tesis y antítesis es posible otra relación que no sea la de la síntesis” (Benjamin, 2001: 82) y, dado que la obra de arte constituye la antítesis objetual por antonomasia, la experiencia estética sobreviene, entonces, como el espacio en que la racionalidad antropocéntrica puede reflexionar sobre los límites de sí misma y, en ese sentido, la zona en que puede acceder a la naturaleza por ella misma expulsada. Por eso, la crítica de la razón subjetivista demanda asumir el carácter constitutivo de lo no conceptual. El desencantamiento de la naturaleza y su potencia exige desencantar la omnipotencia subjetiva. Por lo tanto, “no es el momento estético accidental para la filosofía” (Adorno, 2005: 25).

En lugar de zanjar en una síntesis el cisma sujeto-objeto, las estéticas de Adorno y Benjamin profundizan la tensión de la escisión y afirman que en la experiencia estética la filosofía “es capaz de hacer frente a la experiencia de sentir alguna vez en carne propia ese momento de ruptura” (Adorno, 2013: 83). En consecuencia, incorporan la dimensión de la naturaleza de modo tal que esa disputa entre fuerzas objetivas y subjetivas constituya la materia de la experiencia. Y a tal efecto, resulta pertinente “extraer y hacer patentes las más profundas nociones de contemporaneidad (…) en relación al sistema kantiano” (Benjamin, 2001: 75).


Kant no solo determinó el talante crítico de la praxis filosófica de la modernidad, sino que además posicionó tal perspectiva crítica en el medio del vertiginoso abismo cernido entre sujeto y objeto. Para Benjamin y Adorno, la estética kantiana10 resulta insoslayable porque en ella (a diferencia de la de Hegel) lo bello natural es puesto en el mismo plano de dignidad que lo bello artístico: “en efecto, podemos universalmente decir, refiérase esto a la belleza natural o a la del arte, que bello es lo que place en el mero juicio” (Kant, 2010b: 142). Incluso, en Analítica de lo sublime se profundiza la implicación de la naturaleza en la estética:


Aquello a lo que nos esforzamos en resistir es un mal, y si nosotros no encontramos nuestra facultad capaz de resistirle, entonces es un objeto de temor. Así, pues, para el juicio estético, la naturaleza puede valer como fuerza, y, por tanto, como dinámico- sublime solo en cuanto es considerada como el objeto de temor (Kant, 2010b: 98).


En este sintético fragmento Kant anuda algunos de los tópicos primordiales para los intereses benjaminianos y adornianos; específicamente, la referencia de un temor (vinculado a la naturaleza) al ámbito de la estética. Según explica Kant, la naturaleza se manifiesta ante el juicio estético como una fuerza en la medida en que ella sugiere cierta incapacidad de la facultad racional para tomar una medida proporcionada a la apreciación estética de las magnitudes de su esfera. Si bien el temor no avanza hacia la interpelación completa de la subjetividad pues ella lo controla al advertir en él una instancia ética interior, la reflexión kantiana sobre lo sublime manifiesta un hecho clave de la racionalidad moderna: el sentimiento de lo sublime expone un momento experiencial en que la naturaleza, aquello desencantado y dominado, se revela más fuerte que el sujeto. El sentimiento estético de lo sublime emerge como la expresión sedimentaria del temor a las potencias de la naturaleza, aquellas sobre las que el sujeto operó la violencia racional en función de desencantarlas. “Las capas fundamentales de la experiencia que motivan el arte están emparentadas con el mundo de los objetos, ante el que retroceden asustadas” (Adorno, 2004: 15): lo sublime descubre la relación de dominio subjetivista con la naturaleza; pero, en simultáneo, también advierte que el dominio racional no es definitivo ni absoluto, sino que reaparece como impotencia ante la inconmensurabilidad estética.


Si la objetividad resultante de la praxis subjetivista de la razón se encuentra sufriendo debido al mutismo al que la condena el antropocentrismo moderno, los poderes atávicos de la naturaleza hallan la expresión de su lenguaje en el espacio de la experiencia estética: la afirmación según la cual lo propio de la filosofía crítica consiste en la escucha del sufrimiento encuentra en esto su vector de posibilidad concreta. “El hecho de que lo bello natural, en cierta forma, se sustraiga a la determinación por el espíritu mucho más que la obra de arte, como algo siempre en sí mismo ya determinado por el espíritu” (Adorno, 2013: 99) no representa la minusvalía de lo bello natural en el sentido en que lo estableció Hegel, sino, muy por el contrario, constituye la zona crítica en medio de la cual la razón subjetivista puede reflexionar sobre sí merced a la interpelación protagónica de lo silenciado, la naturaleza objetivada. En ese sentido, puede hablarse de un carácter modélico de lo natural: en la experiencia estética de lo sublime se prefigura ya la exigencia de darle “a la naturaleza reprimida su derecho” (Adorno, 2013: 107) contenida en el arte.


Es que, propiamente, el objeto artístico constituye una “configuración verdaderamente nueva de la naturaleza” (Benjamin, 2005: 395 [K 1 a, 3]). Más precisamente, “el arte reemplaza a la naturaleza eliminándola in effigie” (Adorno, 2004: 94). Por eso, un concepto como el de «aura» de constitución


10 Aunque la Crítica de la razón pura contiene un momento estético, en lo que sigue nos referimos esencialmente a los desarrollos relativos a Crítica del Discernimiento, donde se liga con especificidad cierta experiencia de lo sensible-natural y un modo de conocer.

histórica puede explicar el devenir moderno de los objetos estéticos (sea en el sentido de su plenitud o atrofiamiento). De hecho, diagramar la relación “entre el espacio simbólico de la naturaleza y el de la técnica” como una antítesis resulta “estéril e inútil” (Benjamin, 2005: 395 [K 1 a, 3]) puesto que, en cuanto momento del desencantamiento del mundo, al arte “la técnica (…) le es inherente” (Adorno, 2004: 78). Claro que, por su condición negativa, “el arte moviliza la técnica en una dirección contrapuesta a la del dominio” (Adorno, 2004: 78); es decir, en un sentido divergente al del de la racionalidad subjetivista.


En ese sentido, «aura» remite al mundo de la naturaleza y la experiencia de lo sublime11. En el carácter lejano de lo próximo natural (Benjamin, 2015: 31) es posible advertir el índice inaprensible de lo estético para la razón subjetivista. La línea montañosa del horizonte introduce la fuerza de “lo producido subjetivamente con su otro” (Adorno, 2004: 78-79) e inserta tal fuerza en cuanto inasible para una razón que intenta detenerlo en la figura de lo idéntico: el concepto, cuya lógica es la del antropocentrismo. Así, “lo bello natural alude a la supremacía del objeto en la experiencia subjetiva” (Adorno, 2004: 100).

Ahora bien, la Teoría Crítica de Benjamin y Adorno no recupera linealmente la estética kantiana, sino que la atraviesa con la dialéctica histórica de la modernidad. Lo sublime, en cuanto sub-līmis, reencuentra la posibilidad histórica de la mediación del desgarramiento moderno en la medida en que alude literalmente a la zona liminar entre un objeto silenciado (triste, sufriente) y un sujeto racional. Empero, aunque Kant resaltó esta distancia, “detuvo trascendentalmente esta constitución, que es histórica, y la equiparó mediante una lógica simple a la esencia de lo artístico” (Adorno, 2004: 22). Y, conforme a las disquisiciones benjaminianas y adornianas, el poder desafiante al antropocentrismo contenido en lo natural emana no de un presunto carácter originario y puro, sino, contrariamente, de su condición histórica. Solo porque lo sublime natural ha sido producido históricamente por esa misma razón antropocéntrica puede él remitir, aunque sea negativamente, al contenido histórico-objetivo de los vestigios emanados de la super-determinación racional.


Historia y naturaleza


La naturaleza aludida en las estéticas de Adorno y Benjamin no es una naturaleza escindida de su contenido histórico, sino todo lo opuesto. En la experiencia de lo sublime, la belleza natural es capaz de aparecer como algo indomable solo en cuanto está atravesada por la historia racional del dominio. Esto es, solo porque la naturaleza fue domesticada en la forma de un objeto reducido a la configuración y necesidades de un sujeto resulta posible que emerja indómita y genere así el sentimiento de belleza.


Dicho de otro modo, en la medida en que hay historia (económica, política, cultural), hay naturaleza; aquello que podría aparecer como lo primero en el orden ontológico y en el de la sucesión temporal, es, en realidad, una producción histórica de la razón antropocéntrica. Entonces, las “historias [Geschichten] nos remiten a la historia natural [Naturgeschichte] (Benjamin, 2001: 121) ya que, en el contexto del desencantamiento del mundo, queda claro que:


la percepción de lo bello natural como algo en cierto modo inocente, como algo no deformado por los hombres, recién fue posible cuando los hombres no necesitaron más temerle a la naturaleza, cuando la naturaleza se volvió más débil que los hombres (Adorno, 2013: 111).



11 De hecho, para definirla, Benjamin indica que “reposando en una tarde de verano, seguir la línea montañosa en el horizonte o en la extensión de la rama que echa su sombra sobre el que reposa, eso quiere decir respirar el aura de estas montañas, de esta rama” (Benjamin, 2015: 31).

El concepto lukacsiano de «segunda naturaleza» resulta oportuno para indicar esta dirección de la reflexión benjamiana y adorniana12. Puntualmente, «segunda naturaleza» señala que lo histórico configura de tal manera la subjetividad y la objetividad que deviene naturaleza de ellos:

la contradicción aquí manifiesta entre subjetividad y objetividad de los modernos sistemas formales racionalistas, la intrincación de problemas y los equívocos yacentes en sus conceptos del sujeto y el objeto (…) no es más que la formulación lógico-metodológica del moderno estado de la sociedad: un estado en el cual los hombres van destruyendo, disolviendo y dejando a sus espaldas las vinculaciones «naturales» irracionales y fácticas, pero al mismo tiempo levantan con la realidad por ellos mismos creada,

«autoproducida», una especie de segunda naturaleza cuyo decurso se les enfrenta con la misma despiadada necesidad que las viejas fuerzas irracionales de la naturaleza (Lukács, 2013: 243).


En La idea de historia natural Adorno recupera expresamente este concepto (Adorno, 1991: 118-122) y avanza en la determinación crítica de la dialéctica naturaleza-historia. Frente a las ontologías de la época la heideggeriana, la hartmanniana, etc., “retransformar (...) en sentido inverso la historia concreta en naturaleza dialéctica es la tarea que tiene que llevar a cabo el cambio de orientación de la filosofía de la historia: la idea de historia natural [die Idee der Naturgeschichte]” (Adorno, 1991: 118).

Desde la perspectiva de la historia natural, naturaleza e historia no son conceptos excluyentes entre sí, sino mutuamente determinantes; es decir, ninguno puede ponerse como anterior ni como causa del otro. En lugar de anular por fuerza de pensamiento su dualismo, “ (…) la marca y la cicatriz de profundas contradicciones y desarrollos históricos, (…) se les puede permitir a sus polos un recíproco cortocircuito dialéctico” (Jameson, 2010: 157). Y el punto de encuentro de los polos con carga contraria, la mutua mediación entre ellos, revela que “todo ente se da solo como ensamble del ser natural y del ser histórico” (Adorno, 1991: 125): lo experimentado como naturaleza es, propiamente, historia sida y paralizada. Por eso, Adorno atraviesa el concepto de «historia natural» con los aportes benjaminianos acerca de la caducidad [Vergänglichkeit]. Esta noción, trabajada ampliamente por Benjamin en su obra sobre el Trauerspiel, refiere precisamente el carácter natural de la historia tanto como el carácter histórico de la naturaleza, esto es, una “naturaleza en la que se imprime la imagen del transcurso histórico” (Benjamin, 2012: 223).


La caducidad de los fenómenos históricos tanto como la de los fenómenos naturales deja al descubierto la arbitrariedad de la invariabilidad adjudicada a una y otra esfera en las concepciones idealistas que las oponen sistemáticamente. Por eso, Benjamin afirma que los literatos del barroco alemán “se representan la naturaleza como una eterna transitoriedad [Natur als ewige Vergängnis], y solo en esta transitoriedad la mirada saturnina de aquellas generaciones reconocía la historia” (Benjamin, 2012: 223); pues no se trata tan solo de enfatizar la recíproca determinación de los conceptos, sino la zona en que ambos convergen: naturaleza e historia son caducos porque se encuentran en su transitoriedad.


La caducidad de los fenómenos naturales e históricos explicita su carácter doble, en cuanto producido por la razón subjetivista. La naturaleza revela su lado positivo y activo cuando refiere el ser concreto, mortal, transitorio los hombres que trabajan y los productos de su trabajo y, al mismo tiempo, exhibe su lado negativo y estático al referir el mundo aún no incorporado a la historia, aún no penetrado por la razón, el resquicio de irracionalidad todavía no domesticada. La historia, por su lado, deja ver su lado positivo en la praxis social dialéctica el comportamiento social en el que puede aparecer lo nuevo, mientras que su lado negativo refiere la reproducción estática de las condiciones y relaciones de clase (Buck-Morss, 2011: 139-140). Ignorar uno u otro extremo de cada concepto supone perder de vista su impronta dialéctica y, con ello, su negatividad crítica. Los elementos «naturaleza» e «historia» no se disuelven el uno en el otro “sino que al mismo tiempo se desgajan y se ensamblan entre sí de tal


12 El concepto es empleado por el filósofo húngaro en obras estéticas como Teoría de la novela (1920), pero también en textos políticos como Historia y conciencia de clase (1923). En el prefacio a la edición de 1962 de Teoría de la novela, Lukács reconoce expresamente su influencia en Adorno, Benjamin y otros intelectuales sobre estos temas (Lukács, 2010: 19).

modo que lo natural aparece como signo de la historia y la historia (…) como signo de la naturaleza” (Adorno, 1991: 126).

En este enclave dialéctico contenido en el concepto de «historia natural» reaparece la estética como un itinerario inestimable. El espacio de anclaje de la estética se vuelve críticamente valioso cuando se la comprende como el lugar en que emerge no lo superado, sino lo reprimido. La obra de arte se encuentra necesariamente remitida a la naturaleza porque en el medio de ellas dos se juega la posibilidad de una experiencia negativa en la que la razón antropocéntrica pierde protagonismo al ser contrastada por la inconmensurabilidad natural, ocluida por su dominio. Es decir, objetividad artística y objetividad natural “están remitidas la una a la otra en tanto que antítesis puras: la naturaleza, a la experiencia de un mundo mediado, objetualizado; la obra de arte, a la naturaleza, al lugarteniente mediado de la inmediatez” (Adorno, 2004: 89).


La caducidad implicada en la historia natural expresada por cada objeto artístico no solo señala que la apariencia estética es producida históricamente, sino que también muestra que su anverso dialéctico, la naturaleza, es ella misma aparente. De allí que el objeto artístico de la modernidad le plantee a la razón subjetivista sus propios límites al cuestionar con su apariencia la ficción sobre la que afirma su capacidad de dominio: en ese sentido, se comprende la afirmación según la cual “el problema formal del nuevo arte: [es] ¿cuándo y cómo los universos formales (…) nos mostrarán claramente lo que hay en ellos de naturaleza” (Benjamin, 2005: 401 [K 4, 1]).


Conclusiones

Al inicio de este trabajo indicamos cómo Benjamin y Adorno determinan el antropocentrismo de la racionalidad moderna con el objetivo de esclarecer algunos ángulos de sus planteos estéticos. En esa dirección, articulamos el planteo benjaminiano acerca de la super-determinación racional productora de la tristeza natural con las disquisiciones adornianas en torno a la exclusión implicada en la lógica racional de la identidad. Mostramos, entonces, que conforme a la super-determinación subjetivista signada por la exclusión de lo no-idéntico, en la modernidad la verdad experimentable supone la producción de vestigios, dimensiones de lo objetivo negadas. Mientras que la razón subjetiva consolida su dominio al tornarse autorreferencial antropocéntrica, negadora del carácter lingüístico de todos los entes, aquellos vestigios se configuran como lo irracional enfrentado al sujeto. Esta misma irracionalidad, remanente del desencantamiento del mundo, constituye la materia de la experiencia estética.


Puesto que la naturaleza no puede ser conocida en su intimidad lingüística, la estrategia de afirmación del sujeto frente a la naturaleza contenida en la super-determinación racional regida por la identidad es invertida en las estéticas de Benjamin y Adorno: su Teoría Crítica procura combatir la tiranía racional de la subjetividad mediante la afirmación de la preminencia de un objeto específico, la obra de arte. Este es el aspecto importantísimo en el que arte y filosofía se funden en una radical unidad.


La crítica de la desarticulación sujeto-objeto contenida en el desencantamiento del mundo avanza de la esfera del conocimiento a la estética porque el objeto artístico favorece la experiencia de lo irracional y, con ello, sujeto-hombre y objeto-naturaleza consiguen vincularse sin que el primero domine. La calidad fundamental de la objetividad estética es su tácita remisión a lo que parece oponérsele, la objetividad natural. Dado que la autonomía del objeto artístico se determina con carácter monadológico, cada obra de arte es comprendida en su historicidad inmanente como gozando de la misma esencia que la de la dinámica social, aunque de manera divergente. Concretamente, la constitución objetual de la obra de arte propicia la experiencia del desgarramiento sujeto-naturaleza, pero, en lugar de reproducir el carácter antropocéntrico de ese cisma, enfatiza la perspectiva del vestigio expulsado en cuanto irracional: la experiencia de un objeto estético rehúye su instrumentalización y la subsunción en identidades conceptuales; por eso, violenta el discurrir normal de la razón, se enfrenta y resiste a la violencia de la razón instrumental.

El arte es la antítesis social de la sociedad en este primordial sentido: presenta el anverso de lo condenado a la condición vestigial. Ya que la razón ilustrada excluye fuera de ella todo lo que no se acomoda al poder de su dominio, la oscuridad explícita de la obra de arte se vuelve la antítesis objetiva mediante la cual el objeto-naturaleza evidencia su mutilación histórica. De tal modo, el objeto artístico revierte con su apariencia la violencia infligida sobre la naturaleza y hace de su apariencia el dominio de lo sufriente. Las estéticas de Adorno y Benjamin remiten subterráneamente a la cuestión de lo natural porque ésta representa la cristalización de la crítica a la razón: i. e., su límite. La crítica de la razón antropocéntrica se modula como crítica de arte ya que la experiencia estética opera la experiencia de lo irracional y, con ello, favorece el descentramiento subjetivo.


Así entonces, la crítica modulada estéticamente busca evidenciar la arbitrariedad de la tiranía antropocéntrica mediante el énfasis en el carácter histórico de la apariencia estética: procura explicitar los límites de la razón subjetivista poniendo el acento en la cara oculta del desencantamiento del mundo, lo natural atávico (de allí la distancia con la estética hegeliana y la proximidad tangencial con la estética kantiana). La experiencia de lo sublime, expresión sedimentaria del temor a las potencias de la naturaleza, manifiesta simultáneamente tanto la producción y el dominio subjetivistas de la naturaleza como la impotencia de esa objetivación violenta. Tal impotencia es expuesta en su historicidad merced a la propia historicidad de la naturaleza. La caducidad de ambos extremos sujeto y objeto explicita su recíproca determinación.


En consecuencia, así como «Ilustración» denota una modulación racional que excede al movimiento filosófico-cultural ilustrado, así también la noción «naturaleza» se amplía a la luz de los desarrollos aquí vertidos: en el marco de la crítica a la razón antropocéntrica, «naturaleza» es el nombre de lo objetividad ocluida, sufriente, irracional, dominada; pero también, alude aquello que se apropia de su condición histórica y, desde su apariencia, rechaza la extinción, se cuela entre los resquicios experienciales de la modernidad y retorna desafiando el edificio que la subjetividad se ha construido para sí misma. Lo natural así comprendido resulta la trampa producida por el mismo antropocentrismo: este concepto ampliado de naturaleza, consecuencia del desencantamiento del mundo, alude la potencia para desencantar el propio antropocentrismo.


Puesto que naturaleza e historia se encuentran en su transitoriedad, la instancia estética adviene como un pliegue de la historia natural y se torna críticamente fecunda cuando se la comprende como el lugar en que retorna lo reprimido. La crítica de arte se vuelve interpretación del sufrimiento porque ella no abandona la contradicción sujeto-objeto; al contrario, supone el desafío de experimentar la potencia de eso no-simultáneo, no-idéntico, no-dicho. Dirigir la atención al vestigio al fragmento expulsado por la hipóstasis lógica ejecutada por la racionalidad subjetivista es, precisamente, la tarea de la crítica de la razón afincada en la experiencia estética.


La experiencia estética, en cuanto experiencia de la naturaleza en su sentido amplio, suscita una instancia en que la razón moderna se comprende a sí misma no solo como limitada e impotente (al menos, en un primer momento), sino también en cuanto protagonista carnal del sufrimiento que constituye su propia historia. Por eso, si se trata de que la razón penetre con su hacha afilada los terrenos en los que hasta ahora solo ha crecido la locura (Benjamin, 2005: 460 [N 1, 4]) porque “el oscurecimiento del mundo vuelve racional la irracionalidad del arte” (Adorno, 2004: 33), criticar una obra de arte supone actualizar el sufrimiento objetivo-natural producido racionalmente. En definitiva, la Teoría Crítica propulsada por Benjamin y Adorno canaliza la crítica hacia la zona de lo estético porque en el entrecruzamiento de filosofía y arte se juega la captación plástica de la comprensión materialista de la historia.


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