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# 22

 


(02/2021 – 07/2021)

Núm. 22 Verano 2021

https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.1164


TEORÍAS DE LA FICCIÓN


EDITORIAL

EMILIANO ALDEGANI | Explorando espacios ficcionales


ARTÍCULOS

NICOLÁS LAVAGNINO | Tres teorías de la ficción

DAVID AMEZCUA GÓMEZ | Cartografía de la ficción: La escritura crítica de Northrop Frye

OMAR ALEJANDRO MURAD | Sobre promesas y cumplimientos: ¿Cuáles son las promesas que anidan en las figuraciones modernistas?

KALLE PIHLAINEN | The ethics of fictionality in history writing

MARIANA CASTILLO MERLO | Tragedia, conflicto y emociones: A propósito de la “pequeña ética” de Ricœur

PEDRO GARCÍA-DURÁN | La Densidad de las imágenes: Espectáculo, historia y poder en Hans Blumenberg y Guy Debord

DANIEL SCHECK | Emociones estéticas en contextos de ficción: Enclave pragmático y consecuencias para la acción según Jean Marie Schaeffer

DEBATES

HANS KELLNER | Against Declarativity


ENTREVISTAS

OMAR ALEJANDRO MURAD; EMILIANO ALDEGANI | Peripecias del héroe en el mito contemporáneo. Diálogo con Ernesto Pablo Molina Ahumada

RESEÑAS

YAMILA PUGA | La escritura (historiográfica) ¿para qué?


EDITORES INVITADOS

Omar Alejandro Murad

(Universidad Nacional de Mar del Plata - Argentina)

muradoma@gmail.com


Nicolas Lavagnino

(Universidad de Buenos Aires - Argentina)

nicolaslavagnino@gmail.com


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Equipo editorial


Editor en jefe

Emiliano Aldegani (Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina)


Editores Invitados

Omar Alejandro Murad (Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina) Nicolás Lavagnino (Universidad de Buenos Aires, Argentina)

Editores Adjuntos

Cristina Bonfiglioli (Universidade de São Paulo, Brasil)

Flaminio de Oliveira Rangel (Universidade Federal de São Paulo, Brasil)

Ivy Judensnaider (Universidade Paulista, Universidade Estadual de Campinas, Brasil) Jimena Yisel Caballero Contreras (Universidad Nacional Autónoma de México, México)


Secretaria de redacción

Jimena Yisel Caballero Contreras (Universidad Nacional Autónoma de México, México)


Comité editorial

Agustin Adúriz Bravo (Universidad de Buenos Aires, Argentina), Alberto Clemente De La Torre (Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina), Ana Paula Bispo (Universidade Estadual da Paraíba, Brasil), Arindam Bose (Tata Institute of Social Sciences (TISS), India), Charbel El-Hani (Universidade Federal da Bahia, Brasil), Fernando Santiago dos Santos (Instituto Federal de São Paulo, Brasil), Xavier Ruiz Collantes (Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, España), Jimena Yisel Caballero Contreras (Universidad Nacional Autónoma de México, México), Lucas Emmanuel Misseri (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Argentina), Maria Elice Brzezinski Prestes (Universidade de São Paulo, Brasil), Mariano Nicolás Hochman (Universidad de Buenos Aires, Argentina), Renato Marcone José de Souza (Universidade Federal de São Paulo, Brasil), Silvia Dotta (Universidade Federal do ABC, Brasil), Thais Cyrino de Mello Forato (Universidade Federal de São Paulo, Brasil), Vasil Gluchman (University of Prešov, Eslováquia), Waldmir Nascimento de Araujo Neto (Universidade Federal do Rio de Janeiro, Brasil).


Asesores académicos externos

Abigail Vital – Centro Federal de Educação Tecnológica – RJ, Brasil, Alexandre Bagdonas – Universidade Federal de Lavras, Brasil, André Noronha – Instituto Federal de São Paulo, Brasil, Boniek Venceslau da Cruz Silva – Universidade Federal do Piauí, Brasil, Breno Arsioli Moura – Universidade Federal do ABC, Brasil, Carlos Eduardo Ribeiro – Universidade Federal do ABC, Brasil, Carlos Roberto Senise Júnior – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Daniel Quaresma Figueira Soares – Universidade de São Paulo, Brasil, Danilo Cardoso – Universidade de São Paulo, Brasil, Denilson Cordeiro – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Esdras Viggiano – Universidade Federal do Triângulo Mineiro, Brasil, Evaldo Araujo de Oliveira Filho – Universidade Federal de São Paulo, Francisco Ângelo Coutinho – Universidade Federal de Minas Gerais, Brasil, Guilherme Brockington – Universidade Federal do ABC, Brasil, Helio Elael Bonini Viana – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Isabelle Priscila Carneiro de Lima – Instituto Federal da Bahia, Brasil, Ivã Gurgel – Universidade de São Paulo, Brasil, Jose Antonio Ferreira Pinto – Universidade Estadual da Paraíba, Brasil, Leonardo André Testoni – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Luciana Caixeta Barboza – Universidade Federal do Triângulo Mineiro, Brasil, Luciana Monteiro de Moura – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Luciana Zaterka – Universidade Federal do ABC, Brasil, Lúcio Costa – Universidade Federal do

ABC, Brasil, Marco Braga – Centro Federal de Educação Tecnológica – Rio de Janeiro, Brasil, Maria Inês Ribas Rodrigues – Universidade Federal do ABC, Brasil, Maria Luiza Ledesma Rodrigues – Universidade Estadual Paulista, Brasil, Marlon Cesar de Alcântara – Instituto Federal Sudeste de Minas Gerais, Brasil, Nadja Magalhães – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Nei de Freitas Nunes Neto

– Universidade Federal da Grandes Dourados, Brasil, Renato Kinouchi – Universidade Federal do ABC, Brasil, Renato Marcone José de Souza – Universidade Federal de São Paulo, Brasil, Simone Alves de Assis Martorano – Universidade Federal de São Paulo , Simone Nakaguma – Universidade Federal de São Paulo, Winston Schmiedecke – Instituto Federal de São Paulo, Brasil.

Formato de la publicación

Digital: Portable Document Format (PDF), Hyper Text Markup Language (HTML), Extensible Markup Language (XML).

Idiomas aceptados

Castellano, portugués e inglés (lenguas de la publicación).

Normas de publicación https://periodicos.unifesp.br/index.php/prometeica/about/submissions Contacto

info@prometeica.com

Responsable

Emiliano Aldegani (Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina)

Diseño de isologo

Victoria Reyes (http://www.victoriareyes.com.ar)


Imagen de portada

Representación artística de la Torre de Babel

Contenidos #20


EDITORIAL

5-6 | EMILIANO ALDEGANI | Explorando espacios ficcionales


ARTÍCULOS

7-22 | NICOLÁS LAVAGNINO | Tres teorías de la ficción

23-34 | DAVID AMEZCUA GÓMEZ | Cartografía de la ficción: La escritura crítica de Northrop Frye

35-49 | OMAR ALEJANDRO MURAD | Sobre promesas y cumplimientos: ¿Cuáles son las promesas que anidan en las figuraciones modernistas?

50-64 | KALLE PIHLAINEN | The ethics of fictionality in history writing

65-78 | MARIANA CASTILLO MERLO | Tragedia, conflicto y emociones: A propósito de la “pequeña ética” de Ricœur

79-90 | PEDRO GARCÍA-DURÁN | La Densidad de las imágenes: Espectáculo, historia y poder en Hans Blumenberg y Guy Debord

91-102 | DANIEL SCHECK | Emociones estéticas en contextos de ficción: Enclave pragmático y consecuencias para la acción según Jean Marie Schaeffer


DEBATES

103-117 | HANS KELLNER | Against Declarativity


ENTREVISTAS

118-126 | OMAR ALEJANDRO MURAD; EMILIANO ALDEGANI | Peripecias del héroe en el mito contemporáneo. Diálogo con Ernesto Pablo Molina Ahumada


RESEÑAS

127-130 | YAMILA PUGA | La escritura (historiográfica) ¿para qué?

 

 

Editorial


https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11653


EXPLORANDO ESPACIOS FICCIONALES

EXPLORANDO ESPAÇOS FICCIONAIS

EXPLORING FICTIONAL SPACES

Han pasado muchos meses ya de aquel Encuentro de Investigación en Humanidades sobre Ficción, ficciones y ficcionalidad realizado en Mar del Plata en 2019, en el que empezamos junto a Omar Murad y Nicolás Lavagnino a diagramar el número especial que hoy felizmente publicamos sobre Teorías de la ficción. El encuentro, y en gran medida el presente número, se articulan a partir del trabajo sostenido de intercambio académico de tres Grupos de Investigación pertenecientes a la Universidad de Comahue, la Universidad Nacional de Mar del Plata y la Universidad de Buenos Aires, y se enriquece con la participación activa de Mariana Castillo Merlo y Daniel Scheck, así como de investigadores reconocidos en el tema de diferentes universidades de España, Estados Unidos, Finlandia, entre otros.

La presente propuesta para un número temático sobre teorías de la ficción resulta convocante a la luz de la atención que este antiguo tópico de la filosofía ha recibido en la reflexión contemporánea. La diversidad de posiciones en torno a la ficción y su valor para el conocimiento y el comportamiento humano en general la vuelven un ámbito vivo de discusión e interés en el que abrevan las más diversas tradiciones.


Una teoría articulada de la ficción es todavía un proyecto inconcluso. Tal vez el último en intentarlo fue Hans Vaihinger en su mal conocida Phylosophy of ‘as if’ de 1911. Influenciado por Bentham y Nietzsche, sus ideas sobre el papel de la ficción en la ciencia y el conocimiento en general fueron discutidas por el Círculo de Viena y tuvo un amplio, aunque no del todo reconocido, impacto en las ideas novel positivismo lógico. El problema del valor de la ficción para el conocimiento, sin embargo, se remonta a Platón y la expulsión de los poetas de su república ideal.


En la actualidad, hallamos varias teorías de la ficción no del todo compatibles entre sí, pero con algunos rasgos comunes. La posición tradicional tiende a oponer este concepto con el de ‘realidad’, generando una tensión de mutua oposición entre ambos. Se desconecta de esta forma la creatividad y la imaginación del conocimiento y la realidad y se las envía al ámbito de la ilusión y las apariencias. Otra posición se remonta a Aristóteles y considera productivamente a la capacidad de la ficción para modelar las diversas dimensiones de lo real. Aquí ‘realidad’ no se opone a ‘ficción’, sino que aquella es un producto de esta. Dicha tradición, ya en la antigüedad pone en conexión la capacidad creativa de la poética con la argumentativa y especulativa de la retórica, luego es recuperada por la retórica latina y más tarde por el humanismo renacentista, finalmente condensada en la máxima viqueana verum ipsum factum. Al contrario de lo que sostuvo Descartes, para Vico el hombre sólo conoce lo que él mismo ha realizado, es decir, el mundo como un sistema de signos por él elaborado. En esta vena, las dimensiones prácticas de la acción, ética y política, se encuentran con el conocimiento y el arte en general.


En el panorama contemporâneo, esta rica tradición es recuperada por E. Auerbach, W. Benjamin o M. Heidegger y sus discípulos, H-G. Gadamer, H. Arendt, H. Blumenberg, entre otros. Asimismo, la tradición francesa desarrolló una teoría de la ficción heredada de Nietzsche y Blanchot, entre otros, y cultivada recientemente, por ejemplo, por Foucault, Derrida o Rancière. El New Criticism también ha contribuido a la teoría de la ficción. Su enorme influencia se deja ver en la crítica literaria, las ciencias sociales, la historia, y en intelectuales de la talla de N. Frye, K. Burke, R. Rorty, o H. White. En todos

los casos, la teoría de la ficción es acompañada de una profunda reflexión sobre el lenguaje y la consideración del hombre como un animal simbólico.

Las teorías de la ficción ponen en diálogo cuestiones epistemológicas, que versan por ejemplo sobre la justificación del conocimiento como una práctica social, con la estética o, mejor aún, con la imaginación poética y sus capacidades. Borran los límites estrechos que separan la literatura de la ciencia y recuperan el poder heurístico de la metáfora y la literatura.

Generar un panorama completo del marco de debates que actualmente se desarrollan en torno de la ficción resulta probablemente una tarea algo oceánica que este número no pueda realizar. Sin embargo, a lo largo de los diferentes trabajos que lo componen, pueden recuperarse líneas de abordaje fundamentales para el tratamiento de la ficción y de los problemas conceptuales que se plantean en el pensamiento contemporáneo en relación al estatuto ontológico de lo ficcional, su función cognitiva, los efectos performáticos que expresa al dar un marco simbólico a la praxis, su injerencia desde una perspectiva emocional y estética, y algunas aproximaciones a su vínculo con otras esferas del pensamiento como lo son la filosofía del arte, la ética, la filosofía de la historia, la semiótica, las narrativas emergentes, entre otras.

Esperamos que el número resulte de su interés y constituya un aporte al marco de reflexión y debates sobre el tema.


Emiliano Aldegani

(Universidad Nacional de Mar del Plata)

emilianoaldegani@gmail.com

 

 

Artículos


https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11586


TRES TEORÍAS DE LA FICCIÓN

THREE THEORIES OF FICTION

TRÊS TEORIAS DA FICÇÃO


Nicolás Lavagnino

(Universidad de Buenos Aires)

nicolaslavagnino@gmail.com


Recibido: 22/12/2020

Aprobado: 14/01/2021


RESUMEN


Este trabajo se propone analizar y comparar tres teorías de la ficción, las de Bentham, Vaihinger y Frye, que consideran a la misma como un constructo hipotético. El objetivo general es mostrar que en las concepciones benthamita y vaihingeriana de la ficción obran una serie de condicionamientos y restricciones que culminan cercenándole sus extensiones filosóficas más relevantes. En este sentido, se afirma, las dos primeras teorías no terminan por descerrajar los grilletes que limitan al procedimiento ficcional, lo cual tan solo ocurre cuando es una tercera aproximación teórica, la de Frye, la que es tenida en cuenta.

Palabras clave: ficción. constructo hipotético. teoría del mýhtos. desplazamiento. diatessaron.


ABSTRACT


This article analyzes and compares three fiction theory approaches, Bentham, Vaihinger, and Frye, which consider fiction theory a hypothetical construct. The general objective is to show that in the Benthamite and Vaihingerian concepts of fiction, there are a series of constraints and restrictions that restrain their most relevant philosophical extensions. In this sense, it is stated, the first two theories do not succeed in unlocking the shackles that limit the fictional procedure, which only happens when a third theoretical approach is considered, that of Frye.


Keywords: fiction. hypothetical construct. mythos theory. displacement. diatessaron.


RESUMO


Este trabalho tem como objetivo analisar e comparar três abordagens da teoria da ficção a partir de Bentham, Vaihinger e Frye, autores que a consideram um construto hipotético. O objetivo geral é mostrar que nas considerações benthamita e vaihingeriana do conceito de ficção há uma série de condicionamentos e restrições que culminam no recorte de suas extensões filosóficas mais relevantes. Nesse sentido, afirma-se que as duas primeiras teorias não terminam em liberar dos grilhões que limitam o procedimento ficcional, o que só acontece quando se considera uma terceira abordagem teórica, a de Frye.

Palavras-chave: ficção. construto hipotético. teoria do mýthos. deslocamento. diatessaron.


Introducción

En un texto originalmente titulado “An old question raised again” (traducido al español como “Hecho y figuración en el discurso histórico”; White, 2003), Hayden White señala lo siguiente: “¿La presencia en un discurso histórico de elementos «literarios» vicia su pretensión de contar la verdad y sus procedimientos de verificación y falsación? Sólo si uno iguala el escrito literario con la mentira o la falsificación y niega a la literatura cualquier interés en representar la realidad de un modo realista” (White, 2003: 54). Podemos recordar aquí que la poética de la historia whiteana se postulaba como un procedimiento para analizar el discurso de la historia como ficcionalización, por medio del escrutinio de los operadores tropológicos presentes en el lenguaje ordinario (White, 1992; Lavagnino, 2013). Es en ese contexto que White afirma que está entendiendo al concepto de ficción “para ser comprendido en su sentido benthamita y vaihingeriano moderno, es decir, como un constructo hipotético” (White, 2003: 55), una consideración como si de una realidad determinada.

En este artículo pretendo indagar en esta curiosa afirmación whiteana, asumiendo un punto de vista cercano al de White pero yendo más allá de él, y en particular teniendo en cuenta no sólo las diferencias y contradicciones entre las posiciones de Jeremy Bentham y Hans Vaihinger, sino también la presencia de una tercera teoría de la ficción, presente en la obra de Northrop Frye, que podría servir mejor a los fines de la construcción hipotética de un modelo relativo a una realidad que debe ser imaginada o concebida antes de ser representada o presentada en forma de discurso en prosa.

El objetivo general es mostrar que en la tradición de pensamiento asociada al moderno concepto de ficción obran una serie de condicionamientos y restricciones que culminan amputándole sus extensiones filosóficas más relevantes. En este sentido, se afirma, la tradición benthamita y vaihingeriana no termina por descerrajar los grilletes que limitan al procedimiento ficcional, lo cual tan solo ocurre cuando es una tercera aproximación teórica, la de Frye, la que es tenida en cuenta.


Bentham y el fétido y ponzoñoso aliento de la ficción


Los orígenes del término ficción se remontan a la voz latina fictio, cuya definición canónica implica la acción o efecto de pretender que algo es cierto. Como ítems léxicos encontramos fingere (modelar, aparentar, simular), conservado en la raíz fic-, y la parte sufija -ción, que es de acción o efecto. El componente modélico se preserva en términos asociados como efigie, que se conecta con la vieja teoría de raíz platónica sobre la mimesis como imitatio (reproducción o copia, en el sentido de degradación ontológica), aunque sabemos que eso no es todo lo que puede decirse sobre la mímesis, ni en sentido imitativo ni en lo que respecta a la ontología (Blumenberg, 1999).


En este punto ya tenemos varias ideas conectadas: la idea del modelo, la de la presentación objetual de algo (que se encuentra en términos conexos como configuración o figuración), la de la reproducción y la de la degradación ontológica. Lo interesante es que sólo en las últimas dos (y en especial en la última) se implica un matiz intencional de duplicación y engaño, como fingimiento o simulación (en el inglés pretense) o un “hacerse pasar por” que implica falsedad. En cambio, en las primeras se encuentran presentes las nociones de ideación y disposición (por ejemplo en los términos contrive y concoct), lo que involucra un rango semántico que va desde los posiblemente maliciosos pergeñar y tramar, hasta los más neutros y proyectivos elaborar, construir, montar y efectuar.


En tanto efectuación y disposición de la cosa, la voz fictio se aúna con factum, ya que ambas remiten a algo hecho o lo que puede ser concebido, diseñado y dispuesto (White, 2003: 55). En este contexto lo hecho también se analoga a lo realizado por medio de un acto de voluntad, y no extrañamente a lo ejecutado lo cual es recogido en el latín medieval factum, como aquello que se dispone en forma de evento, ocurrencia o estado de cosas como resultado de la ejecución de la voluntad de una persona.

En esta maraña terminológica encontramos, entonces, la permanente ligazón de tres elementos: la existencia de una disposición que se “presenta” (por ejemplo, en forma objetual o verbal), la consideración de una capacidad de intervención práctica, de hechura, que se deriva de una ideación que responde a una intención en particular y, finalmente, la atribución a esa intención de un carácter. Alguien hace algo, y lo presenta (en el sentido recogido por la voz alemana Darstellung; cfr. Helfer, 1996; White, 2010: 43n) con un determinado propósito. El problema, en este conjunto de derivas etimológicas, no es tanto la realidad de la cosa dispuesta, sino su carácter atribuido, en particular la posibilidad de la duplicidad, la simulación o, en el límite, el engaño.

Esto podría expresar la recurrencia a la desconfianza en torno a la capacidad que tenemos de darnos nuestros propios objetos, de crear entidades de por sí, algo que en una cosmovisión dada (por ejemplo, la cristiana) adquiere usualmente visos de sospecha: somos criaturas imaginativas y capaces de pergeñar dispositivos, pero ¡ay!, nuestra condición moral degradada contamina el complejo fictio-factum con las notas distintivas de la duplicidad ontológica y la malicia (Frye, 1963: 29). Hasta aquí la idea genérica y sumamente discutible de la visión clásica, cimentada en la Antigüedad, del concepto de ficción.


Ahora bien, para la teoría de la ficción es un lugar común recurrir a la obra de Bentham al momento de analizar la introducción de este complejo temático en el pensamiento moderno. La teoría de la ficción de Bentham no es sencilla pero, en esencia (siguiendo su Teoría de las ficciones, su Tratado de legislación civil y penal, su Fragmento sobre el gobierno o sus críticas a Blackstone y al Common Law) se reduce a lo siguiente: entiende por ficción, en el ámbito del derecho, y con especial atención al problema de la ficción jurídica, “un hecho notoriamente falso sobre el que se razona como si fuera verdadero” (Bentham, 1981: 83). Ciertamente, para cualquier interesado en rescatar una teoría benthamita de la ficción, como White, debería considerarse de manera liminar que la concepción de Bentham sobre ellas no era muy positiva. Lo que interesaba a nuestro autor era la situación de la legislación y la práctica jurídica inglesa de su tiempo, en la cual “el fétido aliento de la ficción emponzoña el significado de cuanto empaña” (Bentham, 1973: 25).

Pero ¿por qué “fétido aliento”? Pues porque en una ontología empirista clásica que seguía a Locke y a Hume, en la cual todas nuestras ideas proceden de nuestros sentidos, podía distinguirse claramente entre las entidades reales, representadas por los modos simples de Locke, y las entidades abstractas a las que refieren los modos mixtos (Bentham, 1973: 127n). “Todas nuestras ideas proceden de nuestros sentidos y el único camino de presentar cualquiera de nuestras ideas clara y determinadamente es ascender hasta los objetos sensibles en los que se origina” (Bentham, 1970: 294). En el universo ontológico de Bentham solo hay entidades reales, lo que incluye sustancias corporales y cosas materiales, impresiones sensibles o ideas (Hart, 1982: 129). Lo relevante, en este esquema binario orientado al análisis ontológico, es que los modos mixtos son ficciones y las ficciones no existen (Bentham, 1973: 127n). Pero ese es apenas el comienzo del tratamiento benthamita del problema de la ficción.

En principio, como ya dijimos, para Bentham la ficción no es otra cosa más que “un hecho notoriamente falso sobre el cual se razona como si fuera verdadero” (Bentham, 1981: 83). De allí que considere que “una entidad ficticia es una entidad a la cual por la forma gramatical del discurso empleado al hablar de ella se le adscribe existencia, sin embargo ello no significa que la existencia se le adscriba real y verdaderamente” (Bentham, 1932: 12). Cabe decir que todas estas distinciones y sutilezas tenían un propósito. En el contexto de su pelea contra las concepciones iusnaturalistas, Bentham estaba interesado en eliminar como ficciones parásitas de la realidad a entidades tales como los derechos naturales, el contrato social y demás entidades fabulosas que debían ser erradicadas de la fundamentación de las prácticas jurídicas (Bentham, 1932: 17). Pero otras entidades, tales como las nociones de obligación, derecho, poder y competencia, que constituyen el esqueleto de las normas, también presentaban el problema de ser abstractas y, sin embargo, eran necesarias.


Las primeras, entonces, debían ser eliminadas sin más. Las segundas, en cambio, debían ser reconducidas dentro del recinto ficcional a través de lo que Bentham llama el método de la paráfrasis. Y esta diferencia de actitud obedece al hecho de que mientras las primeras remiten a entidades no

existentes, o fabulosas, las segundas dan cuenta de entidades ficticias. En su teoría de las ficciones, entonces, se reconocen no-existencias diversas. Las entidades fabulosas son dañinas y perniciosas para la práctica jurídica. Las entidades ficticias son aquellas que no-existiendo adquieren la forma gramatical de las cosas que sí existen. Pero son necesarias y recuperables por medio del método de la paráfrasis.

La paráfrasis, a su vez, es un método de traducción que implica tomar una proposición cuyo sujeto gramatical es una entidad ficticia, y hacerla equivaler o corresponder con una proposición cuyo sujeto sea una entidad real (Bentham, 1983: 75). Este “método” sería una suerte de análisis lógico de las oraciones en que aparecen entidades abstractas, con la finalidad de esclarecer aquello que nombran o designan. El problema para la ciencia jurídica es que términos fundantes de la disciplina, como obligación o derecho, no designan ni nombran nada, aunque podemos comprender perfectamente lo que significan. Es decir, el término obligación no nombra ni refiere a nada, y sin embargo comprendemos lo que significa una obligación porque podemos traducir las oraciones en las que el término aparece a expresiones significativas.

Mediante este método, entonces, encontramos supuestamente una forma de enmarcar el fenómeno ficcional: se trata de un procedimiento por medio del cual utilizamos modos mixtos para hablar de entidades que no existen. Esas entidades, a su vez, no son más que la conjunción de dos entidades reales. Por ejemplo:

un acto es una entidad real; una ley es otra. Un deber o una obligación es una entidad ficticia concebida como resultante de la unión de las dos anteriores. Una ley ordenando o prohibiendo un acto crea de ese modo un deber o una obligación (Bentham, 1970: 93-94).


Pero la ley y el acto existen, y la obligación no, sin embargo, ésta adquiere para nosotros un carácter de existente ficcional, es decir, no existe en absoluto, pero su consideración es imprescindible para el requisito jurídico de perfección de la norma.


Es este método el que según Bentham permitía discriminar entre su posición y la del iusnaturalismo que requería afirmar la existencia de leyes naturales que fundan obligaciones y derechos. En este punto su moderación ontológica se saciaba al afirmar que las normas del derecho natural son absolutamente vacías de significado ya que no pueden satisfacer este método de la paráfrasis cabalmente. Las entidades fabulosas del derecho natural son “sonidos sin significado, disparates sobre zancos, círculos cuadrados y cuerpos incorpóreos” que se da la mente humana cuando es capaz de concebir cosas que no existen (Harrison, 1983: 104).

Sin embargo, detrás de toda esta prudencia anida una posibilidad para las ficciones, y en esto consiste el paso adelante dado por Bentham respecto de la posición clásica sobre la ficción, que remitía sin más a la noción de fingimiento, engaño y duplicación ontológica: se distinguen en ellas las falsedades intencionadas que conducen a las ficciones legales fabulosas, por un lado, y las entidades ficticias necesarias para la elaboración de la ciencia jurídica, por el otro.


La paradoja de esta teoría, entonces, es que afirma poder distinguir entre las ficciones fétidas y ponzoñosas, y aquellas que son necesarias pese a remitir a entidades inexistentes. La resolución de esta aporía en torno a lo inexistente necesario se confía a un método, el de la paráfrasis, que logrará (en teoría) traducir y hacer corresponder aquello que la mente requiere para operar en términos de actos y estados de cosas concretos.

Este recorrido por la teoría de Bentham tiene por función establecer la posición mínima en torno a la ficción en la época moderna, que es algo así como el sustrato reflexivo sobre el que se montan las demás teorías sobre este término. En esta aproximación, la ficción se recorta claramente de lo real, por un lado, y de lo fabuloso, por el otro, mediante un método seguro, el de la paráfrasis, que permite eliminar el riesgo del acrecimiento ontológico por vía de nominación (la creación de una realidad por medios puramente lingüísticos). Si hay una ponzoña fétida de la que hay que guardarse es de esa capacidad creativa y de duplicación que tienen nuestros dispositivos gramaticales en el enredo del lenguaje.

A estas alturas debería ser notorio que el presupuesto que informa a esta primera aproximación al concepto de ficción es que toma como su punto de partida una diferenciación entre el vehículo ficcional y lo que tenemos por real o efectivamente el caso. En la definición de Bentham las ficciones remiten a hechos notoriamente falsos. En ningún momento se presupone una dificultad al respecto: por caso, los actos existen, las obligaciones no, aunque son necesarias; los derechos naturales tampoco, y son nefastos. La relación oposicional entre ficción y realidad aquí se da por supuesta, porque quienes emplean el dispositivo ficcional se supone que ya de antemano saben qué es el caso y qué no lo es. En su fetidez ponzoñosa no es raro que la ficción se anudara al fingere y a la duplicidad ontológica, antes que a su carácter disposicional, modélico o de diseño e ideación (concoct, contrive).

De aquí en más, en la estela de la teoría benthamita de las ficciones, el grueso de la literatura sobre la ficción ata su suerte a este carácter oposicional de la ficción con lo real, en la que todo el problema reside en amañar un método que permita comprender y domeñar el funcionamiento de un vehículo de tan complejas y enrevesadas propiedades.

Por dar tan solo un ejemplo, el clásico contemporáneo de Gregory Currie The nature of fiction (Currie, 1990) comienza estableciendo de manera decidida una oposición entre la literatura ficcional y la no ficcional que culmina por reconocer que “la ficcionalidad no reside en el texto mismo, sino en sus propiedades relacionales” (Currie, 1990: 3), esto es, semánticas. Es habitual que desde una perspectiva filosófica se postule que la clave de la ficcionalidad se basa en que sus enunciados no se comprometen con la verdad y que sus términos no necesariamente refieren. Ahora bien, esa claridad conceptual podría perderse, según Currie, si problematizáramos lo suficiente la cuestión de la verdad o la referencia, de manera que ningún tipo de texto satisficiera de antemano algún criterio al respecto, con lo cual, según él, la diferencia entre ficción y no ficción se perdería por completo.


Claro que Currie no quiere esa problematización. Otra posibilidad dentro de este dilema son las ocasionales verdades contenidas en el recurso ficcional, como cuando Conan Doyle le hace decir a Sherlock Holmes que llovió en Londres el primero de enero de 1895, lo que al parecer fue el caso. Si el valor de verdad no ofrece un test decisivo para la ficción ¿cómo podemos distinguir la ficción de lo que no lo es? Una alternativa puede proponerse de la mano de la teoría de los actos de habla y la idea de la ficción como simulación (pretense theory; Currie, 1990: 13; Searle, 1979). A este respecto la discusión relevante en el horizonte contemporáneo se da entre las posiciones de Searle y Currie: ambos acuerdan en la necesidad de establecer un criterio claro de distinción; en lo que difieren es en los costos teóricos que están dispuestos a pagar para ello.

Para Searle la diferencia relevante se da respecto del tipo de acto ilocucionario que performa quien ficcionaliza, el cual se encuentra funcionalmente vinculado al significado del enunciado (Searle, 1979:

64) y al contexto en que se ejecuta. “Los actos ilocucionarios de simulación que constituyen una obra de ficción se vuelven posibles por la existencia de un conjunto de convenciones que suspenden la operación normal de las reglas que relacionan a los actos ilocucionarios con el mundo” (Searle, 1979: 67). Al ficcionalizar el autor simula un acto de enunciación que en realidad no se encuentra vinculado a un compromiso veritativo ni a obligación alguna de proveer evidencias que respalden sus enunciados.


Pero para Currie esto no puede ser así (Currie, 1990: 18), ya que supone una definición puramente negativa del concepto de ficción. El recorrido de Currie se prolonga por la teoría de los actos de habla, la interacción comunicativa, la teoría del make-believe (Currie, 1990: 19), y la teoría de Grice en torno a los intercambios conversacionales. Siguiendo a Kendall Walton, Currie considera a la ficción una actividad compartida, morigerando con ello su aspecto unilateral remitido a las intenciones de los hablantes. En tanto transacción involucra a una audiencia, ciertos rasgos formales del medio verbal y a su autor. Pero el costo de esta maniobra, a su vez, reside en que considera a la ficcionalidad como un tipo de actividad paralela, que se disocia por completo de los usos asertóricos y veritativos del lenguaje (Herman, Jahn y Ryan, 2005: 249).

Si como acto comunicativo la ficción se recuesta en un hacer-creer, según Currie, un enunciado ficcional (y todavía aquí seguimos trabajando en una ontología ficcional centrada en enunciados; como veremos

más adelante la cuestión del discurso ficcional ni siquiera se plantea) mínimamente “debe satisfacer dos condiciones: debe ser el producto de una intención ficcional y debe ser, como mucho, accidentalmente verdadera” (Currie, 1990: 49). El recurso a la intencionalidad no es menor aquí, ya que es esa intención ficcional la que nos aparta del terreno de la teoría de la simulación. Para Currie “la ficción es el producto de un cierto tipo de acto comunicativo, un acto de fiction-making por parte del autor. Es un acto con una estructura a lo Grice, formalmente similar a la estructura de la aserción, pero que difiere de ella en la intención de su resultado” (Currie, 1990: 51).


Como vemos, en toda esta recuperación del problema de la ficción, con sus notas asociadas a la simulación, el hacer-creer y la intencionalidad, resurge, pese a todo su refinamiento analítico, la misma criba de problemas y definiciones asociadas a una tradición de pensamiento benthamita que restringe el concepto de ficción dentro de los estrechos límites establecidos canónicamente relativos a un régimen de oposición entre lo real y lo ficcional. De esta manera las conclusiones a las que arriba Currie son, según él mismo reconoce, “conservadoras” (Currie, 1990: 217) y culminan reforzando las distinciones y dicotomías que han lastrado la tradición de pensamiento sobre este concepto.


Incorporada a una dimensión dialógica y conversacional, donde rige el hacer-creer regido por intenciones autorales, la ficcionalidad culmina siendo no más que un recinto particularizado en el que se reafirman los métodos de escrutinio de términos y enunciados que se vuelven inteligibles en cuanto analizamos la forma en que se desenvuelve la comunicación y las creencias de los que participan en ella.


Vale decir, al final de un escrupuloso recorrido filosófico, en aproximaciones como las de Currie, sigue operando el presupuesto de la duplicación y el del carácter intencionado, en un planteamiento que estipula la contraposición manifiesta entre las intenciones normales de los hablantes hacia lo que es el caso, y aquellas intenciones manifiestamente otras en la que quienes intervienen en la discusión tienen presente que no es el caso.

De este modo, de Bentham a Currie, a pesar de las muchas diferencias en el detalle de sus respectivos planteamientos, no tenemos un grado de avance sustantivo en la cuestión crucial que estructura este artículo: la superación del régimen oposicional que se tiende entre el concepto de realidad y el concepto de ficcionalidad. Todo cuanto resta establecer es el costo teórico derivado de la distinción que se realiza, la cual obra como punto de partida de todo el análisis.


Vaihinger y el andamio incremental


Si la ciencia jurídica fue un primer ámbito para la teoría de las ficciones, encontramos un segundo ámbito donde prosperó, la filosofía de la ciencia, aunque configurándose de un modo peculiar, en particular en la obra de Hans Vaihinger y su Filosofía del como si (1911; Vaihinger, 1924), y dando lugar a lo que mucho después dio en llamarse ficcionalismo (Fine, 1993: 2). Pero para entender esta segunda aproximación debemos comprender su contexto de emergencia.


Ciertamente el recorrido de Vaihinger en su trayectoria filosófica no puede ser más variopinto. Si debemos a Vaihinger la acuñación del término positivismo lógico, eso es menos notable que el hecho de que realizó el intento más exhaustivo en pos de montar una aproximación sistemática a las “ficciones teóricas, prácticas y religiosas de la humanidad”, tal el subtítulo de su obra cumbre (Fine, 1993: 3).


Cercano a lo que luego fue el Círculo de Viena (aunque la mayor parte de los integrantes de ese círculo no desearan en lo más mínimo su proximidad), la obra de Vaihinger es un prolongado esfuerzo por conectar sus diversos intereses, principalmente el estudio crítico de Kant y la configuración de una teoría de las ideas y de la lógica del conocimiento científico. En sus comienzos, ciertamente, Vaihinger estaba intentando asociarse a una concepción positiva, empirista del conocimiento, distanciándose de las orientaciones racionalistas y platónicas. Su posición anti-metafísica, no le valió las simpatías de los positivistas lógicos como Moritz Schlick, que lo criticaron agriamente al considerarlo un idealista (Schlick, 1932: 107). Y sin embargo el punto de desacuerdo, según Arthur Fine, quizás se deba

mayormente a la confusión acerca del alcance de la teoría de las ideas de Vaihinger, la cual era menos idealista que positiva en su intento de adoptar una actitud empirista hacia ellas (Fine, 1993: 4).

Esta posición incómoda se ve agravada por el hecho de que su teoría de las ficciones se plasma en un texto y una perspectiva que sufrió numerosas mutaciones desde su primera aparición como disertación en 1877 hasta su publicación como libro en 1911.


La aproximación a Kant de Vaihinger era tan peculiar como su relación con la obra de Nietzsche. En esta triangulación se finca la perspectiva particular de nuestro autor. La clave reside en que para Vaihinger los principios científicos en vez de ser constitutivos de la posibilidad del conocimiento objetivo, constituyen ficciones que funcionan como ideas regulativas (Fine, 1993: 4). Este es el punto en el que se anclan y adquieren consistencia las diversas preocupaciones filosóficas de Vaihinger: su interés se centra en el rol de los elementos ficcionales en el pensamiento y la acción humanas. Y es por ello que se propuso mostrar mediante un estudio detallado el uso inescapable de las ficciones en la teoría política, el derecho, la matemática, la filosofía y la religión, considerando como antecedentes al mismo Bentham, a Kant y a Nietzsche entre otros.


Lo que caracteriza a las ficciones, para Vaihinger, son tres cosas: 1) están en contradicción con la realidad; 2) son auto-contradictorias y 3) ambos aspectos son conocidos cuando se las introduce (Fine, 1993: 5). Las semi-ficciones no presentan la segunda característica. A partir de esta definición pueden reconocerse ficciones virtuosas, viciosas, científicas y no científicas. Para Vaihinger, por ejemplo, los átomos (como centros sin extensión, en la definición de Ampere) y la cosa en sí kantiana son ficciones virtuosas. Las ficciones, luego, son clasificadas en una suerte de anatomía que las distribuye en 10 categorías (siendo las más importantes las abstractivas, esquemáticas, analógicas, legales, personificatorias, heurísticas, prácticas y matemáticas).


Lo que diferencia parcialmente a Vaihinger respecto de la aproximación benthamita que se arrastra hasta Currie, tal como vimos antes, es el rol de las ficciones en el acrecimiento del conocimiento. Las ficciones cuando se introducen entran en contradicción con lo que es tenido por real (Vaihinger 1924: 86). Ciertamente la relación entre semi-ficciones e hipótesis es delicada y crucial. Las hipótesis son verificables por observación, para Vaihinger. Las ficciones, en cambio, son justificables, probando su utilidad para la vida. Mientras las hipótesis conducen al descubrimiento de cuáles son verdaderas, las ficciones son producto de la invención humana y tan solo pueden sostenerse provisionalmente.

Es de notar el hecho de que, otra vez, las ficciones son considerados constructos hipotéticos de los cuales fehacientemente se sabe que no son reales, no obstante resultan ser útiles, en particular en lo relativo al conocimiento. Según Vaihinger esto debería contribuir a atenuar la metafísica propia del realismo y a comprender que “la conclusión más falaz del hombre ha sido siempre el razonamiento de que porque algo es importante entonces debe ser cierto” (Vaihinger, 1924: 69). Su intención, en cambio, apuntaba a desvanecer lo que Fine denomina “el argumento explicativo del realismo”, su pretensión de imponerse como una norma por default en la comprensión del estatuto de nuestras hipótesis (Fine, 1993: 9).


Por la vía contraria, el argumento de Vaihinger procede partiendo de la idea de que operamos con ficciones hasta que se demuestre lo contrario. Y esa demostrabilidad implica la eliminación parcial de la contradicción entre la hipótesis ficcional y lo que se tiene por real, así como también la eliminación de su auto-contradicción. Es decir, el tránsito epistemológico comienza por las ficciones y continúa por las semi-ficciones hasta arribar al plano hipotético de lo que puede ser probado.

En este trayecto los constructos hipotéticos, los como si, se emplean como andamios en torno a la constitución de un edificio de creencias e hipótesis verificadas, que luego son retirados cuando su propósito epistémico se ha cumplido. Las contradicciones y alteraciones que genera el vehículo ficcional no son “afecciones del raciocinio” que deben ser eliminados mediante un método como en Bentham, sino pasos formativos necesarios en el camino de comprender el mundo (Vaihinger, 1924: 26). Se alcanza un equilibrio en la creencia cuando llegamos a configurar algún sentido de realidad mediante nuestros útiles constructos ficcionales (Fine, 1993: 9).

Para Vaihinger, como para su contemporáneo Dewey, no hay una armonía pre-establecida entre la racionalidad y la realidad. La racionalidad no es más que el ensamblaje parte a parte desde la experiencia en pos de chequear nuestra propensión a la inferencia y la construcción hipotética. En vez de intentar construir un método o un protocolo general para lidiar con las contradicciones o argamasar una teoría omni-abarcativa, lo que se propone es un procedimiento situado para ponderar graduadamente las contradicciones en nuestros sistemas de creencias, estableciendo un mecanismo de asimilación por andamios.


Sin embargo, al igual que en el caso de Bentham, la recuperación actual de la posición de Vaihinger no viene sin beneficio de inventario. En particular, nota Fine, depende de establecer un contraste dogmático entre descubrimiento (hipótesis) e invención (ficciones) y entre verificación y justificación utilitaria (Fine, 1993: 8). La ficcionalización es un procedimiento al uso que tiene un carácter transitorio: permite la forja de nuevos candidatos al valor de verdad y la reformulación de los contornos de lo que consideramos real. Se trata de una razón incremental sobre la base de un confiado naturalismo que Vaihinger comparte con pragmatistas como Dewey e instrumentalistas como Poincaré. “Al igual que el Wittgenstein tardío, Vaihinger piensa que nuestras formas ordinarias de pensamiento, que involucran una gran cantidad de actividades de tipo ficcional, son mayormente correctas” (Fine 1993: 10). Las construcciones hipotéticas nos ayudan a lidiar con las contradicciones aparentes por medio de un ejercicio práctico de asimilación y reformulación ficcional. Sin ficciones, nuestros sistemas de creencias serían racimos sin capacidad de crecimiento ni de tolerancia a las tensiones y contradicciones. Si nuestros sistemas estuvieran constituidos tan solo por ficciones, no se sostendrían como creencias en absoluto.


Quizás es por eso que el aspecto positivo, incremental, de andamiaje de los sistemas de creencias, se complementa subsidiariamente con una nota, un préstamo o herencia benthamita diríamos, que tracciona el entero procedimiento vaihingeriano. El tránsito desde la ficción a la hipótesis verificada establece una serie de dominios restrictivos para el ámbito de lo ficcional, en los cuales re-emerge con fuerza la idea de que se trata de procedimientos imaginativos que se efectúan sobre lo que conscientemente y de antemano se sabe que es o no es el caso. Como vimos antes, la primera condición de la ficcionalidad es su situación contradictoria respecto de lo que se tiene por real. En esta aproximación, como ocurría también en el caso de Bentham, se afirma el “notoriamente” de lo que es “notoriamente falso” o notoriamente otro respecto de lo existente, elidiendo la pregunta: ¿notorio para quién?

La anatomía vaihingeriana del fenómeno ficcional, no obstante, intentaba ser una caja de herramientas para probar la utilidad epistémica de las ficciones, para exhibir su carácter discreto, capilar, inescapable, como vía de acceso a un ámbito de conocimiento que, en el caso límite, transforma las ficciones contradictorias en hipótesis verificadas. Si bien se oponen como momentos de la labor incremental en la forja de la creencia, ficción y sentido de realidad dejan de oponerse en última instancia. Con ello, más bien, comienza a bosquejarse un esquema en el cual cualquier sentido de realidad que pueda obtenerse es el resultado de procedimientos que involucran, entre otros recursos, la operatoria ficcional.


Para Vaihinger las ficciones del como si son una forma de concebir un espacio legítimo para la construcción de modelos, la simulación, la elaboración de concepciones alternativas y empíricamente equivalentes de lidiar con los fenómenos (Fine, 1993: 11). Pese a los temores de los positivistas lógicos, no hay nada especialmente escéptico o idealista en esta perspectiva. Su carácter modélico y presentativo nos muestra al conjunto de nuestros sistemas de creencias como el resultado de una serie de procedimientos y prácticas, de haceres y hechuras. De esta manera no es extraño que en la presentación que hace Fine de Vaihinger, este autor sea considerado el precursor del paradigma del científico como modelizador que se ha difundido desde la posguerra (Fine 1993: 16). Vaihinger, de hecho, según Fine, debería ser reconocido como el heraldo o el filósofo de la modelización.

Y sin embargo todavía se extiende en el trasfondo conceptual que articula esta propuesta la necesidad, como en Bentham, de establecer distinciones entre lo que es tenido por real y lo que es presentado en forma de andamio incremental. Este rol de choque y tensión de las ficciones obtura quizás la oportunidad

que residía en este modelo para reflexionar en torno al procedimiento por el cual continuamos distinguiendo entre el edificio y el andamio que se le añade provisoriamente.

El problema de las ficciones, en esta apreciación del legado de Vaihinger, no es tanto que sean andamios, sino que no son más que una etapa transitoria en el proceso del pensamiento y siguen estando en el linde exterior de lo que es tenido por real. Al igual que en las teorías parasitarias o derivativas de la metáfora, en las cuales la oposición se da entre metáfora y concepto, y cuando tenemos conceptos es porque la metáfora se ha cristalizado o necrosado, en esta teoría incremental de la ficción, la ficción necrosada o se desmonta o deviene parte del edificio de las hipótesis verificadas, por lo que es anulándose en tanto que ficción que accede finalmente a la dignidad de lo real.

En última instancia, si bien se trata de un avance respecto del modelo oposicional de Bentham, el de Vaihinger no es sino una forma de concebir la ficcionalidad como una prenda transitoria que se ofrece en sacrificio en la búsqueda de un concepto de realidad que continúa estipulándose de antemano.


Frye y el espectro de lo plasmático como lo concebible


El recorrido de este artículo se inició con unas consideraciones de Hayden White respecto de su concepto de la ficción como un constructo hipotético en sentido benthamita y vaihingeriano. Hemos analizado las ambivalencias y tensiones internas detrás de estas orientaciones respecto del concepto de ficción, que por lo demás se distinguen entre sí. El paso siguiente, y final, en este trayecto, consiste en recuperar la obra de un autor, el teórico literario Northrop Frye que, paradójicamente, fue muy importante en el planteamiento de Hayden White (White, 1992: 18), pero al que parece haber prestado poca atención, u obtenido escaso provecho de su compleja, sutil y fértil articulación de una perspectiva propia en torno al concepto de ficción.

La obra de Frye es difícil de resumir y presentar de manera sucinta. Considerado un espécimen inclasificable, a mitad de camino entre la herencia del formalismo en el medio angloamericano y las derivas del New Criticism, influido por los avatares de la teoría del mito, el existencialismo kierkegaardiano, las filosofías de la literatura y de la cultura de Erich Auerbach y Kenneth Burke, así como también por la herencia aristotélica, la poética de William Blake, la retórica renacentista, Longino, Vico y la hermenéutica teológica (Denham, 2015: 14), la obra de Frye articula una propuesta de rasgos únicos en el horizonte teórico del siglo XX (Cook, 1987; Denham, 2015; Hart, 1994; Lavagnino, 2014).


Esa propuesta encuentra su más rotunda configuración en su monumental Anatomía de la crítica (1957; Frye, 1977), texto canónico considerado el más influyente de la teoría literaria en el siglo XX en el ámbito anglosajón. Tanto allí como en Fables of Identity (1963) y Fearful Simmetry (1947) lo que se anuda es un modelo crítico que pretende constituirse como un paradigma para el análisis de los textos literarios como objetos culturales y de la experiencia literaria que se deriva de esos objetos. Ese modelo, posteriormente, se vio refinado, ampliado y aplicado en detalle en una larga secuencia de obras que, en el lapso de un tercio de siglo, hilvanó una de las más sutiles y complejas visiones del entramado literario y de su rol en la configuración y prefiguración de lo social. En lo que sigue expondré brevemente los rudimentos de ese modelo, ya que nos permitirá acceder a una tercera perspectiva, entiendo que más productiva y fértil, sobre el concepto de ficción.


Desde la Anatomía... hasta sus últimos textos mayores -notablemente los dedicados al estudio de las Escrituras, El Gran Código (Frye, 1988) y Poderosas palabras (Frye, 1996)- lo que encontramos es un modelo de análisis al que denominaré escénico-compositivo para analizar las diversas efectuaciones literarias. Pero ¿a qué se aplica ese modelo? A las presentaciones verbales que, en sus diversas formas, tienen lugar dentro de una determinada cultura en un momento dado (Frye, 1971: 17). Es un lugar habitual describir a Frye como un crítico mitológico y también se ha notado su empleo de un término sospechosamente platónico o jungiano, el de arquetipo. Sea, Frye es un teórico mythológico y arquetípico. ¿Pero qué quiere decir eso en este contexto?

Un mito es, primariamente, una elaboración verbal que pretende dar cuenta del mundo. Por caso, en las sociedades tradicionales es a través del mito como se elaboran visiones de lo eminente, de lo digno de ser consignado y atesorado en el acervo de una cultura. De esta manera, y en estricto acuerdo con la teoría del mito en la que se enmarca Frye, y a distancia de la noción de sentido común sobre lo mitológico como lo fabuloso o lo opuesto a la razón o lo real, se trata de un orden de palabras que expresa un punto de vista autorizado sobre el mundo en el que se vive y se quiere vivir (Frye, 1971: 24).

Un señalamiento decisivo debe hacerse aquí: la unidad de análisis en este proyecto teórico no es nunca el enunciado o los términos que lo componen. El orden de palabras se enlaza mitológicamente en formas discursivas que, por definición, exceden la dimensión oracional. Este paso será crucial en lo que refiere al tratamiento del problema del concepto de ficción, y es uno que es imposible dar en un marco benthamita o vaihingeriano.

Como elaboraciones discursivas los mitos de creación del mundo, por ejemplo, tenían por función primaria proponer una interpretación y una elaboración hipotética de lo tenido por real por los hablantes. Un mito es, en suma, un instrumento de la producción mental (Frye, 1971: 19). Ese instrumento dispone signos como parte de un comportamiento verbal en el tiempo y en el espacio. Esa disposición aspira o pretende tener cierta coherencia. Para reconocer esa sistematicidad es que la teoría literaria debe darse un modelo de análisis, que es lo que Frye intenta desarrollar a lo largo de toda su obra.

El modelo de Frye para analizar el orden de palabras, en el paradigma presentado en la Anatomía... es de marcada ascendencia aristotélica. Tomando la héxada propuesta por el estagirita en la Poética como partes constitutivas de las presentaciones escénicas trágicas (mýthos, éthos, diánoia, melos, léxis y ópsis), Frye construye un proyecto crítico hermenéutico que encuentra en el mýthos una primera aproximación al orden de palabras como parte del comportamiento humano.


¿Cómo reconocer un orden en la disposición verbal? Pues diacrónicamente, en el tiempo, por medio de la captación de elementos constructivos, iteraciones, recurrencias, un ritmo, en suma, que en la secuenciación de sus elementos, típicamente descripciones de eventos y acciones, denominamos trama, o argumento o narración (Frye, 1963: 12). El mýthos de un relato implica el reconocimiento de un relieve y segmentación del despliegue narrativo en el tiempo.

Pero alternativamente podemos y solemos asir la disposición verbal por analogía no con los fenómenos rítmico-temporales, sino reconociendo recurrencias e iteraciones en el espacio, concentrándonos en los patrones de diseño que constituyen al objeto (Frye, 1971: 24). A esto Frye lo llama un arquetipo o un símbolo iterado. Los arquetipos de Frye no tienen relación alguna con sus homónimos jungianos, no implican ideas primordiales o patrones ejemplares platónicos, ni remiten a tipos ideales. Son typus, o figuras primarias, en el sentido de prototipos, modelos o principios constructivos básicos (arché como forma inicial de un typus; Frye 1963: 15). De esta manera la teoría de Frye se propone bajo la figura analógica de una filosofía del diseño verbal que encuentra en su analogía escultórica, arquitectónica o hasta musical, un modo de plantear el problema de la composición y el diseño aplicado a una materia sígnica.

Esto es relevante ya que para Frye, y apropiándose de una manera bastante personal del legado aristotélico, el significado de una obra literaria en un sentido sincrónico, el patrón total de sus símbolos o arquetipos, es su diánoia (Frye, 1977: 77), su tema o pensamiento.


Aquí emerge una figura central en el proyecto teórico de Frye: los elementos reconocidos no se oponen, sino que se articulan en un modelo tensivo, dialéctico, que no pretende resolver lo que distingue o discrimina en una única fórmula unitaria. Las palabras se disponen en una forma centrada en la figura de una tensión irresoluble. La indeterminación resultante es una figura crucial de este modelo.


Un mito como forma elemental de estructuración discursiva de un orden de palabras puede ser analizado como mýthos, en su ritmo diacrónico en el tiempo, o como diánoia en su patrón de diseño sincrónico y arquetípico en el espacio. Es así que encontramos un punto de ampliación crucial: contra lo que sugiere

la caricatura que se le atribuye, el orden de palabras no se encuentra aislado como una mónada en un universo autotélico de significación (White, 2010: 264).

El mito, como mýthos-arquetipo (o diánoia) es un orden verbal que se despliega en un contexto actuado y performado socialmente. A este respecto, el mito es la contraparte verbal del rito, y el rito es la contraparte actuada del mito (Frye, 1963: 16). El universo del mito explora el ritmo, la recurrencia y la variación en el orden de palabras, y se despliega como un símbolo (esto es, en sentido estricto, como una contraparte no isomorfa; Harris, 2000: 23) del orden de la acción y el horizonte de lo social. La dimensión social de la crítica como exploración del mito implica considerar que no hay ningún principio de autonomía o autosuficiencia del orden de los signos (Frye, 1977: 461). El comportamiento verbal y el no verbal son continuos, y remiten ambos a un mismo universo de sentido. Cuando de Aristóteles a Ricoeur se afirma que el mýthos es una mímesis de la acción (mímesis práxeos) se está afirmando esto mismo, en la forma de una producción virtuosa, un acrecimiento de significado en el que el comportamiento verbal procede por simbolización y analogía, proveyendo contextos siempre ampliados para la significación de lo actuado, sea por medio de la palabra o no.


En este punto cobran importancia los ciclos analógicos y de identificación metafórica que emplean la potencia significante del mito y de los ritos para dotar de significado a lo que naturalmente no lo tiene. El mito es una unidad de significación que funciona, discursivamente, como la metáfora lo hace en el plano léxico. El mito individualiza, nomina, identifica. Así se establecen analogías y equivalencias lábiles, que se complementan por vía del ritual con las recurrencias percibidas en el entorno circundante: los ciclos diurnos, lunares, sexuales, anuales se constelan en un conjunto de experiencias y simbolizaciones compartidas. El mito es una de las primeras y más ubicuas formas de simbolización; fecunda y es fecundado a su vez por las formas de la interacción social (Frye, 1963: 18).


Hasta aquí lo que podría llamar la teoría ampliada del mýthos de Frye. Pero su proyecto crítico requiere el reconocimiento de dos dimensiones adicionales. En primer lugar, la idea de que los órdenes de palabras (una de cuyas primeras articulaciones culturalmente relevantes es el mito) están tensionados por una doble inscripción, una fuerza divergente: por un lado, tienden hacia sí mismos, centrípetamente, ya que el diseño verbal debe atender a los requerimientos constructivos en alguna medida. Lo que hacemos con las palabras y los signos depende, hasta cierto punto, de lo que puede hacerse materialmente con ellos, y de las formas culturalmente disponibles para emplearlos. Pero al mismo tiempo los órdenes de palabras componen objetos culturales que cumplen funciones prácticas (por vía de su inscripción ritual, cultural, etc.), y de esa manera no tienden hacia sí, sino centrífugamente hacia el mundo que simbolizan. Esta tensión centrífuga-centrípeta en la dirección de la simbolización tiene un nombre para Frye: desplazamiento (Frye, 1977: 182).

El desplazamiento es la tendencia, dentro del proceso de simbolización, a la centrifugalidad, convirtiendo a los objetos verbales diseñados de acuerdo con ciertos patrones constructivos, en formas representativas realistas o naturalistas que parecen meramente responder o adecuarse a requerimientos no verbales. La idea de un enunciado que simplemente describe o refiere eventos u objetos en forma realista, es el summum de la expresión verbal desplazada.


“En el mito vemos aislados los principios estructurales de la literatura; en el realismo vemos como los mismos principios estructurales (no otros parecidos) encajan dentro de un contexto de plausibilidad (…) El mito es un extremo del diseño literario; el naturalismo es el otro” (Frye, 1977: 182). De este modo, el mito es una pieza de diseño primaria y evidente, que lejos de esconder sus patrones, ritmos y principios constructivos, los resalta. Es puro género y convención. Pero cuanto más avanzamos en el tiempo encontramos formas genéricas que tienen por finalidad ocultar su carácter genérico. Hallamos una forma convencional que se niega como tal y se presenta a guisa de pura representación pasiva y adecuada de la realidad. Cuando eso ocurre, como es el caso del naturalismo y el realismo decimonónico o con el surgimiento del tipo de prosa descriptiva asociada a las estructuras verbales aseverativas empleadas en el discurso científico, nos encontramos ante lo que Frye llama la prosa desplazada. Prosa cuya función y autoridad en una sociedad determinada puede ser muy eminente, pero cuyos recursos constructivos y

de diseño son exactamente los mismos que los empleados por las formas mitológicas supuestamente superadas.

De esta manera, en el proyecto crítico de Frye encontramos que éste dedica su segundo ensayo en la Anatomía... al estudio de las diversas formas en que las unidades mínimas de significación (símbolos o arquetipos) se vinculan con aquello que simbolizan o significan, en un espectro tensionado y gradual que va desde el poder performativo puro y no desplazado del kerygma (el condensado visionario que nomina el mundo y del que emergen luego los mitos) hasta los horizontes desplazados de las fases descriptivas y literales del signo, donde el símbolo se adecua a las convenciones del realismo en la forma de enunciados objetivos o a la manera de una pura notación abstracta (Frye, 1977: 114). El kerygma muestra la potencia de un lenguaje que crea el mundo. Las formas desplazadas, en cambio, se adaptan a él.

Entre un extremo y el otro se encuentra el entero conjunto de movimientos de ida y vuelta entre las tendencias al desplazamiento propias de las orientaciones realistas y las periódicas reversiones o articulaciones de formas verbales y discursivas que pretendiendo apartarse de las convenciones genéricas consideradas como naturalistas o realistas, simplemente adoptan otras convenciones y géneros.

El símbolo, como arquetipo o representación (en el sentido neutro de una presentación de un orden de signos que se vincula con lo que no tiene naturaleza sígnica; Harris, 2000: 77), queda prendado en el bascular espectral de estos desplazamientos. Lo cual revierte en una preciosa enseñanza respecto del realismo: hay una historicidad, una perspectiva diacrónica para la configuración realista, desplazada, que responde a la tensión centrípeto-centrífuga en el proceso de simbolización. Al igual que en Mímesis de Auerbach (Auerbach, 1968), para Frye se trata de mostrar las diversas maneras de concebir las formas de lo que llamamos realidad, de presentarla mediante escenificaciones y composiciones que toman como su material los elementos sígnicos, verbales y simbólicos disponibles en una determinada cultura.

Esta perspectiva incorpora una saludable plasticidad a nuestro sentido del diseño y composición de un orden de palabras que dota de significado a nuestro mundo. Lo que hoy denominamos mitos o mitologías son aquellas formas que, desde nuestro punto de vista, revelan de manera evidente sus elementos constructivos, cuando no sus vicios, sus patrones de diseño, sus recurrencias, sus secuencias rítmicas. Lo que ahora denominamos formas realistas son aquellas formas diseñadas y compuestas pero que leemos centrífugamente, como si simplemente respondieran a las presiones causales de un entorno no verbal.


La segunda y última dimensión que debemos incorporar para comprender el alcance de la teoría de Frye es su diseño multiplanar, en el que adopta de manera explícita una hermenéutica diatessarónica. ¿Qué significa esto en concreto? El diatessaron es, en términos teológicos, un texto orientado a establecer una armonía entre los cuatro Evangelios (White, 2010: 366), sobre la base de un reconocimiento de su solapamiento, contradicción parcial e irreductibilidad. En la teoría de la música es un intervalo de cuatro notas (a diferencia por ejemplo del diapasón, que es una diferencia de una octava) que produce una consonancia (absoluta en el sistema de la música pitagórica; Benson, 2003).


Aplicado a soportes verbales, y en particular en la doctrina hermenéutica sacra el diatessaron queda magníficamente expresado en la fórmula de Agustín de Dacia “Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendas anagogia1, la cual se aplicó a la lectura de los evangelios y posteriormente cobró nueva vida en la hermenéutica renacentista, a partir del reconocimiento de los tradicionales cuatro niveles de la interpretación: el literal, el alegórico, el moral o tropológico y el anagógico. En esta hermenéutica estos niveles consonan armónicamente, son irreductibles entre sí (como cada nota en un acorde) y se requieren recíprocamente.


La hermenéutica diatessarónica de Frye se plasma, desde su Anatomía... en adelante en la forma de un diseño de consonancia en torno a cuatro niveles, cada uno de los cuales a su vez se reparte en tétradas


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1 “La letra enseña los hechos, la alegoría lo que has de creer, el sentido moral lo que has de hacer y la anagogía a dónde has de tender”.

irreductibles. Dedica a cada nivel un ensayo en su Anatomía...: el primer ensayo está dedicado a los modos de la agencia, lo que los personajes pueden o no pueden hacer y los tipos de intervención narrativa concebibles (en un espectro graduado que va desde los dioses omnipotentes hasta las figuras de sumisión inmitigada del teatro del absurdo). El segundo ensayo escruta los modos de los símbolos, acorde a la teoría del desplazamiento ya consignada. El tercero despliega su celebrada teoría del mýthos, recuperada por ejemplo por Hayden White en Metahistoria (White, 1992: 18-21), en la cual profundiza en las modalidades y gamas de posibilidades mediante las cuales se elabora el significado a través de mýthos y arquetipos en las convenciones recurrentes de la comedia, el romance, la tragedia y la sátira. El cuarto ensayo elucida cuáles son los radicales de presentación, las situaciones retóricas típicas mediante las cuales se realizan materialmente las tramas, agencias y símbolos: el epos, la lírica, el drama y la ficción en prosa.

El paradigma crítico de Frye, entonces, se ofrece como una delicada caja de herramientas en la que agencias, símbolos, mýthos y situaciones retóricas consonan y reverberan recíprocamente entre sí, como dimensiones irreductibles del orden de las palabras. La labor crítica consiste en estudiar la forma en que diatessarónicamente consonan las composiciones verbales.

Lo que Frye afirma confiadamente, desde la Anatomía... en adelante, es que tenemos un modelo de análisis disponible para observar cómo se ha diseñado, compuesto, montado y escenificado el orden de palabras en cada contexto práctico. De esta manera lo que ofrece es “una concepción de la literatura como cuerpo de creaciones hipotéticas que no están necesariamente comprometidas en los mundos de la verdad y de los hechos, ni necesariamente apartadas de ellos, sino que pueden entablar cualquier clase de relación con ellos, yendo de la más explícita a la menos” (Frye, 1977: 127).

El punto de la ficción, en Frye, justamente es el de ser una estructura verbal hipotética (Frye 1977: 99), un constructo hipotético como en Bentham o Vaihinger ciertamente, pero que tiene propiedades específicas. Lo que hacen las ficciones es permitir “la presentación de las cosas tal como podrían haber ocurrido”, lo que los griegos llamaban lo plasmático. “Para el crítico literario todo lo que se diga con palabras es plasmático, y la verdad y la falsedad representan las direcciones o tendencias que siguen o que se piensa que van a seguir las estructuras verbales” (Frye, 1980: 28). La misma estructura verbal o secuencia léxica, puede ser un mito eminente de creación del mundo o una fábula desacreditada. La igualdad gramatical se complementa con una diferencia en autoridad social, en la forma de un reconocimiento o reacción ante la experiencia literaria. En este sentido ningún análisis inmanente puede bastarnos para comprender la relación entre la semiosis ficcional y su significación social.

La abigarrada configuración de elementos y planos de análisis en Frye constituye un paradigma para la construcción de una matriz analítica destinada a recorrer esas estructuras verbales hipotéticas que conjuntamente denotan el vasto espacio de lo concebible e imaginable mediante órdenes y secuencias de palabras. La ficción, como lo plasmático, es el vasto espectro de modos de concebir agencias, símbolos, mýthos y situaciones retóricas. Estos modos tienen una finalidad: dar cuenta y a la vez incidir en la experiencia, modelarla, prefigurar los modos posibles de la práxis. Si el mito es la contraparte verbalizada del rito y éste la contraparte actuada del mito, en conjunto ambos se interrogan acerca de de qué es lo que puede concebirse, qué es lo que puede hacerse, quién puede hacerlo y cuáles son las formas mediante las que procede el lazo social.


Para Frye es mediante las estructuras verbales hipotéticas que se postulan los variados espectros de agencias, símbolos, géneros y mýthos, los cuales convergen en un sistema escénico-compositivo, un modelo de diseño verbal que tiene por objeto postular, disponer, concebir y al mismo tiempo tensionar, disputar y problematizar nuestro concepto de realidad.


Es entonces en esta tercera teoría sobre la ficción que conseguimos finalmente articular una perspectiva que trasciende la oposición entre ficción y realidad. Esa perspectiva nos muestra el carácter espectral y graduado, dialéctico, tensivo, disputado de los horizontes de lo concebible que se escenifican y componen mediante dispositivos ficcionales. Y es dentro de esos horizontes que se afirma un subconjunto de prácticas hegemónicas que, contextual, situada, precariamente, se presenta con el

marbete de lo inexorable. En Frye, finalmente, la ficción no se opone a lo real. Antes bien, lo real es el subconjunto que plasma una inexorabilidad precaria, pero socialmente relevante, en el espectro siempre bullente y disputado de lo concebible.


Descerrajando grilletes a modo de conclusión


White, como lo muestra la cita que da inicio a este artículo, buscaba una manera de rehabilitar una discusión compleja y sutil en torno a los vínculos entre discurso y conocimiento historiográfico, literatura y ficción. Su apelación al legado benthamita y vaihingeriano intentaba mostrar la limitación de la tradicional asociación entre ficción, fingimiento, simulación, mentira y falsificación. Al resaltar el componente ficcional del discurso historiográfico deseaba mostrar su carácter diseñado, compuesto, prefigurado, apelando para ello a las técnicas de análisis disponibles en la teoría literaria y la teoría de la ficción. De allí su recuperación de la figura del constructo hipotético y su filiación dentro del linaje que se remonta a Vaihinger y Bentham.


El resultado de este recorrido apunta a mostrar algo bastante simple: esa apelación no es suficiente, porque ni Bentham ni Vaihinger consiguen dar el paso requerido para liberar a la ficción del cautiverio filosófico en el que ha permanecido. Cautiverio que, en el período extenso que va de Platón y la degradación ontológica, pasando por Bentham y la fetidez ponzoñosa hasta alcanzar la simulación ilocucionaria de Searle y el hacer-creer de Currie, apenas comienza a morigerarse gracias al andamio incremental vaihingeriano. La conclusión a la que arribo es que es recién dentro del horizonte abierto por la filosofía del diseño verbal de Frye que algo así como una teoría positiva de la ficción puede comenzar a enunciarse.


En este horizonte, y como espectro plasmático de lo concebible, la ficción no es lo que se opone a lo real. Más bien es lo que nos permite tener un concepto de realidad.


En el devenir de los desplazamientos la ficción no es ni la ponzoña fétida oposicional benthamita que puede eliminarse mediante paráfrasis, ni el andamio incremental vaihingeriano que en su logro constructivo se aniquila a tenor de un sentido de realidad consolidado. Para Frye la realidad es el subconjunto desplazado dentro de la vasta gama concebible de estructuras verbales hipotéticas. Como subconjunto ficcional decantado, lo real no es más que la ficción desplazada hasta uno de sus límites, aquel en que lo concebible cede imaginativamente ante el embrujo de lo inexorable


Las ficciones pueblan nuestro mundo. Para Frye son uno de los más ubicuos instrumentos de la creación mental. De manera más específica, en su modalidad narrativa constituye una de las tecnologías de la palabra más potentes para concebir las formas de la agencia humana y prefigurar el horizonte de lo social (Frye, 1971: 86). Así lo que puede encontrarse en Frye es un poderoso argumento para unir el horizonte de la ficción al contexto de la práxis, resaltando las relaciones entre fictio y factum, de manera que no sea el modelo de la duplicidad, la simulación y la degradación ontológica lo que se aúne a la consideración del vehículo ficcional, sino su carácter disposicional, de diseño e ideación.

La remisión es menos a fingere que a recuperar el sentido de modelado, escenificación, composición (contrive, concoct). En este punto la filosofía de la literatura de Frye es tanto una teoría del simbolismo, como una visión sinóptica de la cultura en pos de elaborar una teoria escénico-compositiva de la expresión verbal. En el camino de forjar tal teoría, se afirma aquí, Frye arriba a un concepto de ficción que rompe con la concepción oposicional, derivativa o meramente de andamiaje del concepto de ficción, para articular una concepción positiva y productiva de la misma, que explora las tensiones y consonancias irreductibles que se extienden ante el vasto espectro de lo que podemos concebir.

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https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11311


CARTOGRAFÍAS DE LA FICCIÓN

LA ESCRITURA CRÍTICA DE NORTHROP FRYE


CARTOGRAPHIES OF FICTION

Northrop Frye’s critical writing


CARTOGRAFIAS DA FICÇÃO

A escrita crítica de Northrop Frye


David Amezcua Gómez

(Universidad CEU San Pablo)

david.amezcuagomez@ceu.es


Recibido: 19/10/2020

Aprobado: 08/01/2021


RESUMEN


En el presente trabajo se abordan, en primer lugar, las líneas maestras que sustentan la concepción de la historia de la literatura occidental que subyacen a la teoría literaria de Northrop Frye. En este sentido, se ha tenido en cuenta la influencia decisiva que la interpretación tipológica de la Biblia tiene en la configuración de esa concepción histórica, lo que ha llevado a Frye a afirmar que las Escrituras constituyen un modelo para la lectura y estudio de la literatura. Por otro lado, proponemos acercarnos a la escritura crítica de Frye desde la perspectiva que nos ofrece la Retórica Cultural propuesta por Tomás Albaladejo. Consideramos que la perspectiva retórico-cultural nos permite llevar a cabo una fructífera relectura de su concepción de la crítica literaria como “a science as well as an art”. Por último, nos hemos ocupado del dispositivo retórico de la metáfora y de su inscripción en la crítica literaria de Northrop Frye, atendiendo a la noción de motor metafórico propuesta, igualmente, por Tomás Albaladejo.


Palabras clave: Northrop Frye. teoría de la ficción. interpretación tipológica. retórica cultural. motor metafórico.


ABSTRACT

This article deals with the axial lines that support Northrop Frye’s Western literature historical view. In this sense, the seminal influence of the Bible’s typological interpretation is taken into consideration. According to Frye, the Scriptures can be considered as a model for reading and studying literature. On the other hand, it is our intention to examine Frye’s critical writing from a Cultural-rhetoric approach in the terms proposed by Tomás



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Albaladejo. This approach permits a fruitful rereading of his polemical view of literature as “a science as well as an art.” Finally, we have paid heed to the rhetorical device of the metaphor and its presence in Northrop Frye’s literary criticism, also taking into account Tomás Albaladejo’s notion of the metaphorical engine.

Keywords: Northrop Frye. theories of fiction. typological interpretation. cultural rhetoric. metaphorical engine.


RESUMO


Neste trabalho, em primeiro lugar, abordam-se as linhas gerais que fundamentam a conceção da história da literatura ocidental e que estão subjacentes à teoria literária de Northrop Frye. Assim sendo, tem-se em consideração a influência decisiva que a interpretação tipológica da Bíblia tem na configuração dessa conceção histórica, o que leva Frye a afirmar que as Escrituras constituem um modelo para a leitura e estudo da literatura. Em segundo lugar, propomos abordar a escrita crítica de Frye a partir da perspetiva que nos oferece a Retórica Cultural proposta por Tomás Albaladejo. Consideramos que a perspetiva retórico-cultural nos permite realizar uma frutífera releitura da sua concepção da crítica literária como “a science as well as an art” (“uma ciência assim como uma arte”). Por último, ocupamo-nos do dispositivo retórico da metáfora e de sua presença na crítica literária de Northrop Frye, atendendo à noção de motor metafórico proposta, igualmente, por Tomás Albaladejo.


Palavras chaves: Northrop Frye. teorias da ficção. interpretação tipológica. retórica cultural. motor metafórico.


“La metáfora multiplica el mundo”

Ramón Gómez de la Serna


Introducción

Alumbrar una teoría de la ficción que permita cartografiar e interpretar fiel y rigurosamente el devenir de la historia de la literatura occidental y el azaroso deambular del relato que recorre dicho acontecer constituye, ciertamente, un esfuerzo prometeico al que el crítico canadiense Northrop Frye (1912-1991), a través de su productiva carrera como crítico literario, nunca fue ajeno. Dicha teoría se sustentó sobre una arquitectura colosal, jalonada por una serie de intuiciones magistrales y cosmogonías vertebradoras que impulsaron lo que, ya bien entrado el siglo XXI, sigue contemplándose como una de las cumbres de la crítica literaria del pasado siglo. La vocación abarcadora y comprehensiva del hecho literario y del universo en el que éste se despliega encuentra en su celebrada Anatomía de la crítica (1957) el emblema más representativo de un empeño titánico: esbozar los contornos de un mapa tentativo de la ficción occidental. Muy probablemente, el lector que se aventure a leer la Anatomy puede experimentar, desde las primeras páginas, que ante él se despliega la carta de navegación que le permitirá descifrar las fórmulas míticas y narrativas que subyacen a toda obra literaria. Tras más de sesenta años transcurridos desde la publicación del estudio más célebre de Northrop Frye, y a pesar de que críticos de renombre como Frank Lentricchia lo hayan relegado al papel de mera reliquia inservible (Denham, 2009: 20) o Terry Eagleton se llegara a cuestionar si todavía alguien lee al crítico canadiense (Denham, 2009: 17), Northrop Frye sigue suscitando un gran interés en el ámbito de los estudios de teoría de la literatura y literatura comparada. Aunque los contornos del mapa de la ficción por él trazado pueden haberse desdibujado hasta devenir en palimpsesto, nada de ello desvirtúa el valor del impulso decisivo que la crítica literaria recibió gracias a Frye, tal y como lo ilustra la siguiente afirmación: “la crítica es al arte lo que la historia es a la acción y la filosofía a la sabiduría: la imitación verbal de un poder humano productivo que en sí mismo no habla” (Frye, 1991: 26). De la misma manera en que Giambattista Vico proclamó a través de la doctrina del verum-factum, que el ser humano solo es capaz de conocer

cabalmente lo que puede hacer, en la medida en que nuestras percepciones son actos constructivos (Cayley, 1992: 5) otro tanto se podría afirmar sobre la relación entre literatura y crítica: si, al decir del crítico canadiense, “los poemas son tan silenciosos como las estatuas” (Frye, 1991: 17), entonces solo podremos desentrañar ese silencio poético y conocer la obra literaria en su plenitud haciendo crítica literaria. En otras palabras, solo al construir una teoría de la literatura como la que impulsó Northrop Frye a lo largo de su vida seremos capaces de comprender e interpretar plenamente el hecho y la historia literarios. En el presente trabajo analizaremos algunos de los ejes que vertebran su formidable teoría de la literatura. Por un lado, abordaremos la interpretación tipológica como impulsora de una visión de la historia de la literatura occidental que deviene, en última instancia, en un mythos o marco mitológico. Por otro lado, proponemos acercarnos a la escritura crítica de Frye desde la perspectiva de la Retórica cultural propuesta por Tomás Albaladejo, con el objeto de llevar a cabo una relectura de algunos de los postulados que sostienen su concepción de la crítica literaria. Finalmente, consideraremos la aportación decisiva del dispositivo retórico de la metáfora y su inscripción en la textura crítica de la obra de Northrop Frye.


La tipología como mythos: fundamentos para una historia de la literatura occidental.


En los márgenes de “The Laocoön”, uno de los muchos grabados que el poeta inglés William Blake realizó a lo largo de su vida, podemos encontrar uno de los aforismos que más haya podido influir a Northrop Frye en la configuración de su crítica literaria y que reza así: “The Old and New Testaments are the Great Code of Art” (cit. en Cayley, 1992: 31).1 Tal afirmación no solo inspiró al crítico canadiense para dar nombre a uno de sus estudios más fascinantes, The Great Code. The Bible and Literature (1982), sino que también pone de relieve el lugar que la Biblia, en tanto unidad imaginativa, ocupa en la poética de Frye. Para el crítico canadiense, siguiendo a Blake, la Biblia constituye una suerte de Carta Magna de la imaginación occidental (Cayley, 1992: 52): “a major element in our imaginative tradition” (Frye, 1982: xviii).2 Si contemplamos la obra de Frye como la búsqueda pertinaz (y el hallazgo) de un marco mitológico en el que inscribir la trama que recorre la historia de la literatura occidental, descubriremos que la Biblia ocupa un lugar central en ese marco mitológico primigenio por él perseguido cuyos mitos, metáforas, imágenes y una temporalidad propia se proyectan en el conjunto de lo que Frye denominó literatura secular. Al decir del propio Frye, The Great Code supone la culminación o consumación de una denodada búsqueda crítica, pues, como apunta el crítico en la introducción a esta obra: “In a sense all my critical work, beginning with a study of Blake published in 1947, and formulated ten years later in Anatomy of Criticism, has revolved around the Bible” (Frye, 1982: xiv).3 De acuerdo con estas palabras podemos interpretar que sus deslumbrantes Fearful Symmetry o Anatomy of Criticism constituirían una suerte de apuntes garabateados en los márgenes de un libro mucho más ambicioso, si cabe, que aquéllos.


Nos hemos referido anteriormente a una temporalidad específica de las Sagradas Escrituras que ha sido dilucidada gracias a una ciencia interpretativa a la que conocemos como interpretación tipológica o figural, a cuyo renacimiento e interés renovado contribuyó enormemente The Great Code (Cayley, 1992). Como estrategia interpretativa o exégesis bíblica aplicada inicialmente por los Padres de la Iglesia, esta manera de leer la Biblia trazaba una correspondencia fáctica entre los acontecimientos descritos en el Antiguo y el Nuevo Testamento de tal forma que la veracidad de los hechos acontecidos quedaba confirmada (Cayley, 1992: 179; Auerbach, 1998; cf. Amezcua Gómez, 2012). Frye explicaba de manera esclarecedora en qué consistía dicha estrategia en los siguientes términos: “How do we know that the Gospel story is true? Because it confirms the prophecies of the Old Testament. But how do we know that the Old Testament prophecies are true? Because they are confirmed by the Gospel Story


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1 “El Antiguo y el nuevo Testamento son el gran código del arte” (cit. en Cayley 1997: 30; trad. de Carlos Manzano). 2 “[…] un elemento importante de nuestra tradición imaginativa”. (Frye, 1988: 18; trad. de Elizabeth Casals).

  1. “En cierto modo, toda mi obra crítica, desde un estudio sobre Blake que publiqué en 1947 y que recogí diez años más tarde en Anatomy of Criticism, ha girado en torno a la Biblia” (Frye, 1988: 14; trad. de Elizabeth Casals).

    (Frye, 1982: 78).4 Sirva de ejemplo de esta manera de leer las Escrituras -entre otras muchas conexiones trazadas- la interpretación que se lleva a cabo de Moisés como figura o typos que anuncia la llegada de Cristo y éste último como el antitypos o consumación de Moisés como figura. Sin embargo, la aportación más decisiva de The Great Code es la de que, según Frye, ese entramado de conexiones fácticas entre el Antiguo y Nuevo Testamento tiene su correlato en los mitos, imágenes y metáforas que recorren las Sagradas Escrituras y afectaría, por tanto, a la textura simbólica y literaria que el crítico dice hallar en la Biblia (Amezcua Gómez, 2012).


    Frye sostiene que la tipología constituye un modo de pensar que sirve de fundamento a una concepción del devenir de la historia (Frye, 1982: 81). En lo que se refiere a la Biblia, la lectura tipológica o figural revela el sentido profundo de los hechos acontecidos en ella, así como la arquitectura sobre la que se sostienen. Como ha señalado Edward Said con enorme brillantez: “La interpretación figural adoptó como lugar de origen la palabra sagrada, o Logos, cuya encarnación en el mundo terrenal fue posible gracias a la figura de Cristo, un elemento central para, por así decirlo, organizar la experiencia y comprender la historia” (Said, 2006: 137). La Biblia posee, por tanto, una organización histórica propia y la interpretación tipológica actúa como una lente que nos permite dilucidar el diseño intrínseco de esa temporalidad distintivamente bíblica. Lo que podemos colegir de las palabras de Said se alinea, justamente, con las ideas todavía embrionarias que Northrop Frye exponía en torno a la cuestión de la forma y el sentido de la historia en un ensayo estudiantil titulado “The Augustinian Interpretation of History”, redactado hacia 1935 o 1936. En dicho ensayo, Frye reconocía el impulso decisivo de San Agustín en la creación de una filosofía de la historia, la cual se ve reforzada por la doctrina de la Encarnación: “The doctrine of the Incarnation is in itself a philosophy of history, as was recognized by the New Testament writers” (Denham, 1997: 197).5 A esta misma filosofía de la historia Frye la define como “a fundamentally aesthetic product” (Denham, 1997: 202)6, una afirmación que nos parece enormemente reveladora por el uso del adjetivo “aesthetic”, ya que sugiere una conexión con la manera de concebir la historia -en este caso, literaria- del filólogo alemán Erich Auerbach. De hecho, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1942), la obra fundamental de este autor, fue descrita por Fredric Jameson como “un ejemplo del intento de producir el concepto de la historia literaria” (White, 2005: 302), una afirmación que el historiador Hayden White matizó de manera magistral diciendo que ese “concepto en cuestión es peculiarmente estético” (White: 2005: 302). No es mera casualidad, por otro lado, que el autor de esta historia literaria peculiarmente estética fuese el mismo que alumbró el breve opúsculo Figura, esto es, uno de los estudios más rigurosos que se han escrito sobre el origen y la evolución del concepto de figura o typos. Igualmente, Figura describía la manera en que los Padres de la Iglesia reconfiguraron este concepto a través de la interpretación figural impulsando un modo de leer las Escrituras que pivota sobre dos polos: por un lado, una promesa encriptada (typos) en el Antiguo Testamento y, por otro, una consumación revelada (antitypos) en el Nuevo Testamento, las cuales darían cuenta del cumplimiento y veracidad de los hechos acontecidos en la Biblia. Decíamos que no es casual que Figura y Mimesis fueran escritos por la misma persona, pues la noción de figura (y la interpretación que conlleva) vendría a sostener el concepto de historia literaria desplegado en Mimesis entendido en los términos planteados por Hayden White. En otras palabras, como ha señalado Omar Murad, el concepto estético de historia literaria que White encuentra en Auerbach no remite a una reflexión sobre el objeto artístico sino “a la producción […] del concepto de ‘historia literaria’, la que se concibe de manera estética a partir del modelo de la figura y el cumplimiento” (Murad, 2016: 32). En este sentido, la consumación plena de este modelo en el devenir de la historia literaria puede leerse, pues, como un trasunto secular de la promesa cumplida que impulsa una lectura tipológica de la Biblia.


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  2. “¿Cómo sabemos que el relato del Evangelio es verdadero? Porque confirma las profecías del Antiguo Testamento. Pero, ¿cómo sabemos que las profecías del Antiguo Testamento son ciertas? Porque han sido confirmadas por el relato del Evangelio”. (Frye, 1988: 103; trad. de Elizabeth Casals).

5 En adelante ofreceré mi propia traducción de todas aquellas citas extraídas de obras que no han sido traducidas a la lengua española: “La doctrina de la Encarnación constituye en sí misma una filosofía de la historia, tal y como los propios autores del Nuevo Testamento reconocieron”; traducción propia.

6 “[…] un producto fundamentalmente estético”; traducción propia.

La cuestión que cabe plantear ahora es la siguiente: ¿qué promesa prevé cumplir la historia literaria desplegada en la Mimesis de Auerbach? La respuesta se halla cifrada en el título completo de esta obra, esto es, representar y comprehender de la manera más fiel y realista posible el acontecer literario de nuestra tradición cultural. El relato de ese acontecer deberá dar cuenta de cómo la literatura occidental zigzaguea o cómo se repliega y despliega en un impredecible azar que, sin embargo, parece regirse por esa suerte de promesa siempre pendiente de consumarse. De nuevo, Edward Said ha expresado certeramente aquello que Mimesis nos ofrece, esto es: “cómo la historia no solo avanza sino que también retrocede, consiguiendo adquirir con cada movimiento pendular entre épocas un mayor realismo, un ‘espesor’ más sustancial […] un grado de verdad superior” (Said, 2006: 129).


La interpretación tipológica o figural, como modo de pensar y concebir la historia, parece sostener el concepto de historia literaria desarrollado por Auerbach. El filólogo encuentra en ese modo de leer la Biblia el diseño narrativo que recorre soterradamente la historia de la literatura occidental o, si se prefiere, el marco mitológico en el que se inscribe el relato de esa historia. Esta noción de marco mitológico remite, inconfundiblemente, a Northrop Frye, quien lo definió en una entrevista en los siguientes términos: “an enormous number of things making sense that had been scattered and unrelated before” (Cayley, 1992: 47).7 De hecho, estas fueron las palabras que Frye empleó para describir la experiencia del hallazgo del marco mitológico que le reveló la lectura de la poesía de William Blake. La literatura occidental, desde ese momento, deja de ser para Frye un “piled of aggregate of ‘works’” (Frye, 1957: 17)8 pues en ella se puede apreciar una trama legible a través del mencionado marco mitológico. Al igual que el crítico canadiense concibe la Biblia como una unidad imaginativa con una trama coherente que comienza con la creación del Verbo y acaba con el Apocalipsis (Frye, 1982: xiii), también es posible leer la literatura occidental como un relato con un sentido y dinámica propios. La historia de esta literatura no es para Frye -como tampoco lo es para Auerbach- la crónica de una mera acumulación de obras apiladas, pues conforman, a su vez, una unidad imaginativa secular u orden verbal (order of words) insertado en un marco mitológico. Si la literatura de Occidente posee una trama organizada la crítica literaria se erigirá en la conciencia iluminadora de ese relato. Y de la misma manera en que hay orden en la ficción es posible construir una teoría coherente de la misma: “It is clear that criticism cannot be a systematic study unless there is a quality in literature which enables it to be so” (Frye, 1957: 17).9 Desde esta perspectiva, no es forzado trazar un paralelismo entre la interpretación tipológica y la crítica literaria que Frye defiende: si ambas son coherentes y sistemáticas lo son porque la Biblia y la literatura occidental pueden leerse como una unidad imaginativa, esto es, porque nos revelan un diseño mitológico coherente, con un principio y un final, al que le sigue un ricorso viqueano o renacer desde el origen.


Tal y como hemos señalado anteriormente, esta forma de leer la Biblia y la literatura occidental parece brotar de una filosofía de la historia a la que el crítico definía en su ensayo estudiantil sobre San Agustín como “fundamentally an aesthetic product”. Una concepción de la historia que busca relatar lo universal en la historia, esto es el mythos o, si se prefiere, la forma de la narrativa histórica (Frye, 1982: 72). Frye definía el mythos en el glosario que aparece al final de la Anatomy como “the narrative of a work of literature” (Frye, 1957: 366),10 una noción que, por extensión, le sirve para perfilar la forma y el sentido del entramado (emplotment) que recorre la historia de la literatura. Es, de esta manera, donde las respectivas concepciones de la historia literaria de Erich Auerbach y Northrop Frye parecen converger gracias a que la interpretación tipológica de la Biblia les proporciona a ambos un marco mitológico a partir del cual leer la literatura occidental. En The Great Code, Frye Frye distingue entre la Weltgeschichte (“la historia del mundo”) y la Heilgeschichte (“historia de los cielos”) y afirma que la Biblia está más interesada en esta clase de historia, en los siguientes términos: “In actual history or Weltgeschichte nothing repeats exactly: hence Heilgeschichte and Weltgeschichte can never coincide. Accurate history brings out differentiating and unique elements in every situation, and so blurs and


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7 “[…] adquirían sentido gran cantidad de cosas que antes habían estado dispersas e inconexas”. (Cayley, 1997: 39; trad. de Carlos Manzano).

8 “un agregado o cúmulo de obras” (Frye, 1991: 33; trad. de Edison Simons).

9 “Claro está que la crítica no puede ser un estudio sistemático, a menos que haya en la literatura una cualidad que le permita serlo” (Frye, 1991: 33; trad. de Edison Simons).

10 “Narración de una obra literaria” (Frye, 1991: 486; trad. de Edison Simons).

falsifies the point that Heilgeschichte is trying to make” (Frye, 1982: 48).11 Lo que la Heilgeschchichte pretende dilucidar es, en palabras de Frye: “the imaginative and the metahistorical elements” (Frye, 1982: 52)12 y la obra de Frye constituye, en este sentido, uno de los intentos más esforzados de elaborar la crónica metahistórica de la imaginación occidental, a través una particular historia cultural.

La legibilidad de la historia de la literatura occidental en estos términos y la construcción de la conciencia crítica que ilumina su unidad narrativa y verbal (order of words) han sido explicados con enorme clarividencia en uno de los momentos más deslumbradores, a nuestro juicio, del estudio The Secular Scripture (1976) a partir de un verso del poeta inglés Alexander Pope en el poema “An Essay on Man: Epistle I” del que hay dos versiones diferentes: “A mighty maze of walks without a plan” y “A mighty maze, but not without a plan” (Frye, 1976: 30).13 En la primera versión, el poderoso laberinto carente de plan describe, para el crítico canadiense, nuestra condición humana. Por otro lado, en la segunda versión ofrecida por Frye destaca que el mismo laberinto, sin dejar de ser imponente e inabarcable, no carece ni de plan ni de sentido porque todos los constructos y sistemas que creamos e impulsamos a través de la ciencia, la religión y el arte (a lo que, por qué no, podemos añadir la crítica literaria) poseen la función de dar sentido a esa condición humana caótica y laberíntica. En este sentido, hacer crítica literaria, para el crítico canadiense, implica crear un concepto de historia de la literatura e imbricarlo dentro de un marco mitológico que dé sentido a lo que de otra manera sería “a pile of aggregate of ‘works’” caótico, laberíntico y quizás ilegible. Indudablemente, el impulso que subyace a la escritura crítica de Frye y el mythos que en ella se despliega, brotan de una forma de concebir la historia literaria que, como en el caso de Auerbach, es deudora de la interpretación tipológica. En este sentido, como se ha intentado demostrar, el papel de la Biblia es crucial para el crítico canadiense, pues como afirmaba en el artículo “Literature, History, and Language”, publicado en 1979, en ella no solo encontramos una obra de indudable valor literario que en su conjunto constituye un Gran Código del arte, en línea con la afirmación de William Blake; antes bien, lo que las Sagradas Escrituras verdaderamente revelan para el crítico canadiense es “a kind of model for the reading and study of literature” (Frye, 1979: 1).14


La crítica literaria de Northrop Frye en el marco de la Retórica Cultural.


Una de las afirmaciones más poderosas y reveladoras que Frye esgrime en la Anatomy se encuentra en el cuarto ensayo de este estudio: “all structures in words are partly rhetorical, and hence literary, and […] the notion of a scientific or philosophical verbal structure free of rhetorical elements is an illusion” (Frye, 1957: 350).15 La reivindicación del carácter esencialmente retórico de cualquier estructura verbal y el reconocimiento de que toda construcción lingüística brota de un impulso o fondo literario e imaginativo constituye toda una declaración de principios cuya cifra precisa es expresada magistralmente en la frase, casi aforística, que cierra el último ensayo (“Rhetorical criticism”) de la Anatomy: “the nature and conditions of ratio, so far as ratio is verbal, are contained by oratio” (Frye, 1957: 337).16 Hay múltiples implicaciones latentes en estas dos citas, una de las cuales es el reconocimiento implícito de que las fronteras entre crítica literaria y literatura creativa se encuentran desdibujadas y que, por extensión, los vínculos entre los discursos científico y artístico son inextricables. Igualmente, ambas afirmaciones reconocen la naturaleza eminentemente retórica de cualquier discurso verbal y el fondo literario y cultural que lo impulsa. Lo cual nos permitiría considerar la posibilidad de aproximarnos a la crítica literaria de Frye desde la perspectiva de la Retórica Cultural propuesta por Tomás Albaladejo, cuyo objetivo central es dilucidar “el componente cultural de la Retórica y la función


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11 “En la historia real, o Weltgeschichte, nada se repite con exactitud: por eso el Heilgeschichte y el Weltgeschichte nunca pueden coincidir. La historia concreta extrae elementos distintivos y únicos de cada situación, por lo tanto empaña y falsifica aquello en lo que hace hincapié el Heilgeschichte”” (Frye, 1988: 74; trad. de Elizabeth Casals).

12 “[…] los elementos imaginativos y metahistóricos”. (Frye, 1988: 77; trad. de Elizabeth Casals).

13 Ofrecemos a continuación nuestra traducción de las dos versiones del poema de Alexander Pope a las que se refiere Northrop Frye: “Un majestuoso laberinto de senderos desprovisto de un plan” y “Un majestuoso laberinto de senderos, que no carece de un plan”.

14 “Una suerte de modelo para la lectura y el estudio de la literatura”; traducción propia.

15 “Todas las estructuras de palabras son parcialmente retóricas y, por ende, literarias, y […] la idea de una estructura verbal científica o filosófica, libre de elementos retóricos, es pura ilusión” (Frye, 1991: 461; trad. de Edison Simons).

16 “[…] la naturaleza y condiciones de la ratio, en la medida en que es verbal la ratio, están contenidas en la oratio” (Frye, 1991: 446; trad. de Edison Simons).

cultural de ésta” (Albaladejo, 2014: 296) en su dimensión perlocutiva de persuasión y de convicción (Albaladejo, 2014: 296). Pensamos, en este sentido, que una perspectiva retórico-cultural que responda a la necesidad de estudiar el discurso y la cultura a partir de sus componentes persuasivos (Chico Rico, 2015: 312; Gómez Alonso, 2017) puede ensanchar y enriquecer nuestra lectura y comprensión de la exuberante inventiva taxonómica, al decir de Geoffrey Hartman (Hartman, 1980: 85), de la escritura crítica de Northrop Frye.

Como muy bien ha señalado Francisco Chico Rico, el fundamento de la Retórica cultural se encuentra en el análisis interdiscursivo propuesto, igualmente, por Tomás Albaladejo (Albaladejo, 2005; 2007; 2008; Chico Rico, 2015; Gómez Alonso, 2017), esto es, en el estudio de las clases de discursos “tanto en el ámbito de los estudios literarios como en el de los estudios del lenguaje y la comunicación, sin excluir otros campos de conocimiento”, con el fin de buscar “rasgos de transversalidad interdiscursiva en todos ellos [esto es] de interdiscursividad” (Chico Rico, 2015: 314). Es gracias a esta interdiscursividad o transversalidad discursiva que podemos servirnos de la Retórica cultural para analizar y explicar la “culturalidad o condición cultural de los discursos retóricos y otros tipos de discursos como las obras literarias” (Albaladejo, 2014: 296). El interés de la Retórica cultural por el estudio del discurso, tanto literario como no literario, así como de la culturalidad de dichos discursos nos permite examinar la crítica de Frye desde una óptica inédita que hace posible, además, abordar una tensión sin resolver en su obra basada en lo que John Ayre, biógrafo del crítico canadiense definía como “Frye’s later obstinate equation of criticism and fiction and poetry” (Ayre, 1989: 169).17 Esta obstinada equiparación entre crítica y literatura quedaba ya patente en la controvertida pregunta que Frye plantea en la Introducción Polémica de la Anatomy: “What if criticism is a science as well as an art?” (Frye, 1957: 7).18 Y es que, como el crítico canadiense afirmaría hacia el final de su vida, para él la creatividad era “an attribute of a writer’s mind and not of the genres he happens to be working in” (Frye, 2008: 12).19 Esta cualidad literaria de su escritura no ha pasado desapercibida entre autores como Margaret Atwood para quien su obra ocupaba “its place easily within the body of literature itself” (Denham, 1991: 4)20 o críticos literarios como Frank Kermode, que definía la crítica de Frye como “a work of criticism which has turned into literature” (Denham, 2009: 16).21

Por tanto, según Frye, la crítica podía ser tanto científica como artística o creativa y, como cualquier otro constructo verbal, esencialmente retórica y literaria (Frye, 1957: 350), lo cual quizás refuerza aún más la condición cultural de la escritura de Frye. Siguiendo esta argumentación resulta ciertamente difícil delimitar el estatuto genérico de su crítica literaria, habida cuenta de que, como parte de su innegable culturalidad, el origen de muchas de las formulaciones teóricas que Frye desarrolló en el conjunto de su obra proceden de la propia literatura (Ayre, 1989: 91-2; Amezcua Gómez, 2013: 283); sirvan de ejemplo pertinente el verso de Alexander Pope que citábamos anteriormente o la obra artística de William Blake. Sin embargo, esa tensión irresoluble entre escritura crítica y escritura creativa o literaria, de la que indudablemente nace esa “taxonomic inventiveness” que aprecia Hartman, se torna fructífera y puede ser, en nuestra opinión, certeramente abordada desde una perspectiva retórico-cultural.

La culturalidad de la escritura de Frye desde la perspectiva que proponemos queda evidenciada por la deuda manifiesta que el crítico mantiene con los diversos autores, poetas, filósofos e historiadores cuyas formulaciones teóricas han inspirado y dado forma a las líneas maestras que recorren la arquitectura del crítico canadiense. Pensemos, por citar los ejemplos más destacados, en el poeta William Blake, la metáfora orgánica que articula la visión de la historia occidental de Oswald Spengler, el principio del significado polisemo de Dante, que sirve de base al segundo ensayo de la Anatomy, la sátira menipea de Robert Burton de la que da buena cuenta su Anatomy of Melancholy, los corsi e ricorsi de Giambattista Vico, o incluso la propia Biblia, cuya escritura tipológica modela la propia visión y lectura de la literatura occidental llevada a cabo por Frye, como hemos señalado en el epígrafe anterior. En este sentido, la


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17 “La pertinaz equiparación que Frye establecía entre la crítica literaria y la ficción y la poesía”; traducción propia.

18 “¿Y qué si la crítica fuera tanto una ciencia como un arte?” (Frye, 1991: 21; trad. de Edison Simons). 19 “[…] una cualidad de la mente del escritor y no de los géneros en los que trabaja”; traducción propia. 20 “[…] un claro lugar en el propio corpus de la creación literaria”; traducción propia.

21 “[…] una obra de crítica literaria que ha llegado a alcanzar el estatus de literatura”; traducción propia.

crítica de Frye amalgama una serie de formulaciones teóricas y una terminología, procedentes tanto de discursos literarios como no literarios, que se integran en el conjunto de su obra. Podemos afirmar, que el gran relato o narración (mythos) de la literatura occidental que la crítica literaria de Frye escribe coexiste y cohabita con una constelación o galaxia de discursos de los que su propia escritura se nutre. Las referencias literarias, filosóficas, teológicas o históricas se encuentran radicadas en la cultura entendida como la “suma de los valores, las creencias y las estimaciones de una sociedad” (Chico Rico, 2015: 312) y como tales recorren transversalmente la escritura de Frye: esto es, una crítica literaria que pretende ser, a la vez, ciencia y arte y que, como hemos mostrado anteriormente, se inscribe dentro de un marco mitológico que deviene en última instancia en un mythos. De nuevo, nos gustaría retomar la hipótesis del orden verbal y narrativo de la ficción que posibilita una teoría coherente y organizada sobre la literatura, es decir, la crítica que Frye tiene en mente. El crítico canadiense suscribe una sugerente observación de Lévi-Strauss que aquél plantea en la introducción a The Great Code en los siguientes términos: “Literature continues in society the tradition of myth-making, and myth-making has a quality that Lévi-Strauss calls bricolage, a putting together of bits and pieces out of whatever comes to hand” (Frye, 1982: xii).22 En este sentido, Frye añadía que para él la Biblia constituye, precisamente, “a work of bricolage” (Frye, 1982: xxi). En la medida en que las Escrituras revelan a Frye un modelo de lectura de la literatura occidental, y ésta comparte con la Biblia, según el crítico, la condición de “obra de bricolage”, no resulta forzado plantear que la crítica literaria de Frye participa, también, de esta misma cualidad. En este sentido, la textura del marco mitológico en el que se inscribe la obra de Frye, integraría también en su diseño narrativo una galaxia de discursos literarios y no literarios que configuran el mosaico definitivo de su escritura.

Si el estatuto genérico de la escritura de Frye sigue estando desdibujado, sí que creemos que leer su obra desde un enfoque retórico-cultural nos permite dilucidar su crítica desde una perspectiva más anchurosa. En otras palabras, la Retórica cultural nos permite señalar e identificar la galaxia de discursos que configura la crítica de Frye y su condición cultural. Desde esta perspectiva retórico-cultural la dimensión perlocutiva de persuasión y convicción del concepto de crítica literaria que defiende Frye encontraría, quizás, la cifra más precisa de su expresión al final de la Anatomy: “Some such activity as this of reforging the broken links between creation and knowledge, art and science, myth and concept, is what I envisage for criticism” (Frye, 1957: 354).23 Justamente, en su escritura -crítica y/o literaria- cristaliza ese deseo de volver a forjar los lazos rotos que acaso unieran alguna vez creación y conocimiento, arte y ciencia y mito y concepto (Amezcua Gómez, 2013: 290). Es difícil, en este punto, no relacionar esta concepción de la crítica con la etapa del lenguaje a la que Frye, siguiendo los planteamientos de Giambattista Vico, denomina fase jeroglífica o metafórica.

Por consiguiente, una teoría de la ficción como la que propone Frye pretende establecer un diálogo fructífero entre la literatura y la ciencia que difumina las fronteras que separan ambos discursos. En este sentido, este diálogo se ve reforzado por el dispositivo retórico de la metáfora que, por su capacidad de indagación en el lenguaje, se revela como una fundamental “vía para el conocimiento de la obra literaria, del discurso retórico […] pero también para el conocimiento del mundo y del propio ser humano" (Albaladejo, 2019: 560). De hecho, el propio Frye reconocía, en una entrevista realizada por Deanne Bogdan, el lugar privilegiado que la metáfora ocupa en su escritura cuando afirmaba que: “A critic works mainly with the left half of his brain. That was the way I always worked. And I used to steal metaphors from the right-hand side of the brain” (O’Grady, 2007: 801)24, esto es, las metáforas que recorren su escritura proceden, según el crítico, de la parte del cerebro en la que residen nuestras capacidades creativas. Frye no fue ajeno a la influencia que tuvo Ernst Cassirer en los años 50 del pasado siglo en relación a la idea de que la metáfora impregnaba e informaba cualquier tipo de discurso (Hamilton, 1990: 271). En este sentido, debemos tener presente el poder heurístico de la metáfora y el lugar central que ocupa este dispositivo en la Retórica pues, como ha señalado David Pujante en su Manual de Retórica:


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22 “La literatura continúa en la sociedad la tradición de la invención de mitos; ésta posee una cualidad que Lévi-Strauss denomina bricolage,

la capacidad de unir pequeños retazos de cualquier cosa de que se disponga” (Frye, 1991: 21; trad. de Elizabeth Casals).

23 “Una actividad de este género, que consiste en volver a fraguar los eslabones rotos entre la creación y el conocimiento, el arte y la ciencia,

el mito y el concepto, es lo que contemplo con respecto a la crítica” (Frye, 1991: 467; trad. de Edison Simons).

24 “Un crítico literario trabaja fundamentalmente con el hemisferio izquierdo de su cerebro. Esta es la forma en la que siempre he trabajado.

De igual modo, siempre me he servido de las metáforas que hurtaba al hemisferio derecho de mi cerebro”; traducción propia.

“la metáfora es el modo expresivo por excelencia del mecanismo de conocimiento retórico” (Pujante, 2003: 206). Recuperando las palabras de Frye sobre el carácter eminentemente retórico de toda estructura verbal y reconociendo el lugar central que la metáfora ocupa en la Retórica y en la dimensión cultural de ésta (Albaladejo, 2019: 575) resulta pertinente referirse al papel decisivo de este dispositivo retórico en la escritura de Frye. Para el crítico canadiense ningún discurso verbal es impermeable a la retórica y la propia metáfora se revela como motor de la argumentación lógica implícita a cualquiera de estos discursos. La metáfora no funciona para Frye como un mero ornamento del lenguaje: “Think rhetorically, to visualize (…) abstractions, to subordinate logic and sequence to the insights of metaphor and simile, to realize that figures of speech are not ornaments of language, but the elements of both language and thought” (Frye, 1970: 93-94).25

La metáfora se revelaría, pues, como una de las vías más poderosas de indagación de la expresión retórica a la que la lógica de cualquier argumentación se encuentra subordinada: una suerte de umbral que abre una vía para el conocimiento más preciso del mundo y del ser humano (Albaladejo, 2019: 560). Resulta pertinente, en este punto, observar el uso revelador del término “insight” en la cita que acabamos de ofrecer pues, precisamente, la honda percepción que el hallazgo de una metáfora proporciona conecta con la siguiente afirmación que describe certeramente la crítica del autor canadiense: “The generation of thought from insight rather than analysis was typical of Frye” (Cayley, 1992: 7).26 Esta generación del pensamiento a partir de una percepción inspirada (insight) se aprecia claramente en las famosas intuiciones fundamentales que según Frye han forjado su pensamiento crítico y a las que él se ha referido como epifanías de Edmonton y Toronto (Ayre, 1989; Cayley, 1992). La primera de ellas tuvo lugar leyendo Der Untergang des Abenlanden (1918) del filósofo alemán Oswald Spengler, y Frye la describió como “A vision rather than a theory or a philosophy, and a vision of haunting imaginative power” (Ayre, 1989: 65).27 Tanto el término insight como el de vision interaccionan semánticamente entre sí y dan cuenta de los mecanismos de la imaginación con los que Frye alumbra esas metáforas que permiten restaurar, a través de su escritura, esos vínculos rotos que separan la literatura de la ciencia. Así, la visión de la decadencia de la historia de occidente propuesta por Spengler le proporciona a Frye la metáfora orgánica con la que el crítico canadiense da forma a su propia teoría sobre la historia cultural en el primer ensayo de la Anatomy, si bien Frye concibe el devenir de la historia como un “cultural aging” o (envejecimiento cultural), huyendo así de las connotaciones negativas del término “decline” (decadencia) (Frye, 1991b: 113), y dejando vía libre a un ricorso viqueano que le aleja de la visión pesimista de la historia de Spengler (Warkentin, 2006). De esta manera, cuando consideramos la metáfora orgánica que organiza la historia cultural desplegada en el primer ensayo de la Anatomy, encontramos un ejemplo del poder heurístico de ésta en tanto vehículo o vía de conocimiento con capacidad para vislumbrar y bosquejar los contornos de una teoría. Dicha historia cultural se inscribe necesariamente dentro de un marco mitológico, el revelado por la lectura de la poesía de William Blake durante lo que se conoce como la epifanía de Toronto. Un marco mitológico que, como ya se ha abordado en el anterior epígrafe, gravita en torno a la Biblia y, en la medida en que arraiga en una determinada sociedad, contribuye a crear la historia cultural que Frye relata en el primer ensayo de la Anatomy of Criticism (Frye, 1982: 34).

Hemos señalado el lugar central que ocupa la metáfora en la Retórica y la dimensión cultural de ésta, siendo aquélla un componente fundamental de la Retórica Cultural (Albaladejo, 2019: 575). Como bien ha señalado Albaladejo, este dispositivo retórico “se sitúa en una privilegiada posición interdiscursiva en el ámbito de los géneros literarios y las clases discursivas, pero también en el ámbito de las relaciones interdiscursivas” (Albaladejo, 2016: 55). Precisamente, es esta ubicación interdiscursiva de la metáfora la que permite que ésta arraigue en la escritura de Frye, en el empeño del crítico de crear un espacio que acrisole los discursos científico y literario. En el caso de la obra de Spengler citada podemos comprobar cómo la metáfora orgánica que sostiene su visión de la historia de occidente - vinculada ésta a una



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25 “Pensar desde la retórica, visualizar [...] abstracciones, subordinar la lógica a las capacidades perceptivas de la metáfora y el símil, cobrar

consciencia de que las figuras del discurso no son meros ornamentos del lenguaje, sino los elementos fundacionales del lenguaje y el pensamiento”; traducción propia.

26 “La generación del pensamiento a partir de la inspiración y no del análisis era típica de Frye” (Cayley, 1997: 15; trad. de Carlos Manzano). 27 “Más que una teoría filosófica [ofrece] una visión de un poder imaginativo inquietante”; traducción propia.

culturalidad específica- se integra en el entramado crítico del primer ensayo de la Anatomy en virtud de esa capacidad que tiene este dispositivo retórico de proyectarse interdiscursivamente. La activación de esta metáfora y su posterior proyección en la teoría de la historia cultural propuesta por Frye, surge a partir de la epifanía visionaria de Edmonton referida anteriormente. El hallazgo de dicha metáfora y su posterior activación e inserción en la crítica de Frye se puede explicitar cabalmente a partir de la noción de motor metafórico propuesta por Tomás Albaladejo, que define en los siguientes términos:

El motor metafórico impulsa y conduce la generación de la metáfora y la sostiene comunicativamente en su instauración textual y en su proyección hacia la instancia receptora, sobre la cual actúa perlocutivamente para que sea identificada como metáfora e interpretada en el proceso de recepción (Albaladejo, 2016: 23).


Dicho de otro modo, la activación del motor metafórico por parte de un autor -y en general de todo productor lingüístico- cristaliza en la construcción de una metáfora que se proyecta comunicativamente en su plasmación textual para ser percibida de manera equilibrada por la instancia receptora (Albaladejo, 2019: 568). En este sentido, dadas la dimensión interdiscursiva y cultural de la metáfora podemos elucidar la proyección e inscripción de ésta en la escritura crítica de Northrop Frye. Este dispositivo retórico da muestras, así, de su capacidad de indagación y conecta, a su vez, con el verum-factum viqueano en la medida en la que una percepción visionaria como la descrita por Frye deviene en un acto constructivo que cristaliza, en el caso tratado, en el primer ensayo de la Anatomy así como en la visión de la historia cultural de Frye.


Conclusiones


En el presente trabajo hemos abordado la teoría literaria de Northrop Frye prestando especial atención, en primer lugar, a la aportación decisiva de la Biblia como unidad imaginativa y marco mitológico en el diseño arquitectónico que sostiene su escritura crítica. De esta manera, hemos señalado cómo la interpretación tipológica o figural impulsa las líneas maestras de sus formulaciones teóricas y da cuenta fiel de su concepción del devenir de la historia. La Biblia se erige, así, en una suerte de modelo para la lectura y el estudio de la literatura occidental. Por otro lado, hemos querido acercarnos a la crítica literaria de Frye desde la perspectiva de la Retórica Cultural propuesta por Tomás Albaladejo con el objeto de ensanchar nuestra comprensión de una escritura que se encuentra impulsada por una tensión fructífera sin resolver que lleva al propio Frye a afirmar que su crítica puede ser considerada tanto científica como artística o creativa. Si bien el estatuto genérico de su escritura crítica puede ser difícil de determinar, pensamos que la perspectiva retórico-cultural nos permite contemplarla como un gran mosaico retórico en el que convive una galaxia de discursos radicados en la cultura que, en última instancia, confluyen en ese mythos o narración primigenia de la historia de la literatura que pretende ser su escritura crítica. Para reforzar los desdibujados vínculos entre los discursos de la ciencia y la literatura, hemos señalado el valor de la metáfora como vía de indagación y conocimiento que contribuye a trazar los puentes que unen las orillas de cada uno de aquellos discursos. En este sentido, nos hemos referido a la metáfora orgánica que articula la historia de occidente de Spengler y a la inscripción de ésta en la concepción de la historia cultural que Frye desarrolla en el primer ensayo de la Anatomy. Para dar cuenta del alumbramiento y posterior activación de dicha metáfora, nos hemos servido de la noción de motor metafórico entendido como impulsor y conductor de la creación metafórica hasta que ésta cristaliza (Albaladejo, 2016: 55). Es precisamente en virtud de la dimensión interdiscursiva y cultural del dispositivo retórico de la metáfora, que podemos dilucidar el valor y la funcionalidad decisivos de este tropo en la configuración de la escritura crítica de Northrop Frye.


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SOBRE PROMESAS Y CUMPLIMIENTOS

¿CUÁLES SON LAS PROMESAS QUE ANIDAN EN LAS FIGURACIONES MODERNISTAS?


ON PROMISES AND FULFILLMENTS

Which are the promises that dwell in the modernists figurations?


SOBRE PROMESSAS E CUMPRIMENTOS

Quais são as promessas que se abrigam nas figurações modernistas?


Omar Alejandro Murad

(Universidad Nacional de Mar del Plata)

muradoma@gmail.com


Recibido: 24/12/2020

Aprobado: 08/01/2021


RESUMEN

En este trabajo nos proponemos revisitar la ficción de la figuración a partir de la apropiación que hizo de ella Hayden White en sus trabajos sobre la escritura historia, la narrativa y la representación de pasado. En particular, analizaremos el símil de la promesa utilizado por White para caracterizar la figuración en general y el uso de la interpretación figural por parte de Erich Auerbach y del modernismo literario en particular. Sugeriremos que White lee que esta ficción es utilizada en la historia de la literatura occidental para representar la realidad según la lógica de la promesa hasta que en el denominado “estilo modernista” la figuración se presenta como la promesa de una promesa, como la posibilidad de una figura. Esta sugerencia se completa con la idea de que en el uso de la interpretación figural asistimos a un paulatino agenciamiento de la capacidad humana de figurar, que va desde el punto de vista del “ojo de Dios”, hasta la autoconciencia poética sobre las posibilidades figurativas que anidan en un momento cualquiera.


Palabras clave: promesa. figuración. modernismo. historia.


ABSTRACT

In this work, we propose to revisit the fiction of figuration based on Hayden White’s appropriation of it in his works on the writing of history, narrative, and the representation of the past. We will analyze the simile of White’s promise to characterize figuration in general and the use of figural interpretation by Erich Auerbach and literary modernism in particular. We will suggest that White reads that this type of fiction is used in Western literature to represent reality according to the logic of promise. When the so-called “modernist style” appears, figuration is presented as the promise of a promise, as the possibility of a figure. This suggestion is completed with the idea that we are witnessing a gradual agency of the human capacity to figure in figural interpretation. This agency goes from the point of view of the “eye of God” to poetic self-awareness about figurative possibilities that dwell at any time.

Keywords: promise. figuration. modernism. history.


RESUMO

Neste trabalho, propomos revisitar a ficção da figuração a partir da apropriação que Hayden White dela fez em suas obras sobre a escrita da história, narrativa e representação do passado. Analisaremos o símile da promessa usado por White para caracterizar a figuração em geral, e o uso da interpretação figural por Erich Auerbach e o modernismo literário em particular. Vamos sugerir que White entende que esta ficção é usada na história da literatura ocidental para representar a realidade de acordo com a lógica da promessa até que no chamado "estilo modernista" a figuração seja apresentada como a promessa de uma promessa, como a possibilidade de uma figura. Essa sugestão é acompanhada da ideia de que no uso da interpretação figural assistimos a um gradual agenciamento da capacidade humana de figura, que vai do ponto de vista do “olho de Deus” à autoconsciência poética sobre as possibilidades figurativas que se abrigam em um momento qualquer.


Palavras-chave: promessa. figuração. modernismo. história.


Introducción

La interpretación figural es uno de los elementos que necesariamente tiene que estar presente en toda aproximación histórica a la realidad, tal y como lo demostró Erich Auerbach en su ensayo Figura. Este tipo de interpretación se distingue de la alegoría tanto como se distingue de un ritual que actualiza un arquetipo o un símbolo; a diferencia de la alegoría la interpretación figural no reenvía a otro plano de lectura, moralizante, que corre en paralelo a lo interpretado. Tampoco inviste lo particular bajo un símbolo o arquetipo que borra las huellas de su singularidad y lo dota de propiedades ahistóricas, como es el caso de los símbolos jurídicos, las divisas heráldicas, los escudos de armas o las insignias. La interpretación figural es, más bien, una relación entre dos singularidades espacio-temporalmente situadas que se conectan a partir de la relación anuncio o prefiguración y cumplimiento o consumación. Cada una tomada por separado está incompleta y requiere de la otra para su realización plena, que se da, justamente, en el seno de la historia.


La matriz de la que emerge la interpretación figural es teológica y sirve para interpretar los signos de la palabra divina tanto en las Sagradas Escrituras como en el mundo. El modelo de la interpretación figural es, pues, la promesa que anida en la palabra de Dios. Como toda promesa, su esquema supone que ésta recién se consuma cuando se cumple, i.e., de manera diferida a su proferencia. Ahora bien, no es lo mismo figurar el fin de los tiempos, la presentación de la realidad, el progreso de la humanidad o la plenitud de un momento cualquiera. Lo que cambia en cada caso es el marco interpretativo que supone cada una de estas promesas. Y, por supuesto, también cambia la consumación que puede esperarse de cada una de ellas.


En este trabajo nos proponemos revisitar la ficción de la figuración a partir de la apropiación que hizo de ella Hayden White en sus trabajos sobre la escritura de la historia, la narrativa y la representación de pasado. En particular, analizaremos el símil de la promesa utilizado por White para caracterizar la figuración en general y el uso de la interpretación figural por parte de Erich Auerbach y del modernismo literario en particular. Sostendremos que White lee que esta ficción es utilizada en la historia de la literatura occidental para representar la realidad según la lógica de la promesa hasta que en el denominado “estilo modernista” la figuración se presenta como la promesa de una promesa, como la posibilidad de una figura. Nuestra sugerencia se completa con la idea de que en el uso de la interpretación figural asistimos a un paulatino agenciamiento de la capacidad humana de figurar, que va desde el punto de vista del “ojo de Dios”, hasta la autoconciencia poética sobre las posibilidades figurativas que anidan en un momento cualquiera. Este artículo se divide en tres partes. En la primera, elucidaremos la noción de ficción utilizada por Hayden White en sus trabajos y la relacionaremos con su uso de los conceptos

de “figuración” y “narración” estrechamente vinculados entre sí. En la segunda parte concentraremos nuestra atención en el concepto de figuración desde su procedencia teológica hasta su uso en la historiografía. Nuestro objetivo aquí será señalar que la figuración es constitutiva de la historiografía y de su particular uso de la causalidad en la explicación histórica, de modo que dicha procedencia teológica no representa una objeción en contra de su capacidad explicativa. Finalmente, en el tercer apartado nos ocuparemos de la figuración modernista y pondremos el foco en el paulatino agenciamiento en el uso de esta ficción por parte de los agentes históricos, tanto para relacionar eventos y acciones distantes en el tiempo, como para relacionar constelaciones culturales diversas, con el fin de establecer vínculos entre generaciones y definir identidades singulares y colectivas. Nuestro derrotero nos llevará de la promesa que anida en el “ojo de Dios” hasta la consideración de la figuración como la posibilidad de una promesa que anida en un momento cualquiera, pasando por su utilización en la filosofía especulativa de la historia de Kant. En este recorrido, las propiedades vinculantes de la promesa se desplazarán de la omnipotencia divina hasta la humana capacidad de imaginar.


La ficción de la figuración en Hayden White


La teoría de la ficción ha estado presente en la obra de Hayden White desde sus primeras reflexiones en torno a la escritura de la historia, hasta sus últimos trabajos sobre el uso práctico del pasado. En todos sus libros el término ocupa un lugar destacado y aparece ligado a sus conceptos más pregnantes: emplotment, tropes, narrativization, figural realism, practical past, por mencionar solo algunos. Si se lee con atención, es posible derivar todos estos conceptos de una concepción más o menos estable de la ficción que podríamos resumir parafraseando el título de uno de sus más famosos ensayos: el texto histórico es un artefacto literario. En esta breve pero concisa enunciación hallamos los elementos distintivos del uso del término “ficción” en el contexto de la escritura de la historia. El término clave aquí podría ser “artefacto”, que no debe ser confundido con “artificio” en el sentido de algo fingido, de una afectación que se riñe con lo real, sino en su sentido pleno de algo que es construido, elaborado según ciertas reglas o convenciones. Es cierto que todos estos términos están relacionados y es fácil deslizarse desde el espacio semántico de lo construido por medios artísticos, hacia aquello que se opone a la naturaleza o, más simplemente, a lo real. Después de todo, el término “ficción” proviene del latín fictum, participio perfecto del verbo fingo que significa tanto “formar” como “imaginar”. Pero es preciso abstenerse de las fáciles dicotomías si pretendemos capturar el sentido de la ficción en el pensamiento de White.


Una de las principales tesis de White consiste en señalar el hecho bastante obvio de que tanto la literatura como la historia comparten un mismo acervo de recursos imaginativos que son utilizados para componer sus respectivos relatos.1 Estos recursos imaginativos abrevan en última instancia en el mito y emparentan a la representación del pasado con aquello que el sentido común señala como lo más alejado de lo real. Hace ya al menos dos siglos y medio que el término griego mythos designa a un relato falso desde que fuera objeto de la crítica de los filósofos, es decir, se utiliza el término para designar lo que no refiere a “lo que es” o a “lo real”. Pero, como es bien sabido, entre sus varias acepciones también se encuentra la de “narrativa” o “relato”. Siguiendo a Northrop Frye y Erich Auerbach, desde muy temprano White señaló que la ficción de la que se nutre por igual la literatura y la historia, así como cualquier otra representación de las acciones humanas, puede ser analizada en sus elementos constitutivos considerando su poética. Aquí el término “poética” recupera el sentido que Aristóteles le dio al término en su conocida obra, algo así como el arte de construir narraciones.


La justificación del análisis poético de la escritura de la historia, y de la representación de las acciones humanas en general, viene dado porque la narrativa es productora de conocimiento sobre el mundo vivido, un tipo de conocimiento que no puede hallarse en los documentos y otros vestigios del pasado.



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1 Un estudio detallado y actualizado de este punto puede hallarse en Doran (2011). Para una evaluación crítica de la teoría del discurso historiográfico de White ver Lavagnino (2014).

La narrativa a través de la trama (mythos)2 y de la argumentación (dianoia), dos de sus funciones inescindibles, introduce un orden convencional que organiza la experiencia (o en el caso de la historia el registro del pasado o archivo) que puede ser fácilmente identificado y comprendido por el público, sea este un historiador profesional o no.3 El hecho de que esta operación ficcional productora de significado y conocimiento sobre el mundo pueda versar sobre eventos y acciones completamente inventados, en el sentido de que nunca ocurrieron, no invalida de ninguna manera que también puedan versar sobre eventos y acciones que efectivamente ocurrieron. Lo que no puede suceder, sin embargo, es que una representación histórica esté exenta de la composición de un relato.4 Esta actividad compositiva, artística o creativa en sentido pleno, es constitutiva del conocimiento histórico y sitúa el papel de la ficción en un plano que no solo no la opone a lo real, sino que la convierte en la vía regía para dar cuenta del mundo vivido.


Ahora bien, para White la narrativa siempre estuvo ligada a la figuración y ésta, en última instancia, no es otra cosa que una ficción, como señala Robert Doran, “Fictionality”(…) is simply another name for figuration” (2013:21).5 La manera en que la figuración se relaciona con la narrativa y la historia ha sido tratada por White en muchos trabajos, aunque en general en ellos nos encontramos con ensayos que o bien enfatizan la figuración proyectada históricamente en el sentido que recuperaremos en los próximos apartados, o bien consideran a la figuración en su capacidad compositiva, tal y como aparece, por ejemplo, en Metahistoria.6 Una excepción la encontramos en uno de sus últimos trabajos publicados History as Fullfillment (2013) del que nos permitiremos transcribir un extenso fragmento:


Para la narración no hay reglas similares a las reglas para la evidencia (a menos que sea admitido, como yo creo, que las reglas para procesar materiales históricos con el fin de constituirlos como datos relevantes de una causa dada son tan convencionales, y por eso tan socialmente específicos, como las reglas de la narración). Y esto es porque la narración requiere que agentes históricos, eventos, instituciones y procesos sean, no tanto conceptualizados, como enfigurados (mise en figure) de una manera doble. Primero, estos deben ser imaginados como clases de personajes, eventos, escenas, reunidos en relatos -fabulas, mitos, rituales, épicas, romances, novelas y obras de teatro. Y segundo, ellos deben ser tropologizados como teniendo relaciones de uno a otro, de la clase reunida en estructuras de trama de relatos de tipo genérico, tales como épica, romance, tragedia, comedia y farsa. La descripción de entidades pasadas como figuras de relatos localizados en tiempos y lugares específicos produce el tipo de crónica de la representación histórica. La dotación de estas figuras con funciones de trama dota a la trayectoria de sus cursos de vida con significado de trama. El significado de trama es una manera de construir procesos históricos en el modo de un sino o destino considerado, no como una instancia de causalidad mecánica o teleológica, sino como dependiente de la interacción del libre albedrio (elecciones, motivos, intenciones), por un lado, y límites históricamente específicos impuestos sobre el ejercicio del libre albedrio, por el otro. El cumplimiento (Erfüllung) es comprendido como una exfoliación de todas las posibilidades de la acción contenidas en la “situación” (el contexto enfigurado como una escena de acción posible). La enfiguración de agentes, agencias, acciones, eventos, y escenas como elementos de un conflicto dramático y de sus resoluciones (como victorias o derrotas) es el medio por el cual son construidas las interpretaciones narrativas de los procesos históricos. Entramado (mise en intrigue) es el medio por el cual un conjunto de eventos específicos, inicialmente descripto como una secuencia, es des-secuencializado y es revelado como una secuencia de equivalencias – en la cuales los eventos anteriores en la cadena son mostrados como


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2 Este es un segundo significado técnico del término mythos; de manera que mythos designa a la narrativa o relato en general y también a la trama de dicho relato. La referencia obligada para analizar las relaciones entre mythos y dianoia (a las que siguiendo a Aristóteles el autor le agrega el ethos) es la Anatomía de la crítica de Northrop Frye, especialmente el último ensayo (Frye: 1991).

3 En una vena similar, Nancy Partner sostiene que la ficción narrativa implica tanto una trama como una argumentación que funge como un proceso racional apto para la explicación histórica (2013: 495-507).

4 Un detallado análisis sobre esta cuestión puede hallarse en Kellner (1989). Y Kuukkanen (2019) recoge una argumentación actualizada contra las tesis narrativistas.

5 “Ficción” (…) “es simplemente otro nombre para figuración”.

6 En Metahistoria White la narrativa depende en última instancia de los tropos o giros del lenguaje cuya capacidad organizativa consiste en delimitar un campo de relaciones posibles a partir de diversos protocolos lingüísticos: la semejanza en el caso de la metáfora, la contigüidad y la reducción en la metonimia, la integración de la parte al todo en la sinécdoque y la negación en la ironía (White, 2010: 13- 50). En el caso de la historia, los tropos prefiguran el espacio dentro del cual se constituirán los objetos de conocimiento. Robert Doran distingue la figuración proyectiva de la figuración compositiva, pero creemos que, si bien la distinción sirve para organizar algunos de los textos de White, la misma no se sostiene en virtud de la función que nuestro autor ha revindicado siempre para la figuración producida por la escritura de la historia, i.e., la narrativa, que es siempre tanto compositiva como proyectiva (Doran, 2013: 22).

anticipaciones, precursores o prototipos de los últimos, instanciaciones más completamente realizadas de los mismos (White, 2013: 42-43. Traducción propia. Destacados del original).7


Los dos momentos principales de la actividad imaginativa orientada a la producción de ficciones históricas capaces de dotar de significado a la acción y de orientar la praxis son el enfigurado (mise en figure) y el entramado (mise en intrigue). Estos dos momentos de la ficción figurativa articulan las potencias de la imaginación con las convenciones heredadas, por un lado, y con la libertad históricamente condicionada, por el otro. Finalmente, es preciso notar dos cosas. La primera es que enfigurado y entramado son dos aspectos del mismo acto de narrar. La narración considerada como una actividad no solo poética, sino también práctica en el sentido de poseer consecuencias ético-políticas, consta de estas dos dimensiones. La segunda es que, en este mismo sentido, dicha actividad de narrar (enfigurado y entramado) retoma el dictum viqueano verum ipsum factum, que afirma como criterio de conocimiento “la capacidad del conocedor de producir aquello de que tiene conocimiento” (White: 2018: 288). En otros términos y para el caso que aquí nos ocupa, las ficciones construidas por el hombre son a la vez instrumentos y objetos de conocimiento, un principio básico de todas las ciencias sociales y, desde luego, también de la historia.


Interpretación figural y la promesa del pasado


En 1967 Hayden White llamaba la atención sobre un tipo de ficción específicamente histórica que hace posible que cada sociedad actúe “como si pudiera elegir a sus antepasados” (White, 2011: 260. Destacado en el original). Este procedimiento electivo de sustitución de antepasados genéticos por antepasados ideales, tomados del reservorio cultural tanto histórico como mítico, es, para White, el procedimiento ficcional por medio del cual una sociedad se da a sí misma un pasado y se ata a un futuro. En este apartado concentraremos nuestra atención en el modo de operar de la figuración, en particular de la causalidad retrospectiva que ésta instituye, y seguiremos el derrotero de la figuración desde su procedencia teológica hasta su uso en la historiografía. Sostendremos que dicha procedencia no es una objeción contra su uso en la elaboración del conocimiento histórico, sino que, al contrario, es el modo especifico de proceder de la historia profesional.


“La paternidad –escribe White– es conferida por los hijos” (2011: 261). Es decir, la ficción de la figuración invierte el sentido común sobre la dirección del flujo temporal en el que un pasado engendra un presente y un futuro, de la misma manera en que los padres engendran a los hijos, y sostiene, en cambio, que del presente surge retroactivamente el pasado. Una de sus consecuencias es que el sentido corriente de la causalidad temporal se invierte como resultado de la ficción de la figuración. En varios lugares White ha llamado la atención sobre este tipo de causalidad específicamente histórica a la que denomina causalidad figural y que consiste en una causalidad retrospectiva, cuya dirección es presente pasado y se remonta de los efectos a las causas.8

Este singular tipo de causalidad invierte la relación entre las causas y los efectos de una manera idéntica al modo en que en la narrativa los comienzos están contenidos en los finales. El símil de la promesa sirve como analogía para pensar ambos tipos de relaciones: una promesa solo puede ser inferida de su cumplimiento, que la consuma o realiza, y la mera proferencia de la promesa no asegura su realización, aunque no puede ser consumada si antes no fue proferida. Sobre este esquema es posible considerar que


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7 Hemos traducido el término “enfigured” como “enfigurado” con el fin de conservar el paralelismo existente en el texto citado con el neologismo acuñado por White “emplotment” (entramado), que ha sido traducido en varias ocasiones como “entramado” (Cfr. White, 2018). Sin embargo, mientras en inglés el prefijo en- (o em-) tiene el mismo valor semántico, (to put or to go in, into), el sufijo -ment por lo general transforma verbos en sustantivos e indica el resultado o medio de una acción o proceso, mientras el sufijo -ed sirve para formar verbos en pasado o participios pasados o para indicar la posesión o caracterización de cierta cualidad al modo de un adjetivo. De modo que en inglés “emplotment” y “enfigured” no tendrían una equivalencia morfológica exacta y, por ende, tampoco semántica. Sin embargo, creemos que ambos términos subrayan la capacidad modelizadora del lenguaje en el contexto específico de una narrativa. Tanto en inglés como en castellano los términos “enfigured” y “enfigurado” (en nuestra traducción) son neologismos, acuñados originalmente por Hayden White, y no existen en ninguno de los dos idiomas. Además, hasta donde sabemos el término es utilizado por nuestro autor sólo en el ensayo citado.

8 Por ejemplo, en el texto seminal ¿Qué es un sistema histórico? (2011 [1972]) y en La historia literaria de Auerbach. Causalidad figural e historicismo modernista (2010 [1999]).

tanto los eventos históricos como las acciones y eventos dentro de una narrativa pueden relacionarse según la ficción figurativa de anuncio y consumación. De esta forma, un evento adquiere significado a partir de su relación con otro evento al cual prefigura o consuma; dicho de otra manera, en sí mismos los eventos singulares están incompletos y requieren de otro evento para cobrar significado. Pero, y aquí está la cuestión, para reconocer la consumación primero tenemos que conocer la promesa, es decir, es preciso conocer de antemano el contexto narrativo dentro del cual un evento o acción podría ser considerado como un anuncio o consumación de otro evento o acción. Parecería entonces que la figuración depende de la narrativa, o al menos que de alguna forma está supeditada a ella. Sin embargo, si así fuera, ni las sociedades ni los individuos podrían elegir sus antepasados del modo señalado por White; por el contrario, en lugar de elección lo que tendríamos sería un proceso más o menos mecánico en el que la única tarea que queda para los agentes históricos es la de reconocer adecuadamente los signos del cumplimiento de antiguas promesas. En lo que sigue voy a remitir esta idea a la interpretación figural que nace en la época de los Padres de la Iglesia, y luego voy a analizar algunas diferencias entre este tipo de interpretación y otro tipo de promesas que también anidan en la figuración, a saber, la promesa de una promesa.

La interpretación figural provee de un metalenguaje que hace posible analizar y describir el acontecer en términos históricos, es decir, permite interpretar el presente como historia. Este modelo interpretativo emerge entre los primeros cristianos como una estrategia para disputar la legitimidad del cristianismo tanto con los judíos como con los paganos. El modo de operar de la interpretación figural es más bien sencillo: se trata de considerar eventos singulares como la consumación o realización de otros eventos que los preceden y anuncian y, al mismo tiempo, de considerarlos como anuncio de otros eventos por venir. Así, por ejemplo, el Nuevo Testamento es la consumación de lo que se anuncia en el Antiguo. En su contexto de emergencia durante los primeros siglos de nuestra era, los cristianos disputaban con los judíos la consideración del Antiguo Testamento como Ley. La estrategia cristiana fue considerarlo como la promesa del Nuevo Testamento y de esa forma colocarlo como su antecedente necesario. Pero, además, en el Nuevo Testamento anida la promesa del reino de Dios que, aunque no es de este mundo, se anuncia en este mundo. En este ejemplo arquetípico vemos la dinámica de los dos polos de la figura: como consumación del pasado (veritas) y como sombra del futuro (umbra). Es importante señalar que la interpretación figural permite dotar de significado eventos singulares por referencia a un marco universal dador de sentido. Relaciona lo universal con lo particular. Todo esto es bien conocido a partir del ensayo de Auerbach Figura, y solo quisiera destacar dos cosas. La primera es que la interpretación figural o figuración es histórica porque, aunque proyecta sobre el mundo la promesa universal del reino de Dios, lo hace destacando la relevancia de eventos singulares, contingentes, a los cuales pone en la relación mentada. La segunda es que esta promesa forma parte de un metarrelato en el que, dadas las capacidades divinas, todas las promesas ya han sido cumplidas y sus signos, ocultos para los hombres, se revelan en la Providencia. Por supuesto, quien cumple todas las promesas eternamente es Dios, garante del significado del acontecer (Auerbach, 1998: 107).


Esto tiene a su vez algunas consecuencias: como mencionamos, cada evento considerado individuamente se halla incompleto y requiere de su conexión con otro para adquirir significado. Y este último, a su vez, se asegura y completa en función de un fin que siempre opera como una promesa, es decir, como algo a ser realizado. Lo importante aquí es que los eventos singulares e incompletos en cuanto a su significado requieren del contexto de un relato para el establecimiento de sus relaciones promesa-cumplimiento. Auerbach había señalado que esto diferencia a la figuración de la historia profesional, o al menos del tipo de historia que considera que cada evento es independiente y está completo en sí mismo y que forma líneas temporales según un orden causal en sentido ordinario. En estos casos, la interpretación de la historia profesional opera por contigüidad, relacionando mecánicamente eventos en virtud de aparecer unos juntos a los otros, horizontalmente, según relaciones “mutuas e ininterrumpidas”.9 La



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9 Escribe Auerbach que “La provisionalidad del acontecer en la concepción figural es radicalmente distinta de las ideas modernas sobre el desarrollo de la historia, puesto que en estas la provisionalidad del acontecer es objeto de una interpretación progresiva y paulatina de la línea horizontal de ininterrumpida del acontecer posterior, mientras que en aquélla la interpretación se efectúa siempre verticalmente y debe comprobarse desde lo alto, siendo así que no se contemplan los hechos en su relación mutua e ininterrumpida, sino individualmente, desvinculados unos de otros y en relación con un tercer hecho prometido que aún está por venir” (Auerbach, 1997: 107).

interpretación figural, en cambio, es una modalidad vertical de interpretación en la que cada evento “se contempla desde lo alto”, en su incompleta singularidad, según su posición respecto de una totalidad que se conoce de antemano, desde el punto de vista del “ojo de Dios”.10

Al hacer esto, al contemplar el acontecer y dotarlo de significado desde el punto de vista del ojo de Dios, la interpretación figural se torna profecía figural. No sólo interpreta el presente como consumación del pasado, sino que también considera este mismo presente como promesa de un futuro cuya dirección se conoce de antemano y se confirma en esta misma interpretación. La interpretación figural pasa inadvertidamente de consumar el pasado, y así considerar al presente como historia, a problematizar el presente como un momento incompleto que requiere ser consumado y que por eso mismo ya no es historia.


Llegados a este punto deberíamos hacer algunas observaciones. En primer lugar, es preciso considerar con mayor detenimiento en qué sentido la figuración y la práctica histórica, la historia escrita por los historiadores profesionales, son dos empresas distintas. En segundo lugar, y en relación también con el conocimiento histórico, detenernos un poco en el pasaje de la promesa divina a la promesa humana, del punto de vista de Dios al de los agentes históricos.

Como hemos mencionado más arriba, la ficción de la figuración ocupa un lugar de máxima relevancia en el pensamiento de White sobre los modos de narrar el pasado. Una secuencia de eventos ordenados según su orden de ocurrencia no es en sentido estricto una explicación, a menos que se invoque del sentido común la falacia post hoc ergo propter hoc. En otras palabras, que un evento ocurra después de otro no implica ninguna relación causal entre ellos, es decir, no explica de ningún modo la manera en que ambos se relacionan. Este es un punto que ha sostenido Hayden White durante toda su obra.11 Y esta es la misma cuestión a la que se refería Auerbach con su observación sobre la diferencia entre la figuración y la historia profesional. El argumento se completa con el papel explicativo que White le asigna a la narrativa, informando a la representación histórica con elementos estéticos, cognitivos y ético-políticos que no se hallan en la mera concatenación de eventos y mucho menos en los eventos “en sí mismos”.


El punto de vista de Dios también resulta problemático para los historiadores profesionales. Gabrielle Spiegel, por ejemplo, señala que:


…cuando White adopta el razonamiento figural para explicar la fuerza prefigurativa de relaciones entre pasado y eras posteriores como “cumplimientos” (fulfillment) él está secularizando nociones tipológicas de relaciones entre figuras y eventos separadas por siglos en un modo que, sospecho, pocos historiadores contemporáneos podrían comprender o aceptar (Spiegel, 2013: 182. Traducción propia).


En efecto, lo que está en juego aquí es la procedencia teológica de la interpretación figural. Como la misma Gabrielle Spiegel también indica, según White Auerbach utiliza el modelo teológico de interpretación figural y lo convierte en un modelo estético de interpretación histórica (Spiegel, 2013: 182; Murad, 2014). Sin embargo, en principio dicha procedencia no debería constituir una objeción, porque esta consideración es más bien un prejuicio que un obstáculo epistemológico. Es un prejuicio porque como indica Paolo Valesio en sus Forewords a la colección de ensayos de Auerbach, Scenes of


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10 Continúa Auerbach: “En la concepción moderna del desarrollo el hecho está en todo momento independientemente asegurado, pero la interpretación es, en lo esencial imperfecta, mientras que en la interpretación figural el hecho queda sometido a una interpretación asegurada ya en su conjunto: se orienta hacia un modelo original del acontecer que se cumple en el futuro y entretanto constituye solamente una promesa. Esta formulación, que evoca ideas platónicas, del modelo original situado en el futuro e imitado en las figuras -pensemos en la expresión imitatio veritatis anteriormente citada- conduce nuestro análisis más allá, puesto que dicho modelo futuro, aunque sea imperfecto como acontecimiento, se encuentra cumplido desde siempre en Dios y en su providencia” (Auerbach, 1997: 107). Esta última observación es importante para Auerbach, pues en contraste con la interpretación corriente de la teoría estética de Platón que reduce el arte a una copia de una copia, en el último lugar en el orden del conocimiento y del ser, nuestro autor indica que Platón también es el primero en conectar al arte con lo universal y en introducir a la filosofía en el arte, justamente por relacionarlo con la gnoseología y la ontología. Así, Aristóteles sigue sus huellas, aunque en franca oposición su maestro, cuando postula que la poesía es más filosófica que la historia por su conexión con lo universal (Auerbach, 2007: 5-8). Mientras la historia imita lo particular, la poesía imita lo universal. Varios siglos después, la interpretación figural cristiana conecta, además, al arte con lo universal y con la contingencia histórica.

11 Es la observación que anida en la distinción que establece entre crónica y narrativa. Cfr. Hayden White Metahistoria (2010 [1973]), El contenido de la forma (1987), History as Fullfillment (2013).

the Drama of European Literature, que incluye al mentado ensayo Figura, la apelación a la procedencia teológica de algunos conceptos y procedimientos críticos, en el caso que a él de interesa la hermenéutica de base figural utilizada por Auerbach y por extensión la racionalidad de sus análisis, no es más que una manera de desestimarlos como irracionales (Valesio, 1984: XIV). Pero el término “irracionalismo” para caracterizar una obra, tal y como es utilizado por lo que Valesio denomina la “crítica materialista”, es un mote “intolerante”, pues ocluye del análisis un modo distinto de comprender la racionalidad relegándola a su opuesto, la irracionalidad. En última instancia el presupuesto es que solo existe una racionalidad y la interpretación figural se halla fuera de ella.


En realidad, lo que está en juego son dos tipos de racionalidad, dos modos de comprensión. En la obra de Auerbach la crítica materialista y la hermenéutica de inspiración teológica se hallan en tensión de manera productiva, pues la interpretación de figuras no se halla fuera de la historia efectiva, sino que, al contrario, solo es posible en su seno (Valesio, 1984: XV). Algo similar ocurre con el uso que hace White de la ficción de la figuración y con el tipo de crítica elaborada por Spiegel. Así, poner el foco en la procedencia teológica de la interpretación figural es una forma velada de invalidar el análisis y su productividad heurística por considerarlo ajeno a la racionalidad del historiador. El punto que deseamos destacar es que White siguiendo a Auerbach señala que justamente la interpretación histórica siempre es interpretación figural. Al igual que lo que sucede en el caso de la crítica materialista contra el procedimiento interpretativo de Auerbach, lo que está en juego en la propuesta de White es una racionalidad alternativa a la de los historiadores contemporáneos mentados por Spiegel, una que apela a las potencias de la imaginación, la poética y la retórica y se hace cargo de ellas.12

Además, la interpretación figural utilizada por Auerbach en Mimesis, por ejemplo, da lugar a lo que White denominó “realismo figural”. Verónica Tozzi ha indicado la manera en que el realismo figural se articula con la práctica histórica, la reescritura del pasado y la promesa de una mejor representación de la realidad. Tozzi señala que, sin rechazar la evidencia, i.e., los documentos y otros vestigios del pasado, la historia profesional requiere además que en su escritura anide la promesa de una “mejor representación de la realidad”. Esta promesa siempre está incompleta en la medida que cada nueva representación historiográfica consuma las representaciones anteriores y simultáneamente prefigura la próxima escritura (Tozzi, 2006: 114). En este sentido, no se trata de alcanzar un mayor grado de acercamiento a la verdad o al pasado en sí, sino de renovar la promesa de una mejor representación de la realidad, en el sentido de que cada nueva representación se suma a las anteriores, pero también agrega un punto de vista contextualmente relevante que solo puede ser alcanzado en el marco de una posición histórica específica y asumida responsablemente por el historiador. A su vez, esta figuración histórica éticamente informada promueve la investigación en la medida que abre nuevas agendas de investigación, preguntas y desafíos. En sus propias palabras:


Cada historia es figurada siempre por agentes en un presente y el éxito de su figuración reside en ofrecer promesas que cumplirán o desafíos que asumirán otros desde sus propios contextos. En clave pragmatista, podemos evocar que la práctica científica se rige en numerosas ocasiones valorando propuestas teóricas alternativas, no tanto teniendo en cuenta la mayor conformidad con la evidencia (algo no decidible de modo definitivo), sino atendiendo a cuál de ellas ofrece más interrogantes y nuevas vías de investigación (Tozzi, 2006: 118).


En otros términos, para Verónica Tozzi la interpretación figural no solo no se divorcia de la investigación histórica, sino que la misma empresa de elaboración del conocimiento del pasado se sirve de ella para sus fines. Aun cuando la mayoría de los historiadores contemporáneos no acuerden con White ni en la proyección de relaciones figurativas en sus interpretaciones del pasado, ni en la procedencia teológica de dicha interpretación figural, lo cierto es que ninguno de estos dos argumentos invalida el señalamiento de que la historia es antes que nada una empresa que utiliza la ficción de la figuración. Ahora bien, en lo que sigue quisiéramos mirar un poco más de cerca el símil de la figuración con la promesa en la



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12 Para un análisis de la racionalidad de base figurativa filiada a la tradición humanista ver Grassi (1999 y 2015). La tesis que sostiene la tradición humanista y retórica que pone en valor el poder cognitivo de la figuración, en especial del tropo de la metáfora, podría enunciarse como la preminencia de la racionalidad figurativa sobre la lógica, no en un sentido jerárquico, sino como base epistemológica.

historia de la literatura occidental, y en particular elucidar el tipo de promesa que anida en la figuración modernista.

Promesas, identidad y figuración modernista

Hemos mencionado brevemente algunas de las características del símil de la promesa para comprender la figuración. De la enunciación de una promesa no puede deducirse su realización, aunque su consumación suponga siempre una promesa. Es decir, reconocemos la promesa porque hemos conocido antes su consumación, pero no a la inversa. Además, en líneas generales este símil se utiliza para considerar un tipo de relación que no sólo es histórica, es decir, presente-pasado, sino profética, o sea, presente-futuro. Así, la ficción de la figuración considerada como una promesa se mueve simultáneamente en dos direcciones distintas, una específicamente histórica, presente-pasado, y una profética, presente-futuro. Ahora quisiéramos concentrar nuestra atención en el pasaje de la escala divina de la promesa que anida en la figuración a la escala humana, en un proceso de agenciamiento de la figuración que nos lleva del mito de la promesa divina al reconocimiento de la capacidad humana de figurar contenida en el modernismo mentado por Hayden White y Erich Auerbach, pasando por la filosofía de la historia especulativa.

Hannah Arendt y Friedrich Nietzsche también llamaron la atención sobre el modo peculiar en que funciona la promesa. Para ambos filósofos la promesa cumple una función eminentemente práctica: crea identidad, la de quien promete, en la medida que traza una conexión entre el yo que promete en un presente y el yo que cumple dicha promesa en un futuro, manteniendo la palabra empeñada frente a la dispersión del mundo y las vacilaciones de la voluntad. Y quienes convalidan o no el cumplimiento de la promesa son los otros. Son los otros –como señala Arendt– “quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple” (Arendt, 2009: 257). O como patéticamente afirma Nietzsche:


…[C]uánto debe el hombre mismo, para lograr esto [i.e., hacerse predecible], haberse vuelto antes calculable, regular, necesario, poder responderse a sí mismo de su propia representación, ¡para finalmente poder responder de sí como futuro a la manera como lo hace quien promete! (Nietzsche, 1996: 67).


En ambos casos, la promesa tiene un poder vinculante, relaciona la acción individual con la evaluación de un otro que convalida o no la consumación de lo prometido. En ambos casos, también, el modelo que tienen presente para su análisis es el de la promesa divina.13 Pero desde este punto de vista humano, el cumplimiento de la promesa queda supeditado a la confirmación de los otros y a la capacidad del agente de mantener sus compromisos. En la escala humana, la consumación de la promesa nunca está asegurada y depende del individuo que promete; específicamente, depende de su voluntad y de su determinación. Con todo, al igual que la promesa divina, la promesa humana ilumina la incertidumbre del futuro dándole una dirección a la acción, aunque la escala de ambas sea muy distinta (Arendt, 2009: 263). A nivel individual, la promesa consumada en la mirada de los otros crea, finalmente, agentes responsables de sus acciones, capaces de responder en el futuro por las consecuencias de sus actos.


Un poco más de cien años antes, Immanuel Kant en un breve ensayo publicado en 1798, a propósito de la demostración de la efectuación histórica de la idea de progreso, propone identificar una señal histórica, un signum, del progreso moral (i.e., progreso de las costumbres, no biológico) de la humanidad, que sea demostrativum, rememorativum y prognosticum. Es decir, Kant se propone identificar un evento presente (demostrativum) cuyo significado pueda extenderse hacia el pasado (rememorativum) y proyectarse hacia el futuro (prognosticum). Llama a esta tarea “historia profética”, puesto que no solo se dirige al pasado, sino también al futuro. Pero a diferencia de los profetas, Kant no quiere ser al mismo tiempo quien “hace y dispone los hechos que anuncia con anticipación” (Kant, 2013: 96). Presupone que un ser dotado de libertad, como el hombre, debe también progresar moralmente; por



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13 En La condición humana Arendt considera que prometer y perdonar son dos facultades políticas propias de la condición de la pluralidad,

experiencias que nadie pude tener consigo mismo, sino que se basan en la presencia de los demás (Arendt, 2009: 257). Específicamente dice de la promesa: “La no-predicción que, al menos parcialmente, disipa el acto de prometer es de doble naturaleza: surge simultáneamente de la “oscuridad del corazón humano”, o sea, de la básica desconfianza de los hombres que nunca pueden garantizar hoy quiénes serán mañana, y de la imposibilidad de pronosticar las consecuencias de un acto en una comunidad de iguales en la que todo el mundo tiene la misma capacidad para actuar” (Arendt, 2009: 263).

eso, el signo buscado no es causa sino efecto del progreso, y la posición que ocupa el filósofo es la de

espectador y no la del agente que produce el cambio.

El signo buscado no remite a grandes e intempestuosos cambios, a aquello de que todo lo grande se vuelve pequeño y viceversa, “de suerte que –escribe Kant– el espectáculo del afán sobre la tierra de la humanidad consigo misma, a lo que más se pareciera sería a una farsa de locos” (Kant, 2013:101). Sin embargo, es bien sabido que aquí Kant identifica a la revolución francesa como el signo que indica la causa del progreso moral. Pero, y esto es lo importante, Kant no considera al evento revolución francesa en virtud de sus hazañas y terrores, digamos, por su grandeza, sino que, como Foucault nos ha hecho notar


Lo que es significativo es la manera en que la revolución se hace espectáculo, es la manera en que es recibida en todos lados por espectadores que no participan de ella, pero que la miran, que asisten a ella, y que para mejor o para peor, se dejan arrastrar por ella (Foucault, 1996: 76).


La revolución genera un entusiasmo en el espectador, una participación de su deseo, frente al espectáculo de la “disposición moral del género humano” (Kant, 2013: 104). Es la manera en que la revolución afecta a sus contemporáneos y no la revolución en sí lo que Kant destaca del signo mentado. Lo que quisiéramos subrayar es que Kant utiliza la antigua interpretación figural para desarrollar su historia filosófica. Y al igual que la figuración cristiana, la figuración kantiana subtiende un contexto narrativo que hace posible interpretar la experiencia humana como espectadores, en este caso de la revolución francesa, como el signo que indica la disposición de progreso moral en la humanidad.14 Es el metarrelato del progreso moral, es decir, de la promesa de que la naturaleza del hombre considerado universalmente progresa hacia mejor, el que, justamente, hace posible reconocer los signos de dicho progreso como una disposición moral de la humanidad (Kant, 2013: 98). En el contexto de ese ensayo, el derecho considerado como una idea regulativa pone en evidencia la predisposición humana al perfeccionamiento moral, en la medida que los hombres buscan darse a sí mismos una constitución cuyo fin es acabar con todas las guerras (Kant, 2013: 106).


Foucault ha señalado también que la búsqueda de Kant consiste en interrogar al presente para hallar aquello que lo diferencia del pasado y lo singulariza (Foucault, 1996: 93). Kant quiere singularizar un “nosotros”, en su caso el de quienes pertenecen a la Aufklärung, que se distinga de cualquier otro colectivo de las épocas pasadas. El filósofo francés sostiene que la originalidad del planteo kantiano consiste en que los Ilustrados son los primeros que se dan a sí mismos una identidad histórica que los singulariza dentro del continuo temporal; en esto consiste la actitud moderna, el ethos de la modernidad. Esta actitud kantiana intenta recuperar algo que también es característico de la actitud moderna á la Boudelaire, a saber, recuperar lo que hay de eterno en el instante, lo que Foucault denomina la “heroificación irónica del instante” (Foucault, 1996: 96). En Baudelaire esta heroificación irónica no consiste en perpetuar el instante, en eternizarlo, sino en transfigurarlo a partir del juego entre lo efectivamente real y el ejercicio de la libertad. El objetivo último de la interacción entre lo efectivo que pone límites, condiciones, y la libertad de “imaginarlo distinto de lo que es y transformarlo”, no es otra cosa que transformarse a uno mismo – lo que antes llamamos ethos de la modernidad. Sin embargo, Kant todavía reenvía ese instante a un metarrelato sobre el progreso moral. En este punto, su interpretación del instante no está muy lejos de la interpretación figural cristiana, es decir, en Kant la interpretación del signo o figura “revolución francesa”, y de sus efectos sobre sus espectadores, aun cuando intenta evitar la historia profética, depende de la metanarrativa sobre el progreso moral de la humanidad. En el caso de Kant y su filosofía de la historia especulativa, que bien puede ser considerada



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14 Para Kant el filósofo se sitúa en el punto de vista de “los otros”, de quienes juzgan las promesas realizadas por un tercero, pero al mismo tiempo forma parte del colectivo que promete a través de sus actos, la humanidad. Es a un tiempo, pues, sujeto y objeto de la proferencia y consumación de la promesa del progreso moral.

como modelo de este tipo de reflexiones filosóficas sobre la historia, pareciera que la figuración está supeditada a la consumación de una metanarrativa.15

En varios lugares Hayden White ha realizado observaciones y teorizaciones sobre el modernismo, el estilo modernista, e incluso ha afirmado la ocurrencia de un nuevo tipo de eventos que denominó “acontecimientos modernistas”.16 Es muy difícil calibrar la extensión que le adjudica al término, en ocasiones parece designar indistintamente lo que comúnmente denominados posmodernismo literario y/o cultural si juzgamos algunos de los ejemplos que presenta, y en otras se lo define a partir de una serie de rasgos generales.17 Lo cierto es que algunas de las características recurrentes que White le adjudica al modernismo son, en sus palabras


[E]l modernismo efectúa el cierre de la brecha entre la historia y la versión pre-modernista de la literatura denominada ficción. La rígida oposición entre historia y ficción que autoriza la idea decimonónica e historicista de la historia, en la cual el término historia designa tanto a la realidad como al criterio mismo de realismo en las prácticas representacionales, es cancelada en la crítica implícita del modernismo a las nociones de realidad propias del siglo XIX y en su repudio de la concepción que tenía el realismo decimonónico acerca de qué es lo que constituye a una representación realista como tal. En el modernismo la literatura toma la forma de un modo de escritura que efectivamente trasciende las antiguas oposiciones entre las dimensiones literal y figurativa del lenguaje, por un lado, y entre los modos factuales y ficcionales del discurso, por el otro. Consecuentemente el modernismo debe ser visto como haciendo a un lado la duradera distinción entre historia y ficción, no con vistas a colapsar a una dentro de la otra, sino con la intención de dar lugar a la imagen de una realidad histórica purgada de los mitos de “grandes narrativas” tales como el destino, la Providencia, el Espíritu o Geist, el progreso, la dialéctica, e incluso el mito de la realización final del realismo mismo. (White, 2010: 51).


En este pasaje regresamos a las relaciones entre narrativa, figuración y ficción que hemos mencionado en el primer apartado. White lee la historia del realismo desarrollada por Auerbach en Mimesis como la historia de cumplimiento (Erfüllung; fullfillment) de la “figura de la figuralidad” (White, 2010: 34). La figura de la figuralidad (figurality) no es otra cosa que la idea de que la historia del realismo literario tras atravesar en su recorrido diversas figuras de la realidad se hace consciente de la figuralidad misma; es decir, cobra consciencia de la posibilidad de presentar la realidad a través de la capacidad poética de figurar. De modo que el modernismo aludido en el pasaje antes citado no es otra cosa que está singular consciencia histórica de un realismo que se reconoce como capacidad, como posibilidad de figurar. Podemos denominar a este reconocimiento “autoconciencia figurativa”. Trascender las antiguas oposiciones ente historia y ficción o entre lenguaje literal y figurativo no es “colapsar una dentro de otra”, sino suspender las narrativas heredadas como marcos dadores de sentido, como promesas a ser cumplidas. El modernismo le otorga prioridad a la figuración sobre la narrativa, a la actividad inventiva de crear figuras y con ellas posibles relaciones entre eventos y acciones. No se trata de una prioridad temporal ni jerárquica, la capacidad de figurar se presenta como posibilidad, sin estar supeditada aún a prefiguraciones ni cumplimientos de ningún tipo. Antes de identificarlos como elementos de un relato y de tropologizarlos para establecer relaciones entre ellos (enfigurado) y de seleccionar un tipo de trama disponible en la dotación cultural de pertenencia para presentarlos como anticipaciones o consumaciones de otros eventos y acciones (entramado), la figuración se muestra como la posibilidad de intervenir en el mundo creando una ficción capaz de enfigurar y entramar eventos y acciones.


Un ejemplo de esto lo hallamos en Auerbach, quien construye en Mimesis la historia de la literatura occidental a partir de fragmentos. Allí, la historia no es un relato continuo y sin fisuras, sino el recorrido por una serie de estaciones que ejemplifican las diversas maneras en que la tradición occidental ha intentado presentar la realidad de modo realista. Cada uno de los fragmentos escogidos por Auerbach


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15 La filosofía de la historia especulativa es aquella que sostiene al menos tres supuestos: 1) el sujeto de la historia es transhistórico, 2) considera la totalidad del tiempo: presente, pasado y futuro, y 3) la historia se desarrolla en función de un telos o finalidad. Karl Löwith en su conocido libro sobre el tema, Historia del mundo y salvación, elabora una crítica de la filosofía de la historia a partir de la tesis de que ésta se basa en la secularización de presupuestos teológicos (Löwith, 2007). Hans Blumenberg realiza una aguda crítica a la tesis de Löwith en su libro La legitimación de la edad moderna, especialmente en los capítulos 3 y 4 (Blumenberg, 2008).

16 Ver El acontecimiento modernista (White, 2003: 217-252).

17 Por ejemplo, Austerlitz de Sebald. En general, White no distingue entre estilo modernista y estilo posmoderno, desatendiendo, por ejemplo, sus diferencias en el uso de la temporalidad. En el modernismo literario la temporalidad es simultánea, mientras que en la posmodernidad tiende a estar fragmentada en múltiples planos, a veces mutuamente excluyentes (Cfr. Heise, 1997).

contiene en simiente el estilo realista de una época y la experiencia histórica de su autor. Como ha señalado White, son una sinécdoque de su contexto, de la experiencia del autor de su entorno (White, 2010: 40). El realismo que según Auerbach nace como una transgresión al canon occidental de los estilos, culmina con el famoso análisis de un pasaje de Virginia Woolf en un capítulo titulado “La media parda”.18 Allí toda la acción se detiene y eterniza en un evento tan intranscendente y banal como es la rica descripción del instante en que Mrs. Ramsay prueba el tamaño de una media recién tejida en uno de sus hijos. Auerbach señala un principio que anida en el modernismo y que aplica al mismo tiempo para su propio trabajo, escribe:


Se concede menos importancia a los grandes virajes externos, y a los golpes espectaculares del destino se les atribuye menor capacidad para proporcionar algo decisivo respecto al tema; en cambio se cree que, en lo seleccionado arbitrariamente del transcurso de la vida, en cualquier momento de ella, está contenida toda la sustancia del destino y éste, por lo mismo, puede representarla (Auerbach, 2014: 516).


Este mismo principio aplica a un tiempo al texto de Virginia Woolf y a Mimesis, cuya redacción lejos de las ricas bibliotecas europeas, hubo de conformarse con las mal provistas bibliotecas de Estambul. Pero no fue solo eso lo que motivó a Auerbach a escribir Mimesis con un material tan fragmentario, sino el convencimiento “de que los motivos de la historia de la representación de la realidad […] bien captados […] Habrán de hallarse en un texto realista cualquiera” (Auerbach, 2014: 517).

Detengámonos un segundo en las últimas líneas del texto antes citado: “en lo seleccionado arbitrariamente del transcurso de la vida, en cualquier momento de ella, está contenida toda la sustancia del destino y éste, por lo mismo, puede representarla”. Estas palabras de Auerbach tanto como la media parda de Woolf llaman la atención no tanto sobre un tema o un tipo de presentación de la realidad, como de la misma capacidad de presentar, de figurar la realidad y un posible destino dentro de ella, aquello que en la larga cita de White en el primer apartado señalamos como mise en figure y mise en intrigue. A diferencia de lo que ocurre con Kant y con los Padres de la Iglesia, los fragmentos vivos de la experiencia humana ya no son significados por referencia a un relato que los contiene y relaciona de antemano. Por el contrario, son los fragmentos considerados como posibles figuras los que albergan la promesa de, en este caso, “representar la realidad”.

Ahora consideremos de nuevo la frase de White que citamos al comienzo del segundo apartado: “La paternidad – escribe White- es conferida por los hijos” (White, 2011: 261). Si la figuración dependiera de una metanarrativa, la capacidad de elegir nuestros antepasados culturales quedaría obturada por la lógica interna de un relato que dicta tanto los anuncios, como los posibles cumplimientos. Es justamente porque esto no ocurre necesariamente que es posible figurar nuestros antepasados electivos. Cuando reparamos en esta capacidad, el punto de vista adoptado ya no es el de la interpretación figural cristiana, el punto de vista del ojo de Dios. Tampoco es el de la humanidad y sus ideales regulativos como sucede en las filosofías de la historia especulativas; es el punto de vista distanciado de la ironía, de la doble visión que ve en cada instante la promesa de una promesa, en cada acontecimiento y acción la posibilidad de elaborar una figura. La figuración modernista es, pues, la figura de una figura.19 En este sentido, la figuración modernista no es histórica, sino que es previa a cualquier historia. Encuentra su morada en un presente que siempre es fugaz y que todavía no es historia. Y por eso mismo, no tiene aún ningún significado. Al igual que la promesa, es vinculante; pero en sentido contrario, es retroactivamente vinculante. Yace latente en cada evento y acción del presente aguardando que algún otro, diferido o no en el tiempo, encuentre en ella anuncios y cumplimientos. Esta ficción es la vía regía a través de la cual


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18 Un argumento muy importante en las tesis de Auerbach sobre las sucesivas presentaciones (Darstellung) de la realidad en la historia de la literatura occidental es el de la transgresión de las reglas de estilo de la retórica a partir del cristianismo, que se puede observar, por ejemplo, en el sermo humilis de los Padres de la Iglesia. En ellos temas sublimes como los relativos a la Dios son tratados en un estilo bajo, impropio o inadecuado para el tratamiento del tema según el canon retórico heredado de la antigüedad (Auerbach, 1998: 131-147). Lo mismo señala Auerbach en sus tesis sobre Dante, a propósito de la comparación entre la figura de Sócrates y la de Cristo (Auerbach, 2007: 12-13). Aun cuando el relato sobre las figuras de Sócrates y Jesús guardan muchos puntos en común, la dignidad con que es presentada la primera figura contrasta con las humillaciones que sufre el hijo de Dios, impensadas para retratar una figura divina antes del Nuevo Testamento.

19 Podríamos haber llamado a esta capacidad “metafiguración”, pero no es nuestro deseo abusar de los prefijos como es el uso en nuestra época. Confiamos que nuestra elección terminológica deje nuestro punto lo suficientemente claro.

los hijos son capaces de librarse del yugo de los padres y sus narrativas, y al hacerlo elaboran sus propios destinos e identidades (individuales y colectivas) en forma de figuras y relatos.


Consideraciones finales


En este trabajo hemos considerado el papel de la ficción en los trabajos de Hayden White, en especial de la ficción figurativa modernista y su relación con el símil de la promesa. Hemos señalado que la noción de “ficción” involucra la tesis de que el texto histórico, al igual que cualquier otra presentación escrita de la realidad, es antes que nada una construcción verbal. Como tal, puede ser analizada en sus elementos componentes. Esta construcción además cumple una importante función cultural que permite poner en relación eventos singulares y dotarlos con significados generales. Dicha función puede ser elucidada a partir de la interpretación figural. Hemos sostenido también que estos recursos ficcionales son utilizados indistintamente en los textos sagrados, la literatura o la historia. En todos los casos, la figuración hace posible establecer relaciones intergeneracionales y entre tradiciones heredadas y nuevas constelaciones culturales que las resignifican. Pero, tal vez lo más importante es que la promesa de la figuración constituye identidades que relacionan de modo indisociable al sujeto que promete (singular o colectivo, presente o heredado) y a un “otro” que consuma la promesa.

Finalmente, consideramos la figuración modernista como una forma particular de ficción que ya no considera un tipo específico de presentación de la realidad, sino que considera la misma capacidad de figurar: a esto lo denominamos “autoconciencia figurativa”. Por eso, hemos sostenido que en la figuración modernista anida la promesa de una promesa. Esta es la característica diferencial de la figuración modernista y es el resultado de un agenciamiento de las capacidades imaginativas presentes en la historia de la literatura que ofrece Auerbach en Mimesis y en la misma interpretación de White de este texto, que nos lleva de la interpretación figural guiada según presupuestos teológicos hacia la interpretación figural plenamente consciente de la humana capacidad de figurar. El símil de la promesa utilizado por White para elucidar el funcionamiento de la figuración en general nos ha permitido considerar también, además de sus consecuencias epistemológicas, en el caso de la figuración modernista, algunas de las implicaciones prácticas que ya hemos mencionado, de la cuales se destaca según nuestro punto de vista la capacidad de relacionar pasado y futuro a partir de ficciones figurativas latentes en cualquier momento, acción o evento. Esta capacidad latente alberga también la posibilidad de entablar diversas relaciones autoconscientes entre generaciones a partir del reconocimiento de las potencialidades de la ficción figurativa. Llama la atención, pues, tanto sobre el uso del lenguaje como sobre las capacidades imaginativas de los agentes que lo usan.


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https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11549


THE ETHICS OF FICTIONALITY IN HISTORY WRITING1


LA ÉTICA DE FICCIÓN EN LA ESCRITURA DE LA HISTORIA

A ÉTICA DA FICÇÃO NA ESCRITA DE HISTÓRIA

Kalle Pihlainen

(University of Turku)

kalle.pihlainen@utu.fi


Recibido: 11/12/2020

Aprobado: 08/01/2021


ABSTRACT

Fictionality has long been viewed in history writing as near-synonymous with abandoning truth and any supposedly consequent, ethical commitments. Understandably, this attitude has impeded the acceptance of theoretical approaches that aim, instead, to reveal the fundamental connectedness of history’s fictional aspects with ethical concerns. This line of thought is nowhere more evident than in the reception of Hayden White. While instrumental in arguing for the similarities between history writing and literary fiction, White has also consistently defended the vital importance of rethinking history’s fictionality. His approach considers that historians might work in more consciously emancipatory and ethically informed ways. This article seeks to improve understanding of White’s complicated position in two distinct ways: firstly, by rehearsing his critical arguments in the context of their general and far-too-often hostile reception; here, the main goal is to address worries relating, in turn, to the claimed extreme textualism, the assumed denial of reality and the supposedly excessive formalism of his positions. Given the generational demand for reiterating these basics, some of this discussion may prove familiar to readers for whom White’s place is already evident. Secondly, the article hopes to contribute to the continuation of White’s legacy by indicating a way to by-pass these controversies through a reconceptualization of White’s ethical objectives and the responsibility he attributes to historians. This view includes examining an unwarranted tension between interpretations of White’s existentialist and poststructuralist commitments in previous readings. The article also identifies the point at which the overlap of these aspects constitutes his expressly ethically motivated relativism.


Keywords: ethics of history. fictionality. Hayden White. reception. poetics of history


RESUMEN

La ficción en la escritura de la historia ha sido considerada durante mucho tiempo como casi sinónimo de abandono de la verdad y de cualquier compromiso ético supuestamente consecuente. Es comprensible que esta actitud haya impedido la aceptación de enfoques teóricos que pretenden, en cambio, revelar la conexión fundamental de los aspectos ficticios de la historia con las preocupaciones éticas. En ninguna parte esto es más evidente que en la recepción de Hayden White, quien, si bien contribuyó decisivamente a defender las


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1 My appreciation to Keith Jenkins and María Inés La Greca for their close reading and, as always, valuable suggestions. Many thanks for ideas and advice also to Daniel Fulda who – in the role of editor of a forthcoming German-language companion to literature and history – commissioned from me the entry on Hayden White, on which this article expands.

semejanzas entre la escritura histórica y la ficción literaria, también ha defendido consistentemente la importancia vital de repensar la ficcionalidad de la historia para que los historiadores puedan trabajar de manera más conscientemente emancipadora y formas éticamente informadas. Este artículo busca mejorar la comprensión de la compleja posición de White en dos aspectos distintos. En primer lugar, ensayando sus argumentos clave en el contexto de su recepción general y demasiado a menudo negativa. Aquí el objetivo principal es dirigir las preocupaciones relativas, sucesivamente, al pretendido textualismo extremo, la presunta negación de la realidad y el supuestamente excesivo formalismo de sus posiciones. Dada la demanda generacional de reiterar estos conceptos básicos, parte de esta discusión puede resultar familiar a lectores para quienes la posición de White ya esté clara. En segundo lugar, el artículo espera contribuir a la continuación del interés en el legado de White al indicar un modo de eludir estas controversias a través de la reconceptualización de los objetivos éticos de White y de la responsabilidad que atribuye a los historiadores. Esto incluye examinar en las lecturas previas la injustificada tensión entre las interpretaciones de los compromisos existencialistas y postestructuralistas de White e identificar el punto en el cual estas superposiciones constituyen su relativismo expresamente motivado por la ética.


Palabras clave: ética de la historia. ficción. Hayden White. recepción. poética de la historia


RESUMO


A ficção na escrita da história há muito é considerada quase sinônimo de abandono da verdade e de qualquer compromisso ético supostamente consequente. Compreensivelmente, essa atitude impediu a aceitação de abordagens teóricas que procuram, em vez disso, revelar a conexão fundamental dos aspectos ficcionais da história com as preocupações éticas. Em nenhum lugar isso é mais evidente do que na recepção de Hayden White, que, embora instrumental na defesa das semelhanças entre a escrita histórica e a ficção literária, também defendeu consistentemente a importância vital de se repensar a ficcionalidade da história para que os historiadores pudessem trabalhar de maneiras mais conscientemente emancipatórias e eticamente informadas. Este artigo busca melhorar a compreensão da complexa posição de White de duas maneiras diferentes. Em primeiro lugar, ensaiando seus principais argumentos no contexto de sua recepção geral e, muitas vezes, negativa. Aqui o objetivo principal é abordar preocupações relativas, sucessivamente, ao alegado textualismo extremo, à alegada negação da realidade e ao formalismo supostamente excessivo de suas posições. Dada a demanda geracional para reiterar esses conceitos básicos, parte desta discussão pode ser familiar a leitores para os quais a posição de White já está clara. Em segundo lugar, o artigo espera contribuir para o interesse contínuo no legado de White, indicando uma maneira de contornar essas controvérsias por meio de uma reconceitualização dos objetivos éticos de White e da responsabilidade que atribui aos historiadores. Isso inclui examinar em leituras anteriores a tensão injustificada entre as interpretações de White dos compromissos existencialistas e pós-estruturalistas e identificar o ponto em que essas sobreposições constituem seu relativismo expressamente motivado pela ética.


Palavras-chave: ética da história. ficção. Hayden White. recepção. poéticas da história.


The debate over history’s relation to fiction is long-standing among historians and continuously resurfaces also in connection with efforts to explicate the nature of history within the theory and philosophy of history. Yet it is, most often, established in a fear of the ethically debilitating effects of a marginalization of truth and reference and concludes in a denial of the possibilities of fictionality. In the face of this almost reflex response, no-one has done more to illuminate the fictional practices involved in history writing than Hayden White. But even White’s interventions have been largely received as relating to matters of truth and reference, and their finer points and explicit ethical impetus ignored. Against this background, my aims here are twofold:

First, to offer a selective reading of the reception of White, including what I take to be its core failures. This involves trying to approach White’s interventions “innocently” as it were, without coming to him exclusively through a close theoretical reading, but instead attempting to take into consideration the objections even in those critiques that have perhaps not always been directed at understanding the core point of his efforts. Examining the reception in this way, going outside the narrow field of theory and philosophy of history where much thoughtful reading has been carried out, suggests that many readers have either assumed White to ultimately be making metaphysical and ontological claims about reality and the past (rather than speaking, far less grandiosely, as he mostly does, about historians’ professional attitudes and the nature of historical texts) or they have read him as gesturing at methodological tools to be put to use in reconceiving history. In these connections, he has been viewed variously as a defender of linguistic “free play” and the absolute “fictionality” of history, as a nihilist denier of “reality” and, perhaps somewhat contradicting these other interpretations, as advocating formal rules to be applied in the textual analysis of historical works. To balance a reading of such criticisms, it is obviously important to also present White’s own arguments as clearly as possible; in doing this, I quote him directly wherever possible, before going on to offer my own gloss on his ideas.

Second, following this situating of White’s work among the broader readership, much of which has ultimately chosen to ignore or, in the best-case scenario, to attempt to “apply” it, I attempt to articulate what I see as the core philosophical commitments at play in his thinking. While White has obviously been open to influences from numerous directions, I concentrate on two key strands, the intimate relation between which I feel has not been sufficiently appreciated to date; these two are White’s existentialism (appealed to by commentators quite often) and his poststructuralism (in my opinion, only superficially touched upon in readings of White, and usually seen as being incommensurable with his general position). Important here is the way in which these two inform his specific brand of ethically motivated relativism. In this examination, and by way of conclusion, I go on to defend this particular reading of White’s commitments as well as to specify the precise nature of the core “ethics” that this mixed philosophical inheritance leaves us with, assuming that we wish to continue to advance what might here be labelled a “Whitean” and “constructivist” project regarding history writing.

For purposes of full transparency, I should make clear that my motivation for approaching the current moment in historical studies and the role of constructivism in their future development in this way results from a combination of my appreciation for White’s ground-breaking work and a fear that these insights have still not been given the consideration they deserve. Instead, it seems that many misapprehensions about the consequences persist and historians largely continue to avoid the related theoretical debates. White, for his part, has made this point forcefully, claiming that “[m]any historians feel that historical studies have no need of a theory or theories of history because ‘history’ is what historians do. […] their practice constitutes sufficient ‘theory’ for their work” (White, 2017: xi).


When I first began to work on practices of historical representation – undisturbed by such pessimistic views of the history profession’s openness to change and firmly in the “linguistic turn” context of the 1990s – White’s insights appeared to point to radical opportunities in many disciplinarily exciting directions. Even today, they continue to hold promise for freeing historians from a belief in naive entailments of meaning from reality and can make us better aware of the personal responsibility for the consequences of historical work and interpretation as well as of the importance of conscious decisions regarding history’s representational form. Particularly in this ethical direction, White’s oeuvre and insights continue to hold great unrealized potential and, proceeding from where he brought the debate, can still provide an excellent opportunity for (re-)thinking history practices. So far, opposition has been strong, however, and the radical impetus of White’s thought has been exhausted by the need to repeatedly revisit more basic questions.2 Rather than contributing to a constructive project in relation to historical


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2 The strategy of White’s critics to always turn attention back to simplistically conceived epistemological considerations (reality, reference,

truthfulness, accuracy and so on) seems at least partially responsible for the fact that the views of more radical advocates of a reformulation of historical representation – figures like Keith Jenkins, willing to take things “to the end of the line” (White, 2009: 1), or Sande Cohen (equally committed in Cohen, 1993, for example) – have remained marginal. In my own work, too, commentators have pointed to a shift from pursuing the more radical implications of a Whitean position to instead countering misreadings of his basic claims in ever greater detail; see Roth (2020a) and Fillion (2019); cf. Pihlainen (2017).

writing and representation, the continued resistance to White’s fundamental claims serves to reset discussions – primarily returning them to the perennial controversy regarding “history as fiction,” but also to concomitant fears that accepting such a “literary” view of history opens the door to a dreaded relativism or even nihilism regarding broader societal values.3 To outline the route that opposition commonly takes, and at the cost of rehearsing parts of the “old” discussion, it is important, once more, to begin by attending first to these concerns over history’s fictionality.


History as “free play” and other fictions


As I see it, the key failure in the reception of White’s work – and the key controversy that routinely surfaces in relation to it – is typically marked by the ostensibly polemic question “is history fact or fiction?” Naturally, this question serves to draw the battle lines for those willing to fight over it, but at the same time it prevents any more involved investigations into the nature of history as representation. Furthermore, it completely disregards volumes of sophisticated philosophical and literary theory inquiries regarding fiction and fictionality. Yet, even for theoretically sensitive historians like Georg Iggers, for instance, this issue constituted the core objection against White as late as 2000. Iggers’ understanding of the matter, as expressed in a visible exchange with White, serves to illustrate the common perception exceptionally well, and a detailed examination of it is instructive. Iggers summarizes his reading of White in the following way:


In my opinion White’s error is that he argues that because all historical accounts contain fictional elements they are basically fictions and not subject to truth controls. For him there are not only many different possible accounts of any set of events and interpretations of any set of documents, but all of them have the same truth value. (Iggers, 2000: 383)


Now, on the face of it, this sounds like a convincing enough argument, and it is easy to see why historians would reject White on such a view. If indeed White’s position is that truth controls do not apply in any way to historical representation, it obviously runs afoul of most disciplinary and professional justifications for continuing to write history. And, admittedly, White has made various provocative statements that can be read as hinting at this – as Iggers has done here.4 For example, in what perhaps constitutes his most famous pronunciation relating to the fictionality of history (in what to me is also his most important essay, “The Historical Text as Literary Artifact”), White quite bluntly states: “Historians may not like to think of their works as translations of fact into fictions; but this is one of the effects” (White, 1978: 92). The explanation for why such “translation” is unavoidable is less commonly cited, however: “By the very constitution of a set of events in such a way as to make a comprehensible story out of them, the historian charges those events with the symbolic significance of a comprehensible plot structure” (White, 1978: 91–92). In other words, by imposing a comprehensible structure through their practices of emplotment and storying, historians introduce meaning and significance (what else could make something “comprehensible,” after all?).


Instead of leading to unreasonable views of history’s fictionality, then, what this understanding of the construction of meaning suggests is that – although the kind of “truth” that Iggers and like-minded critics are after can be counted as a basic consideration in establishing historical facts – other criteria (for example, and classically, the concept of “validity” or even an appeal to consequences) can be better applied in evaluating more involved and extended textual constructs.5 The extreme claim that all possible


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3 For two recent accounts of White’s reception in relation to the perceived dangers of this progression to relativism, see Roth (2019) and Pihlainen (2019b). A brief overview of key literature on White can be found in Ball and Domańska (2019).

4 Frank Ankersmit (2009: 37) claims, even more forcefully, that “White himself provided his enemies with the ammunition that they often used against him so effectively.” Likewise, in a reading that is largely critical of White, David Roberts (2013: 276) generously notes that “the potentially productive side of White’s challenge” was largely rejected by historians because of his “mischaracterization” and “overstatement” of the problems of historical work.

5 Many critics seem to lack the basic understanding that “truth value” is typically conceived of as a property of individual statements, not of arguments or extended emplotments, which are better judged in terms of their validity. White’s position on truth and reference is undoubtedly the most contested issue in the broader reception. Arnaldo Momigliano famously objected to White’s approach “because he has eliminated the research for truth as the main task of the historian” (Momigliano, 1981: 259; see also Southgate, 2003: 17 and Burke,

accounts hold the same “truth value” for White is in fact contradicted by his arguments and thus introduces significant confusion when we seek to understand the constructivist position. It is clear that Iggers has read White on the matter, yet, like so many others, fails to fully appreciate the precision of the argument. As he correctly cites, White’s claim is that, “[v]iewed simply as verbal artifacts, histories and novels are indistinguishable from one another” (Iggers, 2000: 384; White, 1978: 122). Tellingly, though, Iggers ignores the crucial qualification “simply” here, assuming instead – like so many readers of White who take him to be advocating a view of “history as fiction” – that this parallel should rather be applied to all aspects, including any “truth value” that he would insist on also with respect to these extended, more complex representational forms.

A great deal hinges on this seemingly innocent and marginal point of what history as a “verbal artifact” simpliciter might be, and elaborating on it serves well to dissect the overall conflict concerning fictionality. Responding directly to Iggers’ reading, White clarifies his position further, recognizing that “Iggers says that I err in not considering historians’ intentions.” However, White stresses that, for him, “when we are concerned with the history of historical writing, it is the intentions of the text that should interest us, not the intentions of the writer.” (White, 2000: 406). Against this, Iggers’ intuition and follow-through are revealing of the way the idea of “simply” the text is easily, and most-often unwittingly, broadened out in an immediate segue to the non-textual: it strikes Iggers as obvious that “in truth only writers have intentions” (Iggers, 2000: 378); and he thus interprets White’s suggestion to read texts in this way – first and foremost on their own terms, as it were – as a turn to some absurd textualism:


if we exclude the author’s intentionality from the text and refrain from asking questions seeking to probe his/her intentionality, we are forced to take an absurdist notion of free play which permits the texts to be interpreted in an infinite number of ways (Iggers, 2000: 378).


Disregarding for a moment the questionable legitimacy of the jump from authorial intention to reader interpretations (the difficulty of which Iggers seems in fact to partially consider, noting that, “of course, the author may not be fully conscious of the implications of his writing” [Iggers, 2000: 378]), there is a far more significant problem in evidence here: even in radical textualist approaches, readings are constrained by the linguistic commitments and practices and cultural codes and endowments that inform us both as writers and as readers.6 “Free play” in this extreme sense is a scarecrow, invoked to sidestep discussions about the challenges of reference, as indeed is the attendant formulation of immoderate textualism that Iggers attempts to pin on White.7 According to Iggers (2000: 378), “[t]he textual approach assumes that the text can be read without reference to a referent”; yet, at most, this would only hold for referential texts only as long as they are read “simply as verbal artifacts” – when read as verbal artifacts belonging to a specific referential genre and with specific referential commitments, as histories by definition do, this is clearly not the case. This articulation underlines the fact that the constructivist claim is not directed at reference as such, but at mediatedness and the limits of our knowing: even specifically referential texts fail to provide access to reality. Rather, a historical text simultaneously assumes and constructs its referent; and its explicitly referential genre expectations (as, in practice, expressed in historians’ intentions) ensure that historians as authors demonstrate fidelity to their professional commitments – which are far from unclear in this respect. But none of this means that the commitments themselves, or some “intentions,” need to be “read back” from the text; instead they are


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2013: 440). Similar objections have been raised most notably – and in order of their initial appearance – by Carlo Ginzburg (1992), Gertrude Himmelfarb (1997), Roger Chartier (1997) and Arthur Marwick (see White’s [1995] response to this). Likewise, for readers such as Gabrielle Spiegel, White’s point was to argue for “historical narrative as intrinsically no different than fictional narrative, except in its pretense to objectivity and referentiality” (Spiegel, 1997: 278, my emphasis; see also Vann, 1998: 156). In a thorough account of White’s reception Richard Vann, however, regards all such claims as misinterpretations for the simple reason that White, “notoriously, has bracketed considerations of historical knowledge, as he has bracketed treatments of the referentiality of language” (Vann, 1998: 143). This well summarizes the reading that I defend here too.

6 White makes this point unambiguously with respect to history: “The historian shares with his audience general notions of the forms that significant human situations must take by virtue of his participation in the specific processes of sense-making which identify him as a member of one cultural endowment rather than another” (White, 1978: 86). For more on this, see Pihlainen (2017: 101–102; 2019a).

7 As Nancy Partner (1998: 171) instructively reminds, recognizing the role of the textual intention in the presentation of truth-claims is a strategy that “would be stable, intelligible, and defensible against extreme relativist attack” without need to “make claims to extra-linguistic transcendence.”

already in it as textual consequences and are a core part of the overall genre expectation for the reader too (for a detailed elaboration of arguments relating to this process, see Pihlainen, 2019a).

In later work, White recognizes that, despite the overwhelming success his provocations had in bringing to the fore questions of fictionality and constructedness, and, by extension, on occasion, also the broader societal responsibility of historians, they also negatively influenced the reception of his more involved argument. With the help of hindsight, in the introduction to The Practical Past, he suggests that it might have been better to communicate his understanding of “fiction” more explicitly:


I had failed to make clear that by the term “fiction” I had had in mind Jeremy Bentham’s conception of it, as a kind of invention or construction based on hypothesis rather than a manner of writing or thinking focused on purely imaginary or fantastic entities. (White, 2014: xii)8


This belated concession may perhaps have been more for purposes of facilitating dialogue than of owning up to having in fact been “misleading,” though, since there is little room for confusion for those who choose to read White closely. After all, he reminds readers of the importance of historians’ referential commitments throughout his work: for example, by emphasizing the obligation of “properly” assessing truth value with respect to the facts (or “singular existential statements”) comprising a historical representation “taken individually” rather than in relation to “the logical conjunction of the whole set of such statements taken distributively” (White, 1987: 45; see my footnote 5 here). In this connection, he importantly underscores that, “unless a historical discourse acceded to assessment in these terms, it would lose all justification for its claim to represent and provide explanations of specifically real historical events” (White, 1987: 45). Even in his most vehemently rejected provocations designating histories as “verbal fictions,” he is similarly cautious to qualify them as being “as much invented as found” (White, 1978: 82; my emphasis).9 So much for any alleged nihilist “free play” with regard to historians’ professional commitments at least.


Realist intuitions and desires

Whatever White’s precise motives for the proffered accommodation of criticism in The Practical Past, this could reasonably be expected to mitigate the desire to return to the issue of fictionality in the future

– assuming sympathetic readers going forward, of course. The contested difference – the main point on which the opposing ways of understanding the place of fictionality in history fail to agree – is formulated succinctly by White in response to Iggers, and it centres on the role of those “elements” of a complex representation that go beyond the basic facts (most obviously structural decisions, rhetorical tropes, emplotments, plot points and so on):


Where we differ is in our conceptions of the discursive functions of these elements. He [Iggers] thinks they are decorative or matters of style. I think they are constitutive, not of reality, but of the meanings with which historians endow the facts of the past by narrativization. (White, 2000: 406)


Understanding this difference is particularly important because even formulations that try to take the qualifications made by White into consideration and respond with modulated, less polemicizing questions (something like, for example: “to what extent, then, should we consider history to be fictional?”) continue to invite accusations of relativism and antirealism. If history is taken as “fiction” in any sense of make-believe, of being completely detachable from reference, if, that is, it is seen as



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8 Of course, this understanding of fictionality should have been obvious at least to contemporaneous readers since it had been pointedly discussed at the time; prominently by Clifford Geertz (1973: 15–16), for whom “fiction,” following “the original meaning of fictio,” implied “something fashioned” rather than some “false, unfactual, or merely ‘as if’ thought experiments.” The reasonableness of this expectation is borne out by Spiegel, for example, who notes the simultaneous reception of Geertz’s Interpretation of Cultures with White’s Metahistory, along with their shared reliance on Northrop Frye (Spiegel, 2013b: 172).

9 Although White’s claims are closely delimited, objections continue to be presented along the same, expansive routes; for example, Bernard

Waites claims of a particular book in economic history that “it would be perverse to label the book a ‘verbal fiction’ or ‘theoretical construct’ with no referent in historical experience” (2011: 322; my emphasis). Why does this issue of reference always appear as if a natural supplement to White’s precise formulations? In the same piece and along the same lines, Waites also finds it necessary to object to the exaggerated, spurious idea that the past is “‘invented’ by intellectuals” (2011: 326).

being unconstrained by beliefs about reality and reference, the simplistic reception will continue to be that a Whitean position refutes the existence of reality itself rather than, less ambitiously, that it denies the possibility of situating comprehensibility and meaning in that reality to be discovered or “found” there by the historian. Now, while such a chain of thought is wildly generalizing and makes a number of illegitimate jumps, it is not uncommon, and is reinforced by the habitual intuition that “history” and “the past” should essentially correspond.

In a formative article on White, Keith Jenkins goes to great lengths to make clear that the constructivist stance is not one of antirealism in the sense of denying reality, but instead hinges on the issue of accessibility and meaning. As Jenkins explains his adoption of the commitments involved: “I take as my originary axiom the existence of matter; of materiality, of ‘actuality.’ I take it that the ‘stuff’ we call, for example, the world, the universe, etc., is really out there and is therefore not the product of my current mental state.” But, he continues, “I hold the view (with Richard Rorty) that whilst the ‘world’ is ‘out there’ meanings are not; that whilst the world is ‘out there’ truths are not, since meanings and truths are in sentences and sentences are not ‘out there.’” (Jenkins, 2008: 60; reprinted as Jenkins, 2009, with minor modifications). Despite this and other equally unambiguous qualifications, opponents have, however, continued to read constructivist attempts at detaching meaning from reality along these lines as signifying a denial of the existence of reality itself (and, obviously, in the case of debates in theory of history, specifically of past reality).10 For example: in response to this essay by Jenkins on White, and already in the abstract to his article, Bernard Waites feels the need to stress that very issue: “I defend the ‘realist’ view that the historical past existed independently of our present knowledge and thinking about it” (Waites, 2011: 319). What is more, it is “correspondence with the independent reality of the past” (Waites, 2011: 327) that makes possible his particular kind of realism. Affirming that such readings of White are not merely isolated examples but persist in – if not indeed currently even dominate – the discipline, Gabrielle Spiegel (2019: 4) has recently observed a strengthening trend within the profession to “reject the sort of encompassing narrativism associated with Hayden White’s Metahistory as ‘anti- realist’ and therefore standing in contradiction to history’s primary goal of gaining legitimate and authentic knowledge of the past.”


There is little doubt, then, that focus on empiricism and the idea of correspondence of some kind is firmly lodged in general intuitions regarding how history should be approached. What is more, it often involves the elision of “history” with “the past” already at the level of terminology – sometimes even in otherwise quite sophisticated philosophical proposals. When beginning to introduce his preferred terminology of “philosophy of historiography” in 2001, Aviezer Tucker, for instance, repeatedly and quite pointedly stresses the need to distinguish “historiography” from “history,” as if history were the reference for historians’ investigations and, as such, somehow synonymous with the past.11 It is particularly in conjunction with such stubborn intuitions and assumptions that the difficulties with realism are also manifested: if “history” and “the past” are conflated already in our terminology, the separation of the representational aspects of stories from “reality” also becomes that much harder. This is a terminological issue that defenders of White like Jenkins as well as Alun Munslow have been especially vocal in


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10 There is significant variance among the ways in which the terms “realism” and “antirealism” are used in these debates, and even close readers of White differ in their vocabularies. Paul Roth, for example, employs “realism” in a different sense to Jenkins’ usage, or indeed to mine here; roughly as signifying the expectation that reality can entail meanings. (And Roth further introduces the concept of “historical irrealism” to counter “realist” metaphysical assumptions of meaning as somehow “out there”; Roth, 2020b: 35.) Regardless of the terminological differences, Roth identifies the core problem in the same way: for him, too, the crucial point of White’s work is to urge historians “to drop the pretense that they tap into sources of authority that magically transcend the cultural fray” (Roth, 2019: 543). In this effort, he terms White an “anti-realist,” however, since “realism,” in the sense of reality providing some transcendental grounds, “is to be rejected because it only serves to license an intellectual and moral position that historians have no right to claim” (Roth, 2019: 543). So, importantly, meanings and justifications are not in reality according to his reading either.

11 Or perhaps Tucker means by “history” the study of past events, in which case his comparison of the relationship between “historiography”

vs. “history” to “science” vs. “nature” in this connection is misleading; likewise, Tucker’s appeal to the inevitability of some “synthetic” aspect in all propositions suggests that “history” here intends, rather, a concrete referent. It seems safest to cite him directly on this and to let readers decide: “Philosophers, like everyone else, have reliable access to history only through historiography. These philosophers of history perforce must deal with historiography (approximately, what critical historians write). I do not mean to imply that philosophers of historiography can deal exclusively with historiography and ignore history, any more than philosophers of science can ignore nature; Quine’s destruction of the analytic/synthetic distinction precludes such a Kantian conceptual-analytical division of labor. But I do mean that when philosophers consider history, they must do so through and in relation to historiography. To distinguish this new kind of philosophy of history, I call it the philosophy of historiography.” (Tucker, 2001: 48)

emphasizing, but also one that White has himself on occasion sought to elucidate. In summarizing his disagreement with Iggers, for instance, White notes this explicitly:

Iggers seems to think I have not understood that (modern) historians are interested in making true statements about “the past” and “history” (I make a distinction between the two), that they wish to deal in “facts” and not “fictions,” that they are interested in finding facts and do not wish to invent them, and that their writing is intended to be a contribution to “scholarship,” and not to “literature.” (White, 2000: 405)


White has not always been consequential with this distinction, however (and the clarification here is another example of why the exchange with Iggers is so instructive). Instead, less precise formulations even in connection with the controversial provocations cited in the previous section may have encouraged some of the extreme reactions discussed.12

The reason to dwell on the terminology here is that the move from linking “the past” to “history” in this way – as if a natural correspondence existed – to assuming realism in representation as being something more fundamental than just another literary device13, to then also assuming metaphysical (and often specifically moral) entailments somehow being carried over from reality into the story form, contributes significantly to the overall difficulty of accepting the challenges of meaning-making in historical representation. There are also crucial practical and disciplinary reasons for this tendency, of course, and these align with the basic realist intuitions of historians. Centrally: for other, non-historical genres, presenting history as an ultimately “realist” endeavour aids in thinking about and refining their own practices14; relatedly, being able to distinguish between history and propaganda or “ideology” in an unproblematic way would bolster the authority of the discipline. Given this general predisposition, White’s claim that attending to the literary or “fictive” side of history writing would help expose the ideological commitments involved is, understandably, more easily ignored than welcomed for its critical potential. But, for White, the importance of this insight is obvious: “this recognition would serve as a potent antidote to the tendency of historians to become captive of ideological preconceptions which they do not recognize as such but honor as the ‘correct’ perception of ‘the way things really are’” (White, 1978: 99).


Unfortunately, even when the “ideological” or “rhetorical” dimension of historical representation is accepted as inevitable and formative to some extent (as opposed to superfluous and “decorative” as White finds it to be in Iggers’ perception discussed above at least), there often appears a tendency to simplify what is meant by “narrative” and “narrativization” in the context of history writing. And this simplification, too, relates to the difficulty of accepting the lack of a meaningful link with reality as well as the underlying assumption that merely being “realistic” and somehow “authentic” will keep us safe from ideological “distortions.” A central and surprisingly popular reading of “narrativity” in such a limiting sense can be found in David Carr’s influential argument against White and other representatives of what Carr (aptly) calls the “discontinuity view” — the idea that narratives are discontinuous with reality. For Carr, this view is mistaken. Rather, he argues: “Narrative is not merely a possibly successful way of describing events; its structure inheres in the events themselves. Far from being a formal distortion of the events it relates, a narrative account is an extension of one of their primary features.” (Carr, 1986: 117) Tying “narrative” in this way to “real” structures and events limits it, however, to purposeful actions and to the aims, directions and closures respectively pursued, followed and established in those. Following such a reading, White’s “narrativist” views represent little more than the imposition of story closures; at its most basic, the discussions that follow from this are then had largely


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12 For example, in “The Historical Text as Literary Artifact,” and very quickly following the claims of history writing as a “translation” of fact into fiction and the idea of “invented and found,” White somewhat confusingly defines “history” as “the real world as it evolves in time” (White, 1978: 98) rather than as the story we tell of it. In contrast, a helpful clarification of the distinction can be found in White (2013), for instance.

13 Even someone as closely versed in White’s thinking as Robert Doran appears to accept the disciplinary idea that there is something about realist form that makes it especially appropriate for history writing – or at least he repeats the common view that “the historian must strive for the most realistic presentation of historical reality possible, the kind of presentation that most effectively mirrors […] its object” (Doran, 2013b: 111).

14 This is not lost on White, who also notes the oftentimes practical “utility” of seeing history in this way, “for the definition of other types of discourse” (White, 1978: 89).

in terms of a straightforward Aristotelian beginning-middle-end structure and the construction of basic story-points, provision of resolutions, and so on. More nuanced points of rhetorics and tropology and the broader, complex meaning of narrativity are largely ignored. (For explicit defences of these, see, for example, Partner, 2009 or Pihlainen, 2017.)


From relativism to responsibility


The frequent attempts to simplify White’s thought might best be understood as aimed at defusing its potentially radical consequences. Strategies of limiting the reach of “fiction” to the inclusion of details that are superfluous to the “actual” history or presenting “narrative” as something that inheres in events and reality, for example, suggest relatively direct, supposedly “realistic” routes for minimizing the impact of theorizing history writing in terms of historians’ creative role or, indeed, in terms of their ethical responsibilities. In this respect at least, White’s suspicion that historians have little appetite for the considerations he raises – that, for them, “practice constitutes sufficient ‘theory’” (a sentiment I cited at the outset) – appears quite justified. Beyond the examples already discussed, it seems that similar goals of domestication feature in efforts to present the consequences of a constructivist position on history writing in formal terms – at times even as calls for some straightforward replicability.


Efforts to systematize White were certainly discernible in the attention given to Metahistory: one of the key difficulties in its reception seems to have involved an undue formalism being attributed to White’s thinking simply on the basis of the very brief and ostensibly structuralist Preface penned to it preceding publication. Even as sympathetic and close a reader of White as Frank Ankersmit, for example, presents White’s discussion of tropology in Metahistory as a grid that White first introduces and then “applies” in the book (Ankersmit, 2009: 36). While such an interpretation is perhaps invited by White’s preparatory introduction of the ideas, the systematicity and formalism that many readers would extend also to the overall treatment and analyses are not evident in the main investigations.15 Exactly how much the existence of the fairly easily appropriated Preface, Introduction and Conclusion to the book has influenced reception is difficult to estimate, but Spiegel, for one, has observed the relative lack of familiarity among historians with its details. Remarking on “the way in which Metahistory tended to be read; or more accurately not read,” Spiegel notes “that most historians who turned to it for instruction in the 1970s and 1980s were inclined to read the Introduction and Conclusion and skip the intervening chapters” (Spiegel, 2013a: 494; see also the recent reappraisal of Metahistory’s reception by Carolyn Dean [2019]). Considering that numerous commentators have labelled Metahistory a difficult read, this may indeed be the case, whether due to its “ambiguities” as well as White’s supposed “love of technical terms” that led to “lack of ‘resonance’ within the community of historians,” as Peter Burke (2013: 441) claims, or simply because of its frustrating “ability to evade or absorb thrusts” (Kellner, 1980: 2), for example.16

Already in the subtitle of the Introduction to Metahistory, White presents the idea of “the poetics of history” – an emphasis that can be assumed to have aggravated difficulties with reception in the same way as his comments on “fiction” discussed above. Similarly present here is the idea of history texts “considered purely as verbal structures” (White, 1973: 4). As with his more overt provocations, gesturing to “poetics” and textualism in these ways (or even, less alarmingly, to the “poetical and rhetorical elements” of history texts, as cited by Iggers [2000: 384]) can raise the spectre of some unbridled relativism – suspicion of which, as should be evident by now, is what drives much of the opposition to White’s interventions. From a theoretical point of view this is not so easy to understand, however,


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15 In addition to often disclaiming the systematic nature of Metahistory, White is careful to remind that the formalizations he offers should not be taken as a “model” in any way (see, for example, White 2000: 391). For more on viewing the tropes of Metahistory as “models” or as “rigid and deterministic,” see Paul (2011: 82–91) and Doran (2013a: 19–20) respectively; compare with Kellner (1980) and Vann (1998) who make these same arguments early on. The idea persists even in recent assessments of White’s position, however, see, for example, Jörn Rüsen (2020: 95), who reads White as presenting this “scheme as an analytical tool” for mapping histories.

16 Burke (2013) offers a concise summary of White’s reception since Metahistory (and, equally succinctly, of White’s place in the long tradition relating to the rhetorics of history). Of course, the reception of Metahistory has been discussed extensively; in addition to the sources mentioned already, see Ankersmit, 1998; Domanska, 1998: 173–175; and Jenkins, 1999: 126 ff. For a recent and more global approach to White’s influence, see also Domańska, 2019.

because when relativism is specifically named as the cause for concern it seems fairly easily dismissed. In responding to critique from Dirk Moses along these lines, for example, White presents his reasoning in just a few persuasive lines; and, important to note, this response also includes firm and rather obvious refutation of an earlier critique from Carlo Ginzburg and a number of other participants in the much- lauded “History, Event, and Discourse” meeting at UCLA in 1989. White says:


The first charge [levelled against him by Moses], which repeats the commonplace that relativism authorizes belief in, if it does not inevitably lead to, fascism (an argument mounted against me by Carlo Ginzburg), I simply reject. As far as I am concerned, cultural relativism can lead to many different ethical and political positions, but leads more often to tolerance and efforts to understand the other, rather than to intolerance, xenophobia, and fascism (White, 2005b: 337).


The critique from Ginzburg (1992) and others17 is commonly read by historians as bringing to light a substantial flaw in White’s thinking, yet opposition to relativism on such consequentialist grounds seems relatively toothless and intended mostly as a scare-tactic. (Remember the basic idea from Rorty that meanings are not “out there” and, further, that believing they can somehow be found or discovered free of ideological construction is what in fact underwrites authoritarian attitudes.) Paul Roth rightly calls out the appeal to relativism in this fashion as an empty conceit, expected – as if by reflex reaction – “to bring any right-thinking person to their senses regarding White’s brief against realist notions of historical representation.” As such it is, he forcefully emphasizes, “just one more bogus move in a sterile debate” (Roth, 2019: 543).


Given the decades of back-and-forth over this very same issue, the annoyance expressed by Roth seems, to me too, eminently justified. This is even more so since the matter appears clear without appeal to the kinds of demonstrable consequences that White refers to in this response to Moses. Simply for purposes of thinking freely, thinking “for oneself” as it were, White’s view of relativism looks to be the more defensible one. And he has made this very clear specifically with respect to the uses of history: “the socially responsible interpreter can do two things: (1) expose the fictitious nature of any political program based on an appeal to what ‘history’ supposedly teaches and (2) remain adamantly ‘utopian’ in any criticism of political ‘realism.’” (White, 1987: 227) According to this view of ethical societal engagement, proceeding on the basis of established practices and norms or, for instance, from an acceptance of “the way things are,” precludes actively pursuing emancipatory or “oppositional” goals (for more on this, see Pihlainen, 2017; specifically on White’s “liberation historiography,” see Domańska, 2015 and Paul, 201118). Once again, our values are not “out there” to be found or discovered, already somehow formed and guaranteed by reality and close research into the facts – and if we assume this to be the case, we are acting in bad faith, shunning our ethical responsibilities.19

The somewhat puzzling, negative reaction to relativism has had significant impact on White’s reception even among his supporters and, possibly as a result, interpretations of his philosophical commitments appear to be divided here too. Despite the clarity of the move from relativism to assuming responsibility in formulations like the one above, White has been read both as rejecting and as embracing postmodernism – and this “postmodernism” has been given wildly differing meanings.20 More obvious


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17 For details, see Friedländer, 1992; Friedländer’s introduction to the volume is also reprinted in Jenkins, 1997. A recent discussion of the accusation of fascist tendencies made against White in this debate can be found in Dean, 2019: 1346–1347.

18 Verónica Tozzi summarizes the political charge relating to this well: “in matters of political or moral adequateness of our uses of the past, no precision in facts or evidence can help us, precisely because we are dealing with political or moral dissent. This does not imply that we should accept any political conclusion allegedly drawn from historical reconstructions” (Tozzi, 2009: 269),

19 This is of course a broad point, extending well beyond the discourse of history. In a masterful reading of poststructuralism and its resistance of the inertial authority of the status quo, Sande Cohen articulates the difficulty of such realist beliefs well, noting the ethical lack in discourse and thought “when one ‘knows,’ in advance, what things ‘look like,’ [which leads to] the emergent [being] pressured and forced to fit with and conform to the already-existing weight of already-known sign-systems.” (Cohen, 1993: 120) This realist expectation “authorizes,” he reminds, “a present-subject to absorb contradictory appearances, validating authority as a figure that separates essential predicates from unessential ones without owning up to what is occurring.” (Cohen, 1993: 120) With respect to history, hiding behind professional methods and practices or the assumed “authenticity” of stories permits this same evading of responsibility.

20 White justifiably describes some of these readings of postmodernism critically. Marwick’s use of the term, for example, he calls “so bizarre and uninformed” as to render discussion regarding the problems he attributes to it pointless (White, 1995: 233). Importantly, this is no underhanded rhetorical strategy: in his criticism, Marwick disturbingly equates “metahistory” and, by correspondingly strange

attacks often repeat the supposedly clever idea that, in refusing foundations and foundational statements, postmodernism involves itself in a performative and self-defeating contradiction. This flippant claim simply ignores long-standing and well-justified philosophical positions with respect to scepticism and agnosticism regarding knowledge. Hand-in-hand with this accusation are presented also the perceived deleterious consequences of accepting anti-foundationalism – a fear that Gertrude Himmelfarb expressed in rather remarkable fashion: “Postmodernist history, one might say, recognizes no reality principle, only the pleasure principle – history at the pleasure of the historian.” (Himmelfarb, 1997: 158; a handy and very illuminating introduction to many of these debates is provided by The Postmodern History Reader collected by Jenkins [1997].) Even setting aside the crass way in which this claim ignores all of the disciplinary commitments expressed by “postmodernists” like White, the implied “anything goes” position is clearly at odds with his sophisticated and expressly ethical understanding of relativism: “I conceive relativism to be the basis of social tolerance, not a licence to ‘do as you please.’” (White, 1987: 227).

Conceivably, it is this imprecise articulation of relativism with “postmodernism” seen as radically nihilist and ultimately destructive that is also reflected in the resistance to more meticulous poststructuralist and antifoundationalist arguments for relativism even by a number of defenders of White’s overall position. While White’s affiliation with postmodernism can certainly be debated – not least on the basis of his own contradictory statements about it21 – his view of the consequences of relativism is unambiguous. Because of the range of positions White seems to occupy, attempting to definitively capture him in such terms is not the most urgent task, however. More important, going forward, will be to examine how these various commitments contribute to his overall views about history and the role of the historian.


A key move in understanding the nature and ramifications of White’s relativism involves trying to negotiate between his existentialist affinities and his poststructuralist commitments. Commentators who see White as fundamentally an existentialist have tended to reject poststructuralism, which they read as involving the acceptance of a meaninglessness that frustrates future-oriented action (see, for example, Kellner [1980: 17], for whom White’s “emphasis on choice […] is repeated unmistakably” as he “persistently asserts human freedom” in a Sartrean fashion; also see Paul [2011]; Doran [2013a, 2013b]; and Spiegel [2013a]). When reading poststructuralism not only as a scene of endless slippage of meaning but also, and relatedly, as an opening up of a space for the assumption of ethical-political responsibility (in line with White’s interpretation of relativism), the overlap and continuity between existentialism and poststructuralism regarding “choice” and “decision” is evident, however: on the one hand, there is refusing to act in “bad faith” in the Sartrean sense and instead assuming the responsibility to choose; on the other, there is the moment of facing the aporia and taking the “undecidable decision” à la Derrida.22

Once we broaden our reading in this way and see White also as a poststructuralist and thus in terms of the accompanying decisionist ethic, his defence of relativism as a route to responsibility appears as a


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extension, postmodernism with, of all things, speculative or substantive philosophies of history. Ankersmit (1998: 185) later took an equally stern view of Marwick’s interjection, describing it as “a perfectly inane and silly tirade.” Somewhat gentler responses pointed to the pronouncedly “imprecise terminology” (Kansteiner, 1996: 215) and the lack of common vocabulary that caused participants in this debate to largely “run inconsequential rings around each other” (Southgate, 1996: 209).

21 Citing him from an interview in 1994, Dean (2019: 1343), for instance, claims that White “did not think of himself as postmodern” (on that occasion, White self-identified instead as “a formalist and a structuralist”). Comments have, however, ranged from denials of White’s postmodernism (for example, Doran, 2013b: 110) to viewing his work as a “highly original adaptation of the postmodern challenge” (Kansteiner, 2000: 226–227). In Richard Vann’s reading, White moved away from his stance of “existential humanism” soon after Metahistory (Vann, 1998: 144) – something that may also explain the contrasting views. By 2005, however, White appears comfortable claiming the label for his core argument: “the anti-postmodernist handwringers are wrong when they say that the postmodernists are ‘against’ history, objectivity, rules, methods, and so on. What we postmodernists are against is a professional historiography, in service to state apparatuses that have turned against their own citizens, with its epistemically pinched, ideologically sterile, and superannuated notions of objectivity” (White, 2005a: 152, my emphasis). For a good discussion of White’s later “pessimism” regarding academic history practices, see also La Greca, 2016.

22 For a brief introduction to this reading of Derrida, see, for example, Jenkins [1999: 1 ff.]. Citing White’s early work, Kellner interestingly reproduces a definition of existentialism that could be applied equally to Derrida’s arguments for ethical-political responsibility (but so often lost to those who read him as a self-defeating nihilist): “the one crime that the individual can commit against himself […] is unwillingness to accept responsibility for his acts and ascription of this personal responsibility to something outside the self” (Kellner, 1980: 17).

self-evident strategy – and one that is very much in line with other poststructuralist ethical-political approaches. In this, it seems important to rely on readers of White like Keith Jenkins, Sande Cohen or Wulf Kansteiner, for example, who demonstrate a more generous and radical understanding of poststructuralism in its ethical mode. Understood in this context, a Whitean constructivist position can be seen to refute predefined norms and foundations for choices and actions. This recognition of the fundamental meaninglessness “out there” is the insight that can, White argues, lead people “to endow their lives with a meaning for which they alone are fully responsible” (White, 1987: 72). Through facing the inevitable lack of certainty in making our decisions, we are drawn into an ethical stance and presented with a call to assume responsibility for the future with each and every choice.


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https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11580


TRAGEDIA, CONFLICTO Y EMOCIONES

A PROPÓSITO DE LA “PEQUEÑA ÉTICA” DE RICŒUR


TRAGEDY, CONFLICT AND EMOTIONS

Concerning Ricœur’s “little ethics”


TRAGÉDIA, CONFLITO E EMOÇÕES

Sobre a “pequena ética” de Ricœur


Mariana Castillo Merlo

(Universidad Nacional de Comahue; Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas)

marianacastillomerlo@gmail.com


Recibido: 18/12/2020

 

Aprobado: 06/01/2021


RESUMEN


En este trabajo propongo repensar el lugar de la filosofía de Ricœur en el escenario contemporáneo, en el marco de los debates entre el giro lingüístico y el giro afectivo. A partir de las observaciones de Ricœur en el interludio “Lo trágico de la acción” del Si mismo como otro, me interesa analizar el papel que juega la metaforización de las emociones trágicas en el aprendizaje ético, teniendo como hipótesis que dicho proceso de metaforización permite aunar elementos constitutivos de la identidad personal y, a su vez, ubicar al juicio moral en situación, poner en práctica la deliberación y repensar el conflicto como componente inherente de la vida humana.


Palabras clave: emociones trágicas. kátharsis. aprendizaje ético. identidad personal


ABSTRACT


In this paper, I propose to rethink the place of Ricœur’s philosophy in the contemporary scene, within the framework of the debates between the linguistic turn and the affective turn. Based on Ricœur’s observations in the interlude “Tragic Action” in Oneself as another, it is analyzed the role of making a metaphor of the tragic emotions in ethical learning. The hypothesis is that this process allows bringing together constitutive elements of personal identity. In turn, metaphorization places moral judgment in a situation, puts deliberation into practice, and rethinks conflict as an inherent human life component.


Keywords: tragic emotions. kátharsis. ethical learning. personal identity

RESUMO


Neste trabalho, proponho repensar o lugar da filosofia de Ricœur na cena contemporânea, no quadro dos debates entre o giro linguístico e o giro afetivo. A partir das observações de Ricœur no interlúdio "A tragédia da ação", sobre o si-mesmo como um outro, interessa-me analisar o papel que a metaforização das emoções trágicas desempenha na aprendizagem ética, supondo que tal processo de metaforização permite reunir elementos constitutivos da identidade pessoal e, por sua vez, colocar o julgamento moral em uma situação, colocar a deliberação em prática e repensar o conflito como um componente inerente à vida humana.


Palavras chaves: emoções trágicas. kátharsis. aprendizagem ético. identidade pessoal


Introducción


En el escenario filosófico contemporáneo, la obra de Ricouer marca, sin lugar a dudas, un trazo ineludible, un itinerario complejo. Quien sigue de cerca ese itinerario no puede más que reconocer la dificultad que entraña encontrar un hilo conductor que permita darle unidad a su producción, porque “volver a trazar su historia es también volver a encontrarlo presente en la mayor parte de las cuestiones que han sido el núcleo de los debates de esta segunda mitad del siglo” (Dosse, 2013: 21). Pese a cierta opinión compartida, el pensamiento de Ricœur se presenta como un pensamiento del extremo y del conflicto. Y son esos extremos, ese pendular incesante tratando de encontrar un punto medio, lo que le da sentido a sus reflexiones.


En el marco de las discusiones contemporáneas, los estudios sobre los afectos y las emociones, que a partir de los 80’ han cobrado relevancia en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales, dieron lugar al denominado “giro afectivo” (the affective turn). El nuevo vocabulario de las emociones le da un nuevo alcance semántico a los términos en los que se plantea la crítica social. Se trata de una conversión lingüística, pero también epistemológica, en la medida en que se configura un nuevo discurso político y una nueva economía moral, que determina “la producción, repartición, circulación y utilización de las emociones, los valores, las normas y las obligaciones en el espacio social que caracterizan a un momento histórico particular y, eventualmente, a un grupo social” (Fassin, 2016: 19).


La vuelta a las emociones aparece como un intento por indagar en formas alternativas de aproximarse a la dimensión afectiva a partir de su rol en el ámbito público. Esto permitiría contrarrestar la impronta del “giro lingüístico” que, guiado por teorías postestructuralistas y psicologicistas, privilegió lo discursivo por sobre lo corporal, lo material y lo emotivo (Solana, 2017:93). El carácter performativo de los afectos, y su impacto ético y político, renueva así la discusión sobre los modos tradicionales de concebir la constitución de la subjetividad, basada en dualismos como los de sujeto/objeto; cuerpo/mente; interior/exterior; pasiones/razones; afectos/acciones; público/privado, etc.

En este contexto, la filosofía de Ricœur y su particular modo de concebir el status antropológico del sujeto merecen una especial atención. En su obra, los más diversos debates tienen lugar a partir de la confluencia de múltiples perspectivas. La cuestión del sujeto, sin embargo, constituye un tema y una preocupación recurrente que traza un hilo conductor a lo largo de su vasta producción.

Siguiendo el ritmo ternario de su metodología, puede dividirse su obra en tres grandes momentos y mostrarse en cada uno de ellos de qué manera las discusiones van configurando su propia concepción de sujeto. El primer momento cubriría desde sus primeras obras, escritas a fines de los años cuarenta, hasta mediados de los setenta. En este contexto, la cuestión del sujeto aparece ligada a la figura del hombre falible y a la problemática del símbolo/signo, ya sea en sus trabajos dedicados a la hermenéutica religiosa, al estructuralismo lingüístico o al psicoanálisis freudiano. La tesis que subyace a este primer momento es que “el sujeto no se conoce a sí mismo directamente sino sólo a través de los signos depositados en su memoria y su imaginario por las grandes culturas” (Ricœur 2007: 32).

El segundo momento se prolonga desde mediados de los años setenta hasta principios de los noventa. En la producción ricœuriana que comprende este período, la cuestión del sujeto se tiñe de un vocabulario narrativista. Las discusiones sobre la metáfora, la innovación semántica, la referencialidad, los modos de transposición de la acción humana en el texto, la función, estructura e inteligencia narrativa y la problemática de la temporalidad son algunos de los puntos de fuga en los que se proyecta una preocupación más general por el sujeto. La tesis principal que articula este período es la de la existencia de una relación de condicionamiento mutuo entre narratividad y temporalidad de modo tal que “el tiempo se hace tiempo humano en cuanto se articula de modo narrativo” (Ricœur 1995: 39).

El último momento de su producción va desde los primeros años de la década del noventa hasta su muerte en el año dos mil cinco. En este contexto, la cuestión del sujeto es atravesada por las discusiones historiográficas, las paradojas del poder político y las problemáticas que suscita la idea de justicia. La constitución dialógica del sí mismo, la sabiduría práctica, el hombre capaz, el binomio reconocimiento- identificación, la memoria, el olvido, son los ejes de las reflexiones ricœurianas, en un intento por sostener que las presuposiciones antropológicas “recaen sobre el modo de ser de un sujeto al que le afecta una problemática moral, jurídica, política” [e histórica] (Ricœur, 2008: 18).

En este panorama, el papel que juegan los afectos1 en la constitución de la identidad se ve opacado por el lenguaje. El carácter narrativista de la filosofía de Ricœur lo erige en un referente para el llamado “giro lingüístico” y parecería ubicarlo en el extremo opuesto al denominado “giro afectivo”. Sin embargo, la propuesta de una “hermenéutica del sí” y la construcción de una “pequeña ética” en el Sí mismo como otro (1996 [1990]) ponen en cuestión esta descripción. La incorporación de una dimensión ética y moral a la cuestión de la identidad supone, según Ricœur, dar respuesta a la pregunta por la imputación moral de la acción. De esta tarea se ocupa en la última parte del Sí mismo como otro (estudios séptimo, octavo y noveno) en los que la cuestión de la identidad es analizada a la luz de las determinaciones éticas y morales de la acción.


En un interludio, y como un ejercicio reflexivo que se sabe allende a los límites de la filosofía, Ricœur apela a la tragedia griega para reevaluar sus argumentos sobre la dimensión práctica de la subjetividad. Si bien es cierto que en estas observaciones resuenan los análisis previos referidos a la tragedia griega (2004: 357-375), el interludio ricœuriano se nutre de una nueva preocupación, más urgente, vinculada a la acción humana en sus múltiples aristas, aunque con especial énfasis en el papel que tiene el conflicto en la dimensión práctica. Ello supone, sin embargo, reponer algunos de los supuestos que operan en su lectura de la tragedia griega para que sea posible que ésta ocupe un lugar relevante en la dimensión práctica de la acción.


A partir de las observaciones de Ricoeur en el interludio “Lo trágico de la acción” en Si mismo como otro, en este trabajo me interesa analizar el papel que juega la metaforización de las emociones trágicas en el aprendizaje ético, teniendo como hipótesis que dicho proceso de metaforización permite aunar elementos constitutivos de la identidad personal. Para poder dar cuenta de ello, organizo el trabajo en cuatro etapas: en un primer momento, examinaré sucintamente la metáfora de la ficción como laboratorio de experiencias en un intento por mostrar el papel que cumplen la ficción, en general, y la tragedia, como una configuración ficcional ejemplar. Luego, me centraré en la vinculación que se traza entre la estructura narrativa de la tragedia y la de la identidad personal, para resaltar la correlación entre las determinaciones éticas y estéticas. En tercer lugar, me ocuparé de la articulación entre emociones trágicas y el aprendizaje ético, en un intento por mostrar cómo el proceso de metaforización de las emociones que promueve la kátharsis posibilita ubicar al juicio moral en situación, poner en práctica la deliberación y repensar el conflicto como componente inherente de la vida humana. Finalmente,


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1 En el texto me refiero indistintamente a emociones, afectos y sentimientos, y aunque dicha sinonimia está presente en el uso que realiza Ricoeur en su obra, pues “nuestra inclinación natural es hablar de sentimientos en términos a la emoción”, en otros momentos dicha sinonimia desaparece y se establecen distinciones en el uso de los términos. Así, concibe a la emoción como “afectos concebidos como estados mentales dirigidos hacia adentro y como experiencias mentales estrechamente ligadas a alteraciones corporales (como el miedo, la ira, el placer y el dolor), mientras que los sentimientos aparecen como intencionales y “disfrutan de un parentesco específico con el lenguaje”; son, en cierto sentido, “una textura verbal” (Ricoeur, 1978: 156).

realizaré una serie de consideraciones que permitan repensar el lugar de la propuesta ricœuriana y su potencia para los debates en torno a la afectividad.


Una metáfora recurrente: ficción y tragedia como laboratorio de experiencias


En este apartado, intentaré esbozar algunas coordenadas que permitan comprender el lugar de la ficción, en general, para luego analizar el lugar que ocupa la tragedia, como configuración ficcional ejemplar, en la propuesta ricœuriana. En varios momentos de su obra, Ricoeur apela a una misma metáfora para caracterizar a la ficción y se refiere a ella como “laboratorio de experiencias”. El carácter experimental vendría dado por la posibilidad de conjugar la acción y su agente en una multiplicidad de variaciones imaginativas. En Si mismo como otro, esa imagen de la ficción es puesta en duda al momento de ponderar la función y el rol que desempeñan las determinaciones éticas y estéticas. La pregunta es si en las configuraciones ficcionales hay un privilegio de lo estético por sobre lo ético.


Como precedentes de la formulación en el Si mismo como otro, que es central para este trabajo, me interesa resaltar la recurrencia a dicha figura retórica en dos grupos de textos. El primero está compuesto por Tiempo y Narración I (1995 [1985]) y por un artículo posterior en el que revisa las estrategias de apropiación puestas allí en juego, titulado “Una reaprehensión de la Poética de Aristóteles(1994 [1992]). El segundo grupo de textos también es de análisis retrospectivo, pero no limitados a una obra en particular, sino que se extiende a toda su producción. Tal es el caso de Autobiografía intelectual (2007 [1995]) y el artículo “Narratividad, fenomenología y hermenéutica” (1997 [1987]).2

En Tiempo y Narración I, en el marco de la formulación de la triple mímesis, Ricoeur analiza algunos de los presupuestos “éticos” de la Poética. Allí se pregunta si la neutralidad ética del artista no suprimiría una de las más antiguas funciones del arte, la de constituir “un laboratorio en el que el artista busca, al estilo de la ficción, una experimentación con los valores”. A lo que añade que “la poética recurre continuamente a la ética, aun cuando aconseje la suspensión de cualquier juicio moral o su inversión irónica” (1995: 123). En “Una reaprehensión de la Poética de Aristóteles”, en un sentido similar a lo expresado en Tiempo y Narración, al referirse a la articulación entre mímesis y mûthos, afirma que “la literatura es un inmenso laboratorio de experiencias de pensamiento en el que se prueban las múltiples maneras de componer juntos felicidad/desgracia, bien/mal, vida/ muerte” (1994: 225).

En el segundo grupo de textos, la referencia a la metáfora del laboratorio resulta más próxima, al menos temáticamente, al Si mismo como otro, pues es utilizada con relación a los problemas de la identidad personal. En Autobiografía intelectual, afirma que “las experiencias del pensamiento hacen de la ficción un laboratorio extraordinario para poner a prueba el par que forman en la vida cotidiana –y de manera indiscernible– las dos modalidades de la identidad personal” (2007: 108). Pero luego aclara, al referirse a la dialéctica inherente a dicha identidad, que “el estatuto de experiencia de pensamiento conquistado por la ficción literaria exige, en efecto, que sea mantenida a distancia de ese laboratorio toda censura moral sobre la invención de intrigas y personajes. La creación exige de un imaginario libre” (2007: 119). Por su parte, en “Narratividad, fenomenología y hermenéutica”, al tratar la cuestión de la referencia común de la historia y la ficción en la base temporal de la experiencia humana, afirma que


todos los sistemas simbólicos contribuyen a configurar la realidad. Muy especialmente, las tramas que inventamos nos ayudan a configurar nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia, muda (…). El mundo de la ficción es un laboratorio de formas en el que ensayamos configuraciones posibles de la acción para comprobar su coherencia y su verosimilitud (1997: 483).


En los dos grupos de textos, la imagen del laboratorio sirve para caracterizar a la ficción. Así, por un lado, se subraya lo que en términos ricœurianos conforma las determinaciones estéticas: la ficción posibilita otro espacio, distinto de la realidad en el que, al igual que en un laboratorio, se combinan fórmulas posibles e imposibles, se mezclan variantes, se ensayan configuraciones, se ponen a prueba


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2 Publicado por primera vez en castellano como capítulo final de una obra colectiva en homenaje a Paul Ricoeur editado por G. Aranzueque

(1997), y republicado, con idéntico título, en Anàlisi. Quaderns de comunicació i cultura 25, 2000: 189-207.

pares antitéticos, etc. Lo que resalta desde esta perspectiva es una concepción de ficción como epoché, como apertura y suspensión de la referencia. La hipótesis recurrente -desde Metáfora Viva- es que la obra literaria sólo puede desplegar un mundo si se suspende la referencia del discurso descriptivo. La obra crea una realidad más profunda, sobre las bases de dicha epoché. Esta apertura que posibilita la ficción supone una bivalencia que se expresa en la dialéctica cercanía-distancia. Las obras producen un distanciamiento en la manera de captar lo real, que lejos de significar un inconveniente, es la condición de posibilidad para una verdadera pertenencia al mundo, para una cercanía con el mundo.3 Esa misma cercanía es lo que, a mi entender, hace aparecer las determinaciones éticas de la ficción, que son puestas en tela de juicio.

Como si se pusiera una lupa sobre el laboratorio, es posible ver cómo en los estudios quinto y sexto del Sí mismo como otro, la cuestión de la identidad personal se completa con los recursos de la identidad narrativa, gracias al auxilio del concepto aristotélico de práxis. En ese contexto, el tema de la acción narrada se iguala al del “hombre que actúa y sufre” y la alianza entre la tradición analítica y la tradición hermenéutica-fenomenológica permite poner de relieve la dimensión temporal de la existencia humana. En otras palabras, la teoría narrativa se pone al servicio del problema de la identidad personal, pero ello solo es posible si se logra mostrar que la ampliación del campo práctico y las consideraciones éticas están implicadas en la estructura misma del acto de narrar. La tesis de Ricoeur es que no existe relato éticamente neutro y que “la literatura es un amplio laboratorio donde se ensayan estimaciones, valoraciones, juicios de aprobación o de condena, por los que la narrativa sirve de propedéutica a la ética” (1996: 109).


Ricoeur toma prestada la concepción benjaminiana de narración como “el arte de intercambiar experiencias”, entendidas como el ejercicio popular de la phrónesis o sabiduría práctica. En ese ejercicio de intercambio aparecen las implicaciones éticas del relato. La pregunta es si en las configuraciones ficcionales hay un privilegio de lo estético por sobre lo ético; si en el plano de la configuración narrativa, el relato literario pierde estas determinaciones éticas en beneficio de determinaciones puramente estéticas. El análisis de la tragedia, como configuración ficcional ejemplar, permitirá esbozar una respuesta a estos interrogantes y mostrar cómo logra un balance entre lo estético y lo ético, gracias al trabajo mimético que conjuga emociones y moralidad.


Tragedia e identidad personal

Como advierte Raymond Williams, “Llegamos a la tragedia por muchos caminos. Ella es una experiencia inmediata, un cuerpo de literatura, un conflicto teórico, un problema académico” (2014: 31). Esta descripción resume, a mi entender, los caminos que vinculan a Ricoeur con la tragedia y que se plasman a lo largo de su profusa obra.

Como experiencia inmediata, son varios los acontecimientos que podrían recibir la adjetivación de ‘trágicos’ a lo largo de su vida: la muerte temprana de sus padres, la experiencia de las guerras, el cautiverio, los acontecimientos de Nanterre. Aunque, sin dudas, resalta el suicidio de uno de sus hijos como la mayor tragedia o, como el mismo la describe, “el rayo que resquebrajó nuestra vida entera”.4 Como cuerpo de literatura, la tragedia aparece de la mano de los griegos, particularmente de Sófocles y


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3 Sobre esta dialéctica, en “La función hermenéutica del distanciamiento”, Ricoeur advierte que “de la misma manera que el mundo del texto es real porque es ficticio, es necesario decir que la subjetividad del lector solo aparece cuando se la pone en suspenso, cuando es irrealizada, potencializada, del mismo modo que el mundo mismo que el texto despliega. Dicho de otra manera, si la ficción es una dimensión fundamental de la referencia del texto, también es una dimensión fundamental de la subjetividad del lector. Como lector, yo me encuentro perdiéndome” (Ricœur, 2001: 109-110).

4 En su Autobiografía intelectual, Ricoeur refiere a dicho acontecimiento y, pese a su intento de separar vida privada de producción académica, advierte de qué manera esa desgracia “ha franqueado una línea divisoria que ya solo puedo trazar en el papel” (2007: 81). Cabe recordar que el interludio a la “pequeña ética” del Si mismo como otro, que es aquí objeto de análisis, tiene como destinatario a Olivier, su hijo. Dosse señala de qué manera esta experiencia del sufrimiento impacta en las reflexiones y provoca un cambio de perspectiva y una atención hacia cuestiones más concretas. En cierto modo, “la valorización de la parte trágica, inconmensurable, de la acción humana se volcará hacia el juicio moral en situación, el juicio prudencial, la perspectiva de la vida buena bajo la égida de la phrónesis aristotélica. Alcanzado por lo trágico de la existencia, Ricoeur es conducido, a través de un largo trabajo de asimilación interior del mal, a hacer valer una forma de sabiduría filosófica” (Dosse, 2013: 571).

dos de sus grandes obras, como lo son Edipo Rey y Antígona. Ambas obras serán leídas a la luz de problemáticas puntuales y atendiendo a las reinterpretaciones modernas y contemporáneas que se han hecho de ellas. Como conflicto teórico y problema académico, la tragedia aparece en la obra de Ricoeur como una manera, no filosófica, de lidiar con el carácter ineluctable del conflicto en la vida moral. Ya sea en su obra temprana, en la que la tragedia se tiñe con el problema del origen del mal y de los símbolos que lo expresan, o en su ambicioso proyecto de Tiempo y Narración, en el que la tragedia, como mûthos, es llevada a su nivel más alto de formalidad, como la estructura capaz de contener la paradoja concordancia-discordancia y ofrecer una salida narrativa al problema de la experiencia humana de la temporalidad5 o, como en el caso que aquí nos ocupa, la tragedia aparece como una salida a los dilemas que plantea una existencia ética, al señalar el tránsito de la sabiduría trágica a la sabiduría práctica, al ubicar al juicio moral en situación. Así, podría afirmarse que la tragedia traza un hilo conductor que permite vincular la reflexión sobre el mal, la cuestión de la temporalidad y la conflictividad de la ética, en una suerte de circularidad que no hace más que poner en evidencia la propia fragilidad humana.

Una de las primeras cuestiones a dilucidar es qué concepto de tragedia subyace en los distintos escenarios y contextos en los que Ricoeur la pone en juego. En Finitud y culpabilidad, afirma que “la tarea del filósofo consiste en abordar la tragedia griega con una categoría de lo trágico o, al menos, con una definición de trabajo capaz de englobar toda la amplitud de las obras trágicas” (2004: 357). Sin embargo, para pensar lo trágico propone partir de la tragedia griega, por considerar que no se trata de un ejemplo entre otros, sino que allí se condensaría lo trágico “en sí”. Comprender lo trágico, afirma Ricoeur, “es repetir, en sí mismo, lo trágico griego” (ibíd.). En el ejemplo griego, además, se pondría de manifiesto el resorte teológico de lo trágico y la vinculación entre una visión trágica del mundo con el espectáculo. Al respecto, Ricoeur se pregunta si es que tal vez lo trágico no soporta transcribirse en una teoría y solo puede mostrarse en un héroe trágico, en una acción trágica, en un desenlace trágico. La esencia de lo trágico queda definida por su espectacularidad, característica que garantiza la potencia del símbolo que habita en todo mito trágico.

Esta concepción de lo trágico reaparece, a mi entender, en el Sí mismo como otro, en el contexto de la discusión en torno a la noción de identidad personal. Dicha noción es construida sobre las bases de una concepción narrativista que encuentra, también en la tragedia griega, un modelo de articulación y configuración que serán centrales para la concepción de Ricoeur. Al respecto afirma que: “la tragedia, considerada como tal, engendra una aporía ético-práctica que se añade a todas aquellas que han jalonado nuestra búsqueda de la ipseidad; multiplica, en particular, las aporías de la identidad narrativa” (1996: 267).


Ricœur propone buscar la propia identidad del quién con la ayuda de la narración, estrategia que le permite develar al carácter narrativo como uno de los rasgos primarios de la identidad. Desde esta perspectiva, en el sexto estudio del Sí mismo como otro retoma los análisis de Tiempo y Narración para mostrar cómo el modelo específico de conexión de acontecimientos que promueve la construcción de una trama trágica permite integrar, en una dimensión temporal, lo heterogéneo y diverso.

En este nuevo contexto, la noción de mûthos, considerada en Poética como el “alma” de la tragedia, resulta central para que la identidad personal se proyecte como identidad narrativa. Gracias a la actividad configurante del mûthos, que Ricoeur expresa con la fórmula “síntesis de lo heterogéneo”, se logra un equilibrio dinámico entre la exigencia de concordancia y la admisión de discordancias, entre lo idéntico y lo diverso. En esa operación, la identidad del personaje se construye como resultante de sus caracteres y sus acciones y traza un puente con el relato, en tanto “el personaje mismo es “puesto en trama” (1996: 142).


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5 En su Autobiografía intelectual confiesa que “A decir verdad, la mayor violencia ejercida sobre la Poética de Aristóteles no consistía en esta lectura temporalizante del mûthos trágico, sino en la redefinición de ese mûthos, ahora coextensivo a la totalidad del campo narrativo. Aristóteles no había deseado esto, en la medida en que la representación trágica, que permite decir que los actores “hacen” la acción, seguía siendo en él distinta de la narración épica en la que el poeta “enuncia” la acción de personajes distintos de él. Aristóteles, empero, no parecía prohibir más esta lectura narrativizante que la temporalizante, en la medida en que la operación de composición, que llamé “configuración”, era, según él mismo, común a la representación trágica y a la narración épica (Ricœur, 2007: 70).

La identidad del personaje se comprende en esa lógica dialéctica que integra, por un lado, la singularidad de su vida, vista como una unidad temporal diferente del resto y, por otro, las experiencias y acontecimientos que irrumpen y afectan esa unidad. Así, afirma Ricoeur, “la persona, entendida como personaje de relato, no es una identidad diferente de sus experiencias. Muy al contrario: comparte el régimen de la identidad dinámica propia de la historia narrada” (1996: 147). Lo novedoso de la propuesta ricœuriana consiste en transpolar, a través de la dialéctica del mûthos trágico, el problema de la narratología al problema de la subjetividad. La dialéctica concordancia-discordancia se inscribe en la dialéctica de la mismidad y de la ipseidad. El relato somete a la identidad a una función mediadora entre los polos de la mismidad y de la ipseidad a través de sus variaciones imaginativas.

Sin embargo, la vinculación que se traza entre la estructura narrativa de la tragedia y la de la identidad personal no supone una simetría ni una asimilación entre ficción y realidad. Antes bien, el propio Ricoeur responde a las críticas que advierten sobre la equivocidad de la noción de autor, la inconclusión narrativa de la vida, la imbricación recíproca de las historias de vida y la inclusión de los relatos de vida en una dialéctica de rememoración y anticipación (1996: 164). La estrategia es incorporar las objeciones antes que resolverlas, de manera tal que la literatura y la ficción puedan convertirse en ese laboratorio para las experiencias de pensamiento que articulan, en múltiples variantes imaginativas, el binomio acción- agente.


Emociones trágicas, metáfora y aprendizaje ético


La importancia de la tragedia griega en la formulación de Ricoeur no se limita a la recuperación del mûthos para pensar la configuración de la identidad como una ‘síntesis de lo heterogéneo’. Al revisar las implicancias éticas del componente narrativo de la comprensión de sí, la tragedia griega aparece como esa voz no-filosófica capaz de instruir sobre el juicio moral en situación.


Frente a las objeciones que plantean la primacía de las determinaciones estéticas en detrimento de las éticas en la narración literaria, Ricoeur se pregunta si efectivamente, en función del placer estético que experimenta el lector, el juicio moral y la acción quedan suspendidos. Es cierto. Pero es precisamente esa suspensión, esa epoché, la condición de posibilidad para que la ficción permita, a través de sus variaciones imaginativas, pensar el juicio moral y la acción de otra manera.6 Las experiencias de pensamiento que realizamos en el gran laboratorio de lo imaginario, afirma Ricoeur, “son también exploraciones hechas en el reino del bien y del mal. ‘Transvaluar’, incluso devaluar, es también evaluar” (1996: 167).


Precisamente, gracias a estos ejercicios de evaluación, el relato puede ejercer la función de descubrimiento y transformación del sí. Es en este punto en el que la tragedia griega aparece como una herramienta y una voz que, pese a no producir enseñanzas éticas directas ni unívocas, promueve una reorientación de la acción y del juicio moral al poner en escena al conflicto ético. El carácter pendular del conflicto, que oscila entre lo universal de la norma y lo particular y complejo de la vida humana, exige un ejercicio de la razón imaginativa que es la sabiduría práctica. En esta ocasión, no es el mûthos sino la kátharsis el concepto que emerge desde el fondo griego para mostrar la capacidad heurística de la tragedia.


En la propuesta de una “hermenéutica del sí” y en la construcción de una “pequeña ética”, Ricœur refuerza una noción antropológica del hombre como actuante y como sufriente para pensar la apertura dialógica y la posibilidad de ser afectado por un otro. En ese contexto, analiza la cuestión de la identidad a la luz de las determinaciones éticas y morales de la acción y formula la noción de ‘solicitud’ para transitar del plano individual al social. La solicitud articula los proyectos individuales de una vida buena con la justicia institucional en la que dichos proyectos cobran sentido. Para comprender la dialéctica


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6 En Caminos del Reconocimiento, Ricoeur afirma que la fenomenología del hombre capaz supone un ejercicio de refiguración de las expectativas en función de los modelos de configuración que le ofrecen las tramas provistas por la ficción. Así, afirma, “aprender a contarse es también aprender a contarse de otra manera. Con esta expresión, ‘de otra manera’, se pone en movimiento toda una problemática: la de la identidad personal asociada al poder narrar y narrarse” (2005: 111).

entre los extremos de la acción y la afección, Ricœur señala que “la filosofía debe dejarse instruir siempre por la tragedia” (1996: 199).

Luego del análisis de la ipseidad y sus dimensiones lingüística, práctica y narrativa, Ricœur propone una nueva mediación que permita un retorno al sí mismo, pero en esta ocasión a partir de las determinaciones éticas y morales de la acción. Dichas determinaciones reciben y se configuran a partir de dos herencias, una aristotélica, que privilegia una perspectiva teleológica, y otra kantiana, que se define por su carácter deontológico. La propuesta de Ricœur es establecer entre ambas una relación que sea de subordinación y complementariedad, en la que el objetivo teleológico de una vida buena y el momento deontológico de una intencionalidad dentro de normas se articulen.

La noción de “vida buena” constituye el objetivo de toda intencionalidad ética, que en un movimiento de aparente circularidad es definida como “la intencionalidad de la vida buena con y para otro en instituciones justas” (1996: 176). Así, al incorporar la referencia a otro, la estructura circular se rompe para dar paso a una estructura dialógica que cobra pleno sentido en el marco de instituciones justas.

Esta incorporación dialógica recibe el nombre de “solicitud” y aparece como una forma complementaria a la estima de sí; designa la relación original, en el plano ético, de sí con otro distinto de sí: “Hacer de otro mi semejante, tal es la pretensión de la ética en lo que concierne a la relación entre la estima de sí y la solicitud” (1993:108). La solicitud abreva de la noción aristotélica de philía sus rasgos principales y extrae de la relación entre autos y heauton su dinamismo principal, basado fundamentalmente en el intercambio entre dar y recibir (1996: 196).

Ricœur se vale de los aportes de Lévinas7 para incluir en la solicitud las nociones de responsabilidad y reconocimiento. En un extremo del espectro de la solicitud, se encuentra la “conminación” entendida como asignación a responsabilidad, que remite al poder de autodesignación, transferido a toda tercera persona supuestamente capaz de decir «yo». En el extremo opuesto se ubica el “sufrimiento”, definido no como dolor físico o mental, sino como la disminución o la destrucción de la capacidad de obrar, de poder-hacer que se siente como un ataque a la integridad de sí.8 Desde esta perspectiva, el hombre es concebido como un ser actuante y sufriente, como capaz e incapaz de actuar.9

A esta concepción subyace una dimensión afectiva que resulta constitutiva de la intencionalidad ética. La compasión -el sufrir-con- aparece como lo inverso a la asignación a la responsabilidad por la voz del otro y promueve una igualación a partir del reconocimiento a la incapacidad de obrar. La desigualdad de poder, afirma Ricœur, “viene a ser compensada por una auténtica reciprocidad en el intercambio, la cual, a la hora de la agonía, se refugia en el murmullo compartido de las voces o en el suave apretón de manos” (1996: 199).


Sin embargo, compartir la pena del sufrir no es lo simétrico exacto de compartir el placer. Para poder comprender la diferencia entre los distintos registros afectivos, Ricœur señala que la filosofía debe dejarse instruir siempre por la tragedia. La irrupción de esta voz no-filosófica constituye una apuesta hermenéutica que permite pensar un problema filosófico como lo es el de la acción y el sentir.10



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7 Al respecto afirma que “toda la filosofía de E. Lévinas descansa en la iniciativa del otro en la relación intersubjetiva” y en nota al pie agrega que esta incorporación es “solo una pequeña parte de mi deuda con Lévinas” (1996: 196).

8 En la conferencia “El sufrimiento no es el dolor” [1994], Ricoeur aclara que “acordaremos reservar el término dolor para los afectos sentidos y localizados en órganos particulares del cuerpo o en el cuerpo entero, y el término sufrimiento para los afectos abiertos a la reflexividad, al lenguaje, a la relación con uno mismo, a la relación al otro, a la relación con el sentido, al cuestionamiento” (2019: 94).

9 Este carácter bivalente se expresa claramente en la paradoja autonomía y vulnerabilidad que es objeto de análisis en Lo Justo 2 (2008[2001]). El “El sufrimiento no es el dolor”, aclara que se trata de una disminución en los registros de la palabra, de la acción propiamente dicha, de la narración, de la estima de sí”. Por ello, pueden ser considerados niveles de potencia y de impotencia y, en tal medida, se dirigen hacia otro. Allí señala, siguiendo el esquema propuesto en Sí mismo como otro, que el sufrimiento afecta “sucesivamente al poder decir, al poder hacer, al poder (se) narrar y al poder estimarse a sí mismo como agente moral” (2019: 96).

10 Al referirse al problema del hombre como un ser que está en el medio, como un ser intermediario y falible, Ricoeur señala un origen no filosófico de la filosofía y, en este sentido, afirma que “este problema permite sorprender el nacimiento de la filosofía en la no filosofía, en la prefilosofía; el pathos de la miseria está en el origen no filosófico, la matriz poética de la antropología filosófica”. (2016:18, subrayado propio).

La tragedia se presenta como una experiencia emotiva y, a la vez, reflexiva, que le permite a sus espectadores una resolución emocional a través de la kátharsis11 y un trabajo intelectual que emerge de la contemplación de la obra. En su definición de tragedia, Aristóteles afirma que la finalidad de esta producción mimética es generar, a través de la actuación de los personajes, sentimientos de compasión (éleos) y temor (phóbos) para que se lleve a cabo en los espectadores “la purgación de tales afecciones” (pathemáton kátharsin, 1449 b 27-28). Más adelante, vuelve a enfatizar que es tarea del artista “proporcionar por la imitación (dià míméseos) el placer (hedoné) que nace de la compasión y del temor” (1453 b 12).

Las emociones en general, y las trágicas en particular, son parte de la solicitud en tanto se dirigen espontáneamente hacia otro. Ricoeur advierte sobre este punto la poca importancia que la corriente fenomenológica le ha dado a la descripción de los sentimientos por miedo a caer en una especie de “falacia afectiva”. Ese mismo temor ha impedido reconocer la importancia que revisten los mecanismos y producciones ficcionales para un tratamiento de las emociones que los iguale al pensamiento, poniendo en tensión el clásico dualismo entre emoción y razón.


En Caminos del reconocimiento, última obra de Ricoeur, el francés vuelve a enfatizar la vinculación entre la capacidad de reconocimiento y la ficción. Allí afirma que la fenomenología del hombre capaz recupera de la ficción la posibilidad de “ejercitarse en refigurar sus propias expectativas en función de los modelos de configuración que le ofrecen las tramas engendradas por la imaginación en el plano de la ficción” (2004: 111). Esa es la función de la ficción. La cuestión es porqué la ficción en general, y la tragedia en particular, pueden convertirse en un laboratorio para las experiencias de pensamiento y cómo logran articular en múltiples variantes imaginativas, el binomio acción-agente.

En los ejercicios de evaluación y reconfiguración, el relato habilita el descubrimiento y transformación del sí. Es en este punto en el que la tragedia griega aparece como una herramienta y una voz que, pese a no producir enseñanzas éticas directas ni unívocas, promueve una reorientación de la acción y del juicio moral al poner en escena al conflicto ético. El carácter pendular del conflicto, que oscila entre lo universal de la norma y lo particular y complejo de la vida humana, exige un ejercicio de la razón imaginativa que es la sabiduría práctica, la phrónesis. En tal sentido, afirma Ricoeur que


Sin la travesía de los conflictos que agitan una práctica guiada por los principios de la moralidad, sucumbiríamos a las seducciones de un situacionismo moral que nos entregaría indefensos a la arbitrariedad. No hay camino más corto que éste para alcanzar ese tacto gracias al cual el juicio moral en situación, y la convicción que lo anima, son dignos del título de sabiduría práctica (1996: 259).


En esta ocasión, no es el mûthos sino la kátharsis el concepto que emerge desde el fondo griego para mostrar la capacidad heurística de la tragedia, en la medida en que habilita una clarificación o purgación que hace posible comprender la trama y, a su vez, las motivaciones e intenciones morales que guían la acción, pero también “los poderes míticos adversos que multiplican los conflictos identificables de funciones; mezcla, imposible de analizar, de restricciones de destino y de elecciones deliberadas; efecto purgativo ejercido por el espectáculo mismo en el centro de las pasiones que éste engendra” (1996: 262).

Gracias a la reflexión que promueve la kátharsis acerca del lugar inevitable de dichos conflictos en la vida moral, pero también gracias a la conversión de la mirada que “condena al hombre de la praxis a reorientar la acción, por su cuenta y riesgo, en el sentido de la sabiduría práctica en situación que responda lo mejor posible a la sabiduría trágica” (1996:267), la tragedia se erige en un laboratorio ejemplar en el que se despliega “el fondo agonístico de la prueba humana” y que posibilita un reconocimiento de sí a través de los conflictos. La pregunta que aparece es cómo es posible ese proceso


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11 La cuestión del significado de la kátharsis ha ocupado la atención de los intérpretes de Poética de manera ininterrumpida y ha generado diversas líneas interpretativas. Para un detalle de las mismas, puede verse a Laín Entralgo, 1958: 260-287; Halliwell, 1998: 350-356; Lear, 1992: 315-340; Janko, 1992: 341-358.

y de qué manera la kátharsis permite atravesar el horizonte trágico, para pasar de una nebulosa emocional a un más allá que, según Ricoeur, se convierte en convicción moral.12

Algunas consideraciones previas resultan esclarecedoras del trayecto ricœuriano que ubica a la kátharsis como resorte necesario de la vida ética. En Metáfora Viva, y en un trabajo cercano -temática y temporalmente- sobre “El proceso metafórico como cognición, imaginación y sentimiento” (1978) Ricœur expone cuál es el papel que a su entender cumplen las emociones. Allí señala que, aunque se ha privilegiado el aspecto cognitivo de la metáfora, imaginación y sentimientos son componentes también centrales, pues existe entre ellos una analogía estructural y que, en este proceso metafórico, el rol de los sentimientos se articula en tres puntos.

En primer lugar, los sentimientos acompañan y completan a la imaginación en su función de esquematización de un sentido nuevo. La ganancia de significación es inseparable de la asimilación predicativa a través de la cual se esquematiza y tiene como consecuencia un sujeto que se reconoce como idéntico gracias a (y a pesar de) sus diferencias. Esta autoasimilación es parte concomitante de la fuerza ilocucionaria de la metáfora como acto de habla y permite no solo “ver como” sino también “sentir como”. Esta concepción supone que sentir es hacer nuestro aquello que ha sido puesto a distancia por el pensamiento en su fase objetivante.


El segundo aporte tiene que ver con la compleja trama de intencionalidad que ponen en juego los sentimientos. No solo permiten la interiorización de pensamientos, sino que completan el trabajo de la imaginación y hacen que esos pensamientos se conviertan en algo propio del sujeto. Ricœur se apoya en este punto en la caracterización que Northrop Frye elabora del ‘mood’, unidad o estado de ánimo. El mood introduce un factor extralingüístico que es el indicio de una manera de ser. Una unidad de ánimo es una manera de encontrarse en medio de la realidad. Las imágenes poéticas expresan ese estado, pero el estado del ánimo es el poema y no algo distinto de él.13 El sentimiento articulado por el poema no es menos heurístico que la trama trágica. La paradoja de lo poético reside en que la elevación del sentimiento a la ficción es la condición de su despliegue mimético. “Sólo un humor mitificado, sugiere Ricœur, es capaz de abrir y descubrir el mundo” (1977: 365).


Finalmente, la función más importante de los sentimientos en su tarea con la imaginación es su contribución para generar una referencia suspendida del discurso poético. Si la imaginación contribuye a establecer una epoché, una suspensión de la referencia literal y, al mismo tiempo, provee de modelos para leer la realidad bajo estas nuevas coordenadas gracias a las variaciones imaginativas de la ficción; los sentimientos, por su parte, muestran una estructura dividida que incorpora la estructura cognitiva de la metáfora. Si la función heurística de los sentimientos no puede reconocerse fácilmente, advierte Ricœur, es porque la representación se ha convertido en el único canal del conocimiento y el modelo de toda relación entre sujeto y objeto.14 “Pero el sentimiento es ontológico de una manera distinta que la relación a distancia, hace participar a la cosa”. Por eso, concluye, la oposición entre exterior e interior cesa de valer aquí (1977: 365).


El sentimiento es, para Ricœur, el inverso de la función de “objetivación” que consiste en “desprender” de sí, en poner a distancia de sí los objetos. El sentimiento tiene como función “reincorporar” en el fondo vital lo que se vio así “arrebatado” sobre ese fondo de vida. Desde esta perspectiva, resulta legítimo,


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12 Para Breitling, “en ausencia de una regla práctica universal que prescribiría un juicio sin equívoco, los participantes en el conflicto únicamente tienen sus propias convicciones más o menos subjetivas, tradicionales, para orientar el curso de su acción. Así, la sabiduría trágica desmarca los límites de una ética normativa, universalista” (2003: 218).

13 Para Frye, “las imágenes poéticas no afirman ni indican nada, sino que, al señalarse unas a las otras, sugieren o invocan el ánimo que conforma el poema. Es decir expresan o articulan el ánimo. La emoción no es caótica ni inarticulada: simplemente habría seguido siéndolo de no haberse transformado en poema y, cuando así lo hace, ella constituye el poema, no es algo que está detrás de él” (1991: 112).

14 Sobre el lugar de la representación y los problemas que trae aparejados vuelve a referirse en “Mímesis et représentation” (1982). Allí Ricœur advierte sobre su estrategia de volver a poner en escena a la noción aristotélica de mímesis para insertarla en un nuevo contexto de discusión y convertirla en una opción “menos contaminada” para pensar la representación. Mi deseo, confiesa Ricœur, es que “el despliegue de sentido de la mímesis sea acreditado en favor de la representación. Deseo que ese concepto de representación, en el que convergen los más serios cuestionamientos de la filosofía, reencuentre oportunamente la polisemia y la movilidad que le pondrán a disposición las nuevas aventuras del pensamiento (Ricœur 1982: 63, traducción propia).

afirma Ricœur, “concluir una reflexión sobre la fragilidad humana en una filosofía del sentimiento (…); en el sentimiento debe estallar la “desproporción” por excelencia que hemos reconocido por sus términos extremos de carácter y de felicidad” (2016: 27). En este punto vuelve a advertir la imposibilidad de caer en un “emocionalismo” o “afectivismo”, pues a su entender, no existe primacía de la afectividad sobre el conocimiento y sobre su función de objetivación. En este sentido,


conocimiento y sentimiento (objetivación e interiorización) son contemporáneos; nacen juntos y crecen juntos; el hombre conquista la “profundidad” del sentimiento como contrapartida del “rigor” del conocimiento. Si respetamos entonces esta correlación entre el sentimiento y el conocimiento, más exactamente entre “la inclusión” del sentimiento en la persona y el “rapto” del objeto sobre el fondo del mundo, el riesgo de zozobrar en una “filosofía del sentimiento” es débil; es tanto más débil en la medida en que hemos empezado por la síntesis en el objeto y en la idea de otro y en la medida en que sorprendemos el sentimiento sobre el trayecto de regreso a sí mismo (2016: 27).


En Tiempo y Narración, por su parte, afirma que la kátharsis consiste en una transformación de las emociones que se realiza por la propia estructura narrativa de la obra. La propia actividad mimética de composición trágica produce una representación poética de las emociones y, por ello, la kátharsis puede ser concebida como parte integrante del proceso de metaforización, que une cognición, imaginación y sentimiento. Lo que el espectador experimenta es construido en la obra misma:


La catharsis es una purificación (…), una purgación que tiene lugar en el espectador. Consiste precisamente en que el “placer propio” de la tragedia procede de la compasión y del temor. Estriba, pues, en la transformación en placer de la pena inherente a estas emociones. Pero esta alquimia subjetiva se construye también en la obra por la actividad mimética. (…). En este sentido, la dialéctica de lo interior y de lo exterior alcanza su punto culminante en la catharsis: el espectador la experimenta; pero se construye en la obra (1995: 110-111, énfasis en el original).15


En una evaluación crítica sobre las estrategias de reaprehensión de la Poética de Aristóteles, Ricœur reconoce que el proceso que promueve la kátharsis es un proceso análogo al que llevan adelante la mímesis y el mûthos y aclara que “lo que más arriba llamé metaforización de las pasiones no es otra cosa que una ficcionalización de las pasiones” (1994: 225). En un sentido similar, en Finitud y culpabilidad, se refirió a las emociones trágicas como modalidades del sufrir y del comprender. La liberación “ya no está fuera de lo trágico, sino en lo trágico” (2004, 375, énfasis propio). En el interludio del Sí mismo como otro, Ricœur señala que lo trágico se articula con la capacidad de deliberación “sólo en la medida en que la catharsis se ha dirigido directamente a las pasiones, a las que no se limita a suscitar, sino que está destinada a purificar. Esta metaforización del phobos y del eleos –del terror y de la piedad – es la condición de cualquier instrucción propiamente ética” (1996: 262).


En tal sentido, expuestos ante el dolor de un semejante y movidos por la compasión ante su infortunio, los espectadores de la tragedia tienen la ocasión de reflexionar sobre el conflicto y, a su vez, de poner en juego una capacidad de juicio que les advierte sobre la fragilidad de sus actos y les permite justipreciar maneras correctas o incorrectas de actuar, sin que ello se convierta en una lección de moral. La tragedia no aporta soluciones a lo conflictivo, no da lecciones de conducta ni dice lo que está bien o está mal. Lo muestra pero, la mayoría de las veces, a través de un desplazamiento, de un antagonismo, de un envés.


El aprendizaje que promueve no es directo, sino que remite a una phrónesis práctica por el hecho de exponer el conflicto que acarrean las decisiones, en el marco de una situación concreta y frente a los ojos de los espectadores. No se supone aquí una finalidad didáctica, sino más bien propedéutica: “debe trazarse –afirma Ricœur– un camino intermedio entre el consejo directo, que se revelará muy decepcionante, y la resignación a lo insoluble” (1996: 263).16 El espectáculo trágico no se erige en


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15 Anteriormente, Ricoeur había señalado que no existe oposición entre un "intelectualismo” y un "emocionalismo", en la medida en que “los incidentes de compasión y de temor son cualidades estrechamente unidas a los más inesperados cambios de fortuna y orientados hacia el infortunio. Precisamente la trama tiende a hacer necesarios y verosímiles estos incidentes discordantes. Y así los purifica o, mejor aún, los depura (…). Al incluir lo discordante en lo concordante, la trama incluye lo conmovedor en lo inteligible. De este modo, Aristóteles llega a decir que el pathos es un ingrediente de la imitación o de la representación de la praxis. La ética opone estos términos, la poesía los une” (1995: 101).

16 Previamente había aclarado que “lo trágico resiste a una “repetición” integral dentro del discurso de la ética y de la moral” (1996: 260).

modelo de acción, no ofrece a quien va al teatro una receta que dice lo que hay que hacer; pero, aun así, enseña. ¿Qué es lo que enseña? El carácter ineluctable del conflicto,17 la importancia de la deliberación, lo determinante de las decisiones, la incertidumbre del destino, en suma, la fragilidad de la acción.18.

¿Por qué buscar en el sentimiento el testimonio sobre la fragilidad? Porque esa fragilidad específica del sentimiento humano se expresa en el conflicto. Es allí donde se inscribe la falibilidad, la desproporción, la fragilidad. El conflicto “está inscrito en la desproporción misma de la felicidad y del placer y en la fragilidad del corazón humano” (2016: 17).


En una conferencia dictada con posterioridad a la escritura del Si mismo como otro, en la que Ricœur se aboca al análisis del sufrimiento, recupera el dictum esquiliano, que condensa la potencia de la tragedia para la vida ética y señala dos notas acerca de aquello que enseña el sufrimiento. Sobre el eje de la reflexión sobre sí mismo, el sufrimiento interroga, lanza la pregunta, el cuestionamiento que busca una justificación que implica desentrañar el nudo del ser con el deber ser: “el sufrimiento lleva todo dolor al umbral de la axiología: es, pero no merece ser” (2019: 102). La segunda nota refiere a la relación con el otro, y en ese punto, el sufrimiento apela. A pesar de lo inexorable de ese sufrimiento, de su imposibilidad de transferencia, de la separación que deja al descubierto, el sufrimiento es “una llamada al otro, petición de ayuda-petición quizás imposible de cumplir con un sufrir-con sin reserva” (2019:102).


Consideraciones finales


Como he intentado mostrar, la tragedia griega en la obra de Ricœur, en general, y en Sí mismo como otro, en particular, cumple un papel importante en la apuesta por la constitución de una hermenéutica del sí. En tal sentido, la vinculación entre la estructura narrativa de la tragedia y la de la identidad personal y el papel que juega la metaforización de las emociones trágicas en el aprendizaje ético ubican a la tragedia en un lugar de privilegio: permiten que sea capaz de desplegar su capacidad heurística para pensar una problemática constante en la obra de Ricœur como lo es la de la constitución de la subjetividad. Pero también, a mi entender, ese proceso de metaforización de las emociones y el particular modo en el que se entrelazan tragedia, conflicto y emociones son centrales para redefinir el lugar de la propuesta ricœuriana en el escenario contemporáneo. Si bien es cierto que existe un privilegio del texto, como modelo para la acción, no es menos cierto que desde sus formulaciones tempranas hasta sus últimos escritos, las emociones aparecen como tema recurrente. En el marco de los incesantes giros de la filosofía contemporánea, la apuesta de Ricœur no ofrece una salida ecuménica a los dualismos. Los explora y explota de una manera tal que permite poner el foco de atención sobre lo conflictivo para transitar en un horizonte aporético y renovar la apuesta de seguir pensando.


En este sentido, hay una persistencia de la tragedia griega a lo largo de su recorrido y una concepción de la ficción que la tornan ejemplar y propedéutica, y logra, a través de ese peculiar prisma trágico, mostrar, por un lado, la fragilidad de ese ser intermedio, falible y desproporcionado que somos y, por otro, exponer al conflicto como parte constitutiva del hombre. El conflicto es inherente al acto, al actuar, a la elección expuesta a lo trágico posible, a la promesa no mantenida, a la deuda no honrada, a la infinitud de las esperas y a la finitud de sí mismo. El yo es conflicto, afirma Ricœur, y lo trágico, una experimentación de la existencia.

Desde esta perspectiva, el Sí mismo como otro aparece como una recapitulación del recorrido filosófico de Ricœur, que marca un regreso reflexivo al sujeto. Esta obra, afirma Dosse, “ofrece una visión panorámica de toda la aventura filosófica de Ricœur” y puede verse como “el camino más corto de


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17 En contra de esta posición, A. MacIntyre, sostiene que Aristóteles no entendió la centralidad del conflicto y la oposición en la vida humana. Por esa razón, la tragedia no cumpliría, en su filosofía, ninguna función como “fuente de aprendizaje y como un medio importante de desenvolvimiento de la práctica humana de las virtudes” (2001: 217-218).

18 Para Revault d´Allonnes, estas enseñanzas convierten a la tragedia griega en “la extrañeza más familiar” y a la kátharsis trágica en un recurso para la comunidad política (2013: 84).

Ricœur a Ricœur, pasando por el trabajo de duelo de su hijo” (Dosse, 2013: 578 y 593). Es a través de esa tragedia personal que lo trágico reaparece y vuelve a mostrar lo trágico de la condición humana.

La configuración ética del sí mismo es deudora, en parte, de una caracterización de la acción humana como algo frágil, esquivo, precario. Es la carencia y el sufrimiento lo que nos obliga a salir de nosotros mismos y buscar a otros: el sí se percibe a sí mismo como otro en los otros (1996: 200-201, subrayado propio). En la noción misma del otro está implicado el sentido de justicia que acompaña al proyecto de una “vida buena”. Pero el contenido de la “vida buena” como reconoce el propio Ricœur “es, para cada uno, la nebulosa de ideales y de sueños de realización respecto a la cual una vida es considerada como más o menos realizada o como no realizada” (1996: 184). No hay un contenido universal y necesario. La vida requiere de un trabajo de autointerpretación que mantiene una tensión entre lo abierto y lo cerrado de la acción, y por ello la práxis demanda de la phrónesis. Entre nuestro objetivo ético de la “vida buena” y nuestras elecciones particulares se dibuja una especie de círculo hermenéutico, que gracias al rodeo por la ficción y la posibilidad de intercambio afectivo de palabras y acción, de pensamientos y sentimientos, que pasa por un horizonte trágico que nos conduce de una nebulosa emocional a una convicción moral, de la solicitud a una ética de la reciprocidad, del sí mismo a un otro.


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LA DENSIDAD DE LAS IMÁGENES

ESPECTÁCULO E HISTORIA EN HANS BLUMENBERG Y GUY DEBORD


THE DENSITY OF THE IMAGES

Spectacle and history in Hans Blumenberg and Guy Debord


A DENSIDADE DAS IMAGENS

Espetáculo e história em Hans Blumenberg e Guy Debord


Pedro García-Durán

(Universitat de València)

trucoso@hotmail.com


Recibido: 05/12/2020

Aprobado: 23/12/2020


RESUMEN

El presente artículo trata de pensar los diagnósticos de Guy Debord, desarrollados en torno al concepto de “espectáculo”, por medio de las categorías y descripciones de la historia de la significatividad que se despliegan en la obra de Hans Blumenberg. Esta relación permite comprender la actualidad del andamiaje teórico de este último no sólo como un conjunto de herramientas de descripción histórica, sino en tanto aportaciones valiosas para analizar y comprender las formas actuales de elaboración de la experiencia y del significado. Por otra parte, esta confluencia también permite medir la validez y profundidad del diagnóstico que pronunciase el líder de la Internacional Situacionista en La sociedad del espectáculo, así como señalar las diferencias que separan a ambos autores y las aporías que se expresan en sus respectivos pensamientos. En definitiva, este artículo buscará aportar elementos que hagan posible pensar, desde un punto de vista crítico, las formas de construcción de la significatividad en un momento en el que éstas también se ven sometidas a procesos de tecnificación y espectacularización.


Palabras clave: alienación. poder. historicidad.


ABSTRACT


This paper tries to think Guy Debord’s diagnoses, developed around his concept of “spectacle”, through the categories and descriptions of Hans Blumenberg’s studies on the history of significance. This relationship allows us to understand the actuality of the latter’s theoretical framework not only as a set of historical, descriptive tools but also as valuable contributions to analyze and understand current forms of elaboration of experience and meaning. On the other hand, this confluence can also be useful to measure the validity and depth of the diagnosis made by the leader of the Situationist International in The Society of the Spectacle, as well as to point out the differences that separate both authors and the aporetical experiences expressed by their respective thoughts. Ultimately, this article seeks to provide elements that make it possible to think, from a critical point of view, the forms of

construction of significance at a time when they are also subjected to processes of technification and spectacularization.

Keywords: alienation. power. historicity.


RESUMO

Este artigo busca pensar os diagnósticos de Guy Debord, desenvolvidos em torno do conceito de “espetáculo”, por meio das categorias e descrições da história da significação que se desdobram na obra de Hans Blumenberg. Essa relação permite compreender a atualidade do arcabouço teórico deste último, não apenas como um conjunto de ferramentas de descrição histórica, mas também como contribuições valiosas para analisar e compreender as formas atuais de elaboração da experiência e da significação. Por outro lado, essa confluência também permite medir a validade e a profundidade do diagnóstico feito pelo dirigente do Situacionista Internacional em A Sociedade do Espetáculo, bem como apontar as diferenças que separam os dois autores e as aporias que se expressam em seus respectivos pensamentos. Em última instância, este artigo buscará fornecer elementos que possibilitem pensar, de um ponto de vista crítico, as formas de construção de significados em um momento em que também estão sujeitas a processos de tecnificação e espetacularização.


Palavras-chave: alienação. poder. historicidade.


Introducción


Un diálogo entre Hans Blumenberg y Guy Debord como el que este escrito tratará de provocar puede parecer forzado en vista de las distancias personales, políticas e, incluso, estilísticas que los separaban. No es aventurado suponer que, de haberse conocido, no habrían sentido sino rechazo e, incluso, desprecio el uno por el otro. El revolucionario irredento surgido de la vanguardia artística expresó en muchas ocasiones su repulsa hacia el ideal de académico teórico que Blumenberg encarnaba de forma consciente y complacida.1 Éste, por su parte, nunca dejó pasar la ocasión de ironizar sobre la frivolidad de los movimientos revolucionarios y estudiantiles de los sesenta, para los cuales Debord se erigió en profeta.2 Estas diferencias son tan obvias y profundas que no pueden dejar de reflejarse en sus respectivas obras. No obstante, aunque nos haremos cargo por extenso de ellas, puede detectarse un núcleo común relevante alrededor del cual girará este artículo y que se encontraría en torno a la preocupación compartida por las consecuencias de un proceso de negación de la historicidad que se habría acelerado en el horizonte de una sociedad espectacular tecnificada. Una cuestión que surge de la mutua convicción en la identidad entre ser humano e historicidad. Dicha creencia, por su parte, no conlleva sustancialismo o esencialismo histórico alguno, sino que, como se mostrará, incide en el carácter de proceso temporal plástico que sólo puede ser unificado mediante el trabajo o actividad humanos. Desde este punto de partida, ambas interpretaciones muestran aspectos de peso que pueden ser compatibles e, incluso, complementarios. En definitiva, la interacción entre estas posturas permite pensar cuestiones de peso referentes a la historia y la temporalidad y a la experiencia humana de las mismas que son candentes hoy



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1 El desprecio de Debord por los académicos se ve reflejado en sus críticas al estructuralismo al cual califica de “pensamiento universitario de mandos intermedios tempranamente satisfechos” o de “pensamiento garantizado por el estado” (Debord, 1999: 164). No obstante, más allá de la crítica debordiana a cualquier forma de relación acomodaticia con el orden, su rechazo a esta corriente tenía una fuerte motivación teórica que bien podía compartir con Blumenberg: la ceguera histórica de su método.

2 La participación de Debord y la Internacional Situacionista en las revueltas de Mayo del 68 les confirieron una notable publicidad a la que se añadió un cierto halo profético dado que fueron de los pocos que apostaron, durante los años anteriores, por la posibilidad de un movimiento revolucionario en el seno de las sociedades occidentales (Jappe, 1998: 113 y ss.). Por su parte, Blumenberg siempre se mostrará irónico respecto a los movimientos estudiantiles señalando, como veremos, su origen en el aburrimiento de una vida en exceso cómoda. Un ejemplo paradigmático de este desdén puede apreciarse en la pregunta que le formula a Jacob Taubes acerca de su entusiasmo ante una manifestación en Berlín en el 68 y su empatía hacia las víctimas de la represión ulterior: “Él era simplemente un espectador de una manifestación y, aun así, un excelente aspirante al martirio. […]- ¿En nombre de qué verdad? - le pregunté. Él convirtió el hecho de que se haya de sufrir por la verdad en que deba ser verdadero aquello por lo que se sufre” (Blumenberg- Taubes, 2013: 291).

en día ya que entroncan con la alienación del particular respecto al colectivo, el ejercicio y la justificación del poder y, en un aspecto más profundo, el problema del reconocimiento del individuo en su propia existencia.


Así, el diagnóstico que Debord realiza con su célebre concepto de “espectáculo” permite concretar la forma en que se tecnifica y se detiene el proceso de unificación de la experiencia a través del tiempo, el esfuerzo por dotarla de coherencia y sentido, aportando una dimensión crítica que no aparece, al menos de forma explícita, en la obra de Blumenberg. Por otra parte, la pormenorizada interpretación antropológica de la historia como historia de la producción de significatividad que lleva a cabo Blumenberg en su obra aporta conceptos y descripciones que cuadran con la denuncia de Debord y pueden contribuir a darle un mayor desarrollo. Por ello, esta aproximación pretende aportar herramientas teóricas válidas para una reflexión crítica acerca de la cultura contemporánea y sus procesos tecnificados de producción de significado tal y como se configuran en las formas actuales de la sociedad espectacular de masas. Pretende, en definitiva, concretar, comprender las causas y calibrar los riesgos de eso que, a través de los desarrollos de Debord y Blumenberg, se desvelará como una negación de la historicidad y la temporalidad humanas y cuyas consecuencias son, si cabe, más acuciantes en nuestro tiempo que cuando ambos autores escribieron sus obras.


Para ello, nos centraremos en comprender las distancias y comunidades de estos autores haciendo girar esta exposición en torno a tres aspectos concretos. En primera instancia, se explicará en qué sentido la noción de espectáculo puede servir como un diagnóstico epocal y hasta qué punto es asimilable a la interpretación histórica de Blumenberg. En segundo lugar, se aclarará la forma en que este orden espectacular genera en ambos casos un proceso de negación de la historia cuyas consecuencias tienen que ver con la consagración de formas nuevas y más peligrosas de poder. Por último, se verá cómo el terreno común entre ambos nos permite comprender la naturaleza de sus profundas diferencias que explicaremos en torno a la distinta valoración de la historia del ideal teórico y de su relación fundamental con la visión y las imágenes. Una diferencia que no se limita al aspecto teórico, sino que también determina sus actitudes opuestas ante ese modelo espectacular antihistórico. Mediante esa comparación final, Debord se presentará como un iconoclasta carente de un plan de futuro, mientras que la actitud contemplativa de la que hará gala Blumenberg desvelará la imposibilidad de proponer alternativas a un orden que, por lo demás, parece peligroso en grado sumo. Una profunda divergencia que, nos permite plantear las insuficiencias de sus posiciones de fondo, así como atisbar la aporía que se señala tras ellas.


La caverna como espectáculo

Así pues, la primera tarea de este escrito sería aclarar en qué sentido adoptamos la noción de espectáculo como un diagnóstico compartido y hasta qué punto este sería aceptable para una comprensión blumenberguiana de la historia. Es importante hacer notar en este punto que dicho concepto se acuña a partir de la influencia de “aquella corriente minoritaria en el marxismo que atribuye una importancia central al problema de la alienación” (Jappe, 1998: 18), la cual floreció a partir de la década de los veinte del siglo pasado. Esta filiación emparentaría La sociedad del espectáculo con el Lukács de Historia y conciencia de clase (Jappe, 1998: 34-35), pero, también, con autores de la Teoría Crítica como Marcuse o Adorno (Jappe 1999). Si bien no está exenta de matices, esta filiación intelectual sitúa al padre del situacionismo en las proximidades de una corriente filosófica de la que tanto Blumenberg, como sus coetáneos más próximos del grupo de investigación Poetik und Hermeneutik, trataron de distanciarse, en parte, como una toma de posición en el panorama intelectual de la Alemania de posguerra (Boden & Zill, 2017: 114; Benlliure, 2015; García- Durán, 2019). De hecho, la centralidad que otorga el francés al concepto de alienación será, como iremos viendo en las próximas páginas, la diferencia teórica clave con el pensamiento blumenberguiano. Este hecho no puede pasarse por alto, aunque no por ello es imposible encontrar similitudes productivas como las que aquí se pretenden señalar. Las virtudes descriptivas de la obra de Debord transcienden su metodología y las posibles insuficiencias de su planteamiento. En la medida en que La sociedad del espectáculo describe de manera exitosa una “Weltanschauung que se ha hecho efectiva, que se ha traducido en términos materiales” (Debord, 1999:

38) y que, por tanto, define “el momento histórico en el que estamos inmersos” (Debord, 1999: 41), supone la delimitación de un horizonte el cual, como veremos, también estaba presente para Blumenberg. A su vez, el modo en que se describe, atendiendo a las formas de creación de significado, permite señalar coincidencias inesperadas y fructíferas con la obra de un pensador como el alemán, el cual concebirá la historia como la historia del esfuerzo humano por dotar de sentido y coherencia a su experiencia y entenderá el ejercicio de su pensamiento como “disciplina de la atención a las formas de significatividad” (Heidenreich, 2005: 231).


Por lo tanto, cabe aclarar, en primer lugar, qué significa el concepto de espectáculo. Como hemos apuntado, con él no se busca analizar una instancia específica de la sociedad o de la experiencia humana; el espectáculo es algo definitorio, el rasgo esencial de un orden dominante cuyo “alfa y omega” es la separación (Debord, 1999: 46). El espectáculo emerge pronto en la historia como el lugar donde se ve representado el poder de la sociedad en su conjunto; una potencia de la cual está desposeído el particular por la división del trabajo. Su origen coincide con el nacimiento del poder y aparece en la forma de lo sagrado, en tanto “reconocimiento común, en una proyección imaginaria, de la pobreza de la actividad social real, sentida en gran medida aún como unitaria” (Debord, 1999: 46). No obstante, la aparición de una sociedad capitalista global dominada por la producción y la mercancía indica el momento de mayor alienación y, con ello, de mayor difusión y relevancia de lo espectacular. El espectáculo contemporáneo responde a una atomización absoluta de la experiencia social frente a la cual se presenta como “el monólogo autoelogioso del orden actual” (Debord, 1999: 45), como una “enorme positividad indiscutible e inaccesible” (Debord, 1999: 41) que trata de unificar la experiencia disgregada mediante la proyección de una falsa unidad imaginaria. De ese modo, el espectáculo actual refleja el grado más extremo de separación entre el poder del conjunto de la sociedad y la impotencia de los individuos, desposeídos no solo de los medios de producción, sino, incluso, de su temporalidad específica.

Para Debord, lo alienante del espectáculo es la negación de la actividad humana. El espectador es pura pasividad sumisa ante las imágenes que le muestran un orden unitario que es casi antagónico a su fragmentaria experiencia cotidiana. El espectáculo le impone la forma de temporalidad de la producción de mercancías, un tiempo unilateral y meramente cuantitativo en el cual todos los momentos son intercambiables. Esta imposición tendría una escala global e invadiría cualquier espacio de la vida cotidiana. Debord se muestra preclaro al señalar las debilidades del bloque comunista, las cuales son también sociedades espectaculares que no han podido eliminar la división de trabajo como base de su modelo económico. En un principio, el espectáculo de las “sociedades burocráticas” se presenta como “espectáculo concentrado” frente al “difuso” de las sociedades de mercado, pero su función es también la de apuntalar el poder y encubrir la impotencia del individuo ante un orden social alienado (Debord, 1999: 67 y ss.). Sin embargo, en sus Comentarios a la sociedad del espectáculo publicados un año antes de la Caída del Muro de Berlín, ni siquiera se mantiene esta diferencia; el espectáculo ha unificado sus dos formas en un modelo de “espectáculo integrado” que combina el control de los ciudadanos con la exhibición de mercancía (Debord, 1990: 18 y ss.). Por lo tanto, la sumisión al espectáculo define toda una comprensión global que representa y constituye la vida social ya que, como forma de construcción de sentido, “no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes” (Debord, 1999: 38). Adquiere así rasgos ontológicos condicionando el acceso del ser humano a la realidad y señalando, con ello, su profundidad como diagnóstico. En última instancia, el espectáculo es para Debord un “mapa de este nuevo mundo, un mapa que cubre íntegramente su territorio” (Debord, 1990: 18); caracterizado por su sumisión a la pasividad y su modelo de producción técnica como monólogo autorreferente compuesto de imágenes solidificadas.


Blumenberg, por su parte, jamás habría aceptado la premisa central del concepto de espectáculo tal y como la acuñara el francés. Como habíamos apuntado, la alienación en sentido marxista no puede ser el principal elemento de malestar social para el filósofo de Lübeck, sino que es, más bien, el resultado inevitable de la necesidad humana de delegar tareas para poder concentrarse en otras, dada la finitud y limitación intrínsecas a su existencia. Esta idea de delegación es, para Blumenberg, “una de las instituciones humanas más importantes”, junto a la responsabilidad (Blumenberg, 2011b: 593). El

hanseático le confiere una importancia central como condición de posibilidad de la historicidad humana e, incluso, la sitúa como foco en torno al cual se constituye la identidad personal en contextos sociales:

La institución de la delegación supone que constantemente el grupo se cerciore sobre lo que puede exigirle al individuo y los aspectos en que puede confiar en él. Aquí el individuo podía saber, sirviéndose de las exigencias que los otros le planteaban, qué podía esperar de sí mismo sin tener que tragárselo como un veredicto de los demás (Blumenberg, 2011b: 662).3


Así, contra lo que pensaba Debord, la historia no es para Blumenberg la crónica de la separación y desposesión humanas, sino más bien el relato de su empoderamiento, del desarrollo de su capacidad de domeñar el “absolutismo de la realidad” ante el que se encontraría el primer homínido, mediante construcciones culturales que lo distancien y estabilicen la existencia. Dicho concepto de “absolutismo de la realidad” es central en la obra tardía de Blumenberg desde que se acuñase en Trabajo sobre el mito para definir la experiencia de impotencia del primer homínido ante el horizonte indeterminado, la cual supondría el impulso originario que conducirá a generar la cultura. Se trata la experiencia de un ser que “no tenía en su mano, ni mucho menos las condiciones determinantes de su existencia y, lo que es más importante, no creía tenerlas en su mano” (Blumenberg, 2003: 11). No obstante, esta experiencia no describe un mero punto de partida sino que se torna recurrente bajo diferentes formas en los momentos en los que un determinado ordenamiento histórico dejaba de ser válido. Para Blumenberg, las “carcasas culturales” del ser humano son siempre volátiles y temporales, permitiendo finalmente entrar aquello que trataban de dejar fuera perturbando, con ello, su existencia o, en terminología fenomenológica, su “mundo de la vida”. Por ello, se puede situar el absolutismo como epicentro de su comprensión de la historia. Así lo mostró Barbara Merker al señalar cómo la descripción blumenberguiana del devenir histórico se despliega en torno a una serie de variaciones en las cuales se representan cómo “hay dos situaciones extremas de las que (…) nos debemos y nos podemos alejar. ‘Mundo de la vida’ es el nombre de Blumenberg para uno de esos valores límite. ‘Absolutismo de la realidad’ es su título para el otro” (Merker 1999: 68).

Esta tarea de alejamiento del absolutismo de la realidad y de generación de una cultura como sucedáneo de la unidad primaria del “mundo de la vida” era el acicate del trabajo humano. La imposibilidad de generar un mundo estable que alejase de manera definitiva la amenaza de la otredad absoluta, “el esfuerzo por generar un mundo sin esfuerzo” (Blumenberg, 2011b: 536), era la causa de su constante desarrollo teórico y práctico. La expansión de los nuevos modos de producción, así como la aparición y triunfo de la técnica, no eran más que soluciones humanas legítimas en respuesta a esa necesidad. Estrategias exitosas hasta tal punto que se encontraban cada vez más cerca de generar una esfera cultural homeostática y, de ese modo, acabar, con el proceso histórico de elaboración de significado. Las obras tardías de Blumenberg presentan una preocupación profunda por este posible fin de la historia. Un fin que se proyecta sobre la pregunta central que dirige a toda crítica cultural: ¿Qué queríamos saber? ¿Qué sentido tenía esta prodigiosa aventura del conocimiento, cuyos resultados nos habrían producido una sensación permanente de malestar? 4 Los avances técnicos habrían disminuido la presión del absolutismo de la realidad hasta el punto de casi eliminarlo como foco principal hacia el cual dirigir la intencionalidad del ser humano, esto habría generado la aparición de “digresiones” de la atención como la hipocondría o el aburrimiento (Blumenberg, 2011b: 526 y ss.). En obras como Descripción del ser humano o Salidas de caverna, se muestra este desasosiego por un cercano “mundo de instrucciones de uso” (Blumenberg, 2011b: 278), un mundo de “distonía vegetativa universal” (Blumenberg, 2011b: 536) en el que florecerían estos diagnósticos, los cuales pueden resultar menos inocuos de lo que podría parecer a



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3 Esta centralidad de la delegación es otro ejemplo de la notable influencia que Helmuth Plessner ejerció sobre la antropología de Hans Blumenberg. Será Plessner quien confronte de manera explícita y muy convincente los conceptos de alienación y delegación en su escrito “El problema de la opinión pública y la idea de enajenación” (Plessner 1978).

4 La Kulturkritik es uno de los rivales intelectuales de Hans Blumenberg. Una categoría amplia y un tanto difusa en la que podrían entrar autores tan diversos como Lucrecio, Rousseau, Heidegger o Adorno y en la que, sin duda, habría situado a Debord. En cualquier caso, la oposición directa de Blumenberg a la crítica cultural en sus obras se centrará en sus coetáneos y, en especial, en aquellos que condenaban de una forma u otra la historia de la teoría como una desviación de alguna clase de intención originaria o substancia legitimadora. Para calibrar los motivos del malestar que genera esa respuesta crítica, se plantea la mencionada pregunta como forma de conocer las causas de una “decepción en la que nadie es capaz de decir cuáles fueron las expectativas que fueron defraudadas” (Blumenberg, 2000: 11).

primera vista.5 Este escenario de malestar y pasividad, por su parte, sólo podría ser paliado por la cultura. Sin embargo, lejos de hacerlo, en el presente “la cultura de masas no permite que surjan cadenas de intención de largo aliento, (…) ya no contiene las condiciones para que puedan surgir y ya no las premia” (Blumenberg, 2011b: 534).

Así, aunque desde una perspectiva distinta, ambos autores señalan su preocupación por la pérdida de la actividad humana en un horizonte hipertecnificado y espectacularizado. Por otra parte, el escenario que propicia esta situación solo puede adquirir en Blumenberg la forma de una construcción cultural densa y autorreferente cuya estructura reúne muchos de los rasgos centrales del espectáculo. Una figura de esta clase es la que se esboza en las páginas finales de Salidas de caverna a colación de la teoría de la institución de Arnold Gehlen y que podemos definir como la caverna del eterno contento. Dicha teoría explicaba la necesidad humana de construir instituciones que le liberasen de la sobrecarga de estímulos a la que el hombre se ve sometido en su existencia. Interpretando, pues, la institución como “concepto genérico de todos los habitáculos que pudieran establecerse, materiales o espirituales”, (Blumenberg, 2011a: 666), Blumenberg proyecta sobre ella un modelo de caverna platónica carente no tanto de salida como de motivación para buscarla. Se trataría de la institución definitiva, la “última y definitiva caverna” (Blumenberg, 2011a: 669), una “obra de arte total” (Blumenberg, 2011a: 143) que elimina cualquier esfuerzo de elaboración de sentido sustituyéndolo por una mera contemplación estética de las sombras. En dicho habitáculo existiría un espacio para los sofistas, aquel pasaje entre el fuego y el tabique por el cual desfilarían los portadores de los objetos que proyectan sombras, donde se sitúan los “productores de contento, de manera que aquellos a quienes tienen cautivados en un doble sentido son, a la inversa, quienes se han convertido en beneficiarios de esa laboriosidad industriosa a sus espaldas. No sólo les proporciona variedad y entretenimiento, sino ante todo confianza” (Blumenberg, 2011a: 667). Una confianza necesaria, pero que, se fundamenta en una técnica de disposición de las sombras capaz de mantener entretenidos a los cautivos. En este sentido, la caverna se transformaría en una suerte de proyección de un final espectacular de la historia en el que se desconectase la tensión permanente causada por la presencia del absolutismo de la realidad, aun cuando, a diferencia de lo que sucedía con Debord, no fuese sino el destino aciago de una necesidad antropológica ineludible.

De este modo, podemos ver que el diagnóstico epocal debordiano se asemeja a algunas imágenes y proyecciones blumenberguianas. Sin embargo, lo que presentamos con el ejemplo de la caverna no pasa de ser un esquema descriptivo puntual e, incluso, marginal en la ingente obra de Blumenberg. Si resulta interesante es porque indica la posibilidad de la convergencia que pretendemos destacar aunque, a su vez, señala una comprensión de las causas que les aleja de forma notable. Pese a ello, el ejemplo de la caverna ilustra una convicción más profunda que une a ambos autores, la preocupación por la negación de la historicidad humana al generar una esfera cerrada y sólida de experiencia que somete a la condición de espectador pasivo al individuo. Esta negación supone, como veremos a continuación, la imposición de una forma unilateral de organizar la experiencia en el tiempo, o lo que es lo mismo la aparición y consagración de un poder ilimitado que pasa por encima de las necesidades del ser humano.


Negación de la historia y poder


Las descripciones precedentes de la caverna y el espectáculo permiten comprender la forma en que éste limita la posibilidad del cambio al desincentivarlo y someter al espectador a su sucesión autorreferente de imágenes. En este sentido, todo posible futuro quedaría bloqueado. El espectáculo sería, o al menos intentaría serlo, una suerte de orden final de los tiempos cuya solidez apenas parece amenazada por grieta alguna. Sin embargo, este bloqueo no agota el sentido profundo de la negación de la historia como la comprenden ambos autores. Con esa expresión nos referimos a la privación de la temporalidad humana y de la capacidad de integrar la experiencia en el tiempo en alguna forma de sentido. En este punto es


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5 En Descripción del ser humano, Blumenberg hace un breve catálogo de acontecimientos relevantes del siglo XX que habrían sido asignados al aburrimiento: “Heinrich Mann ve surgir del aburrimiento la caída de la República de Weimar. (…) Hannah Arendt ve a Adolf Eichmann emerger de un ‘abismo de aburrimiento’. Por último, lo que ocurrió en París en mayo de 1968 y que debería denominarse con neutralidad ‘los acontecimientos’ se interpretó a sí mismo en el volante ‘Francia estaba aburrida’” (Blumenberg, 2011b: 593).

donde se percibe de forma más nítida el significado de la separación de la que habla Debord y la función del espectáculo como falsa sutura. A su vez, también supone el núcleo de la labor historiográfica de Blumenberg tal y como la formularía en un célebre pasaje de su discurso de recepción del premio Kuno Fischer. En él se señala la necesidad de que el historiador rescate la historia “de la mediatización que del pasado hace el presente, un presente para cuyas pretensiones de relevancia y módulos de actualidad sólo vale lo que le resulta eficaz”; una tarea que no es solo una justificación del trabajo académico de una disciplina que se quiere científica, sino que es todo un ethos, en tanto resulta necesario para cumplir con “la obligación, elemental, de no dar lo humano por perdido” (Blumenberg, 1999: 171-172).

Esta coincidencia estriba en que ambos autores comparten una comprensión antropológica de la historia, es decir, una identificación de la historicidad con la esencia del ser humano. Así, Debord señala que “el hombre, el ser negativo que sólo es en la medida en que se suprime el Ser, es idéntico al tiempo” (Debord, 1999: 117), mostrando con ello no sólo el carácter de proceso de su existencia, sino la índole de su tarea histórica. Ésta puede entenderse como el esfuerzo por apropiarse de la naturaleza mediante su trabajo. Un proceder que, en su forma escindida mediante la división del trabajo, genera una alienación que se transporta a la experiencia del tiempo. Así, como sucedía con el espectáculo, la historia aparece en el momento en que surge el poder. Este es el primero en generar e imponer una organización y una dirección al tiempo. Un paso que no supone en sí una pérdida, en tanto, con ello, el hombre “se libera de la escasez de las sociedades de tiempo cíclico” (Debord, 1999: 119), aunque, a su vez, significa la primera aparición de una estructura temporal impuesta que se presenta a los particulares como “un factor extraño, como aquello que no han querido y como aquello contra lo cual se creían inmunes. Pero, por este atajo, retorna asimismo la inquietud negativa de lo humano que estaba en el origen mismo de todo el desarrollo inadvertido” (Debord, 1999: 132). Esta alienación había moldeado diferentes modos de comprensión del tiempo a lo largo de la historia: desde las formas semimíticas de las religiones monoteístas, hasta la aparición del tiempo irreversible de la producción (Debord, 1999: 117-132). La temporalidad propia de la sociedad del espectáculo. Esta conforma una sucesión alienada ya que es “un tiempo, ante todo, a la medida de las mercancías” (Debord, 1999: 132), el cual se compone de “una acumulación infinita de momentos equivalentes” (Debord, 1999: 133). De ese modo, cualquier momento particular se vacía de contenido propio quedando sólo su equivalencia cuantitativa. Con ello, se negaba la temporalidad como experiencia propia y, al tratar de anular la posibilidad del cambio, recaía en un remedo del tiempo cíclico.6 Por esa razón, el espectáculo presenta la existencia como una sucesión de momentos repetibles y recurrentes que tratan de dotar de seguridad a un espectador desposeído de la posibilidad de hacerse cargo de su temporalidad particular.


Por lo tanto, Debord comprende la historia como apropiación humana de sus condiciones de existencia, aunque se trata de una apropiación que, al producirse de forma escindida, ha dado pie a una temporalidad alienada, dirigida y orientada por otros. Los dueños de la historia pueden manejarla y guiarla, pero tratan de evitar el surgimiento de la conciencia histórica que sólo aparece cuando se generan espacios para cuestionar el orden. Es en la Atenas democrática donde Debord sitúa el nacimiento de “un razonamiento histórico que es, indisolublemente, un razonamiento acerca del poder” (Debord, 1999: 123). Esta posibilidad se negaría en la desposesión radical del espectáculo al tornarse un encubrimiento general de la contingencia del poder. Como señalará en sus Comentarios: “se creía que la historia había aparecido en Grecia, con la democracia. Puede comprobarse que desaparece del mundo con ella” (Debord, 1990: 32). De ese modo, la sociedad del espectáculo señalaba la consagración de un poder sin precedentes capaz de taponar toda alternativa. En la obra de 1967, Debord parece optimista acerca de la posibilidad de disolver este ocultamiento e implantar una utópica e indefinida sociedad de “tiempos independientes federados” (Debord, 1999: 140). Sin embargo, en sus Comentarios, se incide en el triunfo de este sistema espectacular y las consecuencias más amenazadoras de la negación de la historia. Esta eliminación no es sólo “un placentero reposo para todo poder presente” (Debord, 1990: 26), sino que a su vez acaba con todo realismo, con toda capacidad estratégica e, incluso, con toda lógica; por lo que no es capaz de ver las amenazas que ella misma genera. Así, la sociedad del espectáculo se encamina a la catástrofe de


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6 “La imagen social del consumo del tiempo, por su parte, está exclusivamente dominada por los momentos de ocio y vacaciones, momentos

representables a distancia y postulados como deseables, como toda mercancía espectacular. Esta mercancía se ofrece aquí, explícitamente, como el momento de la vida real cuyo retorno cíclico hay que esperar” (Debord, 1999: 136).

forma ciega sin ser capaz de prevenir sus riesgos, como señala uno de los pasajes más desasosegantes de esta obra:

La construcción de un presente en el que la misma moda, desde el vestuario a los cantantes, se ha inmovilizado, que quiere olvidar el pasado y parece no creer en un futuro, se consigue mediante la incesante transmisión circular de la información que gira sobre una lista muy sucinta de las mismas banalidades, anunciadas de forma apasionada como importantes noticias; mientras que sólo muy de tarde en tarde y a sacudidas, pasan las noticias realmente importantes, las relativas a aquello que de verdad cambia. Conciernen siempre a la condena que este mundo parece haber pronunciado contra sí mismo, las etapas de su autodestrucción programada. (Debord, 1990: 24-25).


Por su parte, al excluir la alienación como epicentro del análisis, Blumenberg no señala intenciones ocultas o apropiaciones interesadas que determinen el desarrollo histórico. Las proyecciones de un final de la historia se basan, como veíamos, en el agotamiento de una tensión motora causado por su disolución definitiva. Si bien esto impide proponer una solución revolucionaria, no es menos cierto que tiene consecuencias muy similares para la relación del ser humano con la existencia y el poder a las que tenía la negación de la historia para Debord. La apropiación del pasado por las fórmulas de éxito del presente conlleva la sacralización de estas últimas, un empoderamiento ante el cual la posición de Blumenberg es la de tratar de mostrar la contingencia de cualquier forma de orden. En este sentido, el filósofo hanseático señala, con una sentencia que podría haber suscrito el francés, que “la historia es para el poder puro y duro un talón de Aquiles” (Blumenberg, 2003: 24) ya que evidencia las limitaciones de su dominio e indica y prefigura la posibilidad de alternativas. En este sentido, la deshistorización es la antesala de un poder omnímodo que no solo hace disfuncionales las condiciones antropológicas básicas programadas para el cambio, sino que, a su vez, somete a la existencia a parámetros de rendimiento cuantitativos que no atienden a las capacidades humanas.

Este proceso tiene otra consecuencia similar a la que tendría la espectacularización en Debord. Si, para éste, el tiempo espectacular ha de proyectar una forma mítica y encubridora de temporalidad que genera una confianza ficticia, en el caso de Blumenberg, la negación de la historia indica la aparición de una remitificación cuyas consecuencias no son menos conflictivas. Uno de los errores más frecuentes para los coetáneos de este autor fue interpretar sus obras sobre el mito como una suerte de apología o, incluso, como una propuesta de restauración del mito. Si bien en Trabajo sobre el mito se señala que el mito es “un trabajo de muchos quilates del logos” (Blumenberg, 2003: 20), esto no se debe interpretar como la afirmación de su necesidad inevitable. La apuesta de Blumenberg no es por un nuevo politeísmo, entendido como la proliferación actual de un pluralismo de relatos que sugiere Marquard en su “Elogio del politeísmo”, mencionándole de forma equivocada como aliado (Marquard, 2000: 101 y ss.; García- Durán 2019), sino que se centra en el valor de los relatos míticos en tanto figuras de la significatividad capaces de producir variaciones diversas adaptadas a diferentes momentos históricos. El mito es el primer paso en un proceso de alejamiento del absolutismo de la realidad que provoca en última instancia la aparición de la historia. La virtud del mito griego en particular proviene no sólo de su politeísmo, que depotencia el poder en esferas de acción asignadas a deidades distintas, sino de su carácter antidogmático, lúdico y artístico capaz de generar incontables variaciones por sus particulares virtudes semánticas. Esto se debe a que los mitos cuentan con su propia historicidad. El mito griego que nos habría llegado sería, incluso en sus versiones más antiguas, el producto de una selección prolongada en el tiempo cuya protohistoria Blumenberg proyecta. A través de su puesta a prueba en las competiciones de rapsodas, se habrían mantenido aquellos elementos más exitosos entre el público. Así, gracias a un paciente “darwinismo de la verbalidad” (Blumenberg, 2003: 186), las versiones conocidas de los mitos habrían podido convertirse en elementos centrales de la construcción de significatividad humana y se habrían transmitido a lo largo de la historia, trasladándose y aplicándose a diferentes conceptos de realidad a lo largo del tiempo.

Esto, sin embargo, no quiere decir que el politeísmo mítico sea una forma más adecuada de construcción de significado que el conocimiento racional. De hecho, la mayor virtud del mito griego para el filósofo de Lübeck fue haber permitido el paso posterior hacia un modelo explicativo que eliminase el factor emocional del relato. Por eso, con el avance de la racionalización en las sociedades científico-técnicas

del presente se anuncia el fin del mito. Un fin que no se debe a la certificación de su carácter irracional, sino al desgaste histórico de su significado. Un ejemplo de este proceso sería el vaciamiento semántico del arcoíris que, en su día, pudo simbolizar la alianza entre Dios y su Creación: “No se podrá decir que esto (la consagración de la alianza) es una explicación del arcoíris, que ha podido ser rápidamente sustituida, en un estadio superior del saber científico, por una teoría física. La teoría sólo ha conseguido que este fenómeno, cuya naturaleza ahora ha sido científicamente calada, haya perdido la significación que antes tenía para el hombre” (Blumenberg, 2003: 290-291). El fin del mito significa su inevitable pérdida de significado en un mundo desencantado, pero no hace deseable una nueva remitificación que sólo puede producirse a cambio de renunciar a lo aprendido y regresar a una respuesta emocional primaria ante la experiencia. No obstante, como se señala en Trabajo sobre el mito, esta regresión es un peligro acechante oculto en el proceso de negación de la historia:


Toda posibilidad de remitificación reside en la ahistoricidad: sobre un espacio vacío es más fácil proyectar señales que indiquen un giro hacia lo mítico. Por eso, la desescolarización de la historia no representa tanto un fallo de planificación o una errónea comprensión de las cosas como un síntoma alarmante que quiere decir que o bien hay ya una mitificación en marcha o bien la pérdida de conciencia histórica forzará su advenimiento. Es posible que de la historia no podamos aprender otra cosa que el hecho de que tenemos historia; pero esto ya obstaculiza que nos sometamos al mandato de los deseos (Blumenberg, 2003: 112- 113).


Por su parte, Debord parecería distanciarse de la condena blumenberguiana de los deseos, ya que, para él, la liberación supone su cumplimiento y no su racionalización. Aun así, esta posibilidad pasa por “hacer el mundo ante todo más racional, que es la primera condición para hacerlo más apasionante” (Debord, 2006: 313). La utopía de Debord se basaría en generar un mundo en el que los deseos pudiesen realizarse de forma activa y no se proyectasen como representaciones imaginarias separadas ante el espectador pasivo. Blumenberg, por el contrario, nunca se dejó llevar por ninguna tentación revolucionaria y se distanció de forma explícita de cualquier forma de apelación a la acción frente a la reflexión. Antes bien, su actitud es resignada ante la aparición de esa formación estabilizadora. Dado que la creación de un mundo plenamente administrado es el cumplimiento de una necesidad antropológica, no se puede identificar con un grupo o clase de individuos que combatir. Al tratarse del éxito en el despliegue de unas fuerzas humanas básicas la única actitud posible parece ser la resignación, una forma de “ilustración sin ilusiones con una resignada aceptación de la pérdida” como la calificase Franz Josef Wetz (1996: 147). Una diferencia de actitud entre el revolucionario y el académico que entronca, como se mostrará a continuación, con la consideración que ambos tendrán de la actividad teórica como factor histórico del ser humano.


Conclusión: Iconoclastas y contempladores


Pese a las similitudes descriptivas que hemos indicado, las implicaciones de la brecha teórica que establece la centralidad de la alienación en el análisis de Debord se extienden por todas partes. En especial en lo que atañe a sus respectivas concepciones de la historia de la teoría y de su responsabilidad en la aparición de un sistema espectacular. Para Debord “el espectáculo es heredero de toda la debilidad del proyecto filosófico occidental, que no consistió sino en una interpretación de la actividad humana dominada por las categorías del ver” y, por ello, como consagración de la esfera de las imágenes, “filosofiza la realidad” al transformar el mundo en un “universo especulativo” (Debord, 1999: 43-44), en el cual la separación se convierte en norma. Una interpretación que trae reminiscencias evidentes de la condena heideggeriana de la presencialidad que había dirigido la historia de la metafísica y que se opone de forma diametral con la relevancia antropológica que Blumenberg confiere a la visibilidad. Para éste, el paso al bipedismo y la consiguiente apertura de un horizonte ante los ojos será el rasgo específico del ser humano destacado en su antropología fenomenológica póstuma. Como ya se señalaba a colación del mito, la humanidad surge y solo puede persistir si es capaz de codificar ese horizonte indefinido y otorgarle coherencia y sentido. La teoría sería la cumbre del esfuerzo humano por lograr una distancia con la realidad que le permitiese contemplarla de forma desinteresada. Se puede decir, por lo tanto, que el distanciamiento es en este caso el factor determinante en la historia de la especie (Borck, 2015). Un esfuerzo cuya puesta en valor implica la legitimación de una historia de la teoría que no es sino el

esfuerzo por habérselas con toda forma de absolutismo mediante su alejamiento y el posterior intento de comprenderlo.

Aquí se puede situar la importante distancia entre el revolucionario y el contemplador resignado, entre aquel que entiende la historia como un proceso de alienación y quien la interpreta como el cumplimiento de una necesidad de seguridad. Libertad es para Debord la liberación de constricciones para la acción humana, la apertura de la posibilidad de una creatividad que transciende los códigos y normas habituales del arte, también basados en la separación, apelando a una recreación artística de las condiciones de vida. Su radical exigencia revolucionaria de “una ruptura incondicional con todos los elementos del mundo circundante, tanto en el pensamiento como en la vida” (Jappe, 1998: 72) comprometió casi cualquier causa en la que se vio implicado y redujo sus posibilidades de expansión. Esto se debe a que en ella hay poco más que un compromiso irrevocable con el derribo de lo existente (Debord, 1998: 16) que, por otra parte, no señala posibles alternativas. Dicha actitud emparienta a Debord con el tipo intelectual del gnóstico que aparece de forma recurrente en la obra de Blumenberg, 7 aquél que ve el presente irreformable y prefiere destruirlo en su totalidad. Uno de los rasgos de este gnosticismo es su falta de pregnancia, su carencia de significado para la vida cotidiana. Podría decirse que la escasa existencia y menguada aportación duradera a la cultura de la Internacional Situacionista, así como sus indefinidas y utópicas propuestas revolucionarias son una muestra de la dificultad de cualquier programa gnóstico para generar estructuras e instituciones persistentes. La indeterminación del propio concepto de situación o la antedicha propuesta de una unión de tiempos libres no articulan programa viable alguno ya sea político o artístico.8 La ambivalente relación de Debord con la teoría cuya importancia revolucionaria nunca niega (Jappe, 1998: 99 y ss.), pero limita a una función estratégica, se centra en la delimitación del contrincante a cuya caída sucederá un horizonte indeterminado, una página en blanco donde realizar los deseos.

La actitud del iconoclasta gnóstico es semejante a aquel que propone la salida irreflexiva de la caverna. Una propuesta cuya desmesura “se palpa en la osadía de consentir en sacrificar lo dado sin la más mínima contrapartida” (Blumenberg, 2011a: 138). Un personaje que no es, para Blumenberg, mucho mejor que el sofista que regulaba de forma técnica la sucesión de sombras en la variación de la caverna basada en Gehlen. Frente a ellos, la figura que mejor señala la posición de Blumenberg ante el discurrir de las apariencias es la del fenomenólogo de las sombras. Aquellos campeones en el arte de discernirlas que se entrenan en comprender e interpretar mejor las imágenes; “una figura de convergencia entre el talante teórico de los antiguos y la moderna ética de la laboriosidad” (Blumenberg 2011a: 586) que quiere recuperar la actividad como trabajo teórico y no como creación sin limitaciones, pero que se ve del mismo modo amenazada por la negación de la historia, al desaparecer su capacidad de comprender la sucesión, así como los estratos que configuran la estructura de ese desfile. Como apuntábamos, la cultura de masas dificulta o, incluso, hace imposible la tarea del fenomenólogo de las sombras, quien, no obstante, no puede sino resignarse a describir lo dado y no deducir de ello lo venidero. Una actitud que, por otra parte, nunca acaba de liberarse la sospecha de inmoralidad del espectador que el mismo Blumenberg teorizase (Blumenberg 1995).


Si damos por válida la descripción del espectáculo como diagnóstico, las figuras del contemplador y del iconoclasta que se han esbozado resultan insatisfactorias. Señalan, en cierto modo, una aporía vívida en nuestros días: la imposibilidad de pensar una alternativa a un orden que apenas deja entrever nada de lo


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7 La preocupación por la gnosis en Blumenberg no se limita a su importancia historiográfica para el argumento de La legitimidad de la Edad Moderna, su mera acepción acarrea una dimensión crítica. La permanencia de formas de pensamiento gnósticas había sido puesta de relieve por Hans Jonas y Eric Voegelin desde diferentes perspectivas. El primero, el gran estudioso del movimiento gnóstico antes de la II Guerra Mundial, había resaltado las similitudes entre éste y la filosofía de Heidegger que denotaban analogías en “tipos de existencia de ambas partes” (Jonas, 2003: 338). Por su parte, Voegelin calificaría de gnósticos a los movimientos políticos totalitarios, incidiendo sobre todo en el comunismo, a los cuales acusaba de practicar una “inmanentización falaz del eschaton cristiano” (Voegelin, 2006: 149). Estas ideas están en el trasfondo ideológico que convertirá a la noción de gnosis en un “concepto de litigio” [Streitbegriff] (Buch, 2014: 88) a partir de los años 60.

8 En el Rapport, considerado el programa de la Internacional Situacionista, las situaciones se definen como “ambientes colectivos, un conjunto de impresiones que determina la cualidad de un momento” (Debord, 2006: 324). Un proceder sobre el cual se ofrecen escasas indicaciones en tanto que su forma pasa por la mera innovación artística, por “la creación de nuevas leyes de disposición de los objetos” (Debord, 2006: 322), cuyo objetivo general es “encontrar nuevas pasiones” (Debord, 2006: 328).

que queda fuera de sus límites, la vivencia más patente del proceso de negación de la historia que hemos descrito. Ninguno es capaz de ir más allá de la densidad de las imágenes, aunque ambos plantean un peligro implícito en su horizonte presente: una cultura que ha perdido los anclajes con la realidad existencial del ser humano no puede sino encubrir la irracionalidad del poder que la sustenta. Más allá de la dificultad en atravesar la densidad de las imágenes que se presentan, el peligro estriba en que el afuera del orden acabe por arrollar a quienes se encuentran en su interior sin que estos sean capaces de comprender por qué, ni menos preverlo. Un riesgo que, en ambos casos, parece menos una mera constatación de el fin de un tiempo histórico que una amenaza para la propia autoconservación de la especie.


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https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11441


EMOCIONES ESTÉTICAS EN CONTEXTOS DE FICCIÓN

ENCLAVE PRAGMÁTICO Y CONSECUENCIAS PARA LA ACCIÓN SEGÚN JEAN MARIE SCHAEFFER


AESTHETIC EMOTIONS IN FICTIONAL CONTEXTS

Pragmatic enclave and consequences for action according to Jean Marie Schaeffer


EMOÇÕES ESTÉTICAS EM CONTEXTOS FICCIONAIS

Enclave pragmático e consequências para a ação em Jean Marie Schaeffer


Daniel Scheck

(Universidad Nacional del Comahue)

scheckdaniel@yahoo.com.ar


Recibido: 27/11/2020

Aprobado: 14/01/2021


RESUMEN


Este trabajo se enmarca en las discusiones acerca del estatus y las características que tienen las emociones vinculadas a las experiencias estéticas en contextos ficcionales. Se ofrece una lectura desde la perspectiva de Jean Marie Schaeffer que rechaza la idea de que las emociones en contextos ficcionales son sólo cuasi o pseudo-emociones o emociones simuladas o fingidas. Asimismo, se cuestiona uno de los sentidos que adquiere el término “ficcionalizar” para ese autor. Por último, se discute la supuesta despragmatización de las consecuencias para la vida activa que tendrían las emociones vinculadas a las experiencias estéticas.


Palabras clave: experiencia estética. dimensión afectiva. cognición. ficcionalización. despragmatización.


ABSTRACT

This work is framed in discussions about the status and characteristics of emotions linked to aesthetic experiences in fictional contexts. It offers a reading from the perspective of Jean Marie Schaeffer. She rejects the idea that emotions in fictional contexts are only quasi or pseudo-emotions or simulated or feigned emotions. Likewise, one of the meanings that the term “fictionalize” acquires for that author is questioned. Lastly, the supposed depragmatization of the consequences for an active life that emotions linked to aesthetic experiences would have is discussed.


Keywords: aesthetic experience. affective dimension. cognition. fictionalization. depragmatization.

RESUMO


Este trabalho está enquadrado em discussões sobre o status e as características das emoções ligadas às experiências estéticas em contextos ficcionais. Oferece uma leitura da perspectiva de Jean Marie Schaeffer, que rejeita a ideia de que as emoções em contextos ficcionais são apenas quase ou pseudo-emoções ou emoções simuladas ou fingidas. Da mesma forma, questiona-se um dos significados que o termo "ficcionalizar" adquire para aquele autor. Por último, discute-se a suposta depragmatização das consequências para a vida ativa que teriam as emoções ligadas às experiências estéticas.

Palavras-chave: experiência estética. dimensão afetiva. cognição. ficcionalização. despragmatização.


Introducción

Dos de las afirmaciones más célebres y notables de Nelson Goodman atraviesan el presente escrito. La primera es que tenemos una tendencia a omitir la especificación del marco de referencia cuando se trata del marco de referencia desde el cual uno mismo está pensando un problema. La segunda, atada a la anterior, es que “el realismo es relativo” (Goodman, 1976: 53), ya que está determinado por el sistema de representación normal que detenta una cultura determinada en un momento determinado. Si leemos la primera a la luz de la segunda, implica que estamos tan acostumbrados al realismo que nos resulta transparente, tenemos tan incorporada una forma de establecer relaciones entre la representación y lo representado que casi no reparamos en ella, y pocas veces señalamos que ese es uno de los elementos que conforman el propio marco de reflexión. Aunque este trabajo no profundiza en el análisis de la teoría de Goodman, esas afirmaciones son una suerte de telón de fondo para reflexionar sobre el tratamiento que han tenido las emociones en contextos ficcionales.


El problema puntual que me interesa es el del estatus y las características que se les adscriben a las emociones que acompañan nuestras experiencias estéticas frente a objetos ficcionales, tantos artísticos como de alguna otra índole. La reflexión que se ofrece toma como punto de partida la teoría de la experiencia estética de Jean Marie Schaeffer, en el marco de la cual se niega que las emociones “ficcionales” conformen una clase específica y separada del resto de las emociones estéticas. Su concepción de la experiencia es amplia y comprehensiva, y en ella el contacto con el arte y las ficciones son sólo una subregión dentro de un vasto campo de posibles encuentros estéticos. Las experiencias estéticas, a su vez, no están asociadas a un tipo de emoción sustancialmente distinguible de las ordinarias o estándar. De hecho, el repertorio de emociones siempre es el mismo, aunque las emociones estéticas se distinguen porque están contenidas en un “enclave pragmático” aportado por el tipo de proceso experiencial en el que acontecen. Esta forma de concebir a las emociones ficcionales como una subclase de las emociones estéticas le permite evitar las discusiones habilitadas por la “paradoja de la ficción” respecto a la posible inconsistencia o incongruencia que este tipo de emociones genera en nuestro comportamiento.


Para Schaeffer, aunque seamos conscientes de que surgen frente a cosas que no son reales, es totalmente aceptable que tengamos emociones en contextos ficcionales. De hecho, son tan verdaderas como cualquier otra emoción de tipo estético. Las tenemos, nos afectan, y no hay nada demasiado extraordinario en ello; por eso mismo, no son fingidas o fraguadas y no merecen degradarse al estatus de pseudo o cuasi-emociones. En el presente trabajo me propongo exponer y desarrollar los rasgos centrales de la propuesta de Schaeffer, haciendo énfasis en la conexión que establece entre las emociones y la dimensión atencional de las experiencias estéticas. En segundo lugar, pretendo mostrar que uno de los sentidos en que concibe la “ficcionalización” de ciertas situaciones, en marcos ficcionales claramente delimitados, sigue atada a la idea de que la ficción es una forma de engaño, fingimiento o mentira. Por último, voy a discutir el criterio que introduce Schaeffer para distinguir entre emociones estéticas y emociones en general. El rasgo distintivo es, puntualmente, su escasa activación práctica, su incapacidad para generar consecuencias y alteraciones en nuestros procesos de toma de decisión o planes de acción

en la vida real. Ese criterio, según entiendo, puede resultar apropiado para describir el impacto inmediato de las emociones en enclaves ficcionales claramente delimitados, como una función de cine o teatro, pero no contempla todos los efectos y las repercusiones que pueden tener a nivel práctico y vital según la propia concepción que tiene el autor de los elementos implicados en un encuentro estético.


El complejo entramado de la experiencia estética


Las emociones provocadas por el arte son un tema para la filosofía desde que Platón cuestionó los efectos de la poesía imitativa, en el último capítulo de República (595a y ss.), y Aristóteles retomó el tema en su Poética, particularmente en el cuarto capítulo, donde se encuentra la formulación primigenia de la “paradoja de lo trágico” (1448b y ss.). Una versión más amplia de aquella paradoja, extendida al tema general de las emociones ficcionales, tiene su lugar propio en el campo de la estética desde la década de 1970. La “paradoja de la ficción” se instauró en el preciso momento en que Colin Radford (1975) se preguntó, con cierto desconcierto y como asombrado por su propia posible incongruencia, cómo y por qué nos conmovemos por el destino de Anna Karenina, la difícil situación de Madame Bovary o la temprana muerte de Mercucio Della Escala. El problema, sumariamente, tiene que ver con que esos personajes no son personas reales, y por ende no sufren ni mueren realmente, y que nosotros, aun siendo conscientes de su carácter ficcional, nos conmovemos hasta las lágrimas por sus desdichas.


La preocupación de Radford es por la aparente incongruencia entre estar realmente conmovidos por algo y saber de forma consciente que lo que nos conmueve no es real. Esa situación le parece ininteligible [unintelligible], porque entiende que sufrir por alguien implica creer que alguien real está sufriendo efectivamente. Es lógico, por ejemplo, al imaginarse que un ser querido sufre un accidente, ponerse triste por esa situación; también sentirse conmovidos por la historia de alguien, aunque nos esté mintiendo y lo ignoremos; pero no es lógico sufrir por el destino de Anna, Emma o Mercucio, sobre todo si sabemos que nunca existieron en la realidad. La conclusión de Radford es que al “ser movidos de cierta manera por las obras de arte, aunque sea muy "natural" para nosotros y de esa manera demasiado inteligible, nos arrastra a la inconsistencia y por lo tanto a la incoherencia” (Radford, 1975: 78).

En el marco de la paradoja de la ficción, el problema puntual que se genera con las emociones es que, para evitar la posible incongruencia de considerar que esas reacciones son idénticas a las que tenemos frente a objetos o situaciones reales, o bien se las ubica en una suerte de dimensión paralela (como si lo ficcional fuese un espejo difuso de lo real), considerando que son menos intensas y más fugaces, o bien se las devalúa a la categoría de cuasi o pseudo emociones, entendiendo que deben distinguirse de las verdaderas respuestas emotivas. Las distintas formulaciones esquemáticas de la paradoja, los debates acerca de las premisas que entran en conflicto, y las diversas interpretaciones y soluciones propuestas son, sin dudas, interesantes y conforman un campo propio de discusiones hasta la actualidad.1 No obstante, cabe aclarar que aquí no se ofrece una nueva solución a la paradoja en su conjunto, ni una reorganización o reformulación de las premisas que la conforman, sino una forma de comprender el problema de las emociones ficcionales que evitaría desembocar en una situación paradojal.


Más allá de la paradoja, lo que se hace patente en la discusión es que las emociones, en general, son uno de los elementos constitutivos de las experiencias estéticas y, por ende, de las experiencias relacionadas con las ficciones y el mundo del arte. Aunque conviene establecer algunas distinciones, porque no todos nuestros encuentros estéticos se restringen al contacto con lo artístico, ni todo el arte depende de su aspecto ficcional (siempre que lo tenga), ni toda construcción ficcional se inscribe dentro del mundo del


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1 Aunque es bastante conocida, y aquí no es el punto, la “paradoja de la ficción” tiene su propio peso y una seguidilla de reformulaciones, reinterpretaciones y discusiones asociadas. Entre los autores que aportaron a su ascenso y permanencia como tópico de interés pueden mencionarse: Radford (1975); Weston (1975); Walton (1978; 1990); Currie (1990; 1997; 2020); Levinson (1997); Davies (2005). Entre las reinterpretaciones y reexposiciones en nuestro idioma, cabe señalar las de Burdman (2014); García Carpintero (2016); Gomila (2013). Es por lo menos sugerente que en su último libro, además de centrar las críticas a los detractores de su concepción en el discutible alcance pedagógico y didáctico de las ficciones -con lo cual sigue dando a entender que el valor cognitivo es el principal-, Currie abandona los intentos por definir lo que es la ficción -tanto desde abajo (enunciados) como desde dentro (esencialmente)-, para conformarse con aportar elementos para “describir la forma de la ficción” (Currie, 2020: 3). La forma de la ficción, sugiere Currie, puede ser muy significativa y puede darnos elementos para comprender por qué nos interesamos tanto en ella.

arte. Además de la respuesta emotiva, es necesario indagar el rol de la dimensión cognitiva y atencional en la experiencia estética, tanto como el índice de satisfacción o rechazo que generan. En suma, el tema de las emociones ficcionales está imbricado con otras tres cuestiones no exentas de problemas, a saber: la del tipo de respuesta afectiva general vinculada a las ficciones, entendiendo por tal no sólo la implicación emocional, sino también el índice hedónico o el eventual rechazo que suscitan; la problemática interacción, de articulación o mutua exclusión -según la perspectiva teórica-, entre la dimensión afectiva y el nivel cognitivo; y, por último, las repercusiones que tienen esas emociones para la vida activa -por fuera del marco ficcional, para decirlo de alguna manera.

La teoría de la experiencia estética que Jean Marie Schaeffer viene delineando desde hace dos décadas atiende a todas estas disquisiciones, pues considera que el contacto con el arte y las ficciones son sólo una región dentro de un vasto campo de posibles encuentros estéticos. De hecho, edifica su propia concepción como enfrentada a lo que denomina la “religión del arte”, entendiendo por tal aquella doctrina que redujo lo estético a lo artístico, instaurando un dualismo insuperable entre las experiencias vinculadas a las obras de arte, únicas y extáticas, y las meras experiencias cotidianas, ordinarias e intrascendentes. Contra ese dogma, de ascendencia romántica y hegeliana, Schaeffer propone comprender a lo estético como un tipo de experiencias, y no como un tipo de objetos; como una forma cotidiana de relacionarnos con las cosas o los acontecimientos más diversos; como una clase particular de proceso atencional guiado por un índice emotivo y hedónico; como un comportamiento humano transcultural; y como una constante antropológica que atraviesa todas las culturas.

Por consiguiente, la búsqueda de Schaeffer es en procura del carácter genérico de la experiencia estética, con independencia del objeto y sin un interés particular por el arte. No obstante, cuando desde el arte proviene el estímulo que provoca las experiencias estéticas, tanto el arte como la vida en general resultan beneficiados. Desde una perspectiva naturalista y evolucionista, aunque moderada, Schaeffer asume que nuestra actitud estética tiene un fundamento biológico y que va atada a una base genética, que es condición necesaria pero no suficiente. Además, sostiene que existe una suerte de preprogramación genética que determina ciertas reacciones estéticas, pero eso no implica aceptar la tesis de la uniformidad transcultural de objetos y conductas, porque las cosas y los fenómenos que despiertan esa reacción son diferentes en cada cultura, y los rasgos que son revestidos estéticamente varían de un lugar a otro. Para decirlo de otra manera, Schaeffer afirma que la relación estética es una constante, pero no afirma que en todas las culturas se repiten las mismas reacciones y las mismas conductas frente a los mismos objetos.


La constante transcultural, lo que permanece de una cultura a otra y no está atado a sus especificidades, es aquello que permite distinguir una relación de tipo estética. En todos los casos, el comportamiento estético se define como un “comportamiento humano intencional”, sostenido en el nivel atencional, que presupone una discriminación cognitiva, un discernimiento; cuya condición específica, que la distingue de otras actividades atencionales, es que está “cargada afectivamente”. En la carga afectiva establece una distinción entre implicación emocional e índice de (in)satisfacción. En tal sentido, según una de las definiciones más acotadas que ofrece, la experiencia estética sería una modalidad básica de contacto con el mundo, “que explota el repertorio común de nuestros recursos atencionales, emotivos y hedónicos, aunque dándoles una inflexión no solamente particular, sino también singular” (Schaeffer, 2018: 11). La particularidad reside en que la actividad de discernimiento debe estar regulada por las emociones y el índice de satisfacción; pero estas, a su vez, tienen que ser originadas por la propia actividad atencional. Es decir, es una suerte de bucle, de “proceso homeodinámico” de retroalimentación, entre el discernimiento y la dimensión afectiva.


La interacción entre cognición, emoción y placer


En síntesis, los elementos constitutivos de la experiencia estética son tres: el proceso atencional, la inmersión emocional y el cálculo hedónico. No obstante, conviene aclarar que cuando Schaeffer hacer referencia a la “dimensión afectiva”, lo hace condensando bajo ese título los dos últimos elementos mencionados: emociones y placer. Sobre el tipo de atención implicada en la experiencia estética, sumariamente, puede decirse que se distingue tanto de la atención estándar como de los procesos

atencionales duros de las ciencias o de los análisis estructurales de obras o acontecimientos artísticos. Así, mientras el procesamiento de la información “pragmático estándar” se caracteriza por ser “ascendente, esquemático y automático”, lo que nos permite producir creencias y evaluaciones más eficientes y de la manera menos costosa, para sistematizarlos y simplificarlos logrando una rápida integración de cada nuevo estímulo al stock de estímulos familiares; la experiencia estética, si bien presupone procesos atencionales estándar, de organización perceptual sobre todo, se caracteriza por un procesamiento de la información que es descendente. Es decir, se sacrifica la economía perceptual y cognitiva en procura de una recuperación de la información más costosa, concreta y reflexiva.2

Por otra parte, mientras en los procesos atencionales “duros” de la ciencia la atención está guiada por la búsqueda del resultado final, por un objetivo o fin externo o transitivo; en la atención orientada estéticamente se intenta reforzar el propio proceso atencional. No miramos tanto al objeto o al resultado, dice Schaeffer, porque “el objetivo de mirar estéticamente algo es el proceso de mirarse a uno mismo” (Schaeffer, 2015: 156). Esto puede ayudar a entender el “bucle” al que hice referencia antes. La pregunta crucial es “¿qué podría motivar un proceso tan costoso?”. Un proceso que no escapa a la complejidad de la información y que al mismo tiempo favorece la complejidad al ponerla en relaciones múltiples para explorarla horizontalmente en toda su riqueza.


La tesis de Schaeffer es que nos enfrascamos en ese tipo de experiencias estéticas, tan costosas desde el punto de vista cognitivo, por el índice de satisfacción que producen y que las retroalimenta. Así, mientras la atención estándar y la científica están reguladas principalmente por el resultado final, y por ello son “hetero-teleológicas” y están pragmáticamente determinadas; la atención orientada estéticamente es “auto-teleológica”, porque el cálculo hedónico funciona en línea, al mismo tiempo, retroalimentando la atención continua. En suma, “el costoso procesamiento de la señal es impulsado por una recompensa interna” (Schaeffer, 2015: 159). El feedback entre el proceso atencional y el cálculo hedónico sólo puede suceder merced a un desacople de los circuitos reactivos cortos. Es decir, la experiencia estética se despragmatiza en tanto nos invita a poner entre paréntesis su significado y su pertinencia en el marco de las interacciones con el mundo. Asimismo, en tanto atención despragmatizada, se caracteriza por no tener consecuencias directas sobre la acción; esto es, no determina una toma de decisiones, una reacción o un comportamiento como otras actividades atencionales.


Por último, y central para los fines del presente trabajo, en el marco de la atención orientada estéticamente las “investiduras afectivas” constituyen un poderoso agente de densificación de la experiencia, no porque multipliquen los rasgos del objeto o el acontecimiento que funge como estímulo, sino porque intensifica nuestra implicación psíquica dentro del proceso atencional. La inmersión emocional, aunque Schaeffer también habla de implicación y compromiso emotivo, es un importante factor de complejización de la actividad discriminatoria, tanto para la atención orientada estéticamente como para las obras de arte. De hecho, Schaeffer afirma que las emociones son el aspecto más central de la atención orientada estéticamente, “lastran nuestras representaciones con un significado directamente existencial que las amarran a nuestra vida vivida y activa con redes de asociaciones muy



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2 A diferencia de los procesos cognitivos estándar, que son más económicos y están orientados pragmáticamente a la consecución de un fin objetivo, la relación estética se inscribe, según Schaeffer, en los procesos atencionales de señalización costosa, u honesta. En este tipo de procesos se despragmatiza la relación con el mundo, en el sentido de no estar guiados por la búsqueda de alguna utilidad. La teoría de la señalización costosa se formula en el marco de la biología evolutiva, y se utiliza, sumariamente, para dar cuenta de situaciones de conocimiento incompleto. Esto es, situaciones de interacción comunicativa entre individuos en las que se hace muy difícil evaluar una cualidad o un atributo de forma directa, aunque es realmente importante que la evaluación de ese atributo o cualidad sea la adecuada. El ejemplo es el de la cola del pavo real, que es un atributo realmente incapacitante y desventajoso a la hora de ocultarse o escapar de un potencial depredador. No obstante, la hembra del pavo real evalúa y elige al macho por ese atributo. Así, la elección que debe asegurar la descendencia se hace en función de una señal costosa, pero que a la vez es honesta. Del lado del macho, la señal es honesta porque a pesar de la incapacidad y molestia que implica una gran cola, el macho ha sobrevivido y llegado a la temporada de apareamiento y eso confirma que tiene las capacidades que anuncia. Del lado de la hembra, la honestidad depende de su disposición a evaluar las señales del macho en un proceso costoso en comparación con la atención estándar (debe enfocarse en el despliegue que hace el macho, eso disminuye el nivel de alerta ante el posible ataque de un depredador). Más allá de algunas aclaraciones y ajustes, el modelo de la señalización costosa, llevado al plano de la atención orientada estéticamente, le permite a Schaeffer mostrar las diferencias con otros tipos de procesos atencionales; en particular, con los procesos pragmáticos estándar y con los procesos “duros” de tipo científico (Cf. Schaeffer 2013, 2015, 2018; Scheck 2020).

complejas” (Schaeffer, 2018: 49). Pero también porque poseen un contenido cognitivo que enriquece la experiencia.


La correlación entre emoción y cognición


Como consecuencia de lo anterior, Schaeffer considera que ni las emociones inhabilitan la cognición, ni la atención cognitiva anula lo emotivo. Asimismo, entiende que nunca hay emoción pura ni cognición pura. Entre otras razones, porque las emociones nunca son completamente adventicias, sino que son señaladores espaciales y temporales de las constelaciones afectivas de las experiencias estéticas.3 Esto implica que la emoción, cuando nos invade, siempre es la presentificación del pasado condensada en una experiencia singular que irradia mucho más allá de sí misma, sin que por ello pierda la singularidad. En realidad, la individualidad y singularidad de la experiencia estética no obedece sólo al componente emotivo, sino a cómo las emociones enlazan con el nivel atencional. Así, cognición y emociones forman dos sistemas estructuralmente correlacionados. Las situaciones en las que uno se activa, pero no el otro, son extremadamente raras. De hecho, todo estado emotivo, en el presente, “está intrínsecamente ligado a la constelación atencional espacio-temporalmente individualizada a la que ‘se adhiere’ o que ‘se adhiere’ a él” (Schaeffer, 2018: 90).

En cuanto a la estructura general de las emociones, todos los procesos emotivos tienen la misma, con tres componentes: a) un contenido, b) un componente de suscitación o “activación fisiológica” [arousal] y c) una valencia hedónica. En cuanto al contenido (a), se refiere al contenido intrínseco que define a la emoción en cuestión y no al contenido intencional. Cada emoción implica una manera distinta de sentirse, supone vivencias diferentes y discriminables; v.g.: no es lo mismo el miedo que la cólera, o, para dar un ejemplo más simple, puede apreciarse positivamente una comida por su aroma, pero no por su sabor. El grado de suscitación (b) o activación fisiológica corresponde al nivel de excitación, el nivel de activación electroneurológica (la suscitación mental), fisiológica (las reacciones del sistema autónomo y sensaciones viscerales, como el ritmo cardíaco) o comportamental (intentar escapar o acercarse al estímulo, por ejemplo). Para el caso de la experiencia estética, acota Schaeffer, parece que las emociones que suscita son de escasa activación: “del lado del sentido positivo, la experiencia estética provoca sentimientos de alegría (de ‘felicidad’) antes que de excitación, y del lado negativo, sentimientos de malestar antes que de estrés” (Schaeffer, 2018: 95); es decir, ni nos exaltan ni nos vuelven agresivos. Claro que, atendiendo al elemento contextual de su concepción, el grado de activación puede variar según cada persona y según cada cultura. En cuanto a la valencia hedónica (c), las emociones son o bien positivas (la alegría, el alivio, el entusiasmo) o bien negativas (la pena, el enojo, el miedo, la tristeza). Así, mientras las primeras son vividas como agradables y placenteras, evitamos las segundas y, cuando nos invaden, las vivimos como desagradables. En consecuencia, si la emoción es positiva, es porque su valencia hedónica también lo es, y viceversa.


Otro punto que debe analizarse, de la estrecha conexión entre emociones y cognición, es el de la intervención causal de las emociones, que ejercen influencia tanto sobre nuestras acciones como sobre nuestras creencias. Esto puede ocurrir en dos niveles, subpersonal (inconsciente) o atencional (consciente). Si actúan en el nivel inconsciente, se traducen en inclinaciones comportamentales; mientras que si lo hacen en el nivel atencional, dan lugar a vivencias fenoménicas y motivaciones para la acción. El problema es distinguir entre las emociones conscientemente vividas que evalúan el mundo



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3 Aunque Schaeffer no ofrece una definición clara de lo que entiende por “constelaciones afectivas”, y en ocasiones también habla de “constelaciones atencionales” (Schaeffer, 2005: 96) y en otras de “constelaciones perceptivas” (Schaeffer, 2018: 17), puede colegirse que tienen dos alcances bastante definidos: por un lado, las constelaciones afectivas se asocian a ciertas “categorizaciones culturales” que prefiguran y saturan el nivel perceptivo de la atención estética, por eso la percepción nunca se limita a una “epoché fenomenológica” (Schaeffer, 2005: 59). Esas categorizaciones culturales, por su parte, existen en todas las latitudes, pero la constelación se erige en torno a objetos o situaciones diferentes de acuerdo con cada cultura. Por otro lado, y a un nivel más personal, esa saturación perceptiva va pregnando nuestra respuesta emocional hasta incorporarse a las relaciones estéticas como “constelaciones particularmente estables de posicionamientos tímicos permanentes” (Schaeffer, 2018: 131), que lastran o “tiñen” el conjunto de nuestras relaciones con el mundo y con nosotros mismos. En suma, las constelaciones afectivas se conforman a un nivel suprapersonal, se erigen de modo intersubjetivo -en el marco de una comunidad o cultura compartida-; pero lastran y condicionan la atención orientada estéticamente con una intensidad diferente en cada sujeto, dependiendo del nivel de saturación emocional provocado y del estímulo al que se acoplen.

representado y, por otro lado, la valencia emotiva de la actividad atencional en sí misma, que bien puede permanecer implícita. En este tema, la interpretación de Schaeffer se apoya en las investigaciones de Kent Berridge (2003), quien sostiene que la vivencia consciente de las emociones depende de la situación y el contexto. Además, aunque permanezcan en un nivel inconsciente, las emociones aún pueden afectar al individuo. En ese caso, se trata de “procesos afectivos básicos” que, aún en un nivel inconsciente, producen efectos en el nivel comportamental. Esos afectos de base interactúan con otros procesos afectivos más complejos, que son vivenciados de modo consciente.


La conclusión que extrae Schaeffer de esto es que existe una organización jerárquica en al campo de las emociones; pues coexisten las reacciones innatas con las emociones aprendidas, por un lado, y emociones no conscientes y otras que van atadas a experiencias subjetivas, por otro. Coexisten porque un mismo estímulo puede “provocar una reacción afectiva que corresponda a niveles diferentes de tratamiento cognitivo” (Schaeffer, 2018: 100). Así, una misma emoción, de manera inconsciente, puede llevarnos a alejarnos o acercarnos a un objeto; pero también puede desembocar en una experiencia consciente sin traducción comportamental, o incluso repercutir en ambos niveles. Otra consecuencia de lo anterior es que existiría cierta homología entre los procesos cognitivos y los procesos emotivos. De esa manera, si se elimina la idea de que las emociones son sólo reacciones primitivas o precognitivas, se puede tener una perspectiva más integral de la interacción entre emociones y cognición y comprender mejor la complejidad de ese entramado y de los niveles en los que interactúan. En definitiva, para Schaeffer no existe un proceso emocional desprovisto de dimensión cognitiva. Esto es central para confirmar que las emociones, en algún punto, dependen de la cognición: “toda emoción es el producto directo o indirecto de una evaluación cognitiva, aun cuando esta no siempre sea consciente, ni siempre confiable” (Schaeffer, 2018: 107, en bastardilla en el original).


No obstante, aunque dependan del nivel atencional, las emociones pueden a su vez influir sobre lo cognitivo. Para algunos eso puede representar un problema, porque implicaría que la emoción puede sesgar la atención; pero no para Schaeffer, pues considera que eso no daña los procesos cognitivos. Por el contrario, echando mano a investigaciones en psicología experimental (Berlyne, 1971), sostiene que las emociones refuerzan la adecuación cognitiva, la atención y la memoria, por ejemplo. Además, recuerda que la pregnancia de las memorizaciones tiene que ver con la investidura afectiva, porque un contenido asociado a una emoción es recordado más fácilmente que contenidos “neutros”. En sentido inverso, también concibe la posibilidad de que exista un feedback de la atención hacia la vida emotiva; es decir, ciertos procesos atencionales internos que pueden provocar emociones de manera descendente. Esta última cuestión es central, porque en la experiencia estética los estímulos externos son el comienzo de un complejo proceso atencional en el que participan el pensamiento, la interpretación y la imaginación, todos ellos endógenos y centrales. En suma, emoción y cognición son dos sistemas íntimamente ligados; la reacción afectiva siempre se basa en la evaluación de una señal tratada cognitivamente y la atención consciente, en ocasiones, puede actuar por un feedback descendente sobre una reacción emotiva. Es decir, la atención puede inducir emociones, pero también las emociones pueden orientar la atención.


Sin embargo, las emociones son una clase de acontecimientos mentales que uno nunca puede autoprovocarse, porque son desencadenadas por procesos mentales que escapan al control y la automanipulación consciente. En ese sentido, aunque alguien adopte una actitud estética esperando vivir una experiencia emotiva intensa de tal o cual tipo, no puede producir intencionalmente esas emociones. De hecho, incluso frente a obras de arte que fueron creadas para suscitar ciertas emociones en los espectadores, muchas veces no tenemos la experiencia emotiva que esperábamos tener, o que el artista intentaba transmitir. Asimismo, aunque son irremediablemente contingentes, podemos hacer cosas o someternos a estímulos para provocar una u otra emoción, pero su ocurrencia no depende del contenido intencional. En otras palabras, podemos generar las condiciones atencionales más favorables para alcanzar una experiencia estética lograda, podemos utilizar los recursos atencionales como un cebo, pero la emoción puede morderlo o no; porque el aspecto contingente de las emociones está subdeterminado por el nivel atencional.

Las emociones en contextos imaginativos (ficcionales y no ficcionales)


Respecto al problema puntual de las emociones en el marco de experiencias estéticas provocadas por ficciones o contextos ficcionales, conviene aclarar que Schaeffer no concibe a esas emociones como un tipo particular, ni como una clase degradada al nivel de pseudo o cuasi emociones. Es decir, son verdaderas emociones y del mismo tipo que las emociones ordinarias o estándar. Lo que distingue a las emociones que experimentamos en marcos estéticos es que, justamente, ocurren dentro de un enclave pragmático que determina un vuelco sobre el propio proceso atencional, por lo que están desconectadas de toda traducción directa a la “vida activa”. Las consecuencias directas de las emociones no son las mismas, pero eso no las erige como un tipo diferente ni las transforma en cuasi o pseudo-emociones. Sobre esto volveré hacia el final, porque ahora me detendré a analizar los argumentos de Schaeffer en contra de considerar que las emociones ficcionales deben ubicarse en una categoría paralela o devaluada.

En principio, hay que recordar que los hitos inaugurales de la “paradoja de la ficción” son el asombro por la propia respuesta emotiva frente al sufrimiento de personajes, que se sabe no son reales, y el temor a la incoherencia por tener esa experiencia. Con eso en mente, y en contra de la muy difundida idea de que las emociones en contextos estéticos son sólo “cuasiemociones, emociones fingidas o apariencias de emoción”, Schaeffer comienza señalando algo que siempre estuvo a la vista: no puede subrayarse el carácter ficcional de las causas como el rasgo que marca un quiebre entre tipos de emociones. Entre otras razones, y según lo desarrollado en el apartado anterior, porque tanto en el marco de una experiencia estética como en la “vida real”, lo que moviliza las emociones es tan diverso como difícil de determinar. Es decir, aunque el incendio que vemos en una película no sea un verdadero incendio, eso no determina que las emociones que experimentamos no sean reales, ni que dependan exclusivamente de lo que estamos viendo. Además, si nos atenemos a la definición que hace el propio Schaeffer de las experiencias estéticas, no todas ellas dependen de un estímulo ficcional, pero eso está al margen del problema que aquí interesa.


Por otra parte, cuando el acento para establecer la distinción entre categorías de emociones se pone en que las emociones en contextos de ficción no generan las mismas consecuencias, ya que no salimos del cine corriendo al ver el incendio en la pantalla, tampoco se dice demasiado; porque también en nuestras vidas por fuera del cine las emociones repercuten de manera variable y con muy diversas consecuencias según la situación y la persona que las experimenta. Además, aún si se concibe a las ficciones como productos imaginarios devaluados a la categoría de simulación, mentira o fingimiento, como parece hacer el propio Schaeffer, y se las asocia a las producciones artísticas, la diferencia con lo real se cae frente a casos como la música, dado que los sonidos, las melodías y las armonías son reales, y no es necesario fingir ni imaginar nada para tener una experiencia estética.

Pero existen otras razones de peso, más internas y profundas, para mostrar que el argumento de la ficcionalidad no es concluyente en absoluto. Según sostiene Schaeffer, puede concederse que en toda experiencia estética exista algún elemento, si no ficcional, al menos imaginativo, entendiendo por tal un proceso que implique una dimensión endógena, que no depende totalmente del estímulo. Pero aun siendo siempre así, de ninguna manera puede aceptarse que las emociones sentidas no sean verdaderas emociones. El punto, para Schaeffer, es distinguir entre situaciones en “las cuales nos dedicamos a actividades imaginativas de aquellas situaciones que dependen de la actitud ficcional” (Schaeffer, 2018: 115). Para dar cuenta de esa diferencia, trae a colación un pasaje del Capítulo III de Las aventuras de Tom Sawyer, porque Schaeffer entiende que es una situación de “imaginación no ficcionalizante ligada a intensas emociones”, pero en un marco ficcional, claro.

En ese pasaje, la tía Polly castiga a Tom por una travesura que, al menos esta vez, no ha cometido (Sid rompe la azucarera y no él, pero la tía le propina una tunda por las dudas, luego pregunta y se da cuenta de su error). Tom se ofende y se agazapa en un rincón para agrandar y exagerar sus cuitas. Se imagina su propia muerte y todo el escenario, sobre todo la actitud de su tía Polly: lo encontrarían ahogado en el río, con sus rulos sobre el rostro, frío y pálido y lo traerían a la casa, “¡Cómo se arrojaría sobre él, y lloraría a mares, y pediría a Dios que le devolviese su chico, jurando que nunca volvería a tratarle mal!”.

Pero mientras más se sumergía en el juego de su imaginación, más de amargaba, se entristecía y comenzaba a llorar a baldes: “Y tal voluptuosidad experimentaba al mirar y acariciar así sus penas, que no podía tolerar la intromisión de cualquier alegría terrena o de cualquier inoportuno deleite; era cosa tan sagrada que no admitía contactos profanos” (Twain, 2003: 36).

Schaeffer entiende que la situación imaginada por Tom es de un tipo particular, en las que se imaginan cosas que ocurrieron u ocurrirán en el futuro a partir, no de hechos presentes, sino de emociones presentes. A este tipo de situaciones imaginadas las llama “proyectivas”. Para el caso, Tom se imagina su muerte como una suerte de compensación ante el sentimiento de injusticia, pero también se cuelan la autocomplacencia y el deseo de vengarse de su tía Polly que se imponen al sufrimiento. Aunque todo ese escenario desemboca en una experiencia realmente triste y angustiante para Tom. De esto último extrae otra objeción a quienes creen que las emociones en contextos imaginativos no son emociones reales, porque tienen que disociarlas de las respuestas fisiológicas; ya que no hay diferencia entre llorar o reír ante una película, ante algún hecho cotidiano, o el llanto de Tom para el caso. Tanto la risa como el llanto, según Schaeffer, son exteriorizaciones corporales, son una expresión o signo externo de una emoción, y no pueden separarse de ellas. Por eso, incluso en contextos ficcionales, resulta un sinsentido afirmar que no son verdaderos llantos o risas. En todo caso, para distinguir entre risas falsas, fingidas o actuadas, y risas verdaderas, la clave reside en ver si su origen es voluntario, para las fingidas; o si se dan espontáneamente, porque la espontaneidad las hace “reales”, sea cual fuere su fuente o el marco en el que suceden.

En el caso de Tom, no caben dudas de que se entrega a una actividad imaginativa, pero “no se trata de una ficción o de una simulación” (Schaeffer, 2018: 119). Sus emociones están atadas a una proyección imaginativa, que no es lo mismo que una ficción en términos de Schaeffer, porque no va acompañada de una actitud lúdica (no está jugando a que se muere, no es ese el punto), ni de la idea de que todo lo que siente no es “en serio”. Cuando se imagina que se muere, de alguna manera “se ve morir”. En eso hay un paralelo con la ficción, porque sus emociones no son producidas por acontecimientos reales, sino por “una representación imaginativa”. Sin embargo, aunque la ficción es una aplicación de la imaginación, no toda representación imaginativa es una ficción. La ficción pertenece “al dominio de las representaciones imaginarias que implican, para funcionar correctamente, que uno sea consciente de su carácter imaginario” (Schaeffer, 2012: 90). Además, según la concepción de Schaeffer, no todas las ficciones “ficcionalizan” el marco en el que se inscriben. Existen dos tipos de ficciones: por un lado, las ficciones instrumentales, como los números imaginarios, el contrato social, las ficciones jurídicas o las proposiciones contrafácticas, que operan en marcos de representación que nunca son ficcionales, ni los ficcionalizan, en el sentido de que no transforman en algo irreal el marco en el que se aplican. Por otro, las ficciones lúdicas -los juegos ficcionales y las ficciones artísticas-, que se caracterizan por estar cerradas sobre sí mismas; i.e.: por ser ellas mismas su propio fin. En otras palabras, son totalmente ficcionales, es su estatuto pragmático global, e implican que seamos consciente de ese estatus. Nos sumergimos en ficciones como Tom Sawyer, por ejemplo, a partir de una decisión que instaura una suerte de pacto comunicacional. Ese pacto implica poner entre paréntesis la cuestión de la fuerza denotativa; ya que no importa su alcance referencial, sino adoptar una postura intencional que omite la cuestión de la referencialidad.


Pero el problema del pasaje analizado es que aquello que se imagina Tom, y lo entristece, no encaja en ninguno de los dos tipos de ficciones que el propio Schaeffer describe. No se trata de una ficción instrumental, eso es claro, pero tampoco de una ficción lúdica. Lo que está en discusión es la experiencia emocional de Tom, un personaje ficticio de una ficción lúdica, que acontece a partir de una situación imaginada, pero que no es ficticia en términos de Schaeffer. En el ejemplo, la imaginación de Tom proyecta un estado futuro que ocurrirá algún día, pero anclado a un contexto probabilista. Todas las posibilidades que tiene Tom para imaginar esa situación, toda esa libertad “no transforma su imaginación en una ficción ni las emociones que produce en emociones fingidas o no sentidas realmente” (Schaeffer, 2018: 120). En suma, las emociones que experimenta Tom son fruto de una situación proyectiva provocada por una mediación representacional que no ficcionaliza el marco ni las propias emociones.

Las emociones son reales, a pesar del carácter despragmatizado de la experiencia estética. Esto ocurre tanto cuando la experiencia es imaginada, como cuando además es ficticia, por la sencilla razón de que la causa efectiva de la emoción no es simplemente lo que está representado, sino lo que causó la representación. Lo que causa la emoción en Tom, según Schaeffer, es un sentimiento de profunda injusticia, que se adhiere a una situación imaginada que si ocurriese realmente causaría la experiencia emotiva en cuestión. Son emociones causadas por procesos descendentes, creencias o imaginaciones para el caso. Esto es fruto de la interacción entre atención y emociones: a veces, las emociones surgen de creencias que resultan de actos atencionales (juicios), “pero las emociones también son factores capaces de originar representaciones endógenas al igual que de sesgar nuestra atención hacia el mundo” (Schaeffer, 2018: 121). El problema que no parece advertir Schaeffer en esta disquisición, a mi entender, es que la situación no-ficcional imaginada por Tom, aun suponiendo que puede separarse del contexto ficcional de conjunto, ya no es una experiencia estética. Nosotros, los lectores, tenemos una experiencia estética ante la emoción que invade a Tom, pero el personaje no está atravesando una experiencia estética, al menos no una que se ajuste a la definición del propio Schaeffer. Es decir, las emociones que invaden a Tom son reales, pero ya no estéticas, con lo cual se diluye el punto que quiere mostrar el autor.

Más allá de esta consecuencia problemática que se desprende del análisis que hace Schaeffer del ejemplo, su tesis es que las emociones estéticas, tanto en contextos ficcionales como más allá de ellos, se distinguen de cualquier otra emoción porque ocurren en un enclave pragmático protegido. La experiencia estética establece un enclave despragmatizado, que nos aparta y nos protege de los compromisos pragmáticos en y con la realidad. Por eso, las emociones están desconectadas de toda traducción directa a la “vida activa”. Esto significa que “cualquiera sea el tipo de emoción experimentada, por regla general, su componente de experiencia percibida conscientemente resulta acentuado y su componente de activación fisiológica resulta disminuido” (Schaeffer, 2018: 122). Dice “por regla general”, porque ciertas experiencias estéticas, como películas u obras de teatro, provocan la activación fisiológica muy a menudo (palpitaciones, se eriza la piel, etc.). Pero allende esas exteriorizaciones corporales, lo que claramente diferencia a las emociones estéticas de las demás es que no se cristalizan en acciones externas, no tienen “traducción a la vida activa”; ergo, están desconectadas de alguna función práctica, no tienen efecto determinante sobre la acción.


Comentarios finales

Para finalizar, quisiera hacer un par de comentarios acerca de la forma en que Schaeffer concibe a las emociones estéticas: el primero se vincula con su concepción de la ficcionalización como simulación o fingimiento; el segundo es más general, ya que recae sobre el supuesto carácter despragmatizado de las emociones en el marco de las experiencias estéticas. En principio, coincido con Schaeffer en considerar que las emociones estéticas no son un tipo diferente de emoción, y que tampoco son pseudo o cuasi emociones, incluso las que surgen en marcos ficcionales. Asimismo, una emoción fingida, simulada o actuada, en rigor, siquiera es una emoción; pues lo que se emula es algún rasgo externo, fisiológico o fenomenológico, mientras que el proceso emotivo es interno y mucho más complejo que esa expresión. Lo anterior, sumado a las ideas de que las emociones no se desencadenan de forma voluntaria, ni pueden automanipularse, que nunca son totalmente independientes de los procesos atencionales y/o preatencionales, y que están cargadas tanto por todas nuestras experiencias personales como por las constelaciones afectivas socialmente establecidas, colabora en favor de evitar una situación paradojal en la teoría de Schaeffer.


Por otro lado, si bien es atendible su idea de que no siempre imaginar implica “ficcionalizar”, incluso en el marco de una “ficción”, como Tom Sawyer, cierta forma en que aplica ese término al análisis de las experiencias emotivas del personaje devela un uso que lo asocia simplemente al engaño, la simulación y la mentira. El acceso al enclave ficcional, para usar términos del propio Schaeffer, supone una toma de decisión, implica aceptar un pacto comunicacional que pone entre paréntesis el sistema de referencias del realismo, aunque siempre dentro del marco del realismo como sistema de representación normal, para volver a la idea goodmaniana mencionada al comienzo del trabajo. Es decir, quienes participan

están al tanto de que ese es el enclave, y no queda mucho lugar para el asombro por la propia respuesta ni para sentirse desconcertado por el supuesto engaño. Las ficciones no son un engaño y ficcionalizar no es mentir a secas; por eso, en nuestras ordinarias vidas, cuando alguien nos miente no decimos que nos “ficcionaliza”. En contextos imaginarios, incluso ficcionales, como un libro de “ficción”, Tom Sawyer para el caso, se respeta ese pacto de acceso voluntario. Ni Mark Twain ni sus personajes intentan ficcionalizar nada, en el sentido de mentirnos o mentirse a ellos mismos, porque ya acordamos que estamos en un marco ficcional y nos sumergimos en él. Es decir, lo que siente Tom es imaginario y, a la vez, “algo serio”, pero el marco es ya ficcional, y eso evita cualquier interpretación como simples simulaciones o engaños.

El otro comentario es más de fondo, y recae sobre la diferencia que establece Schaeffer entre las emociones en general y las emociones en contextos estéticos. En principio, puede admitirse cierta despragmatización de las consecuencias de las emociones estéticas circunscripta a los bucles reactivos cortos -i.e.: no salimos huyendo del cine cuando vemos un incendio en pantalla o no nos vengamos del actor que interpreta a Teobaldo. Pero eso es aceptable sólo en contextos ficcionales que, sin fingir ni simular las emociones, claramente establecen una suerte de contención para la acción. Entiendo que eso es lo que ocurre en una función de cine o de teatro, en la inmersión que supone la lectura o en una visita al museo. Es decir, ejemplos del arte y la literatura, donde el enclave pragmático protegido está claramente definido y demarcado. Pero incluso en esos casos, la despragmatización sólo nos protege de una serie de consecuencias o derivaciones cognitivas que pueden desprenderse de la trama, el giro argumental o el escenario que nos plantea la ficción en la que estamos inmersos; aunque no parece que nos proteja tanto de la descarga de emociones ni de sus consecuencias por fuera del propio enclave.

En consecuencia, podría decirse que la ineficacia práctica de las emociones estéticas no se extiende más allá de esos enclaves delimitados, y sólo están desacopladas de alguna acción puntual mientras dura la función, la lectura o la visita guiada. Pero incluso bajo la protección de esos enclaves, y teniendo en cuenta la propia definición que formula Schaeffer, no debería perderse de vista que cada nueva experiencia estética, en el mismo momento en que acontece, está siendo afectada por, y a la vez afecta y se integra al, conjunto de nuestra vida cotidiana; ya que establece una relación con todas nuestras vivencias personales y experiencias acumuladas, con los marcos y valores sociales y culturales, y con los saberes laterales y las constelaciones atencionales y afectivas. En tal sentido, mi presunción es que las emociones estéticas tienen una influencia indirecta, pero central y estructural, sobre nuestras acciones futuras, o sobre nuestros planes de acción; o, mejor dicho, sobre nuestras formas de enfrentar situaciones prácticas con una implicación afectiva afín a la desplegada en el marco de las experiencias estéticas. En definitiva, y avanzando sobre un aspecto no contemplado por Schaeffer, creo que la respuesta emocional provocada por algunas experiencias estéticas es capaz de poner en perspectiva aspectos significativos de nuestra vida. En tales casos, debería contemplarse su injerencia sobre nuestras más profundas convicciones y creencias morales.


Es decir, podría pensarse que existe también una suerte de feedback entre emotividad y moralidad en las experiencias estéticas, ya que ciertas vivencias nos permitirían reconfigurar nuestras acciones futuras, revisar nuestros planes de acción y repensarnos como agentes. Claro que, si lo pensamos con detenimiento, eso es lo que logra Mark Twain con sus personajes: no sólo la injusticia, sino la escenificación que imagina Tom respecto a cómo redimirse del agravio recibido, y desquitarse a la vez, desencadena ese cúmulo de emociones, sin abandonar siquiera el rincón en el que se ha refugiado. Desde nuestro propio enclave protegido, arrellanados en un sillón y disfrutando de esa obra de ficción, es cierto que nada nos conmueve, ni nos confunde tanto, como para salir despedidos y advertirle a la tía Polly que esta vez no fue Tom el responsable del desastre; pero tampoco nada nos impide volcar toda esa situación y ponerla en una perspectiva que nos permita reflexionar sobre nuestras propias acciones pasadas o por venir.


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Debates


https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11544


AGAINST DECLARATIVITY

CONTRA LA DECLARATIVIDAD CONTRA DECLARATIVIDADE


Hans Kellner

(North Carolina State University)

hdkellne@ncsu.edu


Recibido: 10/12/2020

Aprobado: 14/01/2021


ABSTRACT


Historical discourse is a period phenomenon shaped by the rhetorical and genre understanding of the moment in which it became formalized and professionalized - that is, the second half of the nineteenth century. In the figurative arts, realist painting and its rival, photography, was dominant, and the literary form this notion of consciousness took was the realist novel. Literary realism devices replaced romantic literature devices, just as those latter devices had succeeded, but never replaced the eighteenth-century devices. Historical discourse and the very notion of proper history followed realism devices, mostly the single- lens photographic perspective, one viewer’s viewpoint. From a discourse perspective, this approach took the form of declarative, statement-making. Also, it is not to say that the declarative sentence which gives this term its name was rejected as the preferred way of making assertions about the world - far from it. Although a few self-conscious stylists (Derrida, for instance) work hard to avoid it, the declarative sentence is almost inevitable. Their readers work even harder. But just as narrativity encompasses a realm that extends far beyond narratives, so that narratives can proliferate in an environment that has, in a crucial sense, rejected grand narratives, so declarative statements will exist without entailing statement-making. The declarative act became the defining mark of professional history and remained its principal mode, just as it remains the predominant mode of literature and any number of other discourses. Indeed, this essay is written in the declarative rhetorical mode. However, literary modernism, philosophy, and a host of scientific developments have left this way of representing the world behind. Moreover, the same technological and intellectual changes that caused the modernist vision have, at the same time, created a different world to be depicted, a different sort of event to be represented historically. Not only the form but also the content have changed. The ethical and practical frustrations of representing such events have led to a theoretical challenge to the declarative form of knowing and to a challenge for the genre distinctions that constitute guild history: the idea of the past produced by academically professionalized individuals. For example, the difference between history and fiction - or rather, their respective relationship to truth and reality - has blurred. In contrast, history has adopted some of the modernist literature devices and the present’s practical demands.

Keywords: declarative act. history . fiction . narrative.


RESUMEN

El discurso histórico es un fenómeno de época, moldeado por la retórica y la comprensión de género del momento en que se formalizó y profesionalizó, es decir, la segunda mitad del siglo XIX. En las artes representativas, la pintura realista y su rival, la fotografía, eran dominantes, y la forma literaria que tomó esta noción de conciencia fue la novela realista. Los dispositivos del realismo literario reemplazaron a los dispositivos de la literatura romántica, al igual que esos últimos dispositivos habían tenido éxito, aunque nunca reemplazaron, a los dispositivos del siglo XVIII. El discurso histórico y la misma noción de historia propiamente dicha siguieron a los dispositivos del realismo, especialmente la perspectiva fotográfica de un solo objetivo: un punto de vista, un espectador. Desde la perspectiva del discurso, esto tomó la forma de declaratividad. Esto no quiere decir que la oración declarativa que da nombre a este término haya sido rechazada como la forma preferida de hacer afirmaciones sobre el mundo, ni mucho menos. La oración declarativa es casi inevitable, aunque algunos estilistas conscientes de sí mismos (Derrida, por ejemplo) se esfuerzan por evitarla. Sus lectores trabajan aún más duro. Pero, así como la narratividad abarca un ámbito que se extiende mucho más allá de las narrativas, de modo que las narrativas pueden proliferar en un entorno que, en un sentido crucial, ha rechazado las grandes narrativas, las declaraciones declarativas existirán sin implicar la declaratividad. La declaratividad se convirtió en la marca definitoria de la historia profesional y sigue siendo su modo principal, al igual que sigue siendo el modo principal de la literatura y de muchos otros discursos. De hecho, este ensayo está escrito en el modo retórico declarativo. Sin embargo, el modernismo literario, la filosofía y una serie de desarrollos científicos han dejado atrás esta forma de representar el mundo. Además, los mismos cambios tecnológicos e intelectuales que provocaron la visión modernista han creado al mismo tiempo un mundo diferente para ser representado, un tipo diferente de evento para ser representado históricamente. No solo ha cambiado la forma, sino también el contenido. Las frustraciones éticas y prácticas de representar tales eventos han llevado a la forma declarativa del conocimiento a un desafío teórico y a un desafío a las distinciones de género que constituyen el gremio de la historia: la idea del pasado producida por individuos académicamente profesionalizados. Por ejemplo, la distinción entre historia y ficción, o más bien, su respectiva relación con la verdad y la realidad, se ha desdibujado, mientras que la historia ha adoptado algunos de los dispositivos de la literatura modernista y las demandas prácticas del presente.


Palabras clave: declaratividad. historia. ficción. narrativa.


RESUMO


O discurso histórico é um fenômeno de época, moldado pela retórica e compreensão de gênero da época em que foi formalizado e profissionalizado, ou seja, a segunda metade do século XIX. Nas artes representativas, a pintura realista e sua rival, a fotografia, eram dominantes, e a forma literária que assumiu essa noção de consciência foi o romance realista. Os dispositivos do realismo literário substituíram os dispositivos da literatura romântica, da mesma forma que esses dispositivos posteriores sucederam, embora nunca tenham substituído, os dispositivos do século XVIII. O discurso histórico e a própria noção de história seguiram os dispositivos do realismo, especialmente a perspectiva fotográfica de um único objetivo: um ponto de vista, um espectador. Do ponto de vista da fala, isso assumiu a forma de declaração. Isso não quer dizer que a sentença declarativa para esse termo tenha sido rejeitada como a forma preferida de fazer reivindicações sobre o mundo, longe disso. A frase declarativa é quase inevitável, embora alguns estilistas autoconscientes (Derrida, por exemplo) se esforcem para evitá-la. Seus leitores trabalham ainda mais nisso. Mas, assim

como a narratividade abrange um reino que se estende muito além das narrativas, de modo que as narrativas podem proliferar em um ambiente que, em um sentido crucial, rejeitou as grandes narrativas, as frases declarativas existirão sem implicar em declaração. O ato declarativo tornou-se a marca definidora da história profissional e continua sendo seu modo primário, assim como continua sendo o modo primário de literatura e de muitos outros discursos. Na verdade, este ensaio foi escrito no modo retórico declarativo. No entanto, o modernismo literário, a filosofia e uma série de desenvolvimentos científicos deixaram essa forma de representar o mundo para trás. Além disso, as mesmas mudanças tecnológicas e intelectuais que deram origem à visão modernista criaram, ao mesmo tempo, um mundo diferente a ser descrito, um tipo diferente de evento a ser representado historicamente. Não apenas a forma mudou, mas também o conteúdo. As frustrações éticas e práticas de retratar tais eventos levaram a forma declarativa do conhecimento a um desafio teórico e um desafio às distinções de gênero que constituem a guilda da história: a ideia de passado produzida por indivíduos academicamente profissionalizados. Por exemplo, a distinção entre história e ficção, ou melhor, sua relação respectiva com a verdade e a realidade, foi borrada, enquanto a história adotou alguns dos artifícios da literatura modernista e as demandas práticas do presente.


Palavras-chave: ato declarativo. história. ficção. narrativa.


Historical discourse is a period phenomenon, shaped by the rhetorical and genre understanding of the moment when it became formalized and professionalized that is, the second half of the nineteenth century. In the representative arts, realist painting and its rival, photography, was dominant, and the literary form this notion of consciousness took was the realist novel. The devices of literary realism replaced the devices of romantic literature, just as those latter devices had succeeded, but never replaced, the devices of the eighteenth century. Historical discourse and the very notion of proper history followed the devices of realism, especially the single-lense photographic perspective one viewpoint, one viewer. From a discourse perspective, this took the form of declarativity. This is not to say that the declarative sentence which gives this term its name was rejected as the preferred way of making assertions about the world far from it. The declarative sentence is almost inevitable, although a few self-conscious stylists (Derrida, for instance) work hard to avoid it. Their readers work even harder. But just as narrativity encompasses a realm that extends far beyond narratives, so that narratives can proliferate in an environment that has, in a crucial sense, rejected grand narratives, so declarative statements will exist without entailing declarativity.

Declarativity became the defining mark of professional history, and remains its principal mode, just as it remains the principal mode of literature and any number of other discourses. Indeed, this essay is written in the declarative rhetorical mode. However, literary modernism, philosophy, and a host of scientific developments have left this way of representing the world behind. Moreover, the same technological and intellectual changes that caused the modernist vision have at the same time created a different world to be represented, a different sort of event to be represented historically. Not only the form, but also the content, have changed. The ethical and practical frustrations of representing such events have led to a theoretical challenge to the declarative form of knowing, and to a challenge to the genre distinctions that constitute guild history the idea of the past produced by academically professionalized individuals. For example, the distinction of history and fiction or rather, their respective relationship to truth and reality has blurred, while history has adopted some of the devices of modernist literature and the practical demands of the present.

I must repeat at the outset that the word "declarativity" is to be understood as one understands the word "narrativity." That is, declarativity is defined as "the condition of being declarative", but, just as narrativity is used to designate the narrative features of non-narratives, so "declarativity" need not require all, or even a preponderance of declarative statements. There are many paths to declarativity, which is also the case with narrativity, which may be found in many forms of discourse that are not

proper narratives. Just as narrativity signifies a textual condition that leads to a final meaning through the process of emplotment, so declarativity is the mark of confidence, of speaking with the authority that comes from enunciation itself.


Declarativity, the stylistic mode that is figured forth by declarative sentences and which represents a world that is knowable and known, and therefore ripe for capture in narrative discourse, is certainly the basic approach of history and of the human sciences in general. Even the occasional venture into counterfactual situations is expressed in declarative mode, although framed by a clear proviso that "this is a positive assertion of what did not happen, as though it had happened".


Ezra Pound once wrote:


And even I can remember


A day when historians left blanks in their writings, I mean for things they didn't know.

As I noted in an essay written long ago, this is what normal historical practice cannot do. Yes, one must point out missing evidence, difficulties in the argument. To note the essential discontinuities, fragmentation, arbitrary and contradictory nature of historical sources, is a different matter. The ideology of narrative will, to use the term I am suggesting here, enforce declarativity by emplotting the sources into a coherence that simply is not there (Kellner, 1989: 54). As the philosopher Louis Mink noted, one does not find stories in the archives (Mink, 1987: 60). They must be made.


Hayden White has noted several times the dominance of the declarative in historical discourse. It is the natural form of historical expression. "Something happened," which should be interpreted to mean "I, the historian, declare that something happened," is the model. From this model follows "I, the historian, declare that this happening caused other happenings," and "I, the historian, declare that this sequence of happenings has a meaning (to be understood in a cultural and professional context that has also been established by declarative statements.)" As I see it, Ranke's dictum that he intends to write history "as it actually happened," (wie es eigentlich gewesen ist) is a defense of the declarative. Not of the modal possibilities of expressions what might have happened, not what would have happened if..., what should have happened nor of the citational possibilities offered by large archives what so-and-so claimed happened, what the tradition has maintained to have happened. And, above all, not how the statements to be made about the past came to exist. Instead, simply what did happen, declaratively.


The power of declarativity is plain to see; it is taken to be the default style, almost not a style at all but simply a statement of how things are. It presents existence in a form that seem natural. In Metahistory, writing about the work of Jacob Burckhardt, White associates the declarative with a rejection of metaphor and goes on to link this stance to irony.


And this anti-Metaphorical attitude is the quintessence of Burckhardt's Irony, as it is the quintessence of every Ironist's attitude. Hence we see the apparent "purity" of Burckhardt's style. It abounds in simple declarative sentences, and the verb form most often chosen, almost to the point of expunging the active voice from Burckhardt's characterizations of events and process, is the simple copulative. His paragraphs represent virtuoso variations on the simple notion of being (White, 1973: 260).


Do we need to be reminded of the authority of being, and its place in the so-called metaphysics of presence, as Derrida might have said? The American rhetorician Richard Weaver has written of an argument from definition as a presentation of reality; his description asserts the force of declarativity.


Now we see that in all these cases the listener is being asked not simply to follow a valid reasoning form but to respond to some presentation of reality. He is being asked to agree with the speaker's interpretation of the world that is. If the definition being offered is a true one, he is expected to recognize this and say, at least inwardly, 'Yes, that is the way the thing is' (Weaver, 2001: 1354).

White describes this approach simply presenting reality as leading to a series of paratactic observations that add up to, in Burckhardt's own words, "a series of pictures, clear, concise, and most effective in their brevity" (White, 1973: 261). Unlike the Romantic historian, who depicted great metaphorically-constituted organic visions, Burckhardt's particularistic assertions claimed the "real." White writes: "This "realism," in turn, was conceived to have two components: the apprehension of the historical field as a set of discrete events, no two of which are precisely alike; and the comprehension of it as a fabric of relationships" (White, 1973. 261).

Agreeing with Croce that Burckhardt's style represents a moral failure to confront the historical forces that were changing his world (for the worse, from Burckhardt's perspective), White speaks of a lack of will to change the world on Burckhardt's part (White, 1973: 264). Yet Croce, too, will also come under fire for his presentation of historical knowledge as quintessentially declarative. White summarizes Croce's view as follows:


Historical accounts were nothing but sets of existential statements, of the form "something happened," linked together to constitute a narrative. As such, they were, first, identifications (of what happened) and, second, representations (of how things happened). This meant that, finally, history was a special form of art, which differed from "pure" art by virtue of the fact that the historian disposed of the categories of the "real-unreal" in addition to the normal artistic categories of possible-impossible." The historian as a dispenser of knowledge could take thought only as far as the assertion that such and such had happened or had not happened. He could never dilate upon what might have happened in the past if so-and-so had not happened, and, more important, on what might yet happen in the future if one did so-and-so in the present. The historian never spoke in the present tense or the subjunctive mood, but only in the simple past (more precisely, the Greek aorist) tense and the declarative mood (White, 1973: 400).


I have quoted at some length White's characterization of Croce's view of historical knowledge because it seems remarkably similar to Michael Oakeshott's notion of the historical past, a notion that White has recently brought back into discussion and which will appear again here.

What I shall note at this point is simply that White's reference to declaratives in his writings on historians is closely tied to criticism of the traditional historical enterprise on moral grounds. The declarative, by presenting what is, is an abandonment of inquiry into what might be and the possibilities of that becoming. From White's perspective what is lost is any utopian vision, a sense that things ought to be radically different.


In his work on narrative after Metahistory, White goes beyond his identification of the historical mood as declarative. There, the reference is not only to historical discourse itself, but rather also to historiographical analysis, which White claims misses the point of narrative form precisely because of its attachment to declarativity.


Thus, in their summaries of explanations contained in historical narratives, these analysts of the form tended to reduce the narrative in question to sets of discrete propositions, for which the simple declarative sentence served as a model. When an element of figurative language turned up in such sentences, it was treated only as a figure of speech the content of which was either its literal meaning or a literalist paraphrase of what appeared to be its grammatically correct formulation (White, 1987: 48).


So declarativity is seen by historical practice and theory as the antidote to the banished figural language and as the solvent of narrativity, turning attention away in both cases figuration and narrative from the form to the content. Looking back at Hayden White's work through the 1980s, this developing accusation of declarativity as the source of problems for professional history (or guild history, as I shall call it) faces a problem of its own. Isn't declarativity, the positive statement about what happened, the natural way of representing reality? Could it be that historical declarativity, at least, is itself historical? And therefore not natural at all?


It can be argued that the declarativity that one notes in historical discourse after the middle of the nineteenth century, was established by the great institutions of historical practice. These were the German seminar system, the historical journal and historical associations, the marginalization of amateur

antiquarians and archivists, and the university-mandated separation of the practice of "proper" history (that is, declarative history) from what came to be called philosophy of history and from literature. The effect and intent of these institutional developments was to downplay the great popular appeal of the historical writing that had preceded the professionalization of guild history. And what I am calling declarativity became the necessary form of a necessary discourse, professional history.


The romantic historians, earlier in the nineteenth century, did not feel bound by a declarativity that had not yet become the standard mode of discourse. Augustin Thierry, of example, and Prosper de Barante, wrote in a very different way from later historians; they will display their sources at length in their footnotes, which can hardly be called such because they do not perform the function of the proper historical footnote (Bann, 1995: 20-21). The sources cited in the notes form a second voice, a narrative of their own. The greatest of the romantics, Jules Michelet, might seem an exception, writing volume after volume of declarative narrative, but the meaning of his assertions is shaped everywhere by a powerful metaphoric consciousness that calls upon the spirit and symbol to kill the evil of the literal. We should recall that he framed his great work on the French Revolution with a Preface in which he depicts himself descending into the archive as into a grave; upon his emergence, he speaks with the voice of the dead multitudes. His voice, in other words, may seem declarative, but it is not his own.


Working backward, as I am, in a way hardly approved by declarative chronologism, we find in the eighteenth century (and before) an unwavering sense of history as part of rhetoric, with its own position in the rhetorical manuals, distinguished from the "mere" scholar or antiquarian on the grounds that the historian was a writer, unlike the other diggers into the past. Until the end of the eighteenth-century, history was seen as a literary genre, charged with bringing to life past ages that faded as they became more distant (Gossman, 1990: 228). The rhetorical outcome of this was precisely an equality of writer and reader, an absence of the declarative stance of superiority. As Lionel Gossman put it:


What was important was not so much the truth of the narrative so much as the activity of reflecting about the narrative, including that of reflecting about its truth. History, in the eighteenth century, raised questions and created conditions in which the individual subject, the critical reason, could exercise and assert its freedom. It did not present itself as an objectively true and therefore compelling discovery of reality itself. On the contrary, its truth and validity were always problematic, provoking the reader's reflection and thus renewing his freedom. In an important sense, therefore, historical narrative and fictional narrative were constructed in fundamentally similar ways in the eighteenth century. (Gossman, 1990: 244).


However, we wish to characterize the historical rhetoric of the romantic and enlightenment era, we ought not call it purely declarative. The rules were too fluid to enforce declarativity and empower the historical voice. To display one's sources at the bottom of the page like Barante is to produce a second voice in the text, to write in a grandly symbolic way like Michelet is to forfeit the direct assertiveness of realism, to conduct a conversation about cultural meaning with a reader on one's own level as Voltaire would do is to insist that the past is at the service of human reflection by a select, but decidedly non-professional, few (Stephen Bann, Linda Orr, Lionel Gossman, Hayden White). The form finally chosen by the European guild, with references to sources merely indicated in a footnote, with a sober and decidedly nonfigural language employed, and with a one-sided discourse in which the reader is purely receptive, is declarativity itself. Declarativity, and the narrative form it presumed, is the result of exclusions. What was excluded was the reader, who lost his freedom to interpret documents for himself, to engage or refuse the emotions of the historian, and to find a meaning for himself in the words of another. Declarativity repressed all that by means of the "historical method." To be sure, many questioned or even mocked the smug certainty of the professional historians, and none more so than Friedrich Nietzsche, but however burdensome it seems, this sense of the past remains the norm, the natural, ethical, and professional way of understanding human events.


Since I am avoiding the declarative requirement of chronological presentation, I will note here that Hayden White's first major foray into historical theory was "The Burden of History" in 1966; there he called upon the profession to reconsider its assumptions. In that essay, he noted that the challenges to contemporary historical thought was a result of its complacent and misled assertion that history was special because it embodied both art and science, presumed to be in opposition. Actually, White

maintained, the science imagined by history was nineteenth-century physics, and the art of nineteeth- century realism. "They certainly do not mean to identify themselves with action painters, kinetic sculptors, existentialist novelists, or nouvelle vague cinematographers" (White, 1978: 42). It is positivistic science that is the model. We may infer that the common theme in nineteenth-century art (realism) and nineteenth-century science (positivism) to which history, in White's view, had indentured itself, was an allegiance to the declarative mode as the natural way in which responsible observers of human life expressed themselves. Ultimately, White rejected both the positivist search for the meaning of things, based as it was on a "stable conception of the world" that was passing away in both science and art, and the existentialist notion that life has no meaning for humanity. Instead, White suggested: "We might amend the statement to read: it will be lived all the better if it has no single meaning but many different ones" (White, 1978: 50). As in art and life, so in historical discourse progress, he would claim, will result not from an ever-improving single view of the past, but rather from the accumulation and invention of differing views. So White was against declarativity from the start. But he had not yet theorized the historical moment that gave rise to this opposition.


The style of declarativity was the style of nineteenth-century realism, reflecting an art that aimed at rendering physical reality precisely as it was experienced by the senses of an individual who had highly developed sensory abilities. Although impressionism seemed a revolutionary break with the prevailing painterly possibilities because it used the materials of the art-form that is, paint in a different way, it was nevertheless declarative in its confidence that the artist was the authoritative source of the vision. (As Cezanne said, "Monet is only an eye, but, my God, what an eye."). Physical science of the nineteenth century followed the same pattern: the world was out there, and can be observed and known, and described in a declarative, mathematical, way. History, as it developed in the nineteenth-century, was simply a reflection of the prevailing rhetorical stance, as opposed, for example, to a reflective stance of the eighteenth century, in which historian and reader are mutually engaged in a consideration of the possible significance and ethical meaning of past events. And this rhetorical stance was strongly anti- rhetorical. History no longer figured as a genre of rhetoric because it was aspiring to the status of a science. A rhetoric of anti-rhetoric prevailed, to use the phrase of Paolo Valesio, despite the flourishing by the early twentieth century of grand philosophies of history and culture (Comte, Spengler, Toynbee, Marx, Freud), carefully defined out of "proper" history. Indeed, White maintains that rhetoric was particularly suppressed in the nineteenth century in order to reinforce the authority of the dominant (male) voices; rhetoric was insincere, inauthentic, untruthful, "the very principle of immoral speech" (White, 2010: 297). And this because it led to paths beyond the declarative.

Up to this point I have been at pains to demonstrate that declarativity has been the dominant mode of rhetorical (or anti-rhetorical) presentation since the nineteenth-century in art, science, and historical discourse. I have also noted that this dominance was not the case earlier, and that it has come under scrutiny from a number of thinkers, including Hayden White. So now I turn to the results of this scrutiny, its meaning for theory of history and for the position of history and the other human sciences in the realm of rhetoric. The impact of the modern, in short, will necessitate the recognition of a new kind of event to historicize and a different kind of voice to accomplish that.


Between 1880 and the First World War, a crucial change occurred, as described brilliantly in Stephen Kern's The Culture of Time and Space. In area after area, the impact of technology, particularly the railroad and the telegraph, altered the human experience of the basic elements of consciousness. Time becomes a multi-layered complexity, and space hardly exists as it once had, as telegraph messages bring an event vast distances instantaneously. All of this leads to what Kern calls "the Cubist War," in which the multiple perspectives and temporalities of artistic developments provide a model for the unsettling novelty of World War I. The speed and chaos of rail travel and, especially, telegraphic communication made any sense of certainty moot.


This insight had been developed earlier by Erich Auerbach, in Mimesis:the Representation of Reality in Western Literature of 1946. Of Proust, for example, Auerbach writes that the "writer as narrator of objective facts has almost completely disappeared; almost everything stated appears by way of reflection

in the consciousness of the dramatis personae" (Auerbach, 1953: 534). For Virginia Woolf, he notes, exterior events have lost their force, and may serve to unlock any number of reflections from the past. The "randomness and contingency of the exterior occasion" gives way to inner process (Auerbach, 1953: 538).

The players were all acting in the dark. Reality itself had become resistant to declaration. In other words, the arts and historical reality itself (WWI, the "cubist war", so named by Gertrude Stein) have turned "against declarativity." This is not to equate anti-declarativity with modernism per se such an assertion would be quite declarative but the relationship is close.

Kant once wrote a famous essay in which he tried to find the right balance between the claims of theory, claims we might see as absolute (at least in theory), and practice, which has the advantage of being actual and real. In the essay, Kant discusses three arenas for this theory/practice debate: personal morality, the constitutions of states, and the cosmopolitan relationships of states among themselves. Hegel continued to seek a middle path between these two paths, resolving the matter as ever in a deep historicization that would turn theory into practice at an abstract level, which in Marx's hands becomes non-abstract. "The philosophers have only interpreted the world, in various ways. The point, however, is to change it."


This opposition between theory and practice seems to be a mirror image of the currently revived distinction between the historical past and the practical past. One might argue that the historical/practical past duality, as presented to us by Michael Oakeshott and brought back to the conversation by Hayden White, is a likeness of Kant's twosome. Just as theory is allegedly pure, without use or parti pris, the historical past, constituted continually by professionals, has no non-academic use and seems to exist as a sort of aesthetic object, one might say. Its purpose is purposelessness, as Kant might have put it; to give it a purpose is to denature it by making it practical, the practical basket into which we put all of our "uses" of the past.


I mentioned earlier that Oakeshott's distinction between a historical past, constituted by the professional standards and practices set forth by the discipline, and a practical past, the one with which people live and accomplish a culture, is failing. In a discursive sense historical discourse has already taken a literary form by its indenture to narrative. As White commented: "All stories are fictions." Because he identifies the literary with writing in which the form becomes part of the content, White insists that history and its related representations of the real be viewed as modes of literary writing, because the narrative form itself imposes a content that is very powerful the ideology of meaning produced by the inevitable emplotment. There is no innocent narrative, no straightforward story, because the act of representing events in the form of a story creates meanings that are added to the events.

Let us pause here and consider objections to the direction of my argument. Blurring the margins of declarative history and literature or rhetoric two realms that at one time each claimed history as a component part raises the question of whether one can make things up, invent, fantasize. What happens to truth when you walk down the anti-declarative road? Where to stop? The historical past, as Oakeshott conceives it, is a place where no one ever lived because it never existed. It is an artificial construct created by a certain method that authorizes trained individuals to make declarative statements about certain artifacts, in the context of a large declarative discourse, the conversations of historians, ultimately ruled by narrative. And yet, it is a force regularly appealed to by livings souls who want authoritative opinion about matters that concern them.

Opposed to the historical past is the practical past, which covers all of our public and private uses of the vast assortment of stories and collective memory. Any sense of the past as real is found in the practical pasts, as numerous as human purposes. And all of them are clearly open to the pressures and needs of the moment. There is no point in claiming that falsifying historical events is legitimate. It is not, although every historical work, I would maintain, includes and excludes material in ways that from some perspectives seem to be falsifying. That is why there are historical debates. Self-consciously literary writing, however, may, by using methods not yet available to the guild, offer reality better than

declarative history which suppresses its literary underpinning. But if we grant that fiction, rather than history, can afford the sense of what it was like to live at a certain time and place, is it not nevertheless the case that historical fictions are parasitical on the information of the historians? That is, isn't the practical past in its many forms dependent on the historical past? The answer, in my opinion, is just the opposite. At every turn, the historical past is guided and shaped by the very practical demands of the present. Indeed, I have recently argued that there never was a historical past, and White's assertion that historical discourse must perforce depend on the available narrative forms of its place and time buttresses this reversal. It is fictionality, figurative and narrative, that is the foundation for historical knowledge of even the most scientific kind.

According to the philosopher Berel Lang, whose extensive writings on the ethics of writing about the Holocaust have influenced this debate, all writing requires ethical justification because it require an artificial mask for the author and an artificial mediation of language. He argues: "The logical implication of this view is that no imaginative representation of the Nazi genocide escapes these risks or the likelihood of failure, no matter how original or compelling it otherwise is" (Lang, 1990:149).


Lang presents both sides of the representational dilemma: on the one side, the position that asserts that memoir and documentary are adequate to the event; on the other, the notion that the event surpasses the powers of factual assertion, and invites the imaginative possibilities of the literary-figurative. "In this sense, imaginative writing, 'knows itself' testifying to this by the impossible ideal it adopts of a form of writing that attempts at one time to be both literary and historical (Lang, 1990: 141).


The writing that 'knows itself" is not declarative.


In dealing with the Holocaust, White tells us, we face a special situation because the question is not "is this statement true," but rather "what is the historical object we are considering?"


The theoretical question, 'What is it I see before me?' belongs to the same discourse as the answer cast in the mode of a set of facts which add up to the statement: "What you see before you is a Holocaust, genocide, extermination, and other such crimes." And because the theoretical question, 'What is it?' belongs to the same discourse is the answer, 'It is X,' we cannot legitimately (i.e., with a logic that is not tautological) point to any given history of the Holocaust written by any given historian as an example of a 'proper' treatment of it (White, 2010: 30).


In other words, to arrive at a proper (or authentic) sense of any action or event, there must be a pre- existing notion of what its proper substance, time, place, and purpose might be, as well as knowledge of the proper means for its accomplishment. When, however, the nature of the event itself is problematic, questions arise that go beyond the historical, because the issue is other than factual. There is no proper answer to the question of whether one ought to write a history of the Holocaust in the mode of Christopher Browning, which I have characterized as sublime or of Daniel Goldhagen, which strikes me as a beautification in both cases using the terminology of Kant. That is, do we see this event as an inexplicable thing beyond our ability to comprehend or as an event that can be understood and described quite clearly (Kellner, 2003). To put it simply, the declarative is not appropriate for events the nature of which is in question, as White indicates...


The difficulty in which much of Holocaust discourse has become mired is that the telling of the truth about anything can come modalized in ways other than an answer to the simple declarative sentence which is usually taken by philosophers to be the model of statements claiming to be true (White, 2014. 31).


Again we come to the normative nature of declarativity, which would be called entitlement if it were found in a person. Because, however, the declarative is not the only mode (to use White's word) in which the Holocaust or anything can be represented, the propriety of the representation, and its claim to authenticity, accuracy, professionalism, reality all of them substitutes for truth depends on excluding or marginalizing the non-declarative. What is not declarative is not history.


Limiting my remarks now to my own area of interest and the hypothesis that there is more than one way to "tell the truth about the past," I wish to suggest that both the historical novel and the novelesque history are

instances of nondeclarative discourses, that their truth may consist less in what they assert in the mode of factual truth telling than in what they connote in the other moods and voices identified in the study of grammar: which is to say, the modes of interrogation, conation or coaction, and subjunction and the voices of action, passion, and transumption (White, 2014. 32).


What leads White to embrace the novel (and the novelesque) as potentially more realistic than proper guild history is the turn away from the declarative. Practical realism needs a narrative world one can live in, a full world where connotations not recorded in documents fill out the picture. When nondeclarative connotation enters the scene and challenges the denotation of secure language and declarativity, the reader returns and the isolated voice of the writer joins the conversation.

Although declarativity is not dependent on any particular syntactic form because it is rather an approach to representation that can be achieved in many ways, countering it in historical discourse is a challenge. White suggested that the "middle voice" of ancient Greek grammar might offer a theoretical model for a certain non-declarative voice. In this, he follows Roland Barthes and Jacques Derrida, both of whom had anti-declarative agendas and both of whom explicitly extolled the middle voice. Barthes's essay "To Write: An Intransitive Verb?" laments that Indo-European languages have only active and passive modes (both declarative in intent), while another possibility exists in ancient Greek, a middle voice that places the subject of the verb in the action described one might say that the space of declarativity is gone. Barthes notes that it is the modern writing that calls the middle voicing to mind; the Proustian narrator, for example, has no existence prior to having written, his memories having been pseudo-memories (Barthes, quoted in White, 1999: 38). The romantic novelist's relation to the process of writing, one might say, is not interior, but anterior. This is a declarative stance. Not so, the modern. Derrida also cites the middle voice in his discussion of différance, the discovery of which is a clear form of anti- declarativity. What I am calling declarativity here, Derrida sometimes calls the metaphysics of presence, which he follows Heidegger in lamenting.


And philosophy has perhaps commenced by distributing the middle voice, expressing a certain intransitiveness, into the active and the passive voice, and has itself been constituted by this repression (Derrida, quoted in White, 1999: 39).


Note the "perhaps" in this quoted sentence; it is one of Derrida's many reflexive gestures against the declarative.

A crucial matter in this discussion is whether it is about rhetoric or poetics. That is, do the implications of the reaction against the declarative affect primarily the representation of past events or the study of representations of past events. If the former, if the discussion is taken to be rhetorical, then what is at issue is the natural persuasiveness of declarativity, and the costs of other modes of presentation. Indeed, the notion of presentation itself, reflecting as it does the "metaphysics of presence" that the long tradition of continental philosophy (notably, Heidegger and Derrida) have decried. But if it is rather the latter, poetics, that we are concerned with, then our aim becomes a precise study of style, and especially the devices that evade or counteract the declarative. When White noted the anti-metaphoric style in Jacob Burckhardt, he was noting a poetic characteristic; when he agrees with Croce that Burckhardt demonstrates a moral failure to confront his age, while disapproving of it, he is in the realm of rhetoric, although it should be clear that the hyper-declarative (and anti-metaphoric style) of Burckhardt is a device that produces the aesthetic world-view that Croce and White both resist. Poetics is a branch of rhetoric. All of which is to say that stylistic choices have effects in the world and express political and cultural points of view. Burckhardt's declarativity, it seems, expressed a resistance to change.

Change, however, has its own history. As opposed to nature, in which there are no tragic, or catastrophic, or unimaginable events, history is often portrayed using exactly these terms, which depend upon a basically mythic order of things.

All this suggests that the principles that make historical change possible in the first place may themselves undergo change. Or, to put it another way: change itself changes, at least in history if not in nature. If it does, then so too can the nature of events change as well (White, 2014. 47).

White identifies a new sort of event, the "modernist" event, that makes special demands on representation. It is an event for which the declarative is inadequate.

Whatever the value of the middle voice in Barthes's poetics or Derrida's philosophy, for Hayden White it is a key to certain presumably special kind of experiences. The experiences which White calls "modernist events," form an important part of his later work. White does not believe that these or any events are unrepresentable, but rather that they require a form of representation appropriate to "the kind of experiences which social modernism made possible" (White, 1999: 42).


White notes the explosion of the Challenger space craft in 1986 as an example of an event, captured on video, that could be run over and over without producing any definitive interpretation. The technology has made certainty impossible, and replaced it with contestation and possibilities. "It appeared impossible to tell any single authoritative story about what really happened which meant that one could tell any number of possible stories about it (White, 1999: 73). Because of its enormity and the large number of people involved, the Holocaust is such an event, one that surpasses the possibilities of narration by emplotting the event and creating a declarative object. Other events, however, seem to fit this type, and we should recall that White calls it not the modern event, but the modernist event. And that is quite a different matter.


Just as the forms which declarativity may take are many White certainly describes a number of them in Metahistory, so the forms of anti-declarativity may be found in a variety of genres and devices. White points to Auerbach's final chapter in Mimesis, where he discussed a final to him, Erich Auerbach step in the representation of reality via Marcel Proust and Virginia Woolf. Auerbach notes the absence of a central, single point of view in the modern novel, and relates this to the world of urban masses and the facelessness of it all. Multiple points of view like the angles and surfaces of cubism are more realistic, more suggestive of how life is actually lived, than the declarative narrative center of even the Flaubertian narrator. And histories do exist which employ this device. Saul Friedlander's magisterial history of the Holocaust proceeds by voicing many stories, many viewpoints and experiences in the enormity of the event. White has written: "It appeared impossible to tell any single authoritative story about what really happened which meant that one could tell any number of possible stories about it (White, 1999: 73). It is not hard to see what he means; this is a comment on what one might call social technology, the way live their life in society. Indeed, it corresponds to the famous discussion of the post-modern condition by Jean-François Lyotard, in which the French philosopher speaks of the decline of grand narratives. The end of grand narratives, which he took to be a critical trait of the "postmodern condition" was actually the proliferation of smaller narratives, which is one type of anti-declarativity.


One of the principal devices of declarativity is the suppression of any signs of enunciation. These are references of many sorts in a text of the situation in which the text was produced. Obviously, they point away from the topic at hand and toward the author of the text. For example, I am writing these words on an IPad, in an afternoon in October 2016, in my study at home, with a pile of books to my left. They are being written with an eye to a lecture situation in South America. Any number of angles may come into play here insecurities about the lecture, concern about the response to the argument I am making, worry about missing a number of classes at my university. Declarativity has declared that these aspects of the work are not in fact aspects of the work at all, because of the strict distinction between the text and its subject and the circumstances surrounding the production of the text. Philippe Carrard has studied textual matters in French historiography and describes what I would call the triumph of declarativity.


Since the 1930s and even more since the 1960s, French historiography has been a domain where exciting things are supposed to be happening: where new documents are uncovered, new territories chartered, new problems raised, and where young scholars can give free rein to their imagination. Yet the image of the discipline that emerges from the reference works I have surveyed is amazingly dull, especially in the area of writing. According to these manuals, historical texts should conform to a model that has hardly changed since the late nineteenth century: they should be written as blandly as is practically feasible, devoid of rhetorical "effects," and purged of all signs of their enunciation (Carrard 1992: 25-26).

Unlike the witness, who says "I was there" so "believe me or ask someone else," the historian, who was not "there" must say "I researched, so believe me or go check my sources" (Carrard, 2017. 104).

In reality, however, the historian was somewhere in an office, a library, an archive, or at a computer screen. These essential realities must be suppressed, along with the signs of the personal. "Le 'moi' est haissible.". And so are "expressive traces" and "ironic utterances," and, of course, figural language. At the edges of the text, in prefaces or appendices or acknowledgements, the personal my intrude in formalized statements of gratitude or affection to spouses, colleagues, or in the case of Fernand Braudel, to the Mediterranean itself. ("I have loved the Mediterranean with passion, not doubt because I am a northerner like so many others in whose footsteps I have followed.") (Braudel, 1972 [1949]). By placing the personal in a separate area, which may be easily skipped over, the declarative purity of the work is maintained; the personal act of coming to know, which historians call research, is hidden behind a screen, as it were, in that the liminal position is within the book, but outside the proper text. To write a history as the story of an individual's complex process of learning, writing, delaying, revising, and all of the utterly non-declarative indirections of real historical experience to do this is to write a novel. The process of coming to know is basically novelesque, whether the tale being researched and written is real or not. Such novels remind us that there is a path beyond declarativity.

The historical novel of "coming to know" is especially apt for modernist events and may represent the principal direction in Holocaust fiction. Three examples come to mind, all novels that bridge the gap between the historical and the literary. The first of these is the celebrated MAUS by Art Spiegelman, the cartoon account of a son's efforts to get a tellable story from his father, a survivor of Auschwitz. Half of the work is a sort of declarative depiction of the father's story. Interspersed with this are moments of enunciation; when, for instance Artie, the son, listens to a taped interview with his father after the latter's death. The paternal source is difficult, a problem for his son. So much has been written about MAUS, (including by me), that I shall say only that it concern historical fact the survivor's story while the cartoon form provides a universe of connotation that places the reader in the text. Like a romantic history, MAUS shows a divided effort at reality.

A second work of coming to know is W.G. Sebald's Austerlitz, hardly a novel at all, but rather a piece of writing on chance and time and loss. The narrator, a clear substitute for the author, meets and reencounters at random a strange man a Jew sent to Britain by the Kindertransport program who is in search of an identity by researching his mother's fate in Teresienstadt. Although the character of Jacques Austerlitz may be invented (or may not), the uncertainty surrounding all the events depicted demolish declarativity. Reality is radically uncertain. In the third novel I shall mention, Everything is Illuminated by Jonathan Safran Foer, the author or a character of the same name is the seeker, trying to find a woman who saved his grandfather from a Nazi massacre in Ukraine, guided by an apparently comic family of Ukrainians. Interspersed with this quest is the magical story of the Jewish stetl of Trachimbrod from 1791 until its extermination in 1941. Mystery, magic, and humor reveal a tradition and a historical slaughter that the historical, declarative past could hardly bring into moral focus.


I will quote from an essay of mine on these three authors.


It is no secret that the period of cultural discourse called postmodernism an era that seems as fixed and distant now as the baroque brought to the foreground once again certain devices that became trademarks: not the situation of enunciation, or the writing of the book; nor the living the life that becomes the book (Proust) there is no immediacy of experience. It is rather the experience of research that is thematized in these books, thematized and personalized because in each case the research is focused on a person and on that person's situation. (Kellner, 2008: 179).


In these works, the signs of enunciation that express how the work itself, as an historical event, came to be, becomes part of the work; what had been a contribution to the "historical past" becomes "practical," a past that has actually been lived. And, although the historical experience is collective, coming to know the past is individual. Research teams do not write narratives.

If the novel of coming-to-know involves a factuality (what actually happened in the production of a certain history) it is a factuality that will, paradoxically, relegate the work to literature, "fictional" literature. Spiegelman's cartoons add altogether too much visual information to the tapes that Vladek Spiegelman recorded about his experiences. So much information is there that the reader becomes involved in interpreting the images and their connotations, and the declarative weakens. That excess takes the work out of the category of proper history. It belongs to the practical, anti-declarative, past.

The declarativity of guild history requires the dominance of one voice, the one who knows. Multiple voices disrupt. When Lyotard bade farewell to grand narrative in his famous definition of post- modernism, he was greeting the proliferation of narratives, multiple voices in the culture, making the univocal declarative assertion problematic. Histories like Simon Schama's Citizens and Saul Friedlander's volumes on the Holocaust make a point of featuring many stories, brought together in a collage, rather than forced into a mold. White has described Friedlander's work as a sorites, a heap of items "that have no essence," depicting an event of a sort that also has no essence. And as I once wrote about Schama's Citizens: A Chronicle of the French Revolution:


Whatever the value of Citizens as a work of history, and I think it is considerable, it is worth our attention because, in restoring individuals to a pre-totalized narrative condition, a 'quotidian' mess, it steps back from the civilized Terror of totalized meta-narratives to the primitive terror of the historical sublime, a version of the non-sense which lies behind all sense (Kellner, 1991: 310).


Friedlander and Schama are emblems of the anti-declarativity that adapt to a form of reality that cannot be realistically narrated by the declarative modes that emplot and provide meaning. The multiple voices are radically diverse and add up to just that, a sublime and terrifying reality.

The pull of the declarative, however, remains strong. To assert what is a comfort when many alternative realities co-exist, in a “cubist” world, so to speak. In this world, declarativity, like narrative, always wins. We want to get the story straight. But the challenge of modernist anti-declarativity offers a crucial perspective on our perhaps too deep respect for reality.

At this point I will stray finally into dangerous territory, extending my argument as a challenge. My point up to now has been that the genre system of a certain moment (broadly, the later nineteenth-century when the institutions of the historical professions were established and wedded to the university) has marked and continues to some degree to mark the ways we think about history. Historians like Friedlander, Schama, and others within the historical guild have challenged the reign of declarativity, especially to deal with a special kind of event. This, in turn, brings our attention to the genre that has dramatized anti-declarativity, the novel of historical research, or "coming-to-know." The characteristic genre of the late 20th century, however, was a different sort of narrative, namely "historical meta- fiction." As described by Linda Hutcheon and Amy Elias, historical metafiction goes well beyond the boundaries of the classical historical novel, which brings the past to life within the documented understanding of their moment. An example of the historical metafiction that pushes farther is Laurence Norfolk's Lempriere's Dictionary (1991), where the fantasy that Foer placed in a separate narrative of the story of the stetl that the Nazis would murder becomes the story itself, leading up to the fall of the Bastille. Automatons, the Siege of La Rochelle, a Hindu assassin, the East India Company, and a young scholar who tries to forget the gruesome death of his father by researching and writing a classical dictionary, each mythological part of which becomes a nightmarish event in his own life all of this mountain of classical erudition aims at the great conspiracy of global capitalism to ignite a Revolution in France, which as we know, happened.


This "historical meta-fiction" deserves a lengthy consideration as an example of the practical past, and there is no time for that here. But it raises the question of limits. Where does a serious pondering of the value of a piece of literary writing reach a limit? Certainly, it will take an earnest interpreter to tease out the connections of past and present, writing and scholarship, convention and originality that make this work of Norfolk's a useful example of the characteristic post-modern genre, as described by Hutcheon or Amy Elias. The historical meta-fiction offers a particular form of pleasure for the reader who can

navigate the literary real and the historical real, sensitive to the perspective of their interplay. So, my final question is this: where do we stop on the anti-declarative path? And what have we gained by taking it?


Referencies

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Bann, S. (1995). Romanticism and the Rise of History. Twayne. New York.


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    Carrard, Ph. (1992). The Poetics of the New History. Johns Hopkins University Press. Baltimore and London.

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    Spiegelman, A. (1996). MAUS. Pantheon. New York and London.

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    Entrevistas


    https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11652


    PERIPECIAS DEL HÉROE EN EL MITO CONTEMPORÁNEO

    ENTREVISTA CON ERNESTO PABLO MOLINA AHUMADA


    HERO'S PERIPETEIA IN CONTEMPORARY MYTH

    Interview with Ernesto Molina Ahumada


    PERIPÉCIAS DO HERÓI NO MITO CONTEMPORÂNEO

    Entrevista com Ernesto Molina Ahumada


    Omar Alejandro Murad

    (Universidad Nacional de Mar del Plata)

    muradoma@gmail.com


    Emiliano Aldegani

    (Universidad Nacional de Mar del Plata)

    emilianoaldegani@gmail.com


    Recibido: 16/01/2021

    Aprobado: 16/01/2021


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    El Dr. Ernesto Pablo Molina Ahumada es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba. Profesor Titular en la Facultad de Lenguas y Profesor Asistente en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba. Se ha desempeñado como Vicedirector de la Escuela de Historia (FFyH, UNC) y Presidente a Cargo de la Asociación Argentina de Retórica. En sus investigaciones ha reflejado el potencial performático de los nuevos medios incorporando categorías del estudio de la semiótica al análisis de nuevas plataformas de entretenimiento videolúdico, pero también se ha dedicado al análisis de las figuras de lo heroico en la literatura. Ha sido galardonado con el Premio de la Academia Argentina de Letras 2004 por su desempeño académico.


    1. Al observar su trabajo se advierte un interés particular puesto en el papel del héroe en la cultura contemporánea desde una concepción que recupera la noción de mito, y también una recuperación de las posibilidades de agencia que anidan en los ambientes virtuales.

      ¿Qué relaciones cree que cabría establecer entre estos mitos contemporáneos y los roles asignados al héroe con el antiguo concepto de "ficción"?

      El héroe mítico, al menos el de la épica, ha funcionado como una especie de figura con valor estructural en torno a la cual, muchas veces, ya sea de forma metafórica o metonímica, se han condensado una serie

      de valores y concepciones históricas y sociales. En ese sentido, el mito ha tenido una función social fundamental como directriz de orientación simbólica, política y social. Es decir, ha sido eficiente como dispositivo simbólico y semiótico para la construcción de cierto consenso social.


      La ficción ha sido, creo, el ecosistema en el que esa figura heroica ha podido desplegar su potencial significativo, pues es en el marco de posibilidades verosímiles generadas por la mecánica ficcional que esa figura ha logrado no sólo extender su sentido sino también permear otros ámbitos por la capacidad de traslación o traducción metafórica que facilita la literatura.


      La pregunta acerca de antigua mitología y mitología contemporánea nos retrotrae al viejo interrogante acerca de si los griegos creían realmente en sus mitos. Y la respuesta es, en cierto modo, ambivalente, porque tal como ha demostrado el trabajo sobre el mito que desarrolla Hans Blumenberg como algunos de los hallazgos de Detienne, es preciso reconocer que sobre el mito han operado distintas interpretaciones según las condiciones históricas que han guiado determinadas funciones. En el caso de la tragedia griega del siglo V a. de C., por ejemplo, sería dable pensar que sólo a partir de la despotenciación del poder divino conferida a la palabra del mito y su manipulación poética fue posible ver en el héroe más que un modelo a imitar o evitar, una metáfora. Cuando Aristóteles lidia en su Poética con la diferenciación acerca del lugar del héroe en la épica, la tragedia y la comedia, alude en cierto modo no sólo a lo que las ficciones deben hacer, sino también al margen de posibles tratamientos de lo mítico en su época.


      Para hablar de los mitos contemporáneos, entonces, creo que debiéramos pensar en una nueva torsión de ese material sumamente maleable y devenido una especie de reservorio de la memoria cultural de Occidente a partir de las múltiples operaciones que las sociedades han hecho y seguirán operando sobre ese material. Algo de esto es lo que Lotman y la Escuela de Tartu aportan al estudio del mito: desde la Semiótica de la Cultura, el mito aparece como una cantera inagotable de “informatividad cultural” porque es capaz de referir a asuntos, estructuras narrativas o temas que son por todos conocidos, pero que no dejan sin embargo de ofrecer la posibilidad de generar nuevos sentidos o revelar matices no abordados previamente. En eso radica la capacidad de lo que otros estudiosos del mito, como Gilbert Durand, F. Monneyron y J. Thömas, han denominado el carácter palingenésico o de múltiples y periódicos nacimientos de los mitos.


      La pregunta entonces acerca de los roles del héroe en los mitos contemporáneos está signada por esta premisa de partida acerca del origen inhallable (e incluso irrelevante) de una figura modélica original de héroe en la antigüedad, porque incluso quienes llamamos “antiguos” habían ya operado modificaciones sobre una materia preexistente. Sin embargo, una diferencia fundamental entre los mitos que hemos edificado contemporáneamente y aquellos regulados por el concepto de ficción en la antigüedad clásica, es cierta preponderancia de una dimensión laica y de la injerencia de lo divino en torno a la aventura del héroe; y por otra parte la importancia y posibles resoluciones que adopta la última instancia de lo Joseph Campbell a llamado “el viaje del héroe”.


      Con respecto a lo primero, podríamos notar que la mayoría de los superhéroes de la épica occidental contemporánea a través del cómic, las series de televisión, el cine y últimamente el videojuego, aparecen desprovistos de mandatos de alguna divinidad y sus destinos no están atados al capricho o voluntad de los dioses, con lo cual cobra relevancia su propia labor y lo industriosos o ingeniosos que puedan llegar a ser para forjar su propio derrotero. Esa es una gran diferencia acerca de lo verosímil que distancia nuestras ficciones del héroe épico de La Ilíada o los héroes de la tragedia griega clásica. No se trata en el caso contemporáneo, sin embargo, de héroes desligados o sin algún tipo de ligazón con fuentes de poder, protohéroes o cualquier otra entidad que en un escalafón de poderío esté por encima del héroe, sino del lugar –o más precisamente del no lugar- al que ha sido relegado lo divino en el conjunto de relaciones que provocan la verosimilitud de un relato. Esa condición, que es epocal y que delimita lo que queda dentro y fuera de lo que Coleridge designaba como “suspensión momentánea de la incredulidad” al definir la ficción, brilla por su ausencia en los mitos edificados en la actualidad en donde el héroe deambula sin esta presencia protectora o hado funesto, autonomía que trae aparejada como su

      correlato una mayor responsabilidad sobre sus propias acciones y estar expuesto continuamente al conflicto frente a sus propios actos.

      La otra cuestión que he señalado tiene que ver con la importancia que adquiere la última parte de la peripecia heroica, lo que Campbell denomina el regreso al mundo de partida, que por lo general no es un destino apetecible ni frecuente en ficciones contemporáneas. La reintegración del héroe a su comunidad de partida tiene un efecto reparador y conciliador en las ficciones anteriores, que está en sintonía con el carácter conservador y de encauzamiento social que desempeñó el mito en algunas sociedades de la antigüedad. Pero desaparecidas las estructuras políticas y lógicas sociales que vehiculizaban esos mitos y favorecieron su traducción ficcional en un enorme repertorio de figuras y relatos que resultaban eficientes para justificar esa dominancia, queda la pregunta acerca de qué sentido comunicar con esa peripecia heroica y qué imagen de mundo se construye mediante esa estructura narrativa. Esta pregunta es central porque echa por tierra cualquier idea acerca del mito como letra muerta, como ornamento estético o como narrativa vaciada, para recuperar más bien la productividad e inagotabilidad informativa de la que hablábamos antes con Lotman, al plantear que el mito sigue vigente como estructura narrativa capaz de hacer comprensible, mediante la articulación de elementos ficcionales, situaciones o estados de la “realidad”.


      Joseph Campbell, en El héroe de las mil caras, señala que aquella estructura recurrente que él denomina monomito heroico, culmina con la reintegración, y que ese es el destino deseable del héroe, a riesgo si no de no cumplir su destino psicosocial. En este punto, creo que las premisas psicoanalíticas de Campbell le impiden reconocer que convivimos muy probablemente durante gran parte del siglo XX (tengo mis dudas si nuestro primer héroe derrotado no es Quijote, a inicios del XVII) con héroes que fracasan sistemáticamente en su intento de reintegración o retorno al mundo de partida y, si lo hacen, ese retorno no es valorado como un éxito sino todo lo contrario: o bien es fracaso el no haberse podido librar del influjo del mundo de origen; o bien ese retorno es sospechado de complicidad; o bien confirma la insuficiencia heroica para cambiar ese mundo de partida y por lo tanto lo infructuoso que resulta emprender cualquier proeza heroica.


      Las variaciones y posibilidades de resolución de la peripecia de los héroes contemporáneos pueblan algunas de las ficciones más notables del siglo XX, tanto en la literatura como en el cine, por lo que no hace falta referirlas aquí. Lo que sí podemos mencionar es el modo interesante en que esta nueva mítica contemporánea en torno al héroe fracasado o, más bien, en torno al héroe que fracasa, no descarta al mito como estructura de base sino que discute esta tercer instancia, precisamente la que sintetiza y concentra la carga valorativa acerca del papel del héroe frente al mundo de partida que ha intentado o que considera necesario cambiar. En mi investigación en torno a un grupo de novelas españolas y argentinas de autores contemporáneos, lo que he intentado demostrar es que esta nueva mítica del fracaso no aparece en esas novelas centrada exclusivamente en la figura heroica, sino en el contexto de inoportunidad o infravaloración de acciones que, en otro contexto, hubiesen resultado quizá efectivas. Lo que señala esto, desde mi lectura, es que el cambio en el contexto de expectativas y representaciones sociales que alimentan lo legible ficcional estaría señalizando una profunda crítica a un tiempo que es antiheroico, no en el sentido usual que suele asociar el término a un conjunto de valores negativos, sino en el sentido de ser un tiempo que no brinda chance, oportunidad ni relevancia a la ocurrencia de lo heroico como acción éticamente orientada y comprometida con el beneficio de la comunidad. Fracasar en el contexto de esta nueva mítica resulta, por lo tanto, un elogio a la no renuncia a ciertos valores que, a pesar de todo, el personaje protagonista sostiene.

      Como dice Saer, de nada sirve pensar la ficción en clave negativa como aquello que no es realidad, sino que resulta más productivo reflexionar acerca de la ficción como un dispositivo que se sumerge y busca plasmar la complejidad de lo real. Las ficciones que transportan consigo este tipo de héroe y este mensaje aportan, creo yo, una crítica valiosísima a un presente que podríamos leer de manera distorsionada si lo viésemos, por ejemplo, desde los ojos triunfalistas de la épica cinematográfica hollywoodense o desde algunas series televisivas o videojuegos que prolongan esa épica.

    2. ¿Los nuevos medios modifican nuestra percepción de la ficción como lo no real? ¿En qué sentido?

      Los nuevos medios pululan entre el doble efecto de un hiperrealismo y una ficcionalización de lo real, sumado al hecho de que quizá aquellos medios que gozaban de mayor prestigio a la hora de “captar” lo real, como la fotografía o cierto cine documental, hayan sido ubicados de un tiempo a esta parte (por efecto del giro digital en primer término y por la demostración de los alcances de software de edición en segundo término) en el banco de los sospechosos, junto a otros viejos conocidos que asumieron hace tiempo su estatuto ficcional, como la literatura o el arte. Desde esta lógica, tenemos hoy en día gracias a los avances en materia de óptica y compresión de imágenes digitales acceso a fotos detalladas, por ejemplo, de cualquier lugar del planeta a través de las pupilas de nuestros satélites, pero esas fotografías pueden falsear la realidad al ser ubicadas en el contexto narrativo de algo sin base empírica, como por ejemplo que hay armas de destrucción masiva en cierto territorio y sólo eso justifica su invasión.


      Parto de la idea, como he referido con Saer, de que lo ficcional no es sinónimo de lo no real sino de aquello que por inverificable, multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento de aquello que llamamos lo real. En ese sentido, algunos de los nuevos medios como la realidad virtual, magnifican y aproximan a la pupila aquello que reproducen digitalmente, pero el sentido que puede adoptar esa modelización de la realidad puede ser el de transmitir un mensaje mucho más intenso y cercano (corporalmente) del que podríamos experimentar si viéramos lo mismo en televisión, o bien banalizarlo y volverlo objeto de consumo al punto de dudar si lo que se observa no es un actuación o simulación. El cine interactivo, que parece vivir su momento revival gracias a algunos videojuegos de corte cinematográfico y algunas series televisivas que han reflotado el experimentalismo interactivo de Kinoautomat (1966-1967), podría ser pensado como otro nuevo medio, pero se trata en esencia de la realización técnica de ficciones cinematográficas de trama abierta gracias a las posibilidades que ofrece no sólo el lenguaje digital (ya la tecnología CD-ROM y la compaginación de fragmentos de video había hecho posible hacia 1990 la aparición del CD Interactivo), sino también el avance en materia de almacenamiento y compresión de video, la mejora en la infraestructura de conectividad y la apetencia por ficciones a la carta, por influjo (en relación a lo que plantea Alessandro Baricco en The Game) de cierta naturalización de la lógica interactiva de los videojuegos en la cotidianidad de la cultura contemporánea.


    3. ¿Qué consecuencias tiene afirmar que nuestra cultura tiene sus mitos contemporáneos?

      ¿Creemos en esos mitos?

      Considero que una de las principales consecuencias es asumir que no somos tan racionales como creíamos o como pretende mostrarnos cierta discursividad científica que, según el Gilbert Durand de La imaginación simbólica o bien de Ciencia del hombre y tradición, vendría a ser una nueva mitología de retórica antimitológica que desde el siglo XIX se entronizó como directriz imaginaria en la cultura. Sin pretender entrar en detalle acerca de Durand y su crítica a la racionalidad occidental iconoclasta y antimitológica, lo que quiero remarcar es el modo en que podríamos reconocer, si adoptáramos una perspectiva de extrañamiento acerca de nuestra propia cultura, el funcionamiento de lógicas y narrativas específicas del mito que aparecen trasladadas a otros terrenos y que resultan eficientes para comprehender ciertos fenómenos de la realidad. Por ejemplo, el relato del emprendedorismo que construye en torno al individuo aislado toda una épica del riesgo y los obstáculos para mostrar –en línea con el monomito de Campbell- un camino exitoso de superación y derrame de esas virtudes sobre el conjunto de la sociedad o, al menos, sobre aquellos pares que son capaces de “ver” el mundo a partir de esa ideología de lo “verdadero” (el dilema simplista de padre rico-padre pobre y otros relatos que reflotan el concepto de “cultura de la pobreza” de Oscar Lewis).

      O podríamos pensar incluso en otras mitologías contemporáneas hoy en crisis, como la idea de globalización, entendida como ese estado óptimo, irrefrenable y positivo que expresa el logro mancomunado de lo humano en su búsqueda de una civilización al alcance de cualquiera, en cualquier lugar del globo. Claro está, como señala Baricco en Next, que ese gran relato épico no fue sino la inflamación retórica de algo que significó más bien la ampliación del mercado a escala planetaria y una

      expansión de las posibilidades de movilidad del capital nunca antes visto, al punto de que esa movilidad implicó también el hallazgo de oasis o paraísos a donde el fisco no pudiera alcanzar ese dinero libre- circulante.


      Podríamos multiplicar los ejemplos, pero a lo que apunto es a mostrar cómo estos mitos, es decir estos relatos que construyen narraciones no sólo explicativas sino organizativas y justificativas del presente, siguen operando como directrices simbólicas en nuestras sociedades contemporáneas, a la par o más allá de cualquier visión laica o cientificista que podamos asumir también. Es decir, hablar de mitos contemporáneos no nos priva de racionalidad o civilización, como podría parecer si lo pensamos al modo en que lo hicieron los primeros antropólogos a inicios de la disciplina, sino más bien dimensionar la complejidad de los entramados simbólicos, semióticos, políticos y sociales en los que estamos inmersos y el peso que tienen los mecanismos ficcionales –no exclusivos de la literatura y del arte, como queda claro- a la hora de vehiculizar y posicionar a esos relatos como eficaces para una descripción –que es construcción- de la realidad.


    4. Utilizando como propone en varios trabajos el concepto de performance para pensar la relación entre la peripecia heroica y las acciones transmitidas por la memoria de la cultura

      ¿qué relaciones se pueden establecer entre el ritual que es la base pragmática que anida en el mito y el uso que propone del concepto de performance?

      Es cierto que el concepto de performance, al menos según se propone en los estudios actuales de autores como Richard Schechner y Gustavo Blázquez, me ha resultado sumamente útil para abordar algunas de las problemáticas que surgen al estudiar el funcionamiento del mito en textos contemporáneos como en el caso del videojuego, frente al cual las herramientas de la crítica literaria pueden resultar insuficientes y los aportes de otras disciplinas quizá tangenciales. El concepto que maneja Schechner, que es un teórico del teatro, entiende por performance aquella secuencia de conductas, acciones programadas y pautadas que acontecen dos o “n” veces pero nunca por primera vez, es decir, alude con ello a cierto carácter paradojal a la vez que productivo en las prácticas pues, al mismo tiempo que parecieran estar repitiendo algo del mismo modo que una vez anterior, alteran indefectiblemente ese origen supuesto a través de su reactualización y su re-escenificación. Esta idea es extrapolada por el antropólogo argentino Gustavo Blázquez para pensar los modos en que resultan legibles en tanto performances ciertas prácticas o conductas sociales, de tal modo que el concepto es desplazado para asumirlo como lente de enfoque o perspectiva de estudio de los fenómenos sociales: ¿qué pasaría si leemos como una performance un acto escolar, una marcha o una sesión de videojuego? ¿Qué prácticas se juegan allí y de qué manera se tensionan las prácticas anteriores a partir de esa nueva ocurrencia de la acción de jugar?


      Hay mucha discusión teórica acerca de la relación entre mito y ritual, algunas quizá basadas en la distinción discurso/práctica derivada de la distinción saussureana entre lengua y habla, o discusiones preocupadas en establecer una relación genética y cronológica acerca de qué fue primero, si el ritual o el mito. En cierta manera, la perspectiva de los estudios acerca de las prácticas sociales como performances hace irrelevante esa cuestión y la destierra de su ámbito de interrogantes, porque toda práctica es el acontecimiento por segunda vez de un origen tachado. Cuando Detienne señala que el dominio que abarca la mitología es siempre un “sitio provisorio” porque representa un significante disponible que cada época y cada visión de mundo crea a la medida de su saber pero presenta como copia fiel de la antigua mitología, refiere precisamente a esta operación a la que apunta el concepto de performance tal como lo manejo, que es la de subrayar el carácter relativo de un fenómeno, incluso cuando se edifica como fiel representación de una práctica memorizada.

      Nuestras mitologías contemporáneas están llenas de referencias a rituales a los cuales dicen tributar. La utilidad del concepto y sobre todo la que posee metodológicamente asumir la performance como perspectiva de análisis, radica en atender no solamente a los puntos de reiteración y contacto con prácticas anteriores, sino a los matices de sentido, las desobediencias y las oportunidades creativas que se hacen visibles cuando asumimos que lo que acontece en determinada práctica restaura de manera

      creativa, única e irrepetible una práctica anterior, y por lo tanto, constituye una nueva práctica que merece nuestra máxima atención.

      Hay otra cuestión interesante, ligada a esa especie de efecto secularizador de pensar en mitos en nuestro tiempo contemporáneo, y es la idea de ver rituales en prácticas actuales, a contrapelo de la intuición que podría sugerirnos la idea de que el rito, por anidar en el mito, es algo específico y anclado en un tiempo anterior, prestigioso y lejano según la definición de Mircea Eliade. El concepto de performance trastoca esa jerarquía para evidenciar la dimensión ritual en prácticas cotidianas que, al ser abordadas desde esta lente, ganan espesor mítico. Es decir que la llegada al mito es de manera inversa, pues no se parte de reconocer el mito y de allí deslindar el rito de base, sino de establecer como matriz de enfoque la performance, que revela los rituales que han convertido a ciertas prácticas cotidianas en formas mitificadas. Un buen ejemplo, como el que analiza Gustavo Blázquez, es el de los actos escolares, que son una instancia en los que podríamos decir se reproduce al pie de la letra ciertos eventos o acontecimientos de los héroes fundadores de la patria, pero que reinventa cada vez el acontecimiento, de modo tal que las copias de ese suceso no son la sucesión de un hecho original más sucesivas rememoraciones que lo tributan, sino el conjunto abierto de “n” representaciones que lo restauran y reinventan indefinidamente.


      Al combinar esta productividad del concepto de performance con el de ficción se obtienen resultados interesantes, porque las propias estructuras narrativas almacenadas por la memoria cultural y que animan muchos de nuestros relatos –como los del cine o los videojuegos bélicos, que se basan en cierta manera en la visión de la épica y la lógica antagonista del mito heroico en su lucha contra el mal – ganan sentido a partir de esta condición memoriosa y creativa a la vez que revela el concepto de performance bajo la piel de esas estructuras narrativas conocidas. Advertida la mirada de quien analiza, se trata entonces de reconocer y describir qué innovaciones y que nuevas ritualidades han sido habilitadas a través de esa actualización de la épica, a la vez que nominar nuevas mitologías fundamentadas en estos nuevos modos de hacer.

      La perspectiva performática acerca de los fenómenos de la realidad invita, creo yo, a asumir cierta mirada de sospecha y extrañamiento frente a prácticas que reconocemos por que las hemos visto ya suceder, pero también re-conocemos en el sentido de que volvemos a conocer esas prácticas, porque asumimos que lo que allí sucede no es igual a lo anterior ni tampoco a lo que vendrá.


    5. La noción de performance permite en gran medida explorar la interacción entre las posibilidades de actuación del héroe en juegos en ambiente virtuales o videojuegos y el jugador, ¿cómo opera esta interacción en la producción de significado? ¿Qué posibilidades quedan para la innovación en este entramado?

      La pregunta acerca de los márgenes de innovación en los contextos en los cuales actuamos alude quizá a uno de los interrogantes centrales del mito desde la noche de los tiempos, que es el problema de la libertad y la medida de lo humano frente a la divinidad y el mundo circundante. Resulta curioso a la vez que hermoso que vuelva a surgir aquí y ligado al caso del videojuego, porque pone de manifiesto que más allá de los artefactos que hemos inventado para imaginar, algunas preguntas siguen inquietándonos.


      La noción de performance me permite reconocer las múltiples posibilidades de actuación y su relación con prácticas anteriores que no son necesariamente de juego, pero que algunos videojuegos “restauran” en un contexto digital controlado en donde esas acciones no tienen efecto más allá del mundo ficcional. Disparar un arma, arrojar una lanza, acariciar a otro personaje, saltar, correr o atropellar a alguien conduciendo un automóvil son acciones no sólo permitidas sino requeridas por algunos juegos, y cuando hablamos de requisito no nos referimos solamente a la variable “genérica” de que un juego bélico necesita que disparemos, sino también a la necesidad de retroalimentación o feedback del videojuego en tanto programa informático, que es una particularidad que caracteriza a este tipo de texto digital. Teóricos como Espen Aarseth piensan el videojuego y otros cibertextos a partir del lugar preponderante que posee el operador humano y su papel imprescindible para el funcionamiento del texto. Claro que leer un libro implica cierta “interacción” del ojo y los dedos con el objeto libro, que requiere de ese

      recorrido por la página y ese pasar de hoja para producir sentido, pero Aarseth se refiere a un esfuerzo más relevante porque compromete mayor número de operaciones coordinadas corporales y cognitivas. Más allá de esta dependencia más marcada del videojuego con la retroalimentación con un ser humano, la pregunta acerca de qué impulsa a interactuar con estos textos podría estar en lo que el teórico Jesper Juul define como situación paradojal al jugar videojuegos, que es el desagrado o infelicidad que nos produce fallar y perder, pero también el desagrado que produce no poder superar un obstáculo. Juul señala que los videojuegos ofrecen posibilidades de experimentar y experienciar múltiples formas de acción en entornos de impacto emotivo controlado, es decir que la apuesta emotiva y las expectativas que invertimos al comprometernos con cierta ficción no tendrán efectos más allá de los límites de ese espacio-tiempo delimitado por el programa como mundo del juego. Esto es interesante también porque, como señalamos con el concepto de performance, la idea de secuencias de acciones que suceden “n” veces representa un marco de posibles a ser exploradas y experimentadas, pero no deja de ser un conjunto de actuaciones previstas y permitidas de hecho por el código preexistente del programa.

      Cuando hablamos de actuación heroica en el marco de un videojuego, incluso si el concepto de performance permite ver de qué manera se restaura la acción descripta en un mito, aludimos a la reflexión de Janet Murray y su idea de que no hay co-autoría ni margen de creación posible, sino variantes coreográficas de un repertorio que ha sido absolutamente previsto por el programa informático. Toda acción imprevista o que el código no pueda armonizar con la simulación de ese mundo virtual constituye un fuera de juego y conduce al error y detención del programa. En este sentido, las interacciones del héroe bajo el comando de quien juega representan una secuencia de acciones previstas que, con mayor o menor margen de movilidad, se desenvuelven dentro de un marco de opciones disponibles. Esta cuestión nos lleva a otra que tiene que ver con la doble orientación o el espesor que se acumula en la figura del avatar del juego. Por avatar entendemos la representación digital bajo forma de personaje de quien juega dentro del mundo virtual, modelizado por el programa informático. Se trata, en cierto modo, de un cascarón que funciona para “alojar” la voluntad de quien juega, voluntad que se traduce a partir de los comandos que introducimos mediante algún dispositivo de interface como el mouse, un joystick o el teclado. Ahora bien, habida cuenta de esta mecánica que genera un “espejo” digital pero que nos refracta en otro que es quien afronta en definitiva las consecuencias de nuestras acciones, ¿quién es el héroe en la ficción videolúdica? ¿Por qué se asume frecuentemente la primera persona al hablar (“me mataron”, “morí”, “me caí”) a diferencia de otras ficciones en las que no asumimos ese grado de identificación? No tengo aún respuesta para esto pero sí la intuición de que el tipo de interacción que promueve el videojuego a partir de la generación de este enlace entre figura heroica y jugador/a representa modos de ser, estar y transitar las ficciones que ningún otro texto ha suscitado. Previsiblemente, este grado de inmersión y las posibilidades interactivas en estos espacios de actuación en los cuales actúa nuestro doble digital o avatar, representa un modo de producción inédito en la cultura que expande sin duda los límites de la ficción (por aquello que decíamos con Juul acerca de los márgenes de experimentación y experiencia que promueve), a la vez que hace posible una gama de efectos emotivos, éticos y empáticos a partir de esta tensión entre proximidad y distancia en el núcleo mismo de la relación entre héroe ficcional, avatar y quien juega.

      ¿Qué posibilidades quedan de innovación en este entramado? Todas las permitidas, lo cual es contradictorio si lo pensamos desde el punto de vista de la existencia de un límite y un número finito de opciones; pero resulta productivo si pensamos que a diferencia de estructuras univiarias o de trama cerrada a la que ficciones anteriores del cine y la literatura nos han acostumbrado, algunos videojuegos

      –no todos- ofrecen variantes narrativas en función de las interacciones, generando mayor inmersión y cierta idea de “responsabilidad” sobre el destino del héroe y de lo que acontezca en ese marco ficcional. Ninguna de estas dos opciones, por supuesto, implica innovación como podría hacerlo la figura de autor, sino márgenes de actuación en función de marcos interactivos más o menos permisivos y con mayor o menor incidencia de esas acciones en el mundo ficcional resultante.

    6. El potencial expresivo de nuevos medios tales como los entornos videolúdicos o el universo transmedia, presentan nuevos elementos a tomar en cuenta, por ejemplo las llamadas retóricas procedurales, los esquemas de bonificaciones y penalizaciones, las disonancias ludo-narrativas, entre otros. Pensando por ejemplo en juegos como los de David Cage a los que le ha prestado particular atención. ¿Qué elementos simbólicos se ponen en juego en este tipo de dispositivos culturales y en qué medida aportan a nuestra forma de modelizar la imagen que construimos del mundo? ¿Pueden constituir estas imágenes un elemento que se ponga en juego al desarrollar nuestras prácticas en la esfera social?

Los videojuegos creados por David Cage son un excelente ejemplo de lo que se puede hacer con videojuegos cuando quieren dejar de serlo. Digo esto porque el propio Cage ha señalado en algunas entrevistas que es un cineasta frustado y que lo que ha pretendido a través de su estudio (Quantic Dream) es la exploración de algunas búsquedas del cine interactivo a partir de las posibilidades estéticas y técnicas del videojuego. No se cansa tampoco de repetir en sus intervenciones que lo que considera clave en la poética de sus obras es la generación de emociones únicas e irrepetibles y que de lo que se trata es de colocar a quien juega en situaciones de difícil resolución, como la vida misma. Tras algunas declaraciones que tienen enorme validez estética pero son totalmente inconvenientes a los ojos de los inversores y productores de los juegos de Cage (Sony) -como fue el caso de sugerir que la mejor forma de jugar algunos de sus juegos, a pesar de la variedad de opciones narrativas y finales, era jugarlos una sola vez y quedarse con ese resultado como la expresión más genuina del sentido que se había decidido construir para esa historia- Cage tuvo que desdecirse acerca de este principio estético para mantener contentos a sus patrocinadores.

Comento esta anécdota porque es un buen ejemplo para responder a la pregunta. En primer lugar, porque los juegos de Cage aspiran a ser leídos como cine o como literatura: poseen narrativas complejas; profundidad psicológica de los personajes; tramas políticas de trasfondo y vertientes de géneros tan diversos como el policial, el fantástico y la ciencia ficción; y sobre todo porque por lo general sus obras presentan un margen reducido de interacciones que se limita en algunos casos a presionar una serie de teclas o botones que garantizan el desarrollo de la trama. Este punto en particular ha despertado algunas opiniones negativas entre críticos y usuarios quienes, como es previsible, acusan a los juegos de Cage de no ser videojuegos sino películas o dramas interactivos. No yerran en su apreciación inicial, aunque fallan en considerar que un buen videojuego no pueda funcionar al mismo tiempo en clave cinematográfica. En función de esta situación fronteriza de los juegos de Cage con la literatura, el cine y otras formas artísticas, considero que en sus obras hay una voluntad estética definida y una fuerte conciencia autoral que construye deliberadamente un universo simbólico a través de múltiples elementos, desde el uso de las gamas cromáticas a la ambientación de los escenarios (la lluvia en Heavy Rain, la nieve en Fahrenheit y Beyond: Two Souls), la particular atención a la banda sonora, el realismo en la expresividad de los rostros y movimientos corporales que hizo posible la técnica de captura y digitalización de movimiento desde Heavy Rain, en 2010.

Hay un par de elementos al respecto que me parece interesante remarcar acerca de esta cuestión: la primera tiene que ver con el establecimiento de un lapso de tiempo para interactuar y tomar decisiones en la mayoría de los juegos de Cage, en línea con su voluntad “realista” de someter a quien juega a experiencias verosímiles y de alto impacto emocional. A diferencia de otros juegos donde el tiempo de la diégesis ficcional se disocia del tiempo del juego y transcurrir sin hacer absolutamente nada no ocasiona ninguna penalidad, los juegos de Cage garantizan su dinamismo obligando a tomar decisiones en un lapso determinado de tiempo e incluso no elegir acarreará consecuencias. Un primer efecto de esta introducción del simbolismo del tiempo es hacer ingresar la idea de fatalidad y de inevitabilidad para modelizar un mundo ficcional que aloja, pero del cual no se saldrá indemne: transitarlo tiene consecuencias y asumir las consecuencias de nuestros actos constituye un primer elemento de contacto entre las ficciones de Cage y las lógicas no ficcionales del mundo de la vida que él pretende modelizar.


Un segundo elemento de alto valor simbólico tiene que ver con el rostro y la mirada de los personajes como condensadores de sentido y puertas en enlace empático. Desde el primero de sus juegos, Omikron, Cage introduce escenas de ruptura de cuarta pared en las cuales la figura heroica mira a cámara y,

eventualmente, dialoga con quien se encuentra del otro lado. Este recurso, que se potencia gráficamente a partir de la técnica de captura facial desde Heavy Rain, cobra relevancia fundamental en su obra más reciente, Detroit: Become Human, en la que abundan los primeros planos y las escenas de ruptura de cuarta pared. Hay muchos videojuegos que no muestran el rostro del héroe (como los juegos de disparo en primera persona o algunos RPG o juegos de rol), lo toman de espalda, desde alguno de sus hombros o de cuerpo completo pero sin detalles de sus expresiones. Creo que uno de los aciertos de Cage a la hora de generar impacto emotivo y empatía es hacernos mirar de frente el rostro de sus personajes y percibir con un grado de detalle abrumador los matices en sus miradas, su gestualidad, su parpadeo o el contoneo de su cabeza. Parte de la magnitud de la poética de Cage se encuentra en suscitar este encuentro con el avatar que, colocado como un espejo, provoca vértigo. El efecto de sentido que detecto tiene que ver en la profundidad humana que adquieren las ficciones de Cage, espesor que adensa el conjunto de asuntos que se narran y que, de no ser por esta aproximación del rostro del otro, podrían referir fácilmente a cualquier desconocido. Sin embargo, la identificación y situación de adyacencia y emparejamiento que provoca el primer plano puebla los videojuegos de Cage de personas con nombre y rostro, personajes que nos miran a veces impávidos pero otras atentos y preocupados desde el otro lado de la pantalla, aguardando conocer qué destino decidiremos para ellos.


A qué conduce todo esto, me he preguntado cuando he terminado los juegos de Cage. ¿Es que pueden los videojuegos cambiar nuestra forma de relacionarnos y mirar el mundo? Creo que al menos esa intención es explícita en David Cage, toda vez que ha expresado su voluntad de utilizarlos como vehículos de emociones y generadores de empatía, y como si hubiese llegado ya el momento de explorar otras formas de ficción, más inmersivas, interactivas y persuasivas que las anteriores; o como si las anteriores hubiesen resultado insuficientes para lograr el cometido de interesarnos y experimentar en primera persona lo que acontece con los otros. Creo que la búsqueda de Cage tiene que ver más con lo primero que con lo segundo, pues recorriendo sus obras se torna evidente la profunda relación que guardan estos videojuegos con la literatura, con el teatro, con el cine, con la fotografía y con otros lenguajes culturales a partir de los cuales se proyectan. El último título en particular, me parece revelador con respecto a esta cuestión desde el título mismo: Detroit: Become Human. ¿Quién debe volverse humano? ¿Algunos de los tres androides que protagonizan esta fábula de ciencia ficción, que nos coloca en la piel de robot en busca de autonomía y libertad? ¿O somos quienes jugamos, humanos, los que debemos refractarnos en la vivencia de esos androides para poder recuperar, tras ese tránsito, nuestra propia condición humana? Tal como se anuncia desde el menú de inicio del juego, Detroit no es un juego sino una experiencia y por allí transcurre el logro más acabado de este videojuego: suscitar marcos de experiencia y experimentación con impacto reflexivo y emotivo sobre prácticas que exceden el plano ficcional.


Concluyo con un pequeño comentario, tratando a la vez de no cometer spoiler. En algún momento del juego uno de los androides nos pedirá explícita y frontalmente su libertad. Liberarlo acarrea ciertas consecuencias y no hacerlo otras. Creo que los juegos de Cage hacen de estos momentos de tensión empática su principal ariete de batalla, planteando preguntas relevantes que, más allá del mundo del juego, empujan a responsabilizarnos ante la presencia e interpelación del otro. No creo que constituya sin embargo un objetivo pedagógico o moralizante, pues eso implica anularlos en tanto juegos, sino que es algo que logran por la combinación de múltiples elementos: arte, juego, poética autoral y formas de la ficción. Ficciones empáticas las he llamado alguna vez: creo que el nombre sigue siendo adecuado para pensar las obras de Cage.

Reseñas


https://doi.org/10.34024/prometeica.2021.22.11430


HAYDEN WHITE. EL PASADO PRÁCTICO, PROMETEO LIBROS, 2018 136PP, ISBN-10: 9875748773


HAYDEN WHITE. THE PRACTICAL PAST, PROMETEO LIBROS, 2018 136PP, ISBN-10: 9875748773


HAYDEN WHITE. O PASSADO PRÁTICO, PROMETEO LIBROS, 2018 136PP, ISBN-10: 9875748773


Yamila Puga

El Pasado Practico - Hayden White | Mercado Libre

(Universidad Nacional de Mar del Plata)

yamilapuga@gmail.com


Recibido: 24/11/2020 Aprobado: 14/01/2021

El recorrido que propone El pasado práctico es por las fronteras de la historiografía. Así lo advierten en la introducción Verónica Tozzi, directora de la colección Historia y Teoría y Omar Murad, ambos traductores de gran parte de los cinco ensayos compilados originalmente presentados por su autor en distintos contextos. H. White se posa sobre la literatura y, desde allí, identifica en la autobiografía, las memorias o la novela ya no los recursos lingüísticos o tropos que, como ha sabido argumentar, intervienen también en la producción

de todo discurso histórico esto es tema de Metahistoria (1992) y Trópicos del discurso (2019) sino un tipo de soporte que puede disputar y de hecho lo hace el prestigioso trono de la representación del pasado.

Con esto en mente, confiesa en el Prefacio lo que en sus palabras fue una “equivocación” (24) igualar la historia (narrativa) con la literatura y adelanta la reformulación de algunas conceptualizaciones que le permiten distinguir dentro de la práctica escrituraria, es decir, dentro del orden de los discursos, los que se pretenden históricos de los imaginativos; a su vez, estos últimos ficcionales o no, dependiendo de que den acceso a un referente real o sean puramente fantasiosos. Aunque con un planteo algo rebuscado que la crítica literaria disputaría argumentando que la ficción “no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata” (Saer, 2014: 12), y que por ende todo aquello que tiene tratamiento formal es por decantación ficcional, White persigue, sin embargo, un claro y útil objetivo. Deshacerse del uso de la palabra “ficción” como equivalente a Literatura, porque eso exigiría una oposición excluyente con la Historia que no es justa, en tanto ambas comparten el hecho de ser construcciones, lo que equivale a decir interpretaciones o también selecciones pero nunca totalizaciones.


En efecto, del pasado como la globalidad de eventos y entidades que alguna vez existieron solo se obtiene una versión, que es el pasado histórico, y que los historiadores buscan comprender “en sus propios términos” (25), señala White no sin ironía. Pero el que a él le interesa rescatar, y a esto se dedica en el primer capítulo que lleva título homónimo al libro, es un tercer tipo de pasado: el práctico, introducido por el filósofo Michael Oaekshott, que se refiere “a aquellas nociones del pasado que todos llevamos

con nosotros en la vida diaria y a las que recurrimos […] para obtener información, ideas, modelos y estrategias que nos ayuden a resolver todos los problemas con los que nos encontramos en nuestra situación presente” (27-28). El término práctico está, así, vinculado a un espacio de la experiencia y por ello puede ser mejor entendido kantianamente (éticamente) asociado a la pregunta: ¿qué deberíamos hacer? El mejor intento por responder asuntos centrales de carácter moral y social se halla, sostiene White, en la narrativa, en los trabajos de novelistas posmodernos como W. G. Sebald o Philip Roth, entre otros que va a revisar, quienes a través de la lente literaria justifican una opinión ética o moral en un mundo real de hechos históricos.

Por esto último, estos textos pueden pensarse en la cadena históricos/literarios/no-ficcionales (así como también, para hacer una adaptación a la literatura argentina, podría hablarse de las novelas de Luis Gusmán, Héctor Tizón, Liliana Heker, Martín Kohan, etcétera). Su sustancia de expresión es imaginaria, y con esto quiere decir que todo el peso recae en los procedimientos, pero predominan los hechos empíricos y documentables cosa que no puede afirmarse para en los géneros science fiction o las telenovelas. Cuando antes White dijo “que la escritura de la historia era una mezcla de hechos y ficción”

(24) entendía por ficción, siguiendo al pensador Jeremy Benthan, una hipótesis o una conjetura, una posibilidad expresada figurativamente, cosa que es cierto tanto para la escritura literaria como para la histórica. Esa es la clave, en definitiva, desde la que hay que comprender su postura relativista, que se encauza en la corriente inaugurada por Foucault y seguida por Derridá y Roland Barthes. Todos organizan su pensamiento, en definitiva, sobre la base de que las relaciones entre cosas y no entre conceptos son meras idealizaciones y no pueden tener más coherencia que la que sus presentadores le dan, en la medida en que el mundo es lo que decimos de él.

Con este andamiaje teórico llega White a la pregunta que dispara el segundo capítulo, “Verdad y Circunstancia”, sobre lo relevante de “lo verdadero” en dirección a todos los discursos que hacen referencia a eventos históricos reales en el curso de su elaboración. Su pertinencia, como puede esperarse, es secundaria porque, en efecto, se trata de una cuestión de modo y no de mímesis subtítulo. No en vano su subtítulo: “¿qué si algo puede ser propiamente dicho sobre el Holocausto?”, pregunta también replicada por la crítica argentina Leonor Arfuch “¿cómo hablar de los crímenes de los otros?” (Arfuch, 2008:31). El ejemplo para ver esto es la memoria del tiempo en Auschwitz durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, Si esto es un hombre (2005), de Primo Levi. Efectivamente, su naturaleza es poética más que documental, aunque contiene preferencias declarativas que piden ser tomadas como verdaderas. Pero es claro que el uso de tropos y figuras responde a un intento de contar un mundo que, sin ser imaginario, se resiste a su representación; apenas puede ser descrito. El hecho es que hay más de un modo de decir la verdad sobre el pasado, y cada uno de esos modos hace algo distinto, tiene una particular función performativa, siguiendo la teoría de los actos de habla de Austin. De modo tal que una multiplicidad de discursos, incluida la historiografía sugiere pueden o podrían constituirse como praxis práctico-política y estético-expresiva, si entendemos por praxis una acción que intenta cambiar o tener un impacto sobre el mundo real por medio del modo en que se dice algo sobre él de aquí, la relevancia de la noción de pasado práctico.

En relación a esto, la historiografía ha enfrentado debates amplios sobre el estatuto de eventos históricos como el Holocausto o también el ataque a las Torres Gemelas. ¿Fue un tipo nuevo de evento incomparable con otros e inimaginable, fundador de una nueva categoría de eventos históricos?, se pregunta White en el tercer capítulo, “El evento histórico”. Otra vez, de lo que se trata no es de establecer que efectivamente haya ocurrido o no, sino de cuestionar la naturaleza del evento, el alcance y la intensidad del impacto. Y el hecho de que en la historia haya varios eventos que puedan ser identificados como tragedias, por ser impredecibles, y que no pueda pensarse lo mismo de los eventos naturales, cuya ocurrencia es probable e incluso posible, es un argumento en favor del fracaso de la historia en sus esfuerzos de volverse científica, cuando debería volverse mítica. Las técnicas y protocolos para establecer estas relaciones tendrán que ser más bien figurativas y tropológicas, en lugar de conceptuales y lógicas, dado que la descripción de un evento histórico será pertinente en relación con su contexto pero éste ya es pasado y es conocido solo por sus restos. La delimitación de las nociones de evento histórico y contexto histórico siguen profundizándose en el cuarto ensayo, en el que se White se esfuerza por

complejizarlas y convertirlas en herramientas que permitan responder preguntas como las que aparecen hacia el final: ¿puede narrarse el Holocausto?, ¿debería ser narrado?, y ¿de qué manera o modo o medio apropiados? ¿Cuál es el estatus evidencial del testimonio del sobreviviente? o ¿cuáles son las dificultades éticas involucradas en el uso de imágenes o de los hechos establecidos acerca del Holocausto como objeto de una narrativa?


Finalmente, En “Discurso histórico y teoría literaria”, otra vez, White vuelve sobre el problema de la historia para historiadores, como consecuencia del paso en falso que es identificar literatura o arte con ficción y subordinar la verdad de los hechos a merced de la exhibición egoísta de la técnica del artista. Encuentra, sin embargo, en el modernismo literario, que será abordado in extenso en este apartado, con representantes como Woolf, Proust, Kafka, H. James o Joyce, entre otros, el abandono de raíz del mimetismo o la lucha por intentar capturar la realidad en su esencia perdurable más que en su temporal historicidad. Se propone descubrir la multiplicidad de capas de experiencia del tiempo y presentarlas de tal modo que destrocen nuestra confianza en la temporalidad narrativa del cuento folclórico o de la historia misma. Estos son los procedimientos que exige la representación del Holocausto, mientras que los del arte pre modernista, insistentes en capturar la esencia o los atributos son de los que pretende deshacerse, en resumen, este libro.


Así, logra demostrar White desde la filosofía, la productividad de la relación entre historia y literatura. Con la triangulación de tres disciplinas en El pasado práctico, o de cuatro, si se incluye la teoría literaria, hacer historia, tropológicamente hablando, es hacer literatura (modernista) y viceversa. Y en el sentido en que se disputa con otras perspectivas qué es la realidad y cuál es la tarea que cabe ser realizada en ella, hacer historia es hacer filosofía. Y, aún más, con la luz que arroja esta propuesta sobre su función práctica una guía para la acción, hacer historia puede ser una forma de hacerse eco del reclamo utilitario y presentista de la memoria y establecer lazos significativos del pasado en relación con el presente y el futuro. Al revés de lo que podría asumirse, si se lee a White como quien ha ido en contra de la historia, se diría que nunca fue tan poderosa.


Referencias


Arfuch, L. (2008). Crítica cultural entre política y poética. Fondo de cultura económica. Buenos Aires. Saer, J. (2014). El concepto de ficción. Seix Barral. Buenos Aires.

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