Reseñas


https://doi.org/10.34024/prometeica.2020.21.10403


 

LOS BORDES DE LA FICCIÓN, DE JACQUES RANCIÈRE, BS AS, ED: EDHASA, 2019, 168 PÁGINAS. ISBN: 978-987-628-482-0


LOS BORDES DE LA FICCIÓN, DE JACQUES RANCIÈRE, BS AS, ED: EDHASA, 2019, 168 PÁGINAS. ISBN: 978-987-628-482-0


LOS BORDES DE LA FICCIÓN, DE JACQUES RANCIÈRE, BS AS, ED: EDHASA, 2019, 168 PÁGINAS. ISBN: 978-987-628-482-0


Emilio Alochis

(Universidad Nacional del Comahue)

enalochis@gmail.com


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Recibido: 06/03/2020

Aprobado: 14/04/2020

Carlos Fuentes, en su libro La gran novela latinoamericana, dedica un capítulo a Jorge Luis Borges en el que menciona su opinión de que la teología es una rama de la literatura fantástica. Si en esa fórmula reemplazamos a Dios por un concepto más secular, encontraremos que a Borges también se le atribuye la idea de quela metafísica es una prolongación de la literatura fantástica. Más allá del muy conocido talante provocador de nuestro genial autor, su pensamiento alrededor del vínculo entre distintas formas discursivas revela una estructura jerárquica en cuya cúspide está la literatura; una estructura que podemos rastrear hasta Aristóteles.


Al igual que Borges, otros críticos como Samuel Johnson y Harold Bloom, conciben a la literatura a partir del filósofo estagirita quien, en su Poética entiende que “la poesía es más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía refiere más bien lo universal, la historia en cambio lo particular” (Poética 1451b 5-7), e interpretan que aquel vínculo ha sido y continúa siendo uno agonístico, es decir, una pugna por ocupar espacios de sentido y de percepción del mundo. Así, desde los días del filósofo griego hasta los nuestros, la discusión acerca del estatuto de las artes ha girado en buena parte en torno a la pretensión de subordinar a la literatura el resto de los sistemas discursivos.

En contraste con estas ideas, en su último libro traducido al castellano, Los bordes de la ficción (2019), Jacques Rancière elabora una serie de ensayos crítico-literarios en los que examina el estatuto nuclear que la tradición aristotélica le ha dado a la literatura y lo coloca fuera de sí para intentar mostrarnos los modos indirectos, oblicuos, en que las ficciones literarias han desarrollado su vínculo con la realidad. Es importante señalar que el trabajo de Rancière no está encaminado ni a impugnar a Aristóteles ni a reemplazar su tradición por un programa de tintes esencialistas, sino a proponer un modo distinto de leer, siempre bajo una idea que atraviesa otros tantos textos suyos: la estética como política.


En solo cuatro capítulos, esa idea atraviesa casi innominadamente el texto bordeando los accesos a los que la literatura se asoma para hacernos notar que es su propia racionalidad laque le da forma a realidades tan distintas entre sí como el costumbrismo francés del siglo XIX, los análisis de Carl Marx en El capital, la ruptura del referente en la narrativa de W.G. Sebald, o el “punto cualquiera” en

William Faulkner y Virginia Woolf. No es que todo sea ficción; el argelino no intenta reforzar el lugar de “centro” del arte literario sino abordar, desde sus orillas, el modo en que el mismo establece puntos de conexión que la razón literaria revela con otros discursos.


Rancière sabe perfectamente que la gran diferencia entre el campo de la ficción y el de la realidad es, como ya lo detectó Aristóteles, un aumento de racionalidad, es decir, el vínculo entre los devenires del héroe y su propio despliegue de decisiones. Son estas las que disponen un orden de expectativas (prosperidad, sabiduría, felicidad) que, distribuidas por la literatura, fueron y son asimiladas por paradigmas que se precian de no ser ficcionales: “verificamos con facilidad que los principios aristotélicos de la racionalidad ficcional conforman todavía hoy la matriz estable del saber que nuestras sociedades producen acerca de sí mismas” (Rancière, 10). Es justamente a partir de esa racionalidad que diferentes discursos construyen el modo en que perciben el mundo.


  1. Metáforas del exterior


    La primera sección del libro, “Puertas y ventanas”, es no solo una serie de metáforas que cumplen la función de introducirnos en las lecturas ranciereanas, sino puertas, ventanas, y umbrales detrás de los que seque se encierra-en palacios y mansiones- el núcleo de las vidas privilegiadas que la literatura occidental construye como sustrato fundamental de la “realidad social”. Del otro lado de ellos hay ojos que devuelven miradas y reclaman su lugar; son los ojos del campesinado, de la burguesía incipiente y del proletariado que el Realismo del siglo XIX comenzará a traer desde los bordes de la historia hacia el centro de sus textos. Rancière lee en esta operación no solamente una clara maquinaria poética- estética, sino una dialéctica de la que participa el modo de leer de la crítica aristocrática francesa de la época que, ante Madame Bovary, se indigna frente a los deseos y acciones de Emma pero al mismo tiempo reconoce en ellas al espíritu de un cambio de época.


    “La crítica cambió de status. Esta ya no dice cómo las obras deben o deberían haber sido hechas para satisfacer las reglas del arte y el gusto público, sino que dice cómo se hacen las cosas, qué mundo sensible construyen y cómo se refleja en él el espíritu del tiempo que las ha engendrado” (Rancière, 22).


    Para esa aristocracia, Flaubert representa no tanto una crisis estética como la revelación de la democratización y licuación de espacios que solían estar claramente definidos. Rancière verifica que son justamente los prejuicios y el lugar anquilosado (y ahora disputado) de los críticos reaccionarios los que colaboran en la transformación estético-política que Madame Bovary expone. Este es solo un ejemplo de todo un modelo que Rancière lee como estructural acerca de la manera en que la literatura decimonónica construye y modifica la percepción de una otredad cuyos reclamos por ocupar espacios (materiales y afectivos) forman parte del mundo ficcional de Flaubert, Balzac o Maupassant.

    Al mismo tiempo, así como ese reparto de lo sensible, esa disputa, se configura en la Emma de Flaubert palpablemente en una lucha de cuerpos y de espacios, Rancière lee en Proust una disputa diferente y más abstracta: en Proust identifica el vínculo entre la escritura y lo sensible en tanto conjunción no visual, es decir, la escritura “táctil, gustativa o sonora, siempre muda, nunca visual” (Rancière, 45), que responde a un platonismo desvinculado de toda necesidad de proveer sentido racional al texto. En otras palabras, Proust expresa una racionalidad poética no aristotélica, una en la que no hay misión ni catarsis que cumplir, sino que expone la articulación de sensaciones con otras sensaciones.


  2. Ciencia y policial


    En el segundo capítulo, “El umbral de la ciencia”, el filósofo se ocupa del orden científico y causal como problemas literarios poniendo su atención en El capital, de Marx, y en el policial moderno.

    1. El fantasma y lo irresoluble


      En el primer caso, Rancière argumenta que la ciencia, sobre todo la de Marx, es fundamentalmente teatro, un complejo de operaciones que no por casualidad está abastecida de personajes en escena y no solo de fórmulas matemáticas y números. Allí, jugando como intermediaria entre las personas, está la mercancía, una fantasmagoría que da cuenta del problema esencial en los análisis del relato marxista: “la realidad impalpable de la distribución global del tiempo” (Rancière, 60). Si bien no lo dice expresamente, el problema que está planteando es el mismo que podemos leer en cualquier ficción, el problema de un reparto - del uso del tiempo de los hombres, en este caso-, el de una distribución mediada por la figura espectral que constituye la cosa.

      A partir de esta observación, el filósofo argelino explica que en El capital “los desarrollos teóricos y la acumulación de ejemplos están ambos sometidos a un trabajo narrativo” (Rancière, 70), uno en el que, como ocurre en la filosofía de Empédocles, la armonía de los contrarios está siempre presente. Lo expresa el propio Marx en su obra: es una contradicción “…que un cuerpo caiga constantemente sobre otro y, no obstante, lo hace constantemente” (Rancière, 70). La conclusión del filósofo es que El capital es básicamente una tragedia, una exposición analítica que traza el problema universal de las relaciones entre los hombres bajo la tensión de una contradicción estructural que no se resolverá nunca.


    2. Contra la causalidad


    Respecto al género policial, el autor propone que su paradoja es que podría haber sido heredero de la racionalidad aristotélica pero sufrió un desvío que la alejó de ella. A diferencia de aquella, el policial no establece una conexión entre la manifestación de la verdad con la suerte del héroe sino que dispone un sistema de indicios y pruebas que funcionan internamente de modo que la verdad no sea aquello que parece serlo. Es justamente esta nueva racionalidad la que celebra Borges en el prólogo a La invención de Morel y la que inaugura al policial moderno con Los crímenes de la calle de Morgue, de Poe.

    Lo interesante del punto de vista de Rancière es que propone al policial moderno como un tipo de racionalidad ficcional que, al igual que el científico Marx, coloca al detective (o al científico) desde una posición de observación que le permite detectar una particular conexión de fenómenos que escapan a la inteligencia común, articulando elementos que rompen esquemas de sucesión o de criminalidad. Es esta racionalidad la que explica la paradoja de la ficción de Poe, en la que el crimen del relato en realidad nunca tuvo lugar ya que el responsable, no un ser humano sino un animal, no puede cometer tales actos. Este nuevo género, pues, nace como paradoja, quebrando las reglas de causalidad.

    Así, Rancière nos devela que el policial moderno es al mismo tiempo germen y desvío de la tragedia aristotélica, en tanto se ajusta a un sistema de reglas que opera redistribuyendo los criterios de racionalidad: en lugar de la sucesión de pistas que devela el misterio al estilo Conan Doyle, lo que adquiere relevancia es la dinámica del relato con su realidad circundante. Este reparto trae como consecuencia no solamente un nuevo modo de concebir formalmente al texto como una máquina en sí misma, sino el enlace con el mundo que rodea su contexto de producción, con lo político de la estética:

    “Todo refinamiento de intriga se verá abandonado cuando (…) Dashiell Hammett, ponga en fila la cascada de crímenes de Cosecha Roja. La causa del crimen es el crimen mismo. Es la existencia de un medio criminal cuyo ajuste de cuentas a mano armada es la actividad normal y que la complicidad de los hombres de dinero y del poder pone en el centro de la vida social.” (Rancière, 88)


  3. Quimera y política

El capítulo “Las márgenes de lo real”, exhala la frescura de una lectura desde la que Rancière nos salva de caer en el reduccionismo de verificar en El corazón de las tinieblas al programa colonizador de occidente. En Conrad, mímesis y Realismo escapan al mero retrato, a ser espejo del mundo, para ejecutar una oposición a la idea de realidad en tanto mímesis no implica copiar sino crear aquello que podría existir. Así, imaginación y realidad, o si se quiere, estética y política son la inscripción de la paradoja conradiana en la que la quimera, la paradoja, revela a un Kurtz que se propone como misionero civilizador. El corazón de las tinieblas es justamente una quimera porque su lectura como denuncia, como descripción realista del horror colonizador no interrumpe las prácticas que ella misma revela.

El quiebre con la idea de Realismo como espejo continúa en pleno siglo XX con Los Anillos de Saturno, de W.G. Sebald, obra con la que Rancière se ocupa del tema de la hibridez del texto como problema de “inclasificación”. Sebald teje su texto como recorrido personal, como un diario que busca dar cuenta de un campo de observaciones extremadamente heteróclito (desde la Alemania nazi hasta la escritura de Borges), una mixtura entre el testimonio y la literatura, umbral entre la memoria y la ficción. La memoria en Sebald es, para Rancière, el encuentro con la supresión de la peripecia, la ruptura con el orden aristotélico del encadenamiento de causas, una reestructuración de lo estético- político desde el borde de la escritura.


4. Puntos cualquiera


Finalmente, en “El borde de la nada y del todo”, Rancière cierra su texto retomando la idea aristotélica de racionalidad poética para releer el modo en que las vanguardias del siglo XX ponen su atención, a la manera en que lo hizo Flaubert, en “puntos cualquiera”. Así, es el despliegue del tiempo moroso en Al faro, o la palabra de los descartados en El ruido y la furia el lugar en que la política de la ficción responde a los criterios realistas que construyen sentidos e identidades. Vemos, una vez más, que la poesía es más filosófica que la historia porque teje lo que puede ser.


Así como la ciencia marxista es, en su estructura discursiva, aún aristotélica porque mantiene la jerarquía del tiempo, la del desarrollo y de culminación en un gran punto de síntesis en el que la humanidad se transformará, esa estructura se quiebra cuando, como ocurre en Woolf y Faulkner, los bordes del tiempo y de lo social toman centralidad. Allí está la política de la literatura, en los momentos cotidianos, “cuando ingresan individuos cualesquiera en ese tiempo vacío que se dilata en un mundo de sensaciones y de pasiones desconocidas” (Rancière, 132). Es interesante rescatar aquí que, en consonancia con estas ficciones, Walter Benjamin planteó la necesidad de relacionar la dialéctica no al transcurso del tiempo sino a sus interrupciones, a sus solapamientos y retornos. Woolf y Faulkner se le adelantaron.

En Los bordes de la ficción, entonces, Rancière intenta “…medir las transformaciones de la racionalidad ficcional que las ciencias sociales y la literatura en la Edad Moderna en Occidente han efectuado” (Rancière, 10).Para ello ejecuta, al igual que la tradición agonística con la que discute, una lucha, pero de otro tipo; es una disputa por el reparto de lo sensible de acuerdo a los modos de leer ficción en conexión con nuestra realidad. En esa lucha se juega el modo en que percibimos nuestro mundo como posibilidad de modificar(nos)lo.